Tenía que reñir a una persona, alguien que parecía haber desencadenado un temporal que no cesaba y arruinaba nuestras vidas. Papá y yo habíamos hablado mucho acerca de ello, pero la situación era aún muy tirante, y me sentía sumamente confuso. ¿Por qué había tenido que venir y armar todo ese lío? No pude contener por más tiempo mi ira y, al terminar la clase de ballet, me dirigí al despacho de madame Marisha.
—La odio, madame, por todas las atrocidades que dijo a mi mamá. Desde aquel día, todo va de mal en peor. Déjela en paz de ahora en adelante, o no volverá a verme. ¿Viajó desde tan lejos sólo para hacerla enfermar? Ahora no puede bailar, y ésa es ya suficiente desgracia. Si no cesa usted de crear problemas, tampoco yo bailaré. Huiré muy lejos y nunca volverá a verme, pues al destrozar las vidas de mis padres ha conseguido destrozar también la mía y la de Bart.
Palideció y de repente me pareció muy vieja.
—Hablas como tu padre. Y Julián solía mirarme de la misma manera con sus ojos oscuros.
—Yo la quería.
—¿Me querías…?
—Sí, y cuando pensaba que me apreciaba y que apreciaba a mis padres, creía que la danza era lo más maravilloso del mundo. Ahora ya no lo creo.
Estaba anonadada, como si le hubiese clavado un puñal en el corazón. Se apoyó contra la pared y se habría caído si yo no me hubiese apresurado a sostenerla.
—Por lo que más quieras, Jory —suplicó, jadeando—, no huyas nunca. No dejes de bailar. Si lo hicieses, mi vida carecería de sentido, y Georges y Julián habrían vivido para nada. No se lo arrebates todo a mis seres amados y perdidos.
Estaba tan confuso que no supe qué decir. Por eso empecé a correr, como hacía Bart siempre que las cosas se ponían demasiado difíciles.
Melodie me llamó:
—¡Jory! ¿Adónde vas con tanta prisa? Habíamos acordado tomar un refresco juntos.
Seguí corriendo. Ya no me importaba ni nadie ni nada. Mi vida había sido completamente destruida. Mis padres no estaban casados. ¿Cómo podían estarlo? ¿Qué sacerdote o qué juez casaría a dos hermanos?
Cuando llegué a la acera caminé más despacio. Me encaminé hacia un parque público para sentarme en un banco verde. Allí estuve mucho rato, cabizbajo, contemplando mis pies; pies de bailarín, vigorosos y curtidos, preparados para la actuación profesional. ¿Qué haría cuando fuese mayor? De hecho no quería ser médico, aunque había dicho lo contrario en varias ocasiones para complacer al hombre a quien amaba como a un padre. ¡Qué tontería! ¿Por qué trataba de engañarme, si para mí no podía haber vida sin la danza? Si castigaba a madame, mi madre y mi padrastro, que en realidad sólo era mi tío, me castigaría aún más a mi mismo.
Me levanté y miré alrededor y, al ver a todos aquellos viejos solitarios sentados en el parque, me pregunté si algún día sería como ellos. «No —pensé—. Yo sabré reconocer mi error cuando lo cometa. Sabré pedir perdón».
Madame Marisha estaba en su despacho, con la cabeza apoyada sobre las finas manos. Abrí la puerta con cuidado para no hacer ruido y entré. Sin embargo, me oyó y levantó la cabeza, y vi lágrimas en sus ojos, que se llenaron de alegría al verme. No mencionó todo lo ocurrido media hora antes.
—Tengo un obsequio para tu madre —dijo, con su habitual voz estridente. Abrió un cajón de la mesa y sacó una cajita dorada y sujeta con una cinta de seda roja—. Para Catherine —añadió, sin mirarme a los ojos—. Tienes toda la razón. Estaba dispuesta a apartarte de tus padres porque pensaba que era lo mejor para ti. Ahora comprendo que sólo pensaba en mi interés, no en el tuyo. Los hijos pertenecen a sus madres, no a sus abuelas. —Sonrió con amargura, contemplando la linda cajita dorada—. Bombones Lady Godiva. Tu madre se volvía loca por ellos cuando vivía en Nueva York y trabajaba en la compañía de madame Zolta. Entonces no podía comer bombones de chocolate para no engordar aunque ella quemaba más calorías que las demás cuando bailaba, yo sólo le permitía comer un bombón una vez a la semana. Ahora que ya no puede bailar, puede comer hasta hartarse.
Ésa era una frase de Bart.
—Mamá tiene un fuerte resfriado —expliqué—. Gracias por los caramelos y por lo que acaba de decir. Sé que mamá se sentirá mejor al saber que no piensa separarme de ella. —Entonces le guiñé un ojo y besé su seca mejilla—. Además, ¿no se da cuenta de que pueden tenerme las dos? Si usted no es mezquina, ella tampoco lo será. Mamá es maravillosa. Ni una sola vez me contó que hubiese problemas entre ustedes dos. —Me senté en la única silla del despacho y crucé las piernas—. Tengo miedo, madame. Todo anda mal en nuestra casa. Bart está más raro cada día, mamá, cada vez más fastidiada con su catarro, y papá parece desgraciado. Clover está muerto. Emma ha dejado de sonreír. Se acerca la Navidad, y nada preparamos para celebrarla. Si esto sigue así, creo que yo también enloqueceré.
—¡Ah! —exclamó ella, volviendo a su antiguo talante—. La vida es siempre así: veinte minutos de aflicción por dos segundos de alegría. Por tanto, agradece siempre y aprecia estos dos segundos; aprecia todo lo bueno que puedas encontrar, sea cual fuere su coste.
Mi sonrisa era falsa. Por dentro, estaba realmente deprimido. Sus cínicas palabras de poco me servían.
—¿Ha de ser forzosamente así? —pregunté.
—Jory —dijo, acercando más a mí su cara—, piensa una cosa. Si no existiesen las sombras, ¿cómo podríamos ver la luz del sol?
Sentado en el oscuro despacho, me dejé apaciguar un poco por esa filosofía barata.
—Está bien, comprendo qué quiere usted decir, madame, y, si usted es incapaz de decir que lo siente, lo digo yo.
—Yo también lo siento. —Murmuró, como si le hubiese herido mi observación.
La abracé con fuerza; habíamos llegado a una especie de compromiso.
Durante todo el trayecto de vuelta a casa, llevé la caja de caramelos sobre mis rodillas, deseando abrirla.
—Papá —dije, con tono vacilante—, madame me ha dado estos caramelos para mamá, supongo que como muestra de reconciliación.
Me miró y sonrió.
—Muy amable de su parte.
—Me parece muy extraño que a mamá le dure tanto el catarro. Nunca se ha sentido mal más de un par de días. ¿No crees que parece muy fatigada?
—Escribe demasiado —refunfuñó, observando el intenso tráfico, accionando los limpiaparabrisas e inclinándose para ver mejor una señal de tráfico—. Ojalá dejase de llover. La lluvia siempre la inquieta. No se acuesta hasta las cuatro de la mañana y, en cuanto amanece, empieza a escribir a mano y no a máquina para no despertarme. Cuando uno se empeña en trabajar noche y día, algo tiene que ceder, y lo que cede es la salud. Primero, aquella caída, ahora, este catarro. —Me miró de reojo—. Además, está Bart con sus problemas, y tú con los tuyos. Ahora conoces nuestro secreto, Jory. Tu madre y yo hemos hablado de ello, y tú y yo hemos charlado también durante muchas horas. ¿No puedes perdonarnos? ¿No he conseguido que lo comprendas?
Bajé la cabeza, avergonzado.
—Trato de comprender.
—¿Tratas? ¿Tan difícil te resulta? ¿No te ha contado cómo era nuestra vida, allá arriba, encerrados los cuatro en una habitación, descubriendo, en nuestra adolescencia, que no teníamos a nadie más…?
—Pero, papá, cuando huisteis y encontrasteis un nuevo hogar en la casa del doctor Paul, ¿no pudiste hallar otra mujer? ¿Por qué tenía que ser ella?
Suspiró y apretó los labios.
—Creo haberte explicado qué sentía entonces por las mujeres. Tu madre siempre me apoyaba cuando la necesitaba. Nuestra propia madre nos había traicionado. Cuando se es joven, se fijan ideas muy fuertes en la mente. Siento haberte perjudicado al ser incapaz de amar a alguien que no fuese ella.
¿Qué podía decir? No lo entendía. El mundo está lleno de jóvenes hermosas. Entonces pensé en Melodie. Si ella muriese, ¿podría yo amar a otra? Reflexioné al respecto, mientras papá guardaba silencio, con el semblante sombrío, y la lluvia seguía cayendo, cayendo con fuerza. Era como si él pudiese leer mis pensamientos. Pues sí, aunque yo tuviese la desgracia de perder a Melodie, seguiría viviendo y, en definitiva, encontraría a otra que ocupase su lugar. Cualquier cosa era mejor que…
—Sé qué estás pensando, Jory. Yo estuve años y años planteándome por qué tenía que ser mi hermana y nadie más. Quizá se debía a que había perdido la fe en todas las mujeres, después de lo que nos estaba haciendo nuestra madre, y sólo mi hermana podía darme consuelo. Ella fue la única que impidió que me derrumbase durante aquellos largos años de privaciones. Fue la única que logró convertir una sola habitación en toda una casa. Era como una madre para Cory y Carrie. Gracias a ella, que adornaba la mesa, hacía las camas, lavaba la ropa en la bañera y la colgaba para que se secara, aquella habitación parecía un hogar. Pero sobre todo fue su manera de bailar en el ático lo que hizo que la amase y le entregase para siempre mi corazón, pues mientras la observaba desde la sombra tenía la impresión de que sólo bailaba para mí. Pensaba que ella me convertía en el príncipe de sus sueños, como yo la hacía princesa de los míos. En aquella época yo era muy romántico, incluso más que ella. Tu madre no es como la mayoría de las mujeres, Jory. Podía vivir odiando, y medrar a pesar de ello; yo no podía hacerlo. Yo tenía que amar o morir.
»Cuando huimos de Foxworth Hall, ella coqueteó con Paul para que éste la librase de mí. Después se casó con tu padre, porque Amanda, la hermana de Paul, le contó una mentira. Fue una buena esposa para tu padre, pero cuando él murió en un accidente se refugió en las montañas de Virginia para realizar su venganza, consistente, entre otras cosas, en quitarle a su madre su segundo marido. Como has descubierto, Bart es hijo del marido de mi madre, no de Paul, tal como os dijimos a ti y a él. Teníamos que mentir para protegeros.
»Después de casarse con Paul y de morir éste, tu madre volvió a mí. Yo había esperado todos aquellos años, sabiendo por alguna razón, que ella acabaría siendo mía si conservaba mi fe y no apagaba la llama de mi primer amor. Para ella era fácil amar a otros hombres. Para mí, resultaba imposible encontrar otra mujer que pudiese comparársele. Se adueñó de mí cuando yo tenía aproximadamente tu edad, Jory. Ten cuidado con tu primer amor, pues nunca podrás olvidarlo».
Lancé un largo suspiro contenido, pensando que la vida nada tenía que ver con los cuentos de hadas de los ballets, ni con los seriales de televisión. El amor no llegaba y se iba con las estaciones, tal como yo esperaba que ocurriese.
El viaje de vuelta a casa parecía prolongarse eternamente. Papá tenía que conducir despacio y con cuidado. De vez en cuanto echaba un vistazo al reloj. Yo miraba por la ventanilla. En todas partes había adornos navideños. En los escaparates de las tiendas se exhibían árboles de Navidad alegremente iluminados. Yo contemplaba con añoranza aquellos escaparates, diez veces más románticos bajo la lluvia. Ojalá pudiésemos retroceder al año anterior; ojalá pudiésemos seguir disfrutando de aquella felicidad que había parecido permanente; ojalá la anciana de la casa contigua no hubiese entrado en nuestras vidas para estropear lo que yo entonces creía perfecto; ojalá madame Marisha no hubiese aparecido para entremeterse en las vidas de mis padres, revelando unos secretos que era mucho mejor ocultar. Pero lo peor era que aquellas dos mujeres habían destruido el orgullo que sentía por mis padres. A pesar de mis esfuerzos, aborrecía lo que estaban haciendo, lo que habían hecho, exponiéndose al escándalo, arriesgándose a arruinar mi vida, la de Bart y también la de Cindy, y todo porque un hombre no había podido encontrar otra mujer a quien amar. Y aquella mujer única debió haber alentado de alguna manera la fidelidad y la esperanza de su hermano.
—Jory —dijo papá, al acercarnos a nuestra casa—, tu madre se queja de vez en cuando de haber extraviado unos capítulos. Ella no es descuidada con los trabajos que considera importantes. Sospecho que tú has sacado capítulos enteros del cajón de su mesa para leerlos…
¿Tenía que decir la verdad? Bart fue el primero en sustraer páginas de su manuscrito. Sin embargo, mi moral no me había impedido leerlas también, aunque no había llegado hasta el final. Por alguna razón, no había podido pasar del momento en que el hermano abusaba de su hermana, imponiéndole su voluntad. Que el hombre que estaba a mi lado hubiese podido violar a su hermana cuando ésta tenía solamente quince años, era algo que escapaba a mi comprensión, a mi capacidad de compadecerle, por muy desesperada que hubiese sido su necesidad y muy singulares las circunstancias que le habían inducido a cometer un acto tan perverso. Ciertamente, ella no debía sacarlo a la luz pública.
—¿Te he perdido, Jory?
Volví despacio la mirada en su dirección, sintiéndome aturdido y débil, deseando no ver el tormento que claramente traslucía su rostro. Podía decir sí… o no.
—Creo que no hace falta que me contestes —dijo papá, secamente—. Tu silencio es suficiente, y lo lamento. Te quiero como a un hijo, y esperaba que me quisieras lo bastante para comprender. Pensábamos explicártelo cuando fueses lo suficientemente mayor para hacerte cargo de nuestra situación. Cathy hubiese debido cerrar bajo llave sus borradores y no confiar en que aquello no interesaría a sus dos hijos.
—Pero aquello es una novela, ficción, ¿verdad? —pregunté, esperanzado—. Tiene que serlo. Ninguna madre podría hacer algo así a sus hijos…
Y abrí la portezuela y me apresuré hacia la casa, antes de que él pudiese responder.
Abrí los labios para llamar a mamá, pero cerré la boca, pues me resultaba más fácil evitarla.
Generalmente, cuando llegaba a casa, corría por el jardín, dando saltos y haciendo piruetas, y los días lluviosos, pasaba la mayor parte del tiempo junto a la barra. En cambio, ese día me acomodé en un sillón del cuarto de estar, delante del aparato de televisión, apreté el botón del mando a distancia y me dediqué a ver un tonto pero entretenido serial.
—¡Cathy! —llamó papá al entrar—. ¿Dónde estás? ¿Por qué no había canturreado el «recíbeme con besos, ya que me adoras» de costumbre? ¿Habría pensado que era una estupidez ahora que nosotros ya sabíamos qué pasaba?
—¿Has saludado a tu madre? —preguntó.
—No la he visto.
—¿Dónde está Bart?
—No lo he buscado.
Me dirigió una mirada suplicante y después se encaminó hacia la habitación que compartía con su «esposa».
—Cathy, Cathy —oí que llamaba—, ¿dónde estás?
Segundos después, me siguió a la cocina, buscándola, pero ella no aparecía. Empezó a correr de una habitación a otra, hasta que, por fin, llamó a la puerta de Bart.
—Bart, ¿estás ahí?
Tras un largo silencio, se oyó una voz renuente y enfurruñada:
—Sí, estoy aquí. ¿Dónde podría estar, con la puerta cerrada?
—Entonces, ábrela y sal.
—Mamá la cerró por fuera para que no pudiese salir.
Me senté, disponiéndome a contemplar el espectáculo sin intervenir en él y preguntándome cómo podría sobrevivir y desarrollarme normalmente si me sentía tan desgraciado.
Papá era de esos hombres que tienen un duplicado de todas las llaves, de modo que Bart no tardó en salir para ser sometido a un interrogatorio.
—¿Qué hiciste para que tu madre te encerrase y se marchase?
—¡No hice nada!
—Tienes que haber hecho algo que la haya enfurecido.
Bart sonrió taimadamente y no respondió. Yo les miré, inquieto y asustado.
—Bart, si has hecho algo para perjudicar a tu madre, no te saldrás de rositas. Hablo en serio.
—Yo no hago nada para perjudicarla —replicó Bart, muy irritado—. Es ella la que siempre está pinchándome. No me quiere. Sólo quiere a Cindy.
—Cindy —repitió papá, acordándose de pronto de la niña. Se dirigió a su linda habitación, y a los pocos minutos volvió con la pequeña.
—¿Dónde está tu madre, Bart?
—¿Cómo puedo saberlo? Ella me encerró.
A pesar mío, no me desentendí del problema.
—Papá, mamá aparcó el coche en el garaje hace unos días, y madame nos traía a casa; por consiguiente, no puede haber ido muy lejos.
—Lo sé. Ella me dijo que se habían averiado los frenos. —Dirigió una mirada escrutadora a Bart—. ¿Es cierto que no sabes dónde está tu madre, Bart?
—No puedo ver a través de las paredes.
—¿Te dijo adónde iba?
—A mí nadie me dice nada.
De pronto, Cindy gimoteó:
—Mamá salió cuando llovía… Nos mojamos las dos…
Bart giró en redondo, fulminándola con la mirada. Ella se quedó como petrificada y empezó a temblar.
Papá levantó a Cindy y, sonriendo, la sentó sobre sus rodillas.
—Eres un encanto, Cindy. Ahora, piénsalo bien y di adónde fue mamá.
Cindy tembló con más intensidad y miró fijamente a Bart, incapaz de hablar.
—Por favor, Cindy, mírame a mí, no a Bart. Estoy aquí para protegerte. Bart no puede hacerte ningún daño, estando yo aquí. Bart, no le pongas esa cara a tu hermana.
—Cindy salió cuando llovía, papá, y mamá tuvo que ir a buscarla. Cuando volvió, estaba calada y tosía. Entonces dije algo y ella se enfadó, me llevó a mi cuarto y cerró la puerta.
—Bueno, creo que esto explica los cabellos enmarañados y húmedos de Cindy —dijo papá.
Pero no pareció tranquilizarse. Dejó a Cindy en el suelo y empezó a telefonear a todas las amigas de mamá. También llamó a madame Marisha, que dijo que acudiría enseguida.
Después habló con Emma, que no volvería hasta mañana, debido a la tormenta. Pensé cómo conseguiría mi abuela conducir bajo aquel diluvio. Incluso con buen tiempo, no podía considerársela una conductora segura.
—Miremos en todas las habitaciones, papá, incluso en el ático —sugerí levantándome de un salto y corriendo al cuarto ropero—. Tal vez subió allí para bailar, como hace algunas veces, y quedó encerrada por accidente o se durmió en una de las camas, qué sé yo.
Dije las últimas palabras con poca convicción, advirtiendo que papá me miraba de una manera extraña.
Cuando mi padre se disponía a subir por la escalera del ático detrás de mí, Cindy lanzó un fuerte grito de espanto.
Él retrocedió al instante y cogió a la niña para llevarla con nosotros. Bart había sacado un nuevo cortaplumas del bolsillo y pelaba con él una larga ramita de árbol. Al parecer, quería quitarle toda la corteza para hacer una vara lisa. Cindy no apartaba los ojos del cuchillo y la varita.
Papá, Cindy y yo registramos toda la casa; buscamos en el ático, los armarios, debajo de las camas, en todas partes, y mamá no aparecía.
—Esto es impropio de Cathy —observó papá, muy preocupado—. Sobre todo, sé que no habría dejado a Cindy sola con Bart. Algo grave ha sucedido.
Entonces pensé en Bart, que nos había estado mirando mientras pulía la varilla que muy bien podría servir para azotarle las nalgas.
—Papá —murmuré, mientras él, plantado de nuevo en el centro de su habitación, miraba alrededor con ojos aturdidos—, ¿por qué hemos de creer que Bart ignora adónde ha ido mamá? Es muy mentiroso. Y últimamente, se ha comportado de un modo muy extraño.
Fuimos en busca de Bart. Papá seguía sin soltar a Cindy. Pero Bart no estaba, se había marchado. Papá y yo nos miramos. Él sacudió la cabeza. Examiné la habitación con la vista, consciente de que Bart podía estar escondido detrás de un sillón o agazapado en un rincón oscuro, o quizá bajo la lluvia, representando el papel de un animal.
Pero la tormenta había arreciado. Su cueva del seto no impediría que se empapase. Incluso él tenía el sentido común suficiente para no exponerse al frío y la humedad.
Mi cabeza era un torbellino, y me sentía furioso, como la tormenta. Nada había hecho para merecer tanta inquietud y, sin embargo, estaba en medio de ella, sufriendo con papá, mamá, Cindy… y quizá también con Bart.
—¿Me odias ahora, Jory? —preguntó papá—. ¿Opinas que tu madre y yo causamos todo esto, y que hemos de pagar por ello? ¿Consideras injusto que tú pagues también? Si es así, te diré que yo pienso lo mismo. Quizá la vida de tu madre habría sido mejor, y también la tuya y la de Bart, si me hubiese marchado lejos y la hubiese dejado en casa de Paul hasta que ella encontrase otro hombre. Pero la amaba, como la amo ahora y siempre la amaré. No puedo imaginar la vida sin ella.
Me separé tristemente de él. Por lo visto, los grandes amores eran así: destruían cuanto se cruzaba en su camino.
Me tumbé en la cama y lloré. Al cabo de un rato, me incorporé y me pregunté de nuevo dónde estaría mamá. Por primera vez comprendí que podía estar en peligro. Ella no habría abandonado así a papá. Algo terrible tenía que haberle ocurrido, para no estar ahora poniendo la mesa, como hacía todos los jueves, que eran los días libres de Emma. Los jueves eran días muy especiales para ellos, por razones que ahora empezaba a comprender.
El jueves era el día en que las doncellas de Foxworth Hall iban a la ciudad; el jueves era el día en que mamá y papá podían salir por la ventana del ático para tumbarse en el tejado, hablar y mirarse, y allí, en aquel sitio alto y solitario, se habían enamorado locamente, sin darse cuenta.
Pero ahora sabía que mamá se había casado dos veces, intentando siempre escapar del pecaminoso amor que también ella sentía.
Me levanté resueltamente. Tenía que encontrar a Bart. Cuando lo encontrase, sabría dónde se hallaba mi madre.