OTRA ABUELA

A los pocos días mamá se sintió mucho mejor. Entonces papá llevó al hospital una máquina de escribir portátil, un grueso fajo de papel amarillo y otros utensilios de escritura. Lo depositó todo en la mesita corredera sobre la cama de mamá, y dirigió a ésta una de sus amplias y encantadoras sonrisas.

—Ahora es un buen momento para que termines ese libro que empezaste hace tanto tiempo —dijo—. Consulta tus antiguos diarios y suelta todo de una vez… ¡y que se fastidien aquellos a quienes puedes dañar! Hiéreles como te hirieron a ti, como me hirieron a mí. Descárgales unos cuantos golpes, por Cory y también por Carrie. Y de pasada, danos algunos a mí, a Jory y a Bart, porque también los tenemos merecidos.

¿De qué estaba hablando? Se miraron largo rato y, después, ella tomó de mala gana una libreta de manos de él y la abrió, de manera que pude ver los grandes caracteres de su escritura infantil.

—No sé si debo hacerlo —murmuró, con una extraña mirada en sus ojos—. Sería como revivirlo todo. Y podría retornar el dolor.

Papá sacudió la cabeza.

—Haz lo que creas conveniente, Cathy. En primer lugar, debiste tener buenas razones para empezar estos libros. Sabe Dios si encontrarás el camino para una nueva carrera más satisfactoria que la que hasta ahora has ejercido.

Me pareció imposible que la escritura pudiese sustituir a la danza, pero cuando al día siguiente la visité me encontré con que estaba escribiendo desaforadamente. Tenía una mirada intensa y extraña, y en cierto modo la envidié.

—¿Cuánto tiempo más deberé permanecer aquí? —preguntó a papá, que me había acompañado.

Todos la estábamos esperando: Emma, con Cindy en los brazos, y yo, que asía con fuerza la mano de Bart. Papá levantó a mamá del asiento delantero del coche y la depositó en la silla plegable que había alquilado. Bart contempló la silla de ruedas con repugnancia, mientras Cindy la llamaba: «¡Mamá! ¡Mamá!». A ella no le importaba cómo llegase mamá a casa, con tal que llegase; en cambio, Bart se apartó y miró a mamá de arriba abajo, como habría mirado a una desconocida que le resultase antipática. Después dio media vuelta y se dirigió a la casa. Ni siquiera la había saludado. Una expresión dolorosa se dibujó en el rostro de mamá antes de llamarle:

—¡Bart! No te vayas antes de que pueda saludarte. ¿No te alegras de verme? No sabes lo mucho que te he echado de menos. Comprendo que no te gustan los hospitales, pero me entristeció que no me visitases. También sé que te desagrada esta silla de ruedas, pero no tendré que utilizarla siempre. Una fisioterapeuta me enseñó lo mucho que puede conseguirse empleando esta clase de silla…

Se interrumpió, porque la oscura y fea mirada del chico no la animaba a proseguir.

—Pareces extraña sentada en esa silla —dijo él, arrugando la frente—. ¡No me gustas en esa silla!

Mamá rió, nerviosa.

—Bueno, si he de serte sincera, tampoco a mí me parece un trono; pero recuerda que no tendré que usarla toda la vida, sino solamente hasta que sane mi rodilla. Vamos, Bart, sé bueno con tu madre. Te perdono que no me visitaras en el hospital, pero no te perdonaría que no me mostrases un poco de afecto.

Siempre con el entrecejo fruncido, Bart retrocedió al ver avanzar la silla.

—¡No! ¡No me toques! —vociferó—. ¡No tenías que bailar y caerte! ¡Te caíste porque no querías volver a casa y verme de nuevo! ¡Ahora me odias porque corté los cabellos de Cindy! ¡Y ahora quieres castigarme, sentándote en esa silla que no te hace ninguna falta!

Giró sobre sus talones y corrió hacia el jardín posterior por la escalera de piedra. No había subido dos peldaños cuando tropezó y se cayó. Se levantó y corrió de nuevo, chocó contra un árbol y lanzó un grito. Su nariz sangraba. ¡Habríase visto un chico más torpe!

Papá restó importancia a la rebelión de Bart y empujó hacia la casa la silla de mamá, con Cindy entusiasmada por viajar sentada en su regazo.

—No te preocupes por lo de Bart. Volverá arrepentido. Te ha añorado mucho, Cathy. Le he oído llorar por la noche. Y su nuevo psiquiatra, el doctor Hermes, considera que está mejorando, que ha perdido algo de su hostilidad.

Ella no dijo nada. Siguió acariciando los suaves y cortísimos cabellos de Cindy, quien, vestida con un mono, casi parecía un chico, aunque Emma había anudado una cinta en un corto mechón de su cabello. Presumí que papá le había contado a mamá lo que Bart había hecho a Cindy, porque mamá no preguntó nada.

Más tarde, cuando Bart estaba ya en la cama, fui en busca de un libro que había dejado en el cuarto de estar y oí a mamá hablar:

—Chris, ¿qué voy a hacer con Bart? Traté de mostrarme cariñosa y afectuosa con él, y me rechazó. Mira lo que le hizo a Cindy, una criatura indefensa que confía en que nadie le causará ningún daño. ¿Le pegaste? ¿Le castigaste? ¿Muestra él algún respeto por cualquiera de nosotros? Unas pocas semanas en el ático podrían enseñarle a ser más obediente.

Me deprimí al oír a mamá hablar así. Me entristecieron tanto aquellas palabras que tuve que apresurarme a meterme en la cama. Acostado, me quedé contemplando las paredes de las que colgaban carteles de Julián Marquet bailando con Catherine Dahl. No era la primera vez que me preguntaba cómo había sido mi verdadero padre. ¿Había querido mucho a mi madre? ¿Le había amado ella? ¿Habría sido mi vida más feliz si él no hubiese muerto antes de que yo naciera?

Luego recordé a papá Paul, que había llegado después de aquel hombre de ojos y cabellos negros. ¿Era realmente Bart hijo del doctor Paul, o bien era…? No me atreví a terminar la pregunta, pues el mero hecho de dudar hacía que me sintiese desleal.

Cerré los ojos, palpando una tensión horrible en el ambiente, como si hubiese una espada suspendida, presta a caer sobre nuestras cabezas.

Al día siguiente, a primera hora de la tarde, sorprendí a papá en su despacho y le dije cuanto hasta entonces había mantenido en secreto.

—Papá, debes hacer algo respecto a Bart. Me espanta. No sé cómo podemos seguir viviendo con él en casa. Parece que se esté volviendo loco… si es que no se ha vuelto ya.

Papá hundió la cabeza entre las manos.

—No sé qué hacer, Jory. Enviar a Bart a otra parte sería matar a tu madre. No imaginas lo mucho que ella ha sufrido. Dudo de que pudiese aguantar mucho más. Perder un hijo la destruiría.

—¡La salvaremos! —aseguré, apasionadamente—. Pero tenemos que impedir que Bart visite a esos vecinos, que sólo le cuentan mentiras. Va allí continuamente, papá, y la anciana lo sienta sobre sus rodillas y le cuenta historias que provocan que, cuando vuelve a casa, se comporte de manera rara, fingiendo que es viejo o diciendo que odia a las mujeres. Todo es por su culpa, papá, por culpa de esa anciana vestida de negro. Si le deja en paz, Bart volverá a ser como antes.

Papá me miró de un modo extraño, como si algo de lo que yo había dicho hubiese despertado algún recuerdo en su memoria. Tenía, como siempre, lugares adonde ir y pacientes que visitar; pero, esta vez, telefoneó al hospital y dijo que tenía un caso urgente en su casa. Y lo tenía, ¡vaya si lo tenía!

Con frecuencia miraba yo al tercer marido de mi madre y pensaba que me habría gustado que fuese mi padre de sangre, pero en aquel momento, cuando canceló sus compromisos para ayudar a Bart —y a mamá—, comprendí que, en todos los aspectos, era mi verdadero padre.

Aquella tarde, poco después de la comida, mamá se retiró a su habitación para trabajar en el libro. Cindy estaba en la cama, y Bart en el jardín. Papá y yo nos pusimos unos suéteres y salimos por la puerta principal.

Todo estaba muy oscuro debido a la niebla y hacía un frío húmedo. Avanzamos hacia la sombría mansión con su imponente y negra verja de hierro.

—Soy el doctor Christopher Sheffield —dijo papá, acercando la boca a la cajita negra clavada a un lado del portal—. Deseo ver a la señora.

Mientras la puerta se abría sin ruido, me preguntó por qué no sabía el nombre de la dama. Me encogí de hombros, como si ella no tuviese nombre, ni me importase que lo tuviera. Bart sólo la llamaba «abuela».

Ya a la puerta de la casa, papá golpeó con la aldaba de bronce. Al cabo de un rato, oímos un ruido de pies que se arrastraban en el vestíbulo, y John Amos Jackson nos franqueó la entrada.

—La señora se fatiga con facilidad —dijo John Amos Jackson. Tenía el largo y flaco rostro macilento y chupado, la mirada torva, las manos temblorosas y la espalda encorvada—. No le digan nada que pueda inquietarla.

Me llamó la atención la manera en que le miraba papá, perplejo y ceñudo, mientras el viejo calvo se alejaba arrastrando los pies, después de abrir la puerta de un salón en que entramos.

La dama de negro estaba sentada en su mecedora.

—Siento molestarla —dijo papá, mirándola fijamente—. Soy el doctor Christopher Sheffield y vivo en la casa de al lado. Éste es mi hijo mayor, Jory, al que creo que usted ya conoce.

Ella parecía excitada y nerviosa cuando nos invitó a tomar asiento con un gesto. Nos sentamos en el borde de los sillones, pues no pensábamos quedarnos mucho rato. Transcurrieron unos segundos que parecieron horas antes de que papá se inclinase para decir:

—Tiene usted una casa preciosa. —Volvió a mirar alrededor, observando los lujosos sillones y otros bellos muebles, así como los cuadros colgados en las paredes—. Siento una extraña impresión, de déjà vu —murmuró casi para sí.

Ella bajó la cabeza cubierta con el velo negro. Extendió las manos, como si pidiese disculpas a papá por no poder expresarse de otro modo. Yo sabía que hablaba perfectamente el inglés. ¿Qué clase de comedia estaba interpretando?

Permanecía absolutamente inmóvil, a excepción de sus manos aristocráticas y cargadas de brillantes sortijas, que se alzaron para palpar las perlas que yo sabía que llevaba debajo del negro vestido. Cuando papá la miró, la dama escondió rápidamente las manos.

—¿No habla usted inglés? —preguntó él con voz forzada.

Ella asintió enérgicamente con la cabeza, indicando que podía comprenderlo. Papá arqueó las cejas. De nuevo parecía confuso.

—Bueno, pasando al objeto de nuestra visita, mi hijo Jory me ha dicho que usted y mi hijo menor, Bart, se han hecho muy amigos. Jory dice que suele usted hacer regalos caros a Bart y que le da golosinas entre las comidas. Lo lamento, señora… ¿Señora…? —Hizo una pausa, esperando que ella dijese su nombre; pero como seguía callada, prosiguió—: Cuando Bart vuelva a visitarla, quiero que le envíe a casa sin obsequiarle nada. Ha cometido algunas malas acciones que merecen castigo. Su madre y yo no podemos permitir que una persona desconocida se interponga entre Bart y nuestra autoridad. Usted le mima, y nosotros pagamos las consecuencias.

Durante todo el rato, mi padre procuró verle las manos, pero ella hizo todo lo posible por mantenerlas ocultas.

¿Qué sentido tenía todo aquello? ¿Por qué quería papá verle las manos? ¿Acaso le fascinaban sus fabulosos anillos? Nunca pensé que le gustasen las joyas, pues mamá las aborrecía, salvo los pendientes.

Entonces, cuando papá parecía estar contemplando una de las pinturas al óleo, las manos de la anciana subieron hacia el cuello, atraídas por el imán de las perlas.

Papá volvió rápidamente la cabeza y cambió de tema, sorprendiéndonos a la mujer y a mí.

—Esas sortijas que lleva usted… ¡las he visto antes de ahora!

Cuando ella escondió apresuradamente las manos dentro de las bocamangas, papá se puso en pie de un salto con la rapidez del rayo. La miró fijamente, se volvió una vez para observar la suntuosa estancia y clavó de nuevo la mirada en la mujer, que, intimidada, se encogió.

—Lo… mejor… que… puede… comprarse… con… dinero —dijo pausadamente papá, separando las palabras.

Capté su actitud, pero no comprendí el sentido. Desde hacía un tiempo, yo no entendía nada.

—Nada es demasiado bueno para la elegante y aristocrática señora de Bartholomew Winslow —dijo—. Esos anillos, señora Winslow, ¿por qué no ha tenido la precaución de esconderlos? De no haber sido por ellos, quizá le habría servido su disfraz, aunque lo dudo. Conozco demasiado su voz y sus gestos. Lleva ropa vieja y negra, pero sus dedos brillan con los símbolos de su alta posición. ¿Olvida el sufrimiento que nos causaron esos símbolos? ¿Supone que no recuerdo aquellos días interminables de soledad, frío o calor…, simbolizadas todas nuestras penalidades por un collar de perlas y los anillos que lleva usted?

Yo estaba aturdido, pasmado. Nunca había visto a papá tan trastornado. No se excitaba fácilmente. ¿Quién era aquella mujer a quien él conocía y yo no? ¿Por qué la había llamado señora de Bartholomew Winslow, que era precisamente el nombre de mi medio hermano? ¿Podía ser realmente abuela de Bart? Entonces ¿era posible que Bart no fuese hijo de papá Paul?

Mi padre continuó increpándola:

—¿Por qué, señora Winslow, por qué? ¿Pensó que podría esconderse aquí sin que la descubriéramos? ¿Cómo puede engañar a nadie, si tanto su manera de sentarse como de erguir la cabeza delatan su identidad? ¿No nos ha ocasionado bastante daño, a Cathy y a mí? ¿Ha tenido que volver para hacernos aún más? Debí haber adivinado que era la causante de la confusión de Bart y su extraño comportamiento. ¿Qué le ha hecho a nuestro hijo?

—¿Nuestro hijo? —repitió ella—. ¿No querrás decir, más correctamente, el hijo de ella?

—¡Madre…! —rugió él, y me miró, como arrepentido de haber pronunciado la palabra.

Miré a ambos y pensé que aquello era extraordinario y muy extraño. Por fin su madre se había librado de su solitario encierro, y era, realmente, abuela de Bart. Pero ¿por qué la había llamado él señora Winslow? Si era su madre y, por tanto, madre del doctor Paul, habría tenido que llamarse señora Sheffield… ¿no?

Yo estaba reflexionando sobre todo esto cuando ella dijo:

—Señor, mis anillos no son nada excepcionales. Bart me ha dicho que usted no es su verdadero padre, de modo que haga el favor de salir de mi casa. Prometo no volver a recibir a Bart. No he venido a hacerle daño a él ni a nadie.

Me pareció observar que dirigía una mirada de advertencia a papá. Sospeché que le sugería que se marchase porque no consideraba oportuno hablar en mi presencia.

—Mi querida madre, el juego ha terminado. —Ella sollozó y se llevó las manos a la cara, pero él hizo caso omiso de sus lágrimas y preguntó—: ¿Cuándo te permitieron salir los médicos?

—El verano pasado —murmuró ella. Bajó las manos para no enturbiar el tono suplicante de su voz—. Antes de trasladarme aquí ordené a mis abogados que hiciesen todo lo posible para facilitaros, a ti y Cathy, la compra del trozo de tierra que eligieseis. Les dije que mantuviesen mi anonimato porque sabía que rechazaríais mi ayuda.

Papá se dejó caer en un sillón y se inclinó para apoyar pesadamente los codos en las rodillas.

¿Por qué no se alegraba de que su madre hubiera salido de aquel horrible lugar? ¿Acaso no amaba a su propia madre? ¿O temía que volviese a enloquecer en el momento menos pensado? ¿Creía que Bart había heredado su locura o que la demencia de la mujer podía contagiar a mi hermano como una enfermedad física? ¿Y por qué no la quería mi madre? Mirando a ambos, deseé que respondiesen a mis preguntas no formuladas, pero al tiempo temía enterarme de que Paul no había sido el padre de Bart.

Cuando papá levantó la cabeza, su rostro estaba demacrado, y unas profundas arrugas surcaban su cara, unas arrugas que yo nunca había visto.

—En conciencia, no puedo volver a llamarte madre —dijo él, con voz quebrada—. Si nos ayudaste a comprar la tierra donde se asienta nuestro hogar, te lo agradezco. Mañana mismo haré colgar un rótulo qué rece «En venta», y nos iremos lejos de aquí, si tú te niegas a marcharte primero. No permitiré que alejes a mis hijos de sus padres.

—De su madre —corrigió ella.

—De los únicos padres que tienen —replicó él—. Hubiese debido imaginar que vendrías. Llamé a tu médico y me informó de que te habían dado de alta, pero no me explicó cuándo ni adónde habías ido.

—¿A qué otro sitio podía ir? —preguntó, con tono lastimero, estrujándose las enjoyadas manos.

Pareció como si fuera a alargarlas para tocarle, pero se refrenó. Incluso yo podía advertir, por cada una de sus palabras, por cada una de sus miradas, que le quería.

—Christopher —suplicó—, no tengo amigos, ni familia, ni hogar… ni adonde ir, como no sea a ti y los tuyos. Lo único que me queda sois tú y Cathy y los hijos que ésta tuvo, mis nietos. ¿Vas también a arrebatármelos? Todas las noches me hinco de rodillas y rezo para que Cathy y tú me perdonéis y volváis a quererme como antaño.

Papá parecía de acero, inconmovible, pero yo estaba a punto de llorar.

—Hijo mío, hijo querido, acéptame y dime que vuelves a quererme. Y, si no puedes, permíteme al menos vivir donde pueda ver a mis nietos de vez en cuando. —Hizo una pausa, esperando que él respondiese. Como papá guardó silencio, ella prosiguió—: Esperaba que te mostrases indulgente, que aceptaras mi presencia aquí, si yo procuraba que ella no se enterase de quién soy. Pero la he visto, he oído su voz, y también la tuya. Me escondo detrás del muro para escuchar, y mi corazón late con fuerza y se parte de añoranza. Mis ojos se llenan de lágrimas al tener que reprimir mi voz para no deciros que estoy arrepentida, que me pesa terriblemente lo que hice.

Él siguió en silencio. Había adoptado su expresión indiferente, profesional.

—Christopher, con gusto daría diez años de mi vida si con ellos pudiera reparar todo el mal que os causé. ¡Y daría diez más sólo por sentarme a vuestra mesa y sentirme acogida por mis nietos!

Había lágrimas en sus ojos, y también en los míos. Mi corazón lloraba por la madre de mi padre, y me preguntaba por qué razón mamá la odiaba tanto.

—Christopher, Christopher, ¿no comprendes por qué visto con estos harapos? Me cubro la cara, los cabellos, la figura, para que ella no me reconozca. Pero mientras tanto sigo esperando, rezando para que los dos podáis perdonarme y me dejéis volver a ser miembro de vuestra familia. Por favor, por favor, ¡acéptame de nuevo como madre! Si lo haces, quizá ella pueda hacerlo también.

¿Cómo podía permanecer papá allí sentado, y sin sentir la misma piedad por ella que yo sentía? ¿Por qué no lloraba como yo?

—Cathy no te perdonará nunca —replicó, llanamente.

Aunque pareciese extraño, ella lanzó un grito de satisfacción.

—¿Quiere eso decir que tú sí que me perdonarás? Por favor, ¡di que me perdonas!

Me eché a temblar, esperando la respuesta de él.

—Madre, ¿cómo pretendes que diga que te perdono? Si lo hiciese, traicionaría a Cathy, y eso no lo haré jamás. Permaneceremos juntos y juntos caeremos, convencidos de que obramos bien, mientras que tú seguirás sola, sintiéndote culpable. Nada de cuanto digas o hagas podrá devolver la vida a los muertos. Y desde que estás aquí, Bart va de mal en peor. ¿Sabes que se ha convertido en una amenaza para Cindy, nuestra hija adoptiva?

—¡No! —exclamó ella, sacudiendo la cabeza y haciendo oscilar violentamente sus velos—. Bart no haría daño a su hermana.

—¿Ah, no? Le rapó la cabeza con un cuchillo, señora Winslow. Y también ha amenazado a su madre.

—¡No! —negó ella, más apasionadamente que antes—. ¡Bart ama a su madre! Yo agasajo a Bart porque tú estás demasiado ocupado con tu actividad profesional para prestarle la atención que requiere. De la misma manera que su madre también está demasiado atareada para cuidar de que él tenga el suficiente cariño. En cambio, yo satisfago sus necesidades, tratando de ocupar el sitio de unos amigos que él no tiene. Hago cuanto puedo para que sea feliz. Y si mimándole y obsequiándole consigo que se sienta mejor, ¿qué mal hay en ello? Además, cuando un niño tiene todas las golosinas que es capaz de comer, pronto pierde su afición por ellas. Lo sé por experiencia. Hubo un tiempo en que yo era como Bart; adoraba los helados, los caramelos, los pasteles y otros dulces, y sin embargo ahora no los tolero en absoluto.

Papá se levantó y me hizo una seña. Me puse en pie y me coloqué a su lado, mientras él miraba a su madre con conmiseración.

—Es una verdadera lástima que llegues demasiado tarde para reparar tus malas acciones. Tiempo atrás, me habrían conmovido cada una de tus dulces palabras. Ahora, tu sola presencia demuestra lo poco que te preocupa herirnos de nuevo, lo que sin duda ocurrirá si te quedas.

—Por favor, Christopher —suplicó ella—. No tengo más familia que vosotros, ni a nadie que se preocupe de si estoy viva o muerta. No me niegues tu amor, pues con ello destruirás lo mejor que hay en ti, aquello que hace que seas lo que eres. Nunca fuiste como Cathy, siempre supiste entregar un poco del amor que llevas dentro; dámelo también ahora, Christopher. Así contribuirás a que Cathy pueda también quererme un poco. —Sollozó y pareció encogerse—. Y, si no amor, ayúdala a sentir al menos compasión, pues admito que no me porté como debía con mis hijos.

Papá se conmovió, pero no por mucho rato.

—Ante todo, tengo que pensar en el bienestar de Bart. Nunca tuvo mucha confianza en sí mismo, y ahora tus historias le han turbado tanto que incluso tiene pesadillas. Déjale en paz. ¡Déjanos en paz! Vete, mantente apartada de nosotros, porque ya no te pertenecemos. Hace años, te concedimos varias oportunidades de demostrar que nos amabas. Incluso cuando nos escapamos, pudiste haber acudido a la citación del juez y ahorrarnos el dolor de saber que nos amabas tan poco que ni siquiera compareciste para interesarte un poco en nuestro futuro. ¡Sal de nuestras vidas! Construye otra para ti, con las riquezas que obtuviste sacrificándonos, deja que Cathy y yo vivamos la vida que tantos sudores nos ha costado.

Yo estaba sumido en un mar de confusiones. ¿De qué estaba hablando? ¿Qué atrocidad había ella cometido contra sus dos hijos, Christopher y Paul, y qué relación había tenido mi madre con sus vidas, cuando ambos eran jóvenes?

Ella se levantó también alta y erguida. Después, poco a poco, muy poco a poco, se desprendió del velo que cubría su cabeza y su cara. Papá y yo nos quedamos boquiabiertos. Nunca había visto una mujer que pudiese ser tan fea y tan hermosa al mismo tiempo. Sus cicatrices daban la impresión de que un gato le hubiese arañado la cara. Tenía la mandíbula caída, a causa de la edad, y sus hermosos cabellos rubios estaban surcados de mechones grises. Yo había sentido una curiosidad enorme por ver de cerca lo que se ocultaba bajo el velo, pero hubiese preferido no haberlo visto. Papá bajó la cabeza.

—¿Era preciso que hicieras eso?

—Sí —respondió—. Quería que vieses lo que hice para no parecerme a Cathy. —Señaló su mecedora de madera—. ¿Ves esta mecedora? Tengo una igual en cada habitación de esta casa. —Señaló los cómodos sillones, con sus blandos cojines—. Me siento en sillas de madera para castigarme. Todos los días llevo los mismos harapos negros. Hay espejos en todas las paredes que me recuerdan lo fea y vieja que me he vuelto. Quiero sufrir por los pecados que cometí contra mis hijos. Aborrezco este velo, pero continúo llevándolo. No puedo ver bien a través de él, pero también lo tengo merecido. Hago todo lo posible por crearme el mismo infierno con que afligí a los de mi propia sangre, y sigo creyendo que llegará un día en que Cathy y tú reconoceréis que estoy tratando de expiar mis pecados para que podáis perdonarme y volver a mí, y formar todos de nuevo una familia. Cuando tú y Cathy seáis capaces de aceptarme, podré irme a la tumba en paz, y cuando vuelva a encontrarme con tu padre, quizá no me juzgue muy severamente.

—¡Oh! —exclamé—. ¡Yo le perdono todo lo que hizo, fuese lo que fuera! Lamento que tenga que vestir siempre de negro y ese velo. —Me volví hacia papá y le tiré del brazo—. Di que la perdonas, papá. Por favor, ¡no la hagas sufrir más! Es tu madre, y yo siempre podría perdonar a mi madre, hiciera lo que hiciera.

Él se dirigió a la anciana como si no me hubiese oído:

—Siempre supiste persuadirnos de que actuásemos como tú querías. Nunca le había oído hablar con tal frialdad. Pero ya no soy un niño —prosiguió—. Ahora sé cómo resistir a tus encantos porque tengo una mujer que nunca me ha defraudado en las cosas importantes. Ella me enseñó a no ser tan crédulo como fui antaño. Tú quieres a Bart porque pretendes hacerlo tuyo. ¡Pero no tendrás a Bart, porque él nos pertenece! Yo solía pensar que Cathy obró mal cuando te arrebató a Bart Winslow por venganza. Pero no obró mal, sino que hizo lo que tenía que hacer. De ese modo tenemos dos hijos en vez de uno.

—¡Christopher! —dijo, desesperada—, no querrás que el mundo se entere de tu indiscreción; seguro que no lo quieres.

—También es tuya —replicó fríamente él—. Si nos delatas, te acusarás a ti misma. Y recuerda que sólo éramos unos niños. ¿A quién crees que absolverían un juez y un jurado? ¿A ti o a nosotros?

—¡Por lo que más quieras! —suplicó ella, mientras salíamos del salón y nos encaminábamos hacia la puerta principal (papá había tenido que empujarme delante de él, porque yo la compadecía y era reacio a marcharme)—, ¡quiéreme de nuevo, Christopher! ¡Deja que me redima, por favor!

Papá giró en redondo, furioso y congestionado.

—No puedo perdonarte. Sólo piensas en ti misma, Y como siempre fuiste así, no te conozco, señora Winslow. ¡Quisiera no haberte conocido nunca!

«¡Oh, papá! —pensé—. Te arrepentirás de esto. Perdónala, por favor».

—Christopher —insistió ella, y su voz débil y fina se oía vieja y quebradiza—, cuando tú y Cathy podáis quererme de nuevo, encontraréis una vida mejor para vosotros y vuestros hijos. Podría ayudaros mucho, si me dejaseis.

—¿Con dinero? —preguntó él, desdeñosamente—. ¿Quieres sobornarnos? Tenemos dinero suficiente y somos bastante felices. Hemos logrado sobrevivir, hemos logrado amar, y no hemos tenido que matar a nadie para conseguir lo que tenemos.

¿Matar? ¿Había matado ella? Papá me cogió de la mano y se dirigió a la puerta. Mientras volvíamos a casa, le dije:

—Papá, me ha parecido notar la presencia de Bart en aquel salón. Tal vez estaba escondido y escuchando. Tengo la seguridad de que estaba allí.

—Está bien —respondió, con voz cansada—. Vuelve y búscale.

—Papá, ¿por qué no la perdonas? Creo que está sinceramente arrepentida de lo que hiciera para que la odies tanto… Y es tu madre. —Sonreí y le tiré del brazo, con la intención de que volviese atrás conmigo y le dijese que la quería—. ¿No sería estupendo tener a mis dos abuelas aquí por Navidad?

Él sacudió la cabeza y echó a andar, dejando que yo regresase solo al caserón. Pero apenas había avanzado unos pasos cuando se dio la vuelta y dijo:

—Jory, prométeme que nada dirás a tu madre de lo que ha ocurrido esta noche.

Se lo prometí, pero me sentía muy afligido por todo lo que había presenciado. Ignoraba si había oído toda la verdad sobre papá y su madre o sólo una parte de una vieja historia secreta que nunca me había sido contada. Hubiese querido correr detrás de papá y preguntarle por qué odiaba tanto a su madre, pero su expresión me indicaba que no me lo diría. Y, por alguna extraña razón, me alegraba de no saber más.

—Si Bart está allí, tráelo a casa y mételo en su habitación, Jory. Y, por el amor de Dios, no digas nada a tu madre acerca de la mujer de la casa vecina. Yo me ocuparé de ella. Se irá, y todo volverá a ser como antes.

Por ser yo como era, le creí, aunque compadecí a aquella anciana. No debía a ésta la misma fidelidad que le debía a él, pero no pude callarme la pregunta que consideraba más importante:

—Papá, ¿qué hizo tu madre para que la odies tanto? Y si la odias, ¿por qué insistías siempre en visitarla, contra el deseo de mamá?

Dejó perder su mirada en el vacío, y su voz llegó a mí como desde muy lejos:

—Jory, temo que muy pronto conocerás la verdad. Concédeme tiempo para encontrar las palabras adecuadas y darte la explicación que satisfará tu necesidad de saber. Debes creerme si te digo que tu madre y yo siempre pensamos contártelo, pero esperábamos a que tú y Bart fueseis mayores. Cuando oigáis nuestra historia, creo que comprenderéis por qué puedo amar y odiar a mi madre al mismo tiempo. Es triste decirlo, pero hay muchos hijos que experimentan sentimientos contradictorios hacia la madre o el padre.

Le abracé, aunque se tratase de un acto poco varonil. Le quería, y si eso era también poco varonil, la hombría debía valer muy poca cosa.

—No te preocupes por Bart, papá —dije—. Le traeré a casa sano y salvo.

Conseguí deslizarme por la puerta de la verja, que se cerró sin ruido detrás de mí. Después, el silencio. Pensé que no podía haber en el mundo un lugar más silencioso que aquél.

Me escondí rápidamente detrás de un árbol. John Amos Jackson llevaba a Bart de la mano y le conducía lejos de la casa.

—Ahora ya sabes qué debes hacer, ¿verdad?

—Sí, señor —salmodió Bart, como pasmado.

—Sabes qué sucederá si no haces lo que te digo, ¿eh?

—Sí, señor. A todos les ocurrirá algo malo, incluso a mí.

—Sí, cosas malas, cosas que lamentarías.

—Cosas malas que lamentaría —repitió Bart.

—El hombre nace del pecado de la mujer…

—El hombre nace del pecado de la mujer.

—Y los que originan al pecado…

—Deben sufrir.

—¿Y cómo deben sufrir?

—En todo y por todo; la muerte les redimirá.

Me quedé petrificado en mi escondrijo, sin dar crédito a mis oídos. ¿Qué estaba haciendo aquel hombre a Bart?

Se alejaron y ya no pude oírles. Al asomarme, vi que Bart desaparecía al otro lado del muro, de regreso a casa. Esperé a que John Amos Jackson hubiese entrado en la casa y apagado las luces.

Entonces, súbitamente, caí en la cuenta de que no había oído ladrar a Apple. ¿Y no se presumía que un perrazo como Apple tenía que ladrar para avisar a los de la casa que había un intruso en la finca? Me acerqué al establo y llamé al animal por su nombre, pero no acudió corriendo a lamerme la cara y menear el rabo. Volví a llamarle, más fuerte. Encendí una lámpara de petróleo que estaba colgada junto a la puerta e iluminé con ella el compartimiento que servía de aposento a Apple.

Me quedé sin aliento. ¡Oh, no! ¡No! ¿Quién podría ser tan cruel como para dejar morir de hambre a un perro como aquél? ¿Y quién podía haber clavado una horca en aquel saco de huesos cubierto de hermosa Piel, ahora ensangrentada? La sangre estaba ya seca y había adquirido un color herrumbroso. Salí corriendo y vomité. Una hora más tarde, papá y yo cavamos una fosa y enterramos a aquel perro tan grande al que no habían permitido alcanzar la madurez. Los dos sabíamos que recluirían para siempre a Bart si tal acción llegaba a saberse.

—No puede haber sido él —dijo papá, cuando estuvimos en casa—. No puedo creerlo.

Pero, ahora, yo ya podía creer cualquier cosa. «Había una anciana que vivía en la casa de al lado, una anciana que llevaba harapos negros y cubría de negro sus cabellos. Era dos veces suegra de mamá, dos veces odiada, y mucho más».

Lo único que yo podía hacer era preguntarme qué les había hecho a mamá y a papá. Él no me había explicado nada, a pesar de habérmelo prometido. Sin embargo, había encontrado un atisbo de solución confusa; había dado rienda suelta a mis emociones y pensado, por un instante, que ella era también mi abuela, pues en el fondo de mi corazón aceptaba que Chris era un verdadero padre para mí.

Pero, en realidad, Bart era el hijo de Paul, y por esa razón ella le quería tanto a él, y no a mí. Yo pertenecía a madame Marisha, como Bart le pertenecía a ella. Eran los lazos de la sangre los que propiciaban su mutuo amor, y lamenté no ser más que un nieto entenado de aquella mujer misteriosa y conmovedora que estaba convencida de que tenía que sufrir para redimir sus faltas. Pensé que me correspondía cuidar mejor de Bart, protegerle, guiarle, conducirle por el camino recto.

Inmediatamente subí a echar un vistazo a Bart. Le encontré acostado, encogido sobre un costado, en la cama, con el dedo pulgar en la boca. Parecía un niño pequeño… un bebé a quien yo había hecho siempre sombra, alguien que continuamente había tratado de hacer lo que yo hacía a su edad, sin conseguirlo nunca. No había andado antes que yo, ni hablado antes que yo, ni sonreído hasta tener un año. Era como si hubiese intuido, desde el día de su nacimiento, que siempre sería el segundo, nunca el primero. Pero por fin había encontrado a la única persona en el mundo para quien él sería el primero de todos. Me alegré de que Bart tuviese una abuela de verdad. Aunque siempre vestía de negro, estaba seguro de que había sido muy hermosa, más hermosa de lo que jamás habría podido ser mi abuela Marisha en su juventud.

Sin embargo…, sin embargo…, faltaban algunas piezas del rompecabezas.

John Amos Jackson…, ¿dónde encajaba? ¿Por qué una abuela y madre amante, que ansiaba reunirse con su hijo, su nuera y su nieto, había permitido que la acompañara aquel hombre tan odioso?