LA CÓLERA DE LOS JUSTOS

La lluvia caía como una rociada de balas disparadas por Dios. Yo observaba en una de las ventanas de atrás cómo golpeaba el agua las caras de las estatuas de mármol, castigándolas por su desnudez y sus pecados. Esperaba que Jory llegase a casa y me buscase.

Mal, ambos lo pasábamos muy mal por vivir con unos padres que no eran tales.

Entró mamá, que había salido de compras, sonriente y con el rostro colorado, sacudiéndose el agua de los cabellos y saludando a Emma, como si todo marchase a la perfección. Depositó los paquetes sobre una silla, se quitó el abrigo y dijo que tenía la impresión de que iba a pifiar un resfriado.

—Me fastidia la lluvia, Emma. ¡Hola, Bart! No te había visto. ¿Dónde has estado? ¿Me has echado de menos?

No contesté. No tenía por qué hablarle. No era necesario que me mostrase ni cortés ni amable, ni siquiera limpio. Podía hacer lo que me viniera en gana, como ellos, para quienes los mandamientos de Dios nada significaban. Ahora tampoco significaban nada para mí.

—Esta Navidad será estupenda, Bart —dijo mamá, mirando a Cindy, que necesitaba más vestidos nuevos—. Será nuestra primera Navidad con Cindy. Las mejores familias suelen tener hijos de ambos sexos, y así los chicos pueden conocer a las chicas y viceversa. —Abrazó a Cindy—. Cindy, no sabes lo afortunada que eres al tener dos hermanos mayores y espléndidos que te adorarán cuando crezcas y te conviertas en una verdadera belleza, si es que no te adoran ya ahora.

¡Caray! Si ella supiese… Pero, como había dicho Malcolm, las mujeres hermosas eran estúpidas. Miré a Emma, que no era hermosa ni lo había sido nunca. ¿Sería ella más inteligente? ¿Leería en mi interior?

Emma levantó la cabeza y me miró a los ojos. Me estremecí. Sí, las mujeres feas eran más listas. Sabían que el mundo no era bello por el mero hecho de que algunas mujeres lo fuesen durante un tiempo.

—Bart, no me has dicho qué has pedido a Santa Claus.

La miré con severidad. Ella sabía cuál era mi mayor deseo.

—¡Un poni! —exclamé.

Saqué el cortaplumas que me había regalado Jory y empecé a limpiarme las uñas. Mamá me miró fijamente a mí y a continuación los cabellos cortos de Cindy, que empezaban a ser bonitos de nuevo.

—Guarda este cuchillo, Bart. Me pone nerviosa. Podrías cortarte sin querer.

Entonces estornudó y volvió a estornudar. Sus estornudos llegaban siempre de tres en tres. Sacó un pañuelo del bolso y se sonó, contaminando el aire limpio con los sucios gérmenes del catarro.

Jory llegó cuando ya había anochecido, calado hasta los huesos y con aire afligido. Se encerró en su habitación dando un portazo. Sonreí al ver que mamá fruncía el entrecejo, pues su hijito preferido tampoco la quería ya. Estaba obteniendo el fruto de sus malas acciones.

Seguía lloviendo. Observé a mamá, sus ojos grandes, su pálido semblante y los cabellos desgreñados alrededor de la cara, y pensé que algunos hombres la encontrarían hermosa. Arranqué un pelo de mi cabeza, sujeté una punta con los dientes y tiré de él con la mano hasta que se tensó. Mi navaja lo partió fácilmente por la mitad.

—Un buen cuchillo —dije—, afilado como una navaja de afeitar. Con él se podrían cortar piernas, brazos, cabellos…

Sonreí al ver la cara de susto que ponía mi madre. Era poderoso, me sentía poderoso. John Amos tenía razón. Las mujeres no eran más que tímidos y temerosos remedos de los hombres.

La lluvia arreció. El viento soplaba en torno a la casa, aullando de un modo extraño. La noche era fría, oscura y fría. No cesó de llover en toda la noche y continuó por la mañana. Emma se marchó, porque era jueves y tenía que visitar a una amiga.

—Cuídese, señora —dijo a mamá en el garaje—. Tiene mal aspecto. El hecho de que no tenga fiebre no quiere decir que no pueda empeorar su resfriado. Bart, pórtate bien y no disgustes a tu madre.

Salí del garaje y me dirigí a la cocina. Sin saber cómo, mi mano se convirtió en el ala de un avión y arrojó al suelo varios platos del desayuno. Vi mi tazón de cereales con pasas, las cuales parecían insectos en un mar de crema…

—Bart, ¿lo has hecho adrede?

—Sí, mamá. Tú siempre dices que todo lo hago adrede, y esta vez he querido darte la razón.

Cogí mi vaso de leche, que apenas había bebido, y se lo lancé a la cara. Erré el blanco por unos centímetros, porque ella se agachó rápidamente.

—¿Cómo te has atrevido, Bart? Cuando llegue tu padre se lo diré, y te castigará severamente.

Sí, ya sabía qué haría. Me zurraría el trasero y me soltaría un sermón sobre la obediencia y el respeto debido a la madre. Pero sus azotes no me dolerían, ni oiría sus lecciones. Podía expulsar a papá de mi mente y dar entrada en ella a Malcolm.

—¿Por qué no me pegas tú, mamá? Vamos, quiero ver qué haces tú para castigarme.

Levanté mi cuchillo, resuelto a clavárselo si osaba aproximarse más. ¿Iba a desmayarse?

—Bart, ¿cómo puedes portarte así, sabiendo que hoy no me encuentro bien? Prometiste a tu padre que serías bueno. ¿Qué he hecho yo para que me aborrezcas tanto?

Esbocé una sonrisa llena de significado.

—¿De dónde has sacado ese cuchillo? No es el cortaplumas que te regaló Jory.

—Me lo entregó la anciana señora de la casa de al lado. Me concede cuanto pido. Si le dijese que quiero una escopeta o una espada, me la compraría. Ella es como tú, débil, y está ansiosa por complacerme, a pesar de que no hay una sola mujer en el mundo que pueda complacerme jamás.

Advertí verdadero terror en sus ojos. Se acercó más a Cindy, que estaba en su sillita alta, enredando con su galleta y su vaso de leche, mojando la galleta hasta que se ablandaba y tratando de llevársela a la boca antes de que se desprendiese el trozo mojado. Pero a ella no la reñían.

—Bart, ve inmediatamente a tu habitación. Cierra la puerta por dentro y yo la cerraré por fuera. No quiero volver a verte hasta que llegue tu padre. Y ya que desprecias el desayuno no te mereces la comida.

—No puedes darme órdenes. Si lo haces, contaré a todo el mundo lo que hacéis tú y tu marido. Explicaré que, siendo hermano y hermana, vivís en pecado. ¡Fornicando! —«Fornicar» era una buena palabra de Malcolm.

Se tambaleó y se llevó las manos a la cara. Se limpió la nariz, metió el pañuelo en el bolsillo del pantalón y cogió a Cindy en brazos.

—¿Qué piensas hacer, ramera? ¿Escudarte en Cindy? De nada te servirá. Acabaré con las dos… Y la policía no podrá tocarme porque sólo tengo diez años, sólo diez, diez diez… —y seguí repitiendo el número, como si fuera un disco rayado.

La voz de John Amos resonaba en mis oídos, indicando qué debía hacer.

Hablé como en sueños:

—Hace mucho tiempo, hubo en Londres un hombre llamado Jack el Destripador que mataba prostitutas. Yo también mato a las rameras, y a las hermanas malas que no distinguen el bien del mal. Mamá, te mostraré cómo desea Dios que seas castigada por cometer incesto.

Pálida, débil y temblorosa como un conejo, demasiado espantada para moverse, seguía plantada allí, con Cindy en brazos, esperando, mientras yo me acercaba a ella más y más, blandiendo mi cuchillo.

—Bart —dijo, con voz más firme—, no sé quién te habrá contado esos chismes, pero si nos dañas, a mí o a Cindy, Dios te lo hará pagar, aunque la policía no te lleve a la cárcel o la silla eléctrica.

Amenazas, vanas amenazas. John Amos me había dicho que un chico de mi edad podía hacer lo que quisiera, sin que la policía pudiese castigarle.

—¿Es hermano tuyo el hombre con quien vives? ¿Lo es? —pregunté—. Si me mientes, moriréis las dos.

—Tranquilízate, Bart. ¿No recuerdas que pronto estaremos en Navidad? No querrás que te alejen de aquí y perderte todos los juguetes que Santa Claus dejará para ti al pie del árbol.

—¡Santa Claus no existe! —exclamé, furioso porque ella pensaba que aún creía yo en esas tonterías.

—Antes me querías. Nunca me lo expresaste con palabras, pero yo lo leía en tus ojos. ¿Por qué has cambiado, Bart? ¿Qué te he hecho para que me odies? Dilo para que pueda mejorar.

Ahí estaba ella, tratando de engatusarme momentos antes de su muerte y su redención. Dios se apiadaría de ella cuando hubiese sido sacrificada, humillada.

Entorné los párpados y levanté el cuchillo, afilado como una navaja. No me lo había entregado mi abuela, sino John Amos, poco después de que llegara la anciana bruja Marisha.

—Soy el ángel exterminador —dije, con mi trémula voz de viejo— y he venido para hacer justicia, porque la humanidad no ha descubierto todavía tus pecados.

Cambió la posición de Cindy y se volvió para proteger a la niña con su cuerpo cuando yo las atacase. Entonces, mientras yo observaba lo que hacía, levantó la pierna derecha y me pegó una fuerte patada en la muñeca. El cuchillo salió despedido. Corrí para cogerlo, pero ella fue más rápida y lo empujó con el pie debajo del tablero. Me arrojé al suelo para buscarlo, pero ella aprovechó aquel momento para dejar a Cindy, se abalanzó sobre mí y me retorció un brazo sobre la espalda. Agarrándome del pelo con la otra mano, me obligó a levantarme.

—Bueno, ahora veremos quién manda aquí y quién será el castigado.

Me empujó y tiró de mí, sin soltarme el brazo ni los pelos, hasta meterme en mi habitación y arrojarme al suelo. Antes de que pudiese ponerme en pie, cerró la puerta y oí girar la llave en la cerradura. Me había encerrado.

—¡Zorra, déjame salir! Déjame salir o prenderé fuego a la casa. Todos arderemos, arderemos, arderemos.

La oí jadear, apoyada contra la puerta cerrada de mi dormitorio. Busqué las cerillas y las velas que guardaba en mi habitación. Habían desaparecido. Todas mis cerillas, todas mis velas, incluso el encendedor que había hurtado a John Amos.

—¡Ladrona! —rugí—. ¡En esta casa no hay más que ladrones, estafadores, putas y embusteros! ¡Todos vais detrás de mi dinero! Pensáis que moriré hoy, mañana, la semana próxima o el mes próximo…, ¡pero viviré hasta que os vea a todos muertos, mamá! ¡Viviré hasta que hayan muerto todos los ratones del ático!

Echó a correr por el pasillo. Oí los débiles chasquidos de sus zapatillas de seda. Me asusté. No sabía qué hacer. ¿No me había aconsejado John Amos que esperase hasta la noche de Navidad, para que todo coincidiese con el incendio de Foxworth Hall? «Hazlo todo igual, pero de un modo diferente», me había dicho.

—Mamá —musité, arrodillado en el suelo, llorando—. No. No quería decir ninguna de esas cosas tan terribles. Por favor, mamá, no te vayas y me abandones. No quiero estar solo. Detesto lo que me ocurre, mamá. ¿Por qué tuviste que fingir que estabas casada con tu hermano? ¿Por qué no pudiste limitarte a convivir con él y con nosotros de una manera decente? —sollocé, espantado de mí mismo cuando me sentía ruin.

Ella no necesitaba cerrar la puerta cuando tenía a Cindy consigo, ¿verdad? Nunca confiaba en que yo hiciese lo debido. Pero eso se debía a que era tan incapaz de ayudarse ella misma como de ayudarme a mí. Había nacido mala y hermosa, y sólo a través de la muerte Dios podría redimir su alma pecadora. Suspiré y me levanté, dispuesto a hacer lo que pudiese para salvarla del desastre en que había convertido su vida… y la nuestra.

—¡Mamá! ¡Abre la puerta! ¡Me mataré si no lo haces! Lo sé todo de ti, de lo que estáis haciendo tú y tu hermano. Los vecinos me explicaron cómo fue vuestra infancia, y por tu libro me he enterado de todo lo demás. Ábreme si no quieres encontrarme muerto cuando entres.

Se acercó a la puerta y la abrió. Me miró fijamente a la cara, mientras se limpiaba la nariz y se mesaba los cabellos.

—¿Has dicho que los vecinos te lo contaron todo? ¿Quiénes son esos vecinos?

—Ya lo sabrás cuando veas a esa mujer —dije taimadamente, sintiéndome de nuevo ruin. ¿Por qué tenía que aferrarse siempre a esa maldita Cindy? Me había parido a mí, no a esa mocosa—. También vive allí un viejo que lo sabe todo de vosotros y los días que pasasteis en aquel ático. Ve y habla con ellos, mamá, y ya no te alegrarás tanto de tener una hija.

Se quedó boquiabierta, y una mirada de horror se dibujó en sus ojos azules, que parecieron oscuros, muy oscuros.

—Por favor, Bart, no digas mentiras.

—Yo nunca miento; no hago como tú —dije. Empezó a temblar con tal intensidad que casi dejó caer a Cindy. Fue una lástima que no sucediera, aunque no se habría hecho mucho daño al caer sobre la alfombra.

—Espérame aquí —dijo dirigiéndose al ropero—. Por una vez en la vida, obedece. Siéntate a ver la televisión; come todos los caramelos que quieras, pero quédate en casa y no salgas fuera.

Se disponía a ir a la casa vecina. Sentí pánico. Temía que no regresara, que no se salvara, que tal vez todo aquello fuese un juego inventado por John Amos, un juego que podía no ser tal. Pero no debía pensar eso, pues Dios estaba del lado de John Amos; tenía que estarlo, ya que él no pecaba.

Con su impermeable de invierno y botas blancos, mamá cogió en brazos a Cindy, a quien también había abrigado.

—Sé buen chico, Bart, y no olvides nunca que te quiero. Volveré antes de diez minutos, aunque sólo Dios sabe qué puede saber de mí esa mujer de negro.

Dirigí una rápida mirada avergonzada a su pálido y preocupado semblante. Mamá se derrumbaría cuando se encontrase con mi abuela, que era su propia madre. Tendrían que ponerle una camisa de fuerza, y nunca volvería a verla.

¿Por qué no me alegraba de que Dios la estuviese ya castigando, de que se hubiera iniciado así su redención? Volvía a dolerme la cabeza. Sentí náuseas. Las piernas se negaban a obedecer, como si cada una de ellas cargara con un enorme peso. Sin embargo conseguí acercarme al armario ropero en el momento en que mi madre cerraba la puerta de la casa.

«Mamá —exclamaba mi alma—, no te vayas, dejándome solo. Nadie excepto tú me querrá en sus brazos. Nadie me querrá, mamá. Por favor, no vayas allí…, no dejes que John Amos te vea». Hubiese debido callar. Debí haber supuesto que ella no se quedaría, donde estábamos seguros. Me puse mi abrigo y corrí hacia las ventanas para ver cómo caminaba con Cindy bajo el viento y la lluvia fría; como si ella, una simple mujer, pudiese enfrentarse con Dios y su cólera terrible.

En cuanto desapareció de mi vista, salí de la casa y empecé a seguirla. Ese abrigo nuevo que me había comprado, ¿significaba que ella me quería de verdad? «No —respondió el sabio que moraba en mi cerebro—, no significa nada». Regalos, juguetes y vestidos eran cosas fáciles de dar, cosas que todos los padres proporcionaban a sus hijos, aunque pusiesen arsénico en buñuelos azucarados. En cambio, los padres regalaban a sus hijos lo más importante: la seguridad.

Suspiré cansadamente, esperando que algún día, en alguna parte, encontraría a la madre que me correspondía, una madre que estuviese a mi lado para siempre, que comprendiera que yo lo hacía todo lo mejor que podía.

En el exterior, el viento ciñó el impermeable a mi cuerpo y azotó mi cara con gotas de lluvia. Vislumbré a mamá a unos diez metros delante de mí, esforzándose por sujetar a Cindy, que trataba de liberarse y volver corriendo a casa, mientras se quejaba:

—¡No me gusta la lluvia! ¡Llévame a casa! ¡No quiero ir, mamá!

Mamá trataba de consolarla sin dejar de andar, intentando al mismo tiempo mantener la capucha sobre su cabeza; pero al fin renunció a resguardarse del agua, poniendo todo su empeño en que Cindy se mojase lo menos posible. No tardaron en quedar sus cabellos pegados a la cabeza, como lo estaban los míos, pues nunca me gustó cubrirme con una capucha, ya que ésta me asustaba cuando me miraba al espejo.

Mamá resbaló en el barro y estuvo a punto de caer. Pero recobró el equilibrio. Cindy gritó y le golpeó la cara con sus pequeños puños.

—¡A casa! ¡Quiero volver a casa!

Corrí más deprisa, cuando advertí que ella no miraba hacia atrás. Toda su atención estaba concentrada en el sinuoso camino.

—¡Estate quieta, Cindy!

Muros altos, púas de hierro, sólida verja, cajitas mágicas para hablar por ellas, voces débiles que respondían…, mientras soplaba el viento. La intimidad no significaba nada para Dios ni para el viento, nada en absoluto.

Oí la voz de mamá, que alzaba la voz para que la oyesen por encima de los aullidos del viento y la lluvia:

—Soy Catherine Sheffield. Vivo en la casa contigua y soy la madre de Bart. Quiero entrar para hablar con la señora de la casa.

Sólo se escuchó el viento. Después mamá insistió:

—Necesito verla y, si tengo que saltar la verja, —lo haré. Entraré de la manera que sea, de modo que abra la puerta y ahórreme el trabajo.

Me detuve y esperé, jadeando, sintiendo que el corazón me dolía. Poco a poco se abrió la enorme puerta de hierro.

Por un instante, deseé gritar: «¡No! ¡No caigas en la trampa, mamá!». En realidad, no se me había ocurrido que pudiese haber una trampa, aunque intuía que, estando por medio John Amos y el Malcolm que yo llevaba dentro, nada bueno podía pasar a mamá dentro de la casa de mi abuela. Crucé la puerta de la verja antes de que acabase de cerrarse, lentamente. Sonaba como las puertas de una cárcel.

Ella avanzaba trabajosamente, mientras Cindy no paraba de chillar y de llorar. Cuando llegaron a la entrada de la casa, las dos debían de estar caladas hasta los huesos, como lo estaba yo, a pesar de que tenía las dos manos libres para ceñirme el impermeable.

Mamá tropezó al subir la escalinata, y asió con más fuerza a Cindy, que todavía trataba de soltarse. Levantó la mandíbula de la cabeza de león de bronce de la aldaba y golpeó con fuerza.

John Amos la estaba esperando, pues abrió inmediatamente e hizo una profunda reverencia, como si recibiese a una reina. Entonces corrí, corrí lo más deprisa que pude para no perderme nada. Entré rápidamente por la puerta lateral y me deslicé por el pasillo hacia el montaplatos…, esperando que ella se encontrase en aquella habitación, pues, mi escondite de detrás de las macetas de palmeras ya no ofrecía seguridad. Jory me había descubierto allí una vez y podría volver a hacerlo.

Me metí en el montaplatos, dejando el abrigo en el suelo, y entreabrí la puerta, dejando sólo una rendija. Probablemente mamá estaba aún en el vestíbulo, quitándose el abrigo mojado y las embarradas botas blancas.

Entonces apareció en el umbral, despojada del abrigo y las botas. Yo no había tenido tiempo de comprobar si mi abuela estaba en su mecedora; pero sí, allí estaba.

Se levantó rígidamente, ocultando las manos temblorosas detrás de la espalda, con la cabeza y la mayor parte del rostro cubiertos por el velo.

Mi parte débil e infantil sintió ganas de llorar al ver a mamá entrando en la habitación, con Cindy aún en brazos. Le había quitado el impermeable, y la pequeña estaba completamente seca, mientras que los cabellos de mamá se pegaban a su cabeza y su cara. Su enrojecido semblante parecía febril, y de nuevo tuve ganas de llorar. ¿Y si Dios la fulminaba en ese mismo instante? ¿Querría condenarla realmente al fuego del infierno?

—Le pido disculpas por esta visita intempestiva —dijo mamá, en lugar de acometerla de inmediato como yo había supuesto—, pero necesito que conteste a unas preguntas. ¿Quién es usted? ¿Qué le ha contado a mi hijo menor? Él me ha dicho cosas terribles que, según él, usted le había explicado. No la conozco y usted no me conoce; por lo tanto, ¿cómo ha podido contarle esas mentiras?

Mi abuela guardaba silencio. Siguió mirando a mamá y después observó a Cindy. Señaló un sillón y cabeceó, como excusándose. ¿Por qué no hablaba?

—Una hermosa habitación —dijo mamá, mirando los bellos muebles.

Una expresión turbada se mostró en sus ojos, y pareció sonreír forzadamente. Dejó a Cindy en el suelo, procurando no soltarla de la mano. Pero Cindy quería explorar y ver todas aquellas cosas bonitas.

—No la entretendré más de lo estrictamente necesario —prosiguió mamá, sin perder de vista a Cindy, que todo lo tocaba—. Estoy acatarrada y me apetece acostarme temprano, pero he de saber qué le ha estado diciendo a mi hijo para que éste me colme de insultos terribles. Ya no me respeta como madre. Cuando me lo haya explicado, Cindy y yo nos marcharemos.

Mi abuela asintió con la cabeza, manteniendo baja la mirada, como si fuese en realidad una mujer árabe. Mamá la miraba de una manera extraña, como si creyera que era una extranjera que no comprendía bien el inglés. Mamá se sentó cerca del fuego, mientras Cindy lo hacía en el suelo elevado de la chimenea, junto a las piernas de aquélla.

—Como ésta es una zona muy poco poblada, cuando Bart me dijo que nuestra vecina le había contado aquellas cosas, supe enseguida que se refería a usted. ¿Quién es? ¿Por qué quiere que mi hijo se vuelva contra mí? ¿Qué le he hecho yo?

La mujer de negro siguió sin contestar. Mamá se inclinó para observar más de cerca a mi abuela. ¿Sospechaba ya algo? ¿Era capaz de descubrir quién era, a pesar del velo y el holgado vestido negro?

—Bueno, yo ya me he presentado. Sea tan amable de decirme su nombre.

Silencio. La anciana se limitó a mover tímidamente la cabeza.

—¡Oh! Creo que sé lo que ocurre —dijo mamá, frunciendo el entrecejo con perplejidad—. No habla inglés, ¿verdad?

La mujer sacudió la cabeza. Se acentuó el fruncimiento de mamá.

—No lo comprendo. Parece entender lo que le digo, pero no me responde. Y no puede ser muda, o no habría contado tantas mentiras a mi hijo.

El tiempo se desgranaba en un fuerte tictac. Nunca había oído sonar tan fuerte el reloj que había encima de la repisa de mármol. Mi abuelita se balanceaba en la mecedora como si se hubiese propuesto no hablar ni alzar la cabeza.

Mamá empezaba a impacientarse. De pronto, Cindy se levantó de un salto y fue a coger un gatito de porcelana.

—Deja eso, Cindy. Cindy obedeció de mala gana y volvió a depositar cuidadosamente el gato sobre la mesa de mármol. Después, al verse privada del gatito, buscó con la mirada algo con que entretenerse. Observó el arco que se abría a la habitación contigua y corrió en aquella dirección. Mamá se levantó y se apresuró para impedir que Cindy rondase de un lado a otro. Cindy, como yo, tenía la manía de examinarlo todo, aunque rompía menos cosas.

—¡No entres ahí! —exclamó mi abuela, poniéndose en pie. Mi madre se volvió despacio, como aturdida, olvidándose de Cindy. Había palidecido y tenía muy abiertos los ojos azules, mirando fijamente a la mujer de negro, que no pudo evitar que sus manos nerviosas hurgasen debajo del cuello de su vestido negro y sacasen una sarta de perlas que empezó a retorcer entre sus dedos.

—Esa voz me resulta familiar. La abuela no respondió. —He visto esos anillos antes. ¿De dónde los ha sacado? Mi abuela se encogió de hombros, desesperadamente, y soltó las perlas, que volvieron a esconderse debajo del vestido negro.

—De una casa de empeños —contestó, con voz ronca, y empleando una entonación extranjera—. Segunda mano.

Mamá entornó los párpados y siguió escrutando a aquella mujer que no era una desconocida. Contuve la respiración, preguntándome qué sucedería cuando descubriese la verdad. No me cabía duda de que mamá la descubriría, pues me constaba que no se dejaba engañar fácilmente.

Como si sus rodillas flaqueasen de pronto, mamá se sentó pesadamente en un sillón que había junto a ella, sin preocuparse de que su vestido estuviese aún mojado y de que Cindy hubiese pasado a la habitación contigua.

—Ya veo que conoce un poco el idioma inglés —dijo mi madre, pausadamente. En el momento en que entré en esta habitación, fue como si el tiempo hubiese retrocedido y hubiese retornado a mi infancia. Su gusto coincide con el que tenía mi madre en cuanto a los muebles y los colores. Al ver sus sillones tapizados en brocado o terciopelo, y el reloj que hay encima de la repisa de la chimenea, pensé que esta estancia habría agradado muchísimo a mamá. Incluso esos anillos que lleva en los dedos se parecen a los que ella solía llevar. ¿Los encontró en una casa de empeños?

—La decoración de este salón gustaría a muchas mujeres, y también las joyas —repuso la dama de negro.

—Tiene usted una voz extraña…, ¿señora…? La dama vestida de negro se encogió otra vez de hombros.

Mamá se levantó para ir a buscar a Cindy a la habitación contigua. Contuve el aliento. El retrato estaba allí. Lo vería. Pero no debió de mirar alrededor, porque volvió al cabo de un segundo tirando de Cindy, a la que siguió sujetando con fuerza cuando se situó junto a la chimenea.

—¡Qué casa tan curiosa! Si cerrase los ojos, juraría que estaba contemplando Foxworth Hall, tal como lo veía desde el balcón.

Mi abuela tenía los ojos oscuros, muy oscuros.

—¿Lleva usted perlas? Pensé que veía perlas entre sus dedos cuando se llevó las manos al cuello. Esos anillos son muy hermosos. Pero, ya que los muestra, ¿por qué no enseña también las perlas?

Otro encogimiento de hombros de la abuela. Tirando siempre de Cindy, mamá se acercó a aquella mujer a la que yo no quería ya considerar como mi abuela.

—Estando en esta habitación numerosos recuerdos acuden a mi mente —dijo mamá—. Recuerdo la Nochebuena en que Foxworth Hall ardió hasta los cimientos. La noche era fría, y nevaba, pero se iluminó como cuando se celebran las fiestas de la Independencia. Me arranqué todos los anillos de los dedos y arrojé la joya de brillantes y esmeraldas a la espesa capa de nieve. Pensé que nadie la encontraría…, pero ahora veo, señora, ¡qué lleva el mismo anillo con una esmeralda que yo tiré! Más tarde, Chris recogió todas las joyas, ¡porque pertenecían a su madre! ¡A su preciosa madre!

—Estoy mareada. Márchese —murmuró la triste figura, vestida de negro, de pie, en medio del salón, lejos de la mecedora que podía atraparla. Pero estaba ya atrapada.

—¡Tú! —exclamó mi madre—. ¡Tenía que haberme dado cuenta enseguida! Tu collar de perlas con una mariposa de brillantes como cierre es único. —Después de una breve pausa, prosiguió—: ¡Claro que estás mareada! ¡Sé quién eres! Ahora todo cobra sentido. ¿Cómo te atreves a entrar de nuevo en mi vida? Después de todo lo que nos hiciste, vuelves para continuar tu obra. Te odio. Te odio por todo el daño que nos causaste y que nunca tuve ocasión de hacerte pagar. Quitarte a Bart no fue suficiente. Ahora puedo hacer algo más.

Soltó la mano de Cindy, se abalanzó sobre mi abuela y la agarró, mientras ésta retrocedía y trataba de rechazarla. Pero mi madre era más vigorosa. Excitado y sin aliento, observé a las dos mujeres enlazadas.

Mi abuela logró desprenderse y pareció no saber qué hacer. Entonces Cindy lanzó un aullido aterrorizado y echó a llorar.

—¡Mamá! ¡Volvamos a casa! En aquel momento se abrió la puerta y John Amos entró renqueando en el salón. Cuando mi madre se disponía a atacar de nuevo, el hombre colocó una mano huesuda sobre el hombro de mi abuela. Nunca hasta entonces lo había visto tocarla.

—Señora Sheffield —dijo, con su voz sibilante—, le hemos franqueado cortésmente la entrada, y ahora pretende usted maltratar a mi esposa, que está delicada de salud desde hace varios años. Soy John Amos Jackson, y ésta es mi esposa, la señora Jackson.

Mamá se quedó pasmada, mirando fijamente al mayordomo.

—John Amos Jackson —repitió mi madre, muy despacio, como paladeando las palabras—. Conozco ese nombre. Precisamente ayer, al releer mi manuscrito, pensé que tenía que cambiarlo ligeramente. ¡Usted es el John Amos que fue mayordomo de Foxworth Hall! Recuerdo su calva y cómo brillaba bajo la luz de las lámparas.

Se volvió y alargó una mano para asir la de Cindy. Bueno, eso fue lo que yo creí, pero en realidad lo que hizo fue arrancar el velo que cubría la cara de mi abuela.

—¡Madre! —exclamó—. Hace meses que debí sospecharlo. Desde el momento en que entré en esta casa, percibí tu presencia en el perfume, los colores y el estilo de tus muebles. Fuiste lo bastante lista para cubrir de negro tu cuerpo y tu rostro, pero lo bastante estúpida para llevar tus joyas. ¡Siempre fuiste una imbécil! ¿Fue tu locura o tu estupidez lo que te hizo pensar que yo podía haber olvidado tu perfume y tus joyas?

Se echó a reír, furiosa e histéricamente, y empezó a dar vueltas alrededor de la anciana, de manera que John Amos, temeroso de lo que pudiese hacer, se tambaleaba y trataba de sujetarla antes de que la atacase de nuevo.

Mírala… ¡Ahora estaba bailando! Giraba entorno a la abuela, extendiendo la mano para pegarle en la cara, y mientras hacía piruetas, decía:

—Debía haber sospechado que eras tú. Desde que llegaste, Bart ha estado como loco. No podías dejarnos en paz, ¿verdad? Tenías que venir para destruir lo que Chris y yo habíamos conseguido juntos: ser felices por primera vez. Ahora lo has destrozado todo. Has conseguido que Bart enloquezca para que tengan que recluirle como te recluyeron a ti. ¡Cuánto te odio por esto! ¡Y cuánto te odio por otras muchas razones! Cory, Carrie y, ahora, Bart… ¿que nunca dejarás de hacernos daño?

Rodeó con su pierna la de mi abuela por detrás de la rodilla, haciéndole perder el equilibrio y, en el momento que mi abuela cayó al suelo como un montón de harapos negros, se arrojó sobre ella y le arrancó el collar de perlas con su cierre de brillantes. Tiró del hilo del collar, y lo rompió. Las perlas se esparcieron por la alfombra oriental, que las engulló silenciosamente.

John Amos cogió con rudeza a mamá, obligándola a ponerse en pie. La sujetó y la sacudió, haciendo que su cabeza oscilase como un badajo.

—Recoja las perlas, señora Sheffield —ordenó, con voz dura, maligna y, de pronto, muy firme.

Me sorprendió que tratase a mi madre con tal tosquedad. Pensé que si Jory se hallase en mi situación lucharía con John Amos para salvar a mamá. Pero yo no sabía si debía hacerlo. Dios nos miraba desde arriba y deseaba que mamá sufriese por sus pecados; si yo la salvaba ¿qué me haría a mí? Además, Jory era más corpulento que yo. Por otro lado, papá siempre decía que todo ocurría para bien. Por lo tanto, era más conveniente dejar que pasara lo que tuviese que pasar, por muy atribulado que me sintiese.

A fin de cuentas, mamá no necesitaba mi ayuda. Echó la cabeza hacia atrás y golpeó con el cráneo los dientes postizos del hombre. Oí que éstos se partían y vi que ella se desembarazaba de él. Entonces John la persiguió con más encono. Iba a matarla, ¡iba a convertirse en el instrumento de la cólera de Dios!

Con más rapidez de la que yo habría sido capaz, mamá levantó una rodilla y le dio de lleno en el bajo vientre. John Amos gritó, se dobló, apretándose la parte dolorida, cayó al suelo y rodó sobre la alfombra.

—¡Maldita seas!

—¡Maldito seas tú, John Amos Jackson! —replicó mi madre—. No te atrevas a tocarme otra vez, ¡o te sacaré los ojos!

Mi abuela se había levantado y se balanceaba insegura en el centro de la estancia, tratando de cubrirse de nuevo la cara con el velo desgarrado. La mano de mi madre alcanzó su mejilla y mi abuela cayó en la mecedora.

—¡Maldita seas tú también, Corinne Foxworth! Confiaba en no volver a verte. Confiaba en que murieses en aquella «casa de reposo» y me ahorrases la angustia de verte de nuevo y oír esa voz que antaño me era tan querida. Pero nunca he tenido suerte. Debía saber que no serías lo bastante considerada para dejarnos en paz a Chris y a mí. Eres como tu padre, aferrándote desesperadamente a una vida que no vale la pena vivir.

¡Oh! Ignoraba que mi madre tuviese tan mal genio. Era como yo. Estaba impresionado, espantado, mirando cómo se lanzaba sobre mi vieja abuela, volcando la mecedora para caer las dos al suelo, mientras John Amos seguía gimiendo, quizá para no recuperarse nunca. A los pocos momentos, mamá estaba sentada a horcajadas sobre mi abuela, quitándole los brillantes y costosos anillos. Mi abuela trataba débilmente de defender su cuerpo y sus joyas.

—Por piedad, Cathy, no me hagas esto —suplicaba.

—¡Tú! ¡Cuánto había deseado verte así, tumbada en el suelo y suplicándome! Me equivoqué, hoy es mi día de suerte, por fin se me presenta la oportunidad de hacerte pagar todo el mal que nos causaste. Mira y verás lo que hago con tus preciosos anillos. —Levantó el brazo y, con fiero gesto, lanzó las sortijas al furioso fuego del hogar—. ¡Mira, mira! ¡Ya está! Debí haber hecho esto la noche en que murió Bart.

Con una expresión de triunfo en el semblante, cogió a Cindy en brazos, corrió hacia el armario del vestíbulo, puso el impermeable a Cindy y agarró el suyo y las botas que antes se había quitado.

John Amos se había levantado del suelo, mascullando algo sobre aquel engendro del diablo que hubiese debido morir cuando estaba encerrada y era incapaz de defenderse.

—¡Maldita gata del infierno! ¡Debieron haberte matado antes de que pudieses crear más semillas del diablo!

Oí las palabras de John Amos, aunque tal vez mamá no las oyó.

Salí de mi escondrijo sin ser visto por mi abuela, que seguía llorando, como un muñeco de trapo, sobre el suelo…

Mamá se había puesto las botas y el impermeable blanco, pero se acercó de nuevo a la puerta, temblando, y miró a la mujer que yacía en el suelo:

—¿Qué has dicho, John Amos Jackson? ¿Me has llamado engendro del diablo y gata del infierno? ¡Dímelo a la cara! Vamos, ¡repítelo! Repítelo ahora que soy una mujer, y no una niña asustada, ahora que mis piernas y mis brazos son fuertes, y los tuyos débiles. No pienses que podrás librarte de mí tan fácilmente; porque no soy vieja y débil. Y ya no tengo miedo.

Él avanzó hacia ella, empuñando un atizador que debió de coger de la chimenea. Mamá empezó a reír, pensando sin duda que era un estúpido y un enemigo fácil. Se agachó rápidamente y después le largó una patada en el trasero con su pierna buena, haciéndole caer de bruces y gritar, enfurecido.

Yo también grité. ¡Eso estaba mal! Eso no era lo que John Amos y yo habíamos planeado para llevar a cabo la venganza de Dios. Él no debía tratar de herirla. Entonces, mamá me vio. Abrió sus ojos azules, palideció y pareció que iba a derrumbarse.

—¡Bart…!

—Fue John Amos quien me dijo qué tenía que hacer —murmuré.

Mamá se volvió hacia mi abuela.

—Mira lo que has hecho. Has vuelto a mi propio hijo contra mí. Eres capaz de todo, incluso de matar. Envenenaste a Cory, envenenaste la mente de Carrie hasta el punto de arrastrarla al suicidio, mataste a Bart Winslow cuando le incitaste a que se metiera entre las llamas para salvar a una maldita vieja que no merecía vivir… y ahora envenenas la mente de mi hijo para que me desprecie. Escapaste a la justicia simulando que estabas loca. Pero no lo estabas cuando prendiste fuego a Foxworth Hall. Fue el truco más astuto de tu vida, pero ha llegado la hora de mi venganza.

Dichas estas palabras, corrió hacia la chimenea, cogió la pequeña pala, apartó la pantalla y empezó a esparcir ascuas rojas sobre la alfombra oriental. Cuando ésta comenzó a humear, me llamó.

—Ponte el impermeable, Bart. Volveremos a casa y nos marcharemos tan lejos que no podrá volver a encontrarnos, ¡nunca!

Grité. Mi abuela gritó. Pero mi madre estaba demasiado atareada abrochando el abrigo de Cindy para darse cuenta de que John Amos había asido de nuevo el atizador. Me quedé petrificado y, cuando me disponía a lanzar otro grito para prevenirla, el atizador cayó sobre su cabeza. Mamá se desplomó en el suelo como una muñeca de trapo.

—¡Imbécil! —exclamó mi abuela—. ¡Puedes haberla matado!

Los acontecimientos se desarrollaban demasiado aprisa. Todo iba mal. No había que herir a mamá. Quise decirlo, pero me quedé boquiabierto al ver el rostro contraído de John Amos y sus labios torcidos en un rictus mientras se acercaba a mi abuela.

—Cathy, Cathy —gemía ésta, hincada de rodillas y acunando la cabeza de mi madre—, no mueras. Yo te quiero, siempre te he querido. Nunca deseé que murieseis ninguno de vosotros. Nun…

El golpe fue tan fuerte que mi abuela cayó de bruces sobre el cuerpo de mi madre.

La cabeza me daba vueltas. Cindy chillaba.

—¡John Amos! —grité—. ¡Dios no quería esto!

Se volvió hacia mí, sonriendo confiadamente.

—Sí lo quería, Bart. Dios me habló anoche y me explicó qué debía hacer. ¿No oíste decir a tu madre que se marcharía lejos? Y no habría podido llevarse a un chico tan indócil como tú, ¿verdad? ¿No crees que antes te habría encerrado en un manicomio? Después habría desaparecido y nunca más habrías vuelto a verla, Bart. Como tu bisabuelo, habrías quedado abandonado para siempre. Te habrían encerrado como a tu abuela, y no la habrías visto más. Así de cruel es la vida para aquellos que tratan de obrar bien. Yo, sólo yo, procuro cuidarte y librarte de una reclusión mucho peor que la cárcel.

Reclusión, reclusión… Sonaba como veneno.

—¿Me escuchas, Bart? ¿Has oído lo que te he dicho? ¿Comprendes que lo único que quiero es salvarlas a las dos, por ti?

Lo miré fijamente; en realidad, no comprendía nada.

—Sí, Bart; en lugar de uno, tendrás dos recuerdos.

No sabía qué o a quién creer. Contemplé a las dos mujeres en el suelo: mi mamá y mi abuela caída y cruzada sobre el delicado cuerpo de mi madre. De repente, se me ocurrió una idea que acudió a mi mente como un alud aplastante; yo amaba a aquellas dos mujeres, las quería más que a nadie en el mundo. Si perdía a ambas, o a una de ellas, ya no valdría la pena seguir viviendo. ¿Eran tan malvadas, como decía Jon Amos? ¿Me castigaría Dios si impedía que fuesen redimidas por el fuego?

Delante de mí se hallaba John Amos, el único que había sido totalmente sincero conmigo desde el principio, explicándome quién era mi verdadero padre, quién mi verdadera abuela, y lo sabio y astuto que fue Malcolm.

Le miré a los ojillos, pidiendo instrucciones. Dios estaba detrás de John Amos, pues, de no haber sido así, no habría vivido tantos años.

Sonrió, me acarició la barbilla, y me estremecí. No me gustaba que me tocasen, a pesar de que ni siquiera podía sentir el contacto.

—Ahora, escucha atentamente, Bart. Ante todo, tienes que llevar a Cindy a casa. Después amenázala con cortarle la lengua si se niega a jurar que no contará nada a nadie. ¿Crees que lo hará?

Asentí con la cabeza. Tenía que obligar a Cindy a jurarlo.

—¿No harás daño a mamá y la abuela?

—Por supuesto que no, Bart. Sólo las ocultaré para que estén seguras. Podrás verlas siempre que quieras. Pero no digas una palabra a ese hombre que se hace pasar por tu padre. Ni una sola palabra. Recuerda que él quiere echarte de su casa y hacer que te encierren. Supone que tú también estás loco. Si no, ¿por qué te habría llevado a los psiquiatras?

Tragué saliva; me dolía la garganta. No sabía qué tenía que hacer. Pero John Amos sí lo sabía.

—Ahora ve a tu casa con Cindy y procura que mantenga cerrado el pico. Enciérrate en tu habitación y hazte el tonto; tú no sabes nada. Y recuerda, tienes que amenazar a tu hermanita para que no se le escape una palabra.

—Ella no es mi hermanita —musité.

—¿Qué importa eso? —preguntó, enfadado—. Haz lo que te he dicho. Obedece las instrucciones ciegamente, como Dios quiere que creamos en Él. Y nunca reveles a tu padre que conoces su secreto, ni se lo digas a tu hermano. No digas a nadie que tienes la menor idea del paradero de tu madre. Hazte el tonto. Tienes condiciones para ello.

¿Qué insinuaba? ¿Se estaba burlando de mí? Fruncí el entrecejo y eché chispas por los ojos, imitando a Malcolm.

—Mire lo que le digo, John Amos. La Tierra se sostendría sobre la punta de un alfiler antes de que usted consiguiera aventajarme en inteligencia. Por lo tanto, no se burle de mí ni suponga que soy tonto, pues al final acabaré venciendo. Y siempre ganaré, aun después de muerto.

La impresión de poder llenó todo mi cuerpo. Nunca me había sentido tan inteligente. Contemplé a las dos mujeres a quienes amaba. Sí, Dios había querido que ocurriese de ese modo. Me concedía dos madres que serían siempre mías, y nunca volvería a sentirme solo.

—Ahora, mantén la boca cerrada, y no digas a papá ni a Jory una sola palabra de lo que has visto —expliqué a Cindy cuando estuvimos los dos en la cocina de nuestra casa—. Si lo haces, te cortaré la lengua. Y no querrás que te la corte, ¿verdad?

Su carita estaba mojada por la lluvia y las lágrimas, y también manchada y sucia. Se quedó boquiabierta con los ojos como platos y, temblando como un bebé, dejó que le pusiese el pijama y la acostase. Yo tuve siempre los ojos cerrados, para que la visión del cuerpo de la niña no hiciese que me avergonzase y la odiase aún más.