DESDE EVA

Ella llegaría procedente de Greenglenna, en el estado de Carolina del Sur, allí donde las tumbas proliferaban como la mala hierba. El día menos pensado, cuando yo levantase la cabeza, vería su cara fea y ruin.

Mi propia abuela era mil veces mejor. Últimamente no se cubría la cara con el velo en algunas ocasiones. Se maquillaba un poquitín para gustarme, y lo conseguía. A veces incluso se ponía un lindo vestido, pero nunca permitía que John Amos la viese sin el vestido negro y el velo. Sólo se acicalaba para mí.

—Bart, te lo pido por favor; no pases demasiado tiempo con John.

Me había advertido muchas veces que eso le disgustaba.

—No, señora, John Amos y yo no nos llevamos bien.

—Me alegro. Es malo, Bart, frío, cruel y despiadado.

—Sí, señora. No le gustan mucho las mujeres.

—¿Te dijo eso?

—Sí. Dice que está muy solo, y que usted le trata como si fuese basura y que pasa días enteros sin hablarle.

—Aléjate de John. Evítale siempre que puedas, pero no dejes de visitarme. Sólo te tengo a ti.

Dio unas palmadas en el mullido sofá, invitándome a sentarme a su lado. Yo sabía que se sentaba en sitios cómodos siempre que John Amos se iba a la ciudad.

—¿Qué hace en San Francisco? —pregunté, pues el hombre viajaba con frecuencia allá.

Ella arrugó la frente, me tomó en sus brazos y me estrechó contra la suave seda de su vestido de color rosa.

—John es viejo, pero tiene todavía muchos apetitos que debe satisfacer.

—¿Y qué come? —pregunté con curiosidad, pues el viejo llevaba dentadura postiza y le costaba incluso masticar el pollo y mucho más la carne. Por lo que yo sabía, John Amos solía comer gachas, gelatina, pan mojado con leche…

Ella rió entre dientes y me besó los cabellos.

—¿Cómo está tu madre? ¿Ya anda bien?

Cambiaba de tema. No quería decirme qué comía John Amos. Me aparté de ella.

—Va mejorando poco a poco; es lo que dice a papá. Pero no está muy animada. Cuando él no se encuentra en casa, coge un bastón a veces para apoyarse en él. No quiere que papá se entere.

—¿Por qué?

—No lo sé. Lo único que le gusta ahora es jugar con Cindy y escribir. Es lo único que hace, ¡palabra! Para ella, escribir libros es tan excitante como bailar, aunque en ocasiones se altera y parece preocupada.

¡Oh! —murmuró débilmente—. Confiaba en que dejaría de escribir.

También yo, pero no parecía probable.

—La abuela de Jory vendrá pronto, muy pronto. Creo que si decide quedarse en nuestra casa me fugaré.

Volvió a exclamar «¡oh!» como si las sorpresas le impidiesen hablar.

—Bueno, abuela —dije—, no la quiero como a ti.

Me marché a casa poco antes de la hora de almorzar, atiborrado de helado y pastel. En realidad, empezaba a aborrecer los dulces. Mamá estaba en la barra, haciendo ejercicios delante del espejo, y procuré que no me viese al ocultarme detrás de un sillón. Creo que era el único cuarto de estar del mundo que tenía una barra al fondo, con un espejo de tres metros de largo detrás de ella.

—Bart, ¿eres tú quien se esconde detrás del sillón?

—No, mamá, es Henry Lee Jones…

—¿De veras? Hacía tiempo que buscaba a Henry Lee. Me alegro de haberte encontrado, al fin, detrás de los matorrales… después de tanto buscarte, Henry Lee.

Eso me hizo reír. Era un juego que solíamos practicar cuando yo era pequeño, muy muy pequeño.

—Mamá, ¿puedes llevarme hoy a pescar?

—Lo siento. Estaré ocupada todo el día. Tal vez mañana.

Mañana. Siempre mañana. Me escondí en un rincón oscuro, encogiéndome de manera que nadie pudiese verme. A veces, cuando seguía a mamá en su silla de ruedas, caminaba de puntillas y con la espalda encorvada, tal como decía John Amos que andaba Malcolm cuando era viejo y estaba en la cima de su poder. Y la miraba fijamente, por la mañana, por la tarde y por la noche, tratando siempre de decidir si era tan mala como decía John Amos.

—Bart. —Jory me hallaba siempre, dondequiera que me escondiese—. ¿Qué haces ahora? Solíamos divertirnos juntos, y tú me contabas cosas. Ahora no hablas con nadie.

Mentira. Hablaba con mi abuela y John Amos. Sonreí taimadamente, torciendo los labios como hacía John Amos, y me volví para mirar a mamá, que ahora andaba torpemente, como yo.

Jory se alejó y dejó que me entretuviese solo. Mi única diversión consistía en imitar a Malcolm. ¿Era realmente mamá tan pecadora? ¿Cómo podía yo hablar con Jory como antes, si él se negaba a creer que mamá mentía acerca de la identidad de mi verdadero padre? Jory seguía pensando que era el doctor Paul; y no, no lo era.

Más tarde, durante la cena, mientras mamá y papá se miraban y decían tonterías que les hacían reír a ellos y también a Jory, yo miraba fijamente el mantel amarillo. ¿Por qué se empeñaban papá y mamá en poner un mantel amarillo al menos una vez a la semana? ¿Por qué insistía él en que ella debía aprender a perdonar y a olvidar?

Entonces Jory habló:

—Mamá, esta noche saldré con Melodie. Iremos al cine y después a un club donde no sirven licores. ¿Puedo darle un beso al despedirme de ella?

—Una pregunta importantísima —dijo ella, sonriendo, mientras yo seguía sentado en mi rincón—. Sí, despídete con un beso y dile que has pasado una velada estupenda…, y nada más.

—Sí, madre —repuso él, con un guiño burlón—. Me sé de memoria la lección. Melodie es una niña dulce e inocente, que se sentiría ofendida si abusase de ella; por lo tanto la ofenderé no abusando.

Ella hizo una mueca y él se limitó a sonreír.

—¿Cómo va tu novela? —preguntó Jory antes de volver a su habitación para abstraerse en la contemplación de la foto de Melodie que tenía sobre la mesita de noche.

Una pregunta estúpida. Ella ya había dicho que la escritura la tenía ocupada todo el día y que nuevas ideas la despertaban por la noche, de tal modo que papá se quejaba de no poder dormir cuando ella encendía la luz. En cuanto a mí, estaba impaciente por leer la continuación. A veces pensaba que lo inventaba todo, que nada de todo aquello le había sucedido realmente. Estaba fingiendo, lo mismo que yo.

—Jory, ¿has tocado mi manuscrito? —preguntó—. No encuentro unos capítulos.

—¡Oh, mamá! Sabes que no leería lo que escribes sin tu permiso. ¿Me lo das?

Echó a reír.

—Algún día, cuando seas un hombre, insistiré en que leas mi libro, o mis libros. Tal como se desarrolla la obra, creo que se publicarán en dos volúmenes.

—¿De dónde sacas tus ideas?

Ella se agachó para coger una vieja libreta de hojas sujetas por un alambre en espiral.

—De aquí y de mi memoria. —Hojeó rápidamente la libreta—. Mira con qué letra más grande escribía cuando tenía doce años. Al hacerme mayor, mi caligrafía se hizo más regular y pequeña.

Súbitamente, Jory le quitó la libreta de las manos, corrió la ventana para leer unas líneas, y se la devolvió.

—Hay algunas faltas de ortografía —dijo para zaherirla.

Me fastidiaba su relación; era más propia de dos amigos que de madre e hijo. Me molestaba la manía de mamá de escribir en papel pautado antes de pasar el texto a máquina. Aborrecía sus lápices, plumas y gomas, así como los libros que había comprado para su nuevo proyecto. Yo no tenía ni madre ni padre. Jamás había tenido un padre de verdad. No tenía a nadie, ni siquiera un animal doméstico.

El verano estaba envejeciendo, como yo. Mis huesos se volvían frágiles, y mi cerebro, sabio y cínico. Pensaba que, como había escrito Malcolm en su diario, nada era tan bueno como había sido antes, y que ningún juguete me proporcionaba la satisfacción que había esperado antes de tenerlo. Incluso la mansión de mi abuela parecía menos grande que antes.

En el compartimiento de Apple, que era mi lugar predilecto para leer el diario de Malcolm, me tumbaba sobre el heno y procuraba leer las diez páginas diarias que me había impuesto John Amos. A veces escondía el libro entre el heno, otras lo llevaba bajo la ropa. Al empezar a leer, por la página que había marcado con una de las pequeñas señales de cuero que utilizaba mamá, chupaba una brizna de heno.

«Recuerdo muy bien el día que cumplí veintiocho años y, al llegar a casa, me encontré con que mi padre viudo había vuelto a casarse. Observé a la novia, que más tarde supe que sólo tenía dieciséis años, y comprendí inmediatamente que una muchacha tan joven y hermosa se había casado con él sólo por el dinero».

«Mi propia esposa, Olivia, nunca había sido lo que se dice una belleza, pero tenía algunos aspectos atractivos cuando me casé con ella, y su padre era muy rico. De pronto descubrí que, después de haberme dado dos hijos, ya no me atraía en absoluto. Parecía fea, comparada con Alicia, mi madrastra de dieciséis años…».

Esa gansada amorosa ya la había leído antes. Había perdido el punto, ¡maldita sea! Pero lo cierto era que solía hojear el libro y leer párrafos sueltos, saltándome trozos, sobre todo cuando Malcolm intercalaba en su historia escenas aburridas, como las de los besuqueos. Resultaba rarísimo que, odiando tanto a las mujeres, le apeteciese besarlas.

Bueno, por fin había encontrado el punto donde había interrumpido la lectura.

«Alicia dio a luz su primer hijo. Yo deseaba fervientemente que fuese una hembra. Pero no; tuvo que ser otro varón, para disputarme la fortuna de mi padre. Recuerdo que me la quedé mirando, igual que al bebé que rebullía a su lado en la ancha cama, y odié a los dos».

»Cuando ella me sonrió inocentemente, orgullosa de su hijo y como si éste hubiese de gustarme tanto como a su padre, le dije: «Mi querida madrastra, tu hijo no vivirá lo suficiente para heredar la fortuna de tu marido mientras yo esté vivo para impedirlo».

«Estaba tan enojado con ella que de buen grado habría abofeteado su hermosa y astuta cara. "No quiero el dinero de tu padre, Malcolm, y mi hijo tampoco lo querrá. Mi hijo se ganará la vida, no heredará dinero conseguido por otros. Yo le enseñaré los verdaderos valores de la vida… unos valores de los que tú nada sabes"».

Me pregunté qué significaría aquello. En realidad, ¿qué eran los valores? ¿Precios de venta? Centré de nuevo mi atención en el diario de Malcolm. Había omitido quince años en la narración. ¡Qué extraño!

Mi hija, Corinne, se parecía cada día más a la madre que me abandonó cuando yo sólo tenía cinco años.

Yo la veía cambiar, desarrollarse y convertirse en mujer, y observaba sus jóvenes senos, que pronto tentarían a los hombres. En cierta ocasión me sorprendió cuando los estaba mirando y se ruborizó. Eso me gustó; al menos sería recatada. «Corinne, prométeme que no te casarás y abandonarás a tu padre cuando esté viejo y enfermo júrame que no me abandonarás nunca».

Su cara palideció, como si temiese que volviese a enviarla al ático si rechazaba mi sencilla petición. «Toda mi fortuna, Corinne, hasta el último centavo, será tuya si prometes no dejarme nunca».

»«Pero, padre, yo —quiero casarme y tener hijos», dijo, inclinando la cabeza con profunda aflicción.

»Juró que me quería, pero leí en sus ojos que me abandonaría a la primera oportunidad.

»Sin embargo, yo cuidaría de que no hubiese chicos ni hombres en su vida. La matricularía en un colegio sólo para señoritas, un colegio religioso y severo, donde no se permitiese a las alumnas salir con muchachos».

Cerré el libro y me encaminé hacia casa. A mi manera de ver, Malcolm no hubiese debido casarse con Olivia ni tener hijos, aunque, pensándolo mejor, si no lo hubiese hecho, yo no habría conocido a mi abuela. Y, a pesar de que ésta era una mentirosa y me había traicionado, todavía quería amarla y volver a confiar en ella.

Otro día leí, tumbado en el establo, algo acerca de Malcolm cuando ya tenía cincuenta años. Para entonces escribía en su diario con menos regularidad.

«Hay algo pecaminoso entre mi medio hermano menor y mi hija. He hecho cuanto he podido para sorprenderlos acariciándose o mirándose de manera incitante, pero ambos son muy listos. Olivia dice que mis temores son infundados, que Corinne nunca ha sentido nada por su tío; pero Olivia es también mujer, fiel a su tortuoso sexo. Maldito sea el día en que me convenció de que recibiésemos a aquel chico en nuestro hogar. Fue un error, quizá el más grave de mi vida».

Por lo visto, incluso Malcolm cometió algunos errores, pero solamente con miembros de su familia. ¿Por qué no podía soportar que sus hijos fuesen músicos, ni que su hija se casara? Si yo hubiese sido Malcolm, me habría alegrado de librarme de ella, como me alegraría de que desapareciese Cindy.

Arrojé el diario de Malcolm al suelo y lo cubrí de heno con los pies. Después me dirigí a la mansión, lamentando que Malcolm no hubiese escrito sobre el poder y la manera de obtenerlo, el dinero y la manera de ganarlo, y la influencia y la manera de conseguirla. Se limitaba a escribir sobre los disgustos que le causaban sus dos hijos, su esposa y su hija, por no mencionar a aquel joven medio hermano a quien tanto le gustaba Corinne.

—Hola, querido —dijo mi abuela cuando entré cojeando en el salón—. ¿Dónde has estado? ¿Cómo está la rodilla de tu madre?

—Mal —respondí—. Los médicos afirman que mamá nunca volverá a bailar.

—¡Oh! —suspiró—. ¡Qué lástima! Lo siento.

—Yo me alegro —dije—. Ni siquiera puede bailar un vals con papá, como hacían a menudo antes en el cuarto de estar, donde nos prohibían entrar.

Pareció muy triste. ¿Por qué se entristecía?

—Abuela, mi mamá no quererte.

—Debes cuidar más tu gramática, Bart —jadeó, enjugándose una lágrima—. Debes decir «mi mamá no te quiere». Pero ¿cómo puedes creer eso, si ni siquiera sabe que estoy aquí?

—A veces hablas como ella.

—Siento no poder volver a verla en el escenario. Su ligereza y su gracia eran tan maravillosas que parecía formar parte de la música. Tu madre nació para la danza, Bart. Sé que debe sentirse perdida y vacía sin ella.

—No es verdad —respondí rápidamente—. Mamá tiene su máquina de escribir y ese libro en que trabaja todo el día y la mayor parte de la noche. No necesita nada más. Ella y papá están horas y horas en la cama, sobre todo cuando llueve, y hablan de un viejo caserón en la montaña y de una abuela alta y vieja que vestía siempre de gris. Yo me escondo en el ropero y pienso que todo es como un estúpido cuento de hadas.

Pareció impresionada.

—¿Espías a tus padres? Eso no está bien, Bart. Hay que respetar la intimidad de los mayores.

Sonreí y disfruté al explicarle que, de hecho, espiaba a todo el mundo, incluso a ella, a veces.

Sus ojos azules me escrutaron durante un rato. Después sonrió.

—Bromeas, ¿verdad? Estoy segura de que tus padres te han enseñado mejores modales. Si quieres que la gente te aprecie y te respete, Bart, tienes que tratarla como quisieras que te trataran a ti. ¿Te gustaría que yo te espiase?

—¡No! —exclamé.

Otro día, volví al consultorio de aquel viejo médico canoso que me obligaba a tumbarme y cerrar los ojos para sentarse detrás de mí y formularme preguntas tontas.

—¿Quién eres hoy? ¿Bart Sheffield o Malcolm?

Me negué a contestar.

—¿Cuál es el apellido de Malcolm?

No le importaba.

—¿Qué sientes por tu madre, ahora que ya no puede volver a bailar?

—Me alegro.

Eso le pilló por sorpresa. Empezó a pergeñar sus notas, tan excitado que, cuando abrí los ojos y me volví para mirarle, advertí que su rostro se había puesto colorado. Decidí darle más motivos de excitación.

—Quisiera que Jory cayese y se rompiese las dos rótulas. Entonces yo andaría y correría más deprisa que él, y sería en todo mejor que él. Después, cuando entrase en el salón, todos me mirarían a mí, no a él.

Esperó que siguiese hablando, pero al ver que no era así me dijo amablemente:

—Comprendo, Bart. Temes que tu madre y tu padre te quieren menos que a Jory.

Me enfurecí.

—¡No es cierto! ¡Ella me quiere más a mí! Pero yo no sé bailar. El baile es la razón por la que ella se divierte con Jory y me mira malhumorada. Yo quería ser médico, pero he cambiado de idea porque mi verdadero padre no lo era, como ellos me habían dicho. Era abogado.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó.

No se lo diría. Eso no le importaba. Me lo había dicho John Amos, y yo había oído también que la abuela lo decía a papá. Los abogados eran listos, muy listos. Yo también lo sería. Los bailarines no tenían un buen cerebro, sólo buenas piernas.

—¿Quieres contarme algo más, Bart?

—¡Sí! —dije levantándome del diván y agarrando su plegadera—. La noche pasada había luna llena, y cuando me asomé a la ventana, la oí llamarme. Sentí necesidad de aullar y probar el sabor de la sangre. Corrí como un loco por el bosque, montaña arriba, y entonces surgió de la noche una mujer muy hermosa, de largos, larguísimos cabellos de oro.

—¿Y qué hiciste? —preguntó el médico cuando yo hice una pausa.

—La maté y me la comí.

Siguió escribiendo y, mientras tanto, cogí varios caramelos que él reservaba para sus pacientes más jóvenes. Después cogí unos cuantos más, pensando en reservar al menos uno para mi abuela.

Cuando estuve de nuevo en casa, corrí al compartimiento de Apple y hojeé el diario de Malcolm hacia atrás. Me había saltado algunas páginas aburridas, y necesitaba encontrar algo. Me interesaba saber qué le empujaba hacia las mujeres, a quienes despreciaba.

«Había vuelto el otoño, y los árboles lucían sus brillantes colores ocres y rojizos. Seguí a Alicia por el bosque, donde ella cabalgaba con admirable destreza. Yo me veía forzado a espolear mi caballo para seguirla al galope. Ella estaba tan hechizada por la belleza de la estación que no parecía oír el redoble de los cascos de mi cabalgadura. Por un breve instante, la perdí de vista, tragada por la espesura. Entonces presumí que se dirigía al lago donde yo solía nadar cuando era un muchacho, un último chapuzón antes de que llegase el invierno y el agua se volviese helada».

Los caramelos de cereza eran los que más me gustaban. Los lamía hasta que mi lengua se ponía roja como la sangre. Era muy agradable leer y comer caramelos al mismo tiempo. Bueno, al parecer Malcolm empezó a ganar dinero y adquirir poder cuando era mucho mayor que yo.

«Tal como había sospechado, ella estaba en el lago, y su magnífico cuerpo era tan inmaculado como había imaginado. ¡Y pensar que mi padre gozaba de todo aquello, mientras yo tenía que conformarme con el cuerpo frígido de una mujer que sólo podía resignarse, pero no disfrutar!».

»Resplandeciente y chorreando, desnuda, emergió del lago y se encaminó hacia la herbosa orilla donde había dejado su ropa. Contuve el aliento mientras la observaba bajo la luz del sol. Sus espléndidos cabellos eran como una cascada de un rojo dorado, con oscuras sombras ambarinas, y el vello del pubis era rizado y más oscuro.

»Entonces, ella me vio y se quedó boquiabierta. Yo había salido de mi escondite sin darme cuenta».

Afortunadamente, ella le dio una bofetada y le ordenó que se marchase. Por fin, por fin se transformaría él en el Malcolm que debía ser: astuto, duro, implacable y rico.

«Me las pagarás, Alicia. Tú y tu hijo lo pagaréis, y lo pagaréis muy caro. Nadie puede rechazarme después de haberme incitado, de haberme hecho creer que…».

Cerré el libro y bostecé.