Había llegado otra carta de mi abuela Marisha anunciando que emprendía el viaje para encargarse de las clases de ballet de mamá. «Así tendré la suerte de ver a mi nieto más a menudo y beneficiarle con mi experiencia».
Su visita no entusiasmaba mucho a mamá, ya que sus relaciones con madame Marisha no habían sido nunca muy afectuosas, lo que siempre me había preocupado. Yo las amaba a ambas y me habría gustado que ellas se quisieran también.
Todos estábamos esperando que madame se presentase, medio muertos de hambre porque llevaba ya una hora de retraso. Había telefoneado para decir que no fuésemos a esperarla, ya que, por su carácter independiente, no estaba acostumbrada a los recibimientos. Sin embargo, mamá había ayudado a Emma a preparar una cena digna de un gourmet, que se estaba ya enfriando.
—Hay que ver lo desconsiderada que es esa mujer —se lamentó papá, después de consultar su reloj por décima vez—. Si me hubiese permitido ir a buscarla al aeropuerto, a estas horas ya estaría aquí.
—¿No es una conducta extraña —preguntó mamá, con una sonrisa burlona—, en una persona que siempre insistía en la puntualidad de sus alumnos?
Por último, y después de otra hora de espera, papá cenó solo y se marchó apresuradamente al hospital. Mamá se retiró a su habitación para trabajar en su libro hasta que llegase mi abuela.
—Bart —llamé—, ven y jugaremos a algo. ¿Qué tal una partida de damas?
—¡No! —respondió, sin salir de su oscuro rincón, donde estaba agazapado, con una mirada malévola en sus negros Ojos, que apenas pestañeaban—. ¡Ojalá se haya caído del cielo esa vieja!
—Eso está muy mal, Bart. ¿Por qué siempre dices cosas horribles?
No me contestó; siguió sentado, mirándome fijamente. Entonces sonó el timbre de la puerta. Me levanté de un salto para abrir.
Mi abuela estaba allí, sonriente y bastante desgreñada. Tenía, al menos, setenta y cuatro años, y todo en ella era arrugado, viejo y gris. En sus cabellos alternaban el color negro azabache, el blanco. Bart decía que parecía una mofeta o una vieja foca negra y sospechaba que su pelo era tan lustroso porque lo untaba con aceite. Yo pensé que era maravillosa cuando me tendió los brazos y me estrechó con fuerza, mientras unas lágrimas surcaban el colorete de sus mejillas. Ni siquiera miró a Bart.
—Jory, Jory, ¡qué guapo estás! —exclamó. Su moño era tan enorme que supuse debía ser postizo.
—¿Puedo llamarle abuela cuando no estemos en clase?
—Claro, claro —asintió, moviendo la cabeza como un pájaro—. Pero sólo cuando no te oiga nadie, ¿entendido?
—Ahí está Bart —dije, para recordarle que debía mostrarse cortés.
Ella lo era raras veces. Además, no le gustaba Bart, ni ella le gustaba a él. Saludó sobriamente a Bart con la cabeza y le ignoró, como si no existiese.
—Me alegro mucho de poder estar unos momentos a solas contigo —dijo madame, abrazándome de nuevo. Después me empujó hacia el sofá, donde nos sentamos los dos, mientras Bart permanecía en su oscuro rincón—. Te aseguro, Jory, que, cuando me escribiste para anunciarme que no me visitarías este verano, me puse enferma, realmente enferma. Comprendí que estaba harta de ver a mi nieto sólo una vez al año y decidí vender mi academia de baile para venir aquí a ayudar a tu madre. Desde luego, sabía que a ella no le gustaría, pero ¿qué me importaba? Tener que esperar dos largos años para ver a mi nieto me resultaba insoportable.
»El vuelo ha sido espantoso —prosiguió—. Hubo turbulencias durante todo el trayecto. Me cachearon antes de subir al avión, como si fuese una delincuente. Tuvimos que sobrevolar una y otra vez el aeropuerto, esperando nuestro turno para aterrizar. Por fin, cuando estaba a punto de agotarse el carburante, pudimos aterrizar, aunque con cierta violencia. Por un momento temí que iba a desnucarme. ¿Y sabes lo que me pidieron por el automóvil de alquiler? Debieron de pensar que nado en oro. Como he venido para quedarme, decidí en el mismo instante comprar un coche, no un coche nuevo, pero sí uno de segunda mano que estuviese en buenas condiciones, del tipo que le habría gustado a Julián. ¿Te he dicho alguna vez que a tu padre le gustaba reparar coches viejos para que pudiesen correr?
Me lo había explicado docenas de veces.
—En fin, pagué a aquellos truhanes la exorbitante suma de ochocientos dólares, subí a mi nuevo coche rojo y emprendí el camino de vuestra casa, guiándome con un mapa, mientras el cacharro traqueteaba y avanzaba a trompicones. Me sentía feliz porque venía al encuentro de mi amado nieto, el único heredero de George. Bueno, me recordaba cuando tu padre era un adolescente y venía corriendo a casa, orgulloso de llevarme a dar una vuelta en su nuevo coche, construido aprovechando la chatarra de los vertederos de la ciudad.
Sus ojos chispeantes parecían jóvenes, y ella me conquistaba de nuevo con su cariño, con sus lisonjas.
—… y debes comprender que, como les ocurre a todas las viejas en todas partes, cuando empiezo a rememorar el pasado surgen toda clase de recuerdos en mi mente. Tu abuelo se sintió feliz el día que nació Julián. Yo estrechaba a tu padre entre mis brazos y contemplaba a mi marido, que era muy guapo, tanto como Julián y como tú, y a punto estuve de estallar de orgullo por haber dado a luz, a mi edad y por primera vez, sin grandes complicaciones. Tu padre fue un niño perfecto, maravilloso desde el mismo momento de nacer.
Estuve tentado de preguntarle qué edad tenía cuando nació mi padre, pero no me atreví. Sin embargo, la pregunta debió de reflejarse en mis ojos.
—La edad que tengo no es asunto de tu incumbencia —espetó, y después se inclinó para besarme de nuevo—. ¡Oh! Todavía eres más guapo de lo que era tu padre a tu edad, lo que siempre había creído imposible. Yo solía decir a Julián que parecería aún más guapo con la piel un poco bronceada por el sol, pero él era capaz de todo para llevarme la contraria, de todo…, incluso de conservar aquella palidez enfermiza.
La tristeza nubló sus ojos. Para mi asombro, miró entonces a Bart, que estaba escuchando y, sorprendentemente, se mostraba interesado por lo que oía.
Ella llevaba todavía aquel vestido negro que parecía haberse vuelto rígido con los años y, sobre él, lucía un viejo y apolillado bolero de piel de leopardo que había conocido tiempos mejores.
—En realidad, nadie conocía a tu padre, Jory, ni nadie le poseyó de veras, es decir, nadie, salvo tu madre.
Suspiró y prosiguió, como si tuviese que contarlo todo antes de que apareciese mamá.
—Por esa razón he decidido poner todos los medios para conocer al hijo de Julián mejor de lo que le conocí a él. He resuelto también que tienes que quererme, porque nunca estuve segura de que Julián me quisiera. No paro de decirme que el fruto nacido de la unión de mi hijo con tu madre ha de ser un bailarín maravilloso, sin ninguno de los defectos de Julián. Yo aprecio mucho a tu madre, Jory, la aprecio muchísimo, aunque ella se niegue a creerlo. Reconozco que en ocasiones me porté mal con ella, pero tu madre lo tomó como un sentimiento verdadero, cuando sólo era irritación porque ella no parecía amar a mi hijo.
Incomodado por sus palabras, me aparté de ella; ante todo, yo debía fidelidad a mi madre. Advirtió mi cambio de actitud, pero continuó como si tal cosa:
—Me siento sola, Jory. Necesito estar cerca de ti, y también cerca de ella. —El remordimiento oscureció sus ojos como una sombra, añadiendo años a su rostro—. Lo peor de envejecer es que te encuentras solo, y te sientes inútil, gastado.
—¡Oh, abuela! —exclamé, rodeándola con mis brazos—. No debe sentirse sola ni inútil. Nos tiene a nosotros. —La abracé más fuerte y la besé de nuevo—. ¿No tenemos una casa muy hermosa? Puede vivir en ella con nosotros. ¿Le había dicho que la diseñó mamá?
Madame observó el cuarto de estar con gran curiosidad.
—Sí, es una casa preciosa, muy propia de Catherine. ¿Dónde está ella?
—En su habitación, escribiendo.
—¿Escribiendo cartas?
Parecía molesta, como si mamá hubiese descuidado sus deberes de anfitriona para atender a cosas triviales.
—Mamá está escribiendo un libro, abuela.
—¿Un libro? ¡Las bailarinas no escriben libros!
Me levanté, sonriendo, y ejecuté unos pasos de danza, llevado por la costumbre.
—Madame, abuela, los bailarines podemos hacer cuanto nos propongamos. A fin de cuentas, si somos capaces de soportar tantas fatigas, ¿tenemos algo que temer?
—Las críticas —replicó madame—. Los bailarines somos ególatras. Una crítica negativa, y tu mamá se estrellaría.
Sonreí, pensando que exageraba mucho. Mamá nunca se estrellaría, aunque el cartero le trajese mil notas de censura.
—¿Dónde está tu padre? —preguntó.
—Haciendo sus visitas en los hospitales. Me pidió que le presentara sus disculpas. Quería estar aquí para recibirla, pero usted llegó después de la hora prevista.
Lanzó un gruñido, como si la culpa fuese de él en cualquier caso.
—Bueno —dijo, levantándose y contemplando la habitación con ojos más críticos—, creo que es hora de saludar a Catherine…, aunque supongo que ha debido oír mi voz.
Tenía que haberla oído, dada su estridencia.
—Mamá se enfrasca en su trabajo, abuela. A veces ni siquiera se entera cuando la llamamos a un palmo de distancia.
—¡Uf! —gruñó de nuevo. Después me siguió por el pasillo.
Llamé suavemente a la puerta de mamá y la abrí con cuidado al oír algo semejante a un «¿Quién…?».
—Tienes una visita, mamá.
Por un segundo, me pareció percibir una expresión de congoja en los ojos de mamá, antes de que madame entrase con arrogancia en el dormitorio. La abuela se sentó antes de ser invitada en el sofá de terciopelo.
—¡Madame Marisha! —exclamó mamá—. ¡Cuánto me alegro de volver a verla! Por fin se ha decidido a visitarnos, en lugar de esperar a que lo hiciéramos nosotros.
¿Por qué estaba tan nerviosa? ¿Por qué miraba continuamente las fotos que había sobre su mesita de noche? Eran unas viejas fotografías de papá y de papá Paul, y también había una de mi padre, en un pequeño marco ovalado y no en uno grande y de plata como las otras.
Madame también miró hacia la mesita de noche y arqueó las cejas.
—Tengo muchos retratos de Julián con buenos marcos —se apresuró a explicar mamá—, pero a Jory le gusta tenerlos en su habitación.
Madame bufó de nuevo.
—Tienes buen aspecto, Catherine.
—Estoy bien, gracias. También usted tiene muy buen aspecto.
Sus manos rebullían nerviosas sobre la falda, mientras sus pies mantenían en continuo movimiento el sillón giratorio.
—¿Cómo está tu marido?
—Bien, bien. Ahora está haciendo sus visitas en los hospitales. La estuvo esperando, pero, como se retrasaba…
—Lo comprendo. Siento haber llegado tarde, pero los comerciantes de este estado son unos ladrones. Tuve que pagar ochocientos dólares por un trozo de chatarra que ha estado perdiendo aceite durante todo el trayecto hasta llegar aquí.
Mamá bajó la cabeza. Comprendí que trataba de disimular su risa.
—¿Qué más podía esperar por ochocientos dólares? —consiguió decir al fin.
—Bueno, Catherine, ya sabes que Julián nunca pagó gran cosa por los coches que tuvo. —Su voz estridente se tornó reflexiva—. Pero él sabía cómo manejar la chatarra, lo que yo ignoro. Supongo que dejé que el sentimiento se impusiera al sentido común. Debería haber comprado uno mejor que me ofrecían por mil dólares, pero sabes muy bien que soy ahorradora.
Después se interesó por la rodilla de mi madre. ¿Estaba curada? ¿Cuándo podría volver a bailar?
—Está bien —contestó mamá de mala gana, pues aborrecía que le preguntasen por la rodilla—. Sólo siento un poco de dolor cuando llueve.
—¿Y cómo está Paul? Hace tanto tiempo que no lo he visto… Recuerdo que, cuando te casaste con él, me enfadé tanto que no quería volver a veros, e incluso dejé la enseñanza durante unos años. —Miró de nuevo el retrato de papá—. ¿Sigue tu hermano viviendo contigo?
Se produjo un silencio que gravitó en el aire, mientras mamá observaba el retrato de mi padrastro Chris. ¿A qué hermano se refería madame? Mamá no tenía ya ningún hermano. ¿Y por qué miraba madame el retrato de papá, si preguntaba por Cory?
—Sí, sí, desde luego —respondió mamá, aumentando con ello mi confusión—. Ahora hábleme de Greenglenna y de Clairmont. Quiero saber noticias de todos. ¿Cómo está Lorraine DuVal? ¿Con quién se casó? ¿O se marchó a Nueva York?
—No se ha casado, ¿verdad? —preguntó la abuela, entornando los párpados.
—¿Quién?
—Tu hermano.
—No, no se ha casado todavía —respondió mamá, molesta otra vez. Después sonrió—. Y ahora, madame, tengo una gran sorpresa para usted. Tenemos una hija que se llama Cindy.
—¡Ya! —gruñó madame—. Sé algo acerca de esa Cindy. —Había un brillo extraño en sus ojos—. Pero me gustaría verla y conocer algo más de esa niña modelo. Jory me explicó en sus cartas que puede tener condiciones para la danza.
—¡Oh, las tiene, las tiene! Quisiera que la viese con sus pequeños leotardos de color de rosa intentando imitarnos a Jory y a mí…, bueno, a mí cuando aún podía bailar.
—Tu marido debe de tener ya bastantes años —dijo madame, sin prestar atención a las fotografías que mamá le mostraba de Cindy, que se encontraba ya en la cama.
—¿Le ha contado Jory que estoy escribiendo un libro? Es algo fascinante. No pensé que fuese así cuando empecé, pero, después de superar el cambio, yo fui la primera sorprendida, y ahora se ha convertido más en una diversión que en un trabajo, y tan satisfactorio como la danza. —Sonrió. Movía, nerviosa, las manos, arrancando una hilaza de sus pantalones azules, estirando su suéter blanco, atusándose los cabellos o arreglando los papeles de la mesa—. Mi habitación está desordenada. Le pido disculpas por ello. Necesito un estudio, pero en esta casa no hay espacio suficiente…
—¿Tu hermano también trabaja en el hospital?
Yo seguía sentado, sin comprender a qué hermano se refería. Hacía muchísimos años que Cory había muerto, aunque nadie yacía en su tumba, nadie en absoluto. Había una pequeña lápida al lado de la de tía Carrie, pero allí no había nadie…
—Supongo que tendrá hambre. Pasemos al comedor y Emma calentará los espaguetis. Recalentados saben mejor…
—¿Espaguetis? —repitió madame—. ¿No me dirás que coméis esa porquería? ¿Permites que mi nieto coma almidones? Te advertí hace muchos años que debías abstenerte de comer pasta. ¿Es que nunca aprenderás, Catherine?
Los espaguetis eran uno de mis platos preferidos, pero esa noche habíamos cenado pierna de cordero, preparada, en honor de madame, de la manera que mamá pensaba que más le gustaba. ¿Por qué había mencionado los espaguetis? Dirigí a mi madre una severa mirada y advertí que estaba atribulada y sofocada, como si fuera tan joven como Melodie, como si temiera que algo saliese mal, pero ¿qué podía ser?
Madame Marisha no comería ni dormiría en nuestra casa, pues no quería «ocasionar molestias». Había alquilado ya una habitación en la ciudad, cerca de la academia de danza de mamá.
—Y, aunque tú no me lo has pedido, Catherine, me encantará quedarme y sustituirte. Vendí mi escuela en cuanto Jory me escribió contándome lo de tu accidente.
Mamá se limitó a asentir con la cabeza, extrañamente inexpresiva.
Unos días después, madame echó un vistazo al despacho de la academia que había sido de mamá.
—Lo tiene todo tan ordenado… En esto no se parece a mí. Pero pronto lo tendré todo a mi manera.
Yo la quería de un modo un poco raro, como se anhela el invierno cuando se está en pleno verano; pero cuando el frío del invierno se mete en los huesos uno quisiera que acabase pronto. Se movía como una joven y parecía muy vieja. Cuando bailaba, casi se hubiera podido pensar que tenía dieciocho años. Sus cabellos eran negros o dejaban de serlo, según el día de la semana. Descubrí, al ver las ennegrecidas púas de su peine blanco, que se aplicaba cierto tinte que no tardaba en desaparecer. A mí me gustaba más con el cabello blanco, que aparecía plateado a la luz de las lámparas.
—¡Eres en todo como mi Julián! —exclamó un día, con un afecto empalagoso. Había despedido ya al joven profesor que mamá había contratado—. Pero ¿por qué eres tan arrogante? ¿Te dice tu mamá que eres sensacional? Tu mamá siempre ha pensado que la música es lo que más cuenta en la danza, y no es así, no lo es. La esencia del ballet es la exhibición de un cuerpo bello. He venido a salvarte, a enseñarte cómo hacerlo todo a la perfección. Cuando haya acabado contigo, tendrás una técnica intachable. —Su aguda voz bajó una o dos octavas—. He venido también porque soy vieja y no tardaré en morir, y aún no conozco a mi nieto. He de cumplir mi deber, no sólo de abuela, sino también de abuelo e incluso de padre. Catherine fue muy tonta al bailar sabiendo que su rodilla podía flaquear en cualquier momento. En realidad, tu madre fue siempre muy tonta, y por eso no me extraña lo que hizo.
Sus palabras me enfurecieron.
—No hable así de mi madre. Ella no es tonta, nunca lo ha sido. Hace lo que en su opinión debe hacer. Le diré la verdad, para que la deje en paz. Bailó aquella última vez porque yo le pedí y supliqué que bailase al menos una vez conmigo como profesional. Lo hizo por mí, abuela, por mí, ¡y por ella!
Sus ojillos negros adoptaron una expresión astuta.
—Jory, aprende la lección número uno de mi curso de filosofía: Nadie hace nada por otro, si no saca de ello más para sí.
Madame tiró a la papelera, como si fuesen basura, todos los pequeños recuerdos que mamá tanto apreciaba. Después levantó una abultada bolsa de mano y, al cabo de un minuto, la mesa estaba mucho más llena de trastos que antes.
Me arrodillé inmediatamente para sacar de la papelera todas las cosas que sabía que agradaban a mi madre.
—No me quieres tanto como a tu madre —se lamentó madame, con una voz cascada y dolida que sonaba débil y vieja.
Sorprendido por la pena que reflejaba su voz, levanté la cabeza y la vi como nunca la había visto hasta entonces: como una anciana sola y afligida, que se aferraba desesperadamente al único eslabón que la unía con la vida: yo. Me sentí lleno de compasión.
—Me alegro de que esté aquí, abuela, y desde luego la quiero. No me pregunte si la quiero más que a nadie; simplemente alégrese de que la quiera, como yo me alegro de que usted me quiera por la razón que sea. —Besé su arrugada mejilla—. Llegaremos a conocernos mejor, y seré para usted el hijo que habría querido que fuese mi padre…, al menos en algunos aspectos. Por lo tanto, no llore ni se sienta sola. Mi familia es la suya.
Sin embargo, las lágrimas asomaron a sus ojos y resbalaron por su rostro, y sus labios temblaron cuando me abrazó. Su voz sonó cascada y vieja:
—Julián no vino nunca a mis brazos como tú acabas de hacer. No le gustaba tocar ni que le tocasen. Gracias, Jory, por quererme un poco.
Hasta ese momento, ella había sido sólo un episodio de verano para mí, una mujer que me halagaba con sus excesivas alabanzas y hacía que me sintiese como algo especial. Ahora estaba inquieto, al pensar que ella… quizá… había proyectado siempre su sombra sobre nuestras vidas.
Todo marchaba mal en nuestro hogar. Tal vez podía culpar a la vieja de la casa de al lado. Sin embargo, ahí estaba otra anciana vestida de negro, diez veces más fastidiosa que la abuela de Bart, y también más dominante. Bart era un niño que aún necesitaba un poco de control, pero yo era casi un hombre y no requería mayores cuidados. Un tanto resentido, me desprendí de sus manos que parecían garras y pregunté:
—Abuela, ¿por qué os empeñáis todas las abuelas en vestir de negro?
—¡Qué tontería! —exclamó—. ¡No todas lo hacen! Sus ojos de azabache eran como dos negros carbones.
—Pero yo siempre la he visto a usted vestida de negro.
—Y nunca me verás llevar otro color.
—No lo comprendo. Oí decir a mi madre que usted vestía siempre de negro, incluso antes de la muerte de mi abuelo, y de la de mi padre. ¿Es que siempre ha llevado luto?
Rió entre dientes, desdeñosamente.
—¡Ah! Ya veo. Te incomoda la ropa negra, ¿eh? Te hace sentir triste, ¿verdad? A mí, en cambio, me alegra. Vestida de negro me siento diferente. Cualquiera puede llevar vestidos de lindos colores. Sin embargo, hay que ser una persona especial para encontrarse a gusto sólo con ropa negra. Además, es más barata.
Me eché a reír y me aparté aún más. Estaba seguro de que el dinero que ahorraba era lo más importante para ella.
—¿Conoces a otra abuela que vista siempre de negro? —preguntó, entrecerrando los ojos y mirándome con recelo.
Sonreí y seguí retrocediendo. Ella frunció el entrecejo y se acercó a mí. Desplegué una amplia sonrisa cuando me aproximé a la puerta.
—Es estupendo que haya venido aquí, madame abuela. Sea buena con Melodie Richarme. Algún día me casaré con ella.
—¡Jory! —exclamó—. ¡Ven aquí inmediatamente! ¿Piensas que he volado medio mundo sólo para sustituir a tu madre? He venido por una única razón; procurar que el hijo de Julián baile en Nueva York y en todas las grandes ciudades del mundo y alcance la fama y la gloria que mereció su padre. Él se vio despojado del éxito, ¡despojado!, por culpa de Catherine.
Me enfadé. Deseé herirla como me habían herido sus palabras, a pesar de haberle mostrado mi cariño minutos antes.
—¿De qué servirían mi fama y gloria a un padre que yace muerto en su tumba? —pregunté agriamente. Yo no era un puñado de arcilla que ella pudiese moldear; era ya un gran bailarín, gracias a mi madre. No necesitaba que mi abuela me enseñase a bailar, sino que me enseñase cómo se podía amar a una persona odiosa, vieja y amargada—. Ya sé bailar, madame; mi madre ha sido una excelente profesora.
Palidecí ante su mirada de desprecio, pero me sorprendió cuando se levantó y se hincó de rodillas, juntando las manos debajo de la barbilla en actitud suplicante. Después inclinó la cabeza hacia atrás, como si mirase a Dios a la cara.
—¡Julián! —dijo, apasionadamente—. Si nos ves desde arriba, mira lo orgulloso que es tu hijo de catorce años. Haré un pacto contigo. Antes de morir, quiero ver a tu hijo convertido en el bailarín más aclamado del mundo. Haré de él lo que tú pudiste haber sido si te hubieses preocupado menos de los automóviles y las mujeres, por no mencionar tus otros vicios. Es tu hijo, Julián… ¡y en él volverías a vivir y bailar de nuevo!
La miré fijamente, mientras se dejaba caer, agotada, en el sillón giratorio, extendiendo hacia adelante sus vigorosas piernas.
—Y ésa maldita Catherine tuvo que casarse con un médico mucho, muchísimo mayor que ella. ¿Dónde estaba su sentido común? ¿Y dónde estaba el de él? Aunque, a decir verdad, era bastante guapo y atractivo. Pero ella debía saber que sería viejo antes de que ella alcanzara siquiera su madurez sexual. Debió haberse casado con un hombre de aproximadamente su edad.
Yo estaba plantado delante de ella, confuso y tembloroso, sintiendo que empezaban a abrirse unas puertas cerradas en mi mente, unas puertas que chirriaban, como si se resistieran. «No, no —decía mi mente—, cállese madame». Se incorporó rígidamente, y sus ojos negros me clavaron en el suelo, impidiéndome moverme, cuando lo que más deseaba era correr, escapar a toda prisa.
—¿Por qué tiemblas? —preguntó—. ¿Por qué te noto tan extraño?
—¿Me nota extraño?
—No contestes las preguntas con otras preguntas —me reprendió—. Háblame de Paul, tu padrastro. Dime cómo se encuentra y qué hace. Tenía veinticinco años más que tu madre, que ahora tiene treinta y siete. Por lo tanto, él debe tener sesenta y dos.
Tragué saliva para deshacer un nudo en mi garganta.
—Sesenta y dos años no son muchos —repuse débilmente, pensando que ella debía saberlo mejor que yo, ya que estaba en los setenta.
—Para un hombre, es la vejez; para una mujer, no es más que una prolongación de la vida.
—Eso es cruel —repliqué, enojándome de nuevo con ella.
—La vida es cruel, Jory, muy cruel. Mientras eres joven, debes aprovechar de ella cuanto te ofrece, porque si esperas tiempos mejores esperarás en vano. Yo le dije muchas veces a Julián que viviese su vida y olvidase a Catherine, que estaba enamorada de aquel hombre mayor; pero él se negaba a creer que una muchacha pudiese preferir un viejo a un hombre guapo y vigoroso como él. Y, mira cómo son las cosas, ahora es tu padre quien yace muerto en su tumba, mientras el doctor Paul Sheffield goza del amor que en derecho corresponde a mi hijo, a tu padre.
Yo vertía lágrimas que ella no podía ver, ardientes lágrimas de incredulidad. ¿Había mi madre mentido a madame, haciéndole creer que papá Paul vivía aún? Pero ¿por qué había de mentir? ¿Qué había de malo en casarse con Christopher, el hermano menor del doctor Paul?
—Pareces turbado, Jory. ¿Por qué?
—Estoy bien, madame.
—No me mientas, Jory. Puedo oler una mentira a un kilómetro de distancia, y verla más allá de tres mil. ¿Por qué no acompaña nunca el doctor Paul a su familia cuando ésta viaja a su pueblo natal? ¿Por qué tu madre trae solamente a sus hijos y a su hermano Christopher?
Mi corazón palpitaba con furia. El sudor pegaba la camisa a mi piel.
—Madame, ¿no conoce usted al hermano menor de papá Paul?
—¿Su hermano menor? ¿De qué estás hablando? —Se inclinó para mirarme a los ojos—. Nunca supe que tuviese un hermano, ni siquiera en aquellos terribles días en que la primera mujer de Paul ahogó a su hijo. Todos los periódicos publicaron la noticia, y ninguno mencionó a un hermano menor. Paul Sheffield sólo tenía una hermana, pero ningún hermano.
Estaba mareado, a punto de vomitar, a punto de chillar y correr y cometer alguna barbaridad, como hacía Bart cuando se sentía herido o estaba trastornado. Bart… Por vez primera supe lo que era sentirse como Bart. Estaba sobre un suelo movedizo, temiendo que todo se derrumbase si me atrevía a moverme.
La corriente del tiempo fluía en mi mente, años y años de diferencia de edad; sin embargo, papá no era mucho mayor que mamá. Sólo tenía dos años y unos pocos meses más. Ella había nacido en abril, y él, en noviembre; primavera y otoño. Y se parecían mucho en todo, y se entendían sin intercambiar una palabra; les bastaba una mirada.
Madame parecía estar enroscada como una serpiente en el sillón, dispuesta a saltar sobre mí… ¿O sobre mamá? Profundas arrugas se dibujaban alrededor de sus ojos y sus finos y apretados labios. Buscó un paquete de cigarrillos en un bolsillo oculto de su feo vestido.
—Bueno —dijo, como si hablase consigo misma y hubiese olvidado mi presencia—, ¿cómo excusó Catherine la ausencia de Paul la última vez? Veamos, primero me telefoneó para comunicarme que la acompañaría Chris porque la dolencia cardíaca de Paul le impedía viajar. Dijo que le dejaba al cuidado de su enfermera. Me resultó extraño que se separase de él si necesitaba una enfermera, y decidiese viajar con Chris. —Se mordió el labio inferior y lo chupó sin darse cuenta—. El año pasado no me visitaron, porque a Bart no le gustaban las viejas tumbas ni las señoras ancianas, y sospecho que yo en particular; un chico malcriado. Y este verano tampoco vinieron, porque Bart se había herido con un clavo oxidado en la rodilla y había tenido septicemia o algo similar. Ese maldito chico cuesta más de lo que vale, y a ella le está bien empleado por olvidarse tan pronto de la muerte de Julián. Y Paul está enfermo del corazón, siempre está enfermo del corazón, pero nunca tiene un infarto fatal. Todos los veranos me pone la misma excusa: «Paul no puede viajar debido a su corazón…». En cambio, Chris puede viajar siempre, con corazón o sin él.
Se interrumpió bruscamente porque yo había hecho ademán de marcharme. Me esforcé en conferir a mis ojos un aire Inexpresivo y disimular unas sospechas que no quería que ella advirtiese. Nunca había sentido tanto miedo como en aquel momento, al observar sus ojos calculadores, como si estuviera poniendo en marcha un engranaje, como si proyectase algo que yo temía ya.
En aquel momento, se levantó de un salto, con gran agilidad.
—Ponte el abrigo. Te acompañaré a tu casa. Tengo que hablar largo y tendido con tu madre.