—Jory —dijo mamá, aliviada, cuando me vio entrar—, ¡gracias a Dios que has vuelto! ¿Has almorzado bien?
Le dije que sí, que había sido un buen almuerzo, y no le importó que no le diese más explicaciones porque estaba demasiado atareada con los detalles de última hora. Los días que había representación transcurrían siempre igual: clase por la mañana, ensayo por la tarde y función por la noche. Deprisa, deprisa, deprisa, y uno pensaba que el mundo dejaría de rodar si no representaba su papel con toda la perfección que le permitían sus propias dotes, a pesar de que el mundo no se pararía aunque…
—¿Sabes, Jory? —dijo mamá, entusiasmada, en el camerino que compartíamos los dos (ella estaba detrás de un biombo, de modo que no podíamos vernos)—. El ballet ha sido la gran ilusión de mi vida, pero esta noche será sublime, ¡porque bailaré con mi hijo! Te conozco bien y hemos danzado muchas veces juntos, pero esta noche es algo especial. Has aprendido lo suficiente para bailar solo. Por favor, hazlo lo mejor que puedas para que Julián, desde el cielo, se sienta orgulloso de su único hijo.
¡Claro que bailaría lo mejor que pudiese! Siempre era así. Terminó la obertura, se encendieron las candilejas, y por fin se alzó el telón. Tras un momento de silencio, empezó la música del primer acto, aquella música que tanto nos gustaba a mamá y a mí, que nos transportaba a aquella tierra ignota donde todo podía ocurrir y donde siempre triunfaba un final feliz.
—Mamá, estás maravillosa, ¡más guapa que cualquiera de las otras bailarinas!
Era verdad. Ella rió alegremente y dijo que yo sabía cómo halagar a las mujeres y que, si continuaba así, sería el donjuán del siglo.
—Ahora escucha la música con atención, Jory. Procura que el contar los pasos no te absorba hasta el punto de hacerte olvidar la melodía. Sentir la música es la mejor manera de captar la magia de la danza.
Yo estaba tan excitado y tenso que pensé que podría explotar en el momento menos pensado.
—Mamá, espero que papá esté sentado en el centro de la primera fila.
Ella se encaminó hacia un punto desde el que se podía atisbar entre el público. En algunos sitios, los focos nos cegaban al mirar.
—No está allí —dijo, tristemente—, y tampoco Bart…
No tuve tiempo de contestar. Oí la señal musical y salí bailando al escenario con los otros miembros del corps. Todo marchó perfectamente, con mamá en el balcón, convertida en la hermosa muñeca Copelia, que parecía tan viva como para inspirar amor a quien la viese de lejos.
Cuando concluyó el primer acto, encontré a mamá jadeando y casi sin aliento. No había dicho a papá que también representaría el papel de Swanhilda, la aldeana que amaba a Franze, a pesar de que éste se había enamorado locamente de una muñeca mecánica. Dos papeles para mamá, ambos difíciles, tal como ella los había coreografiado. Sin duda papá le habría prohibido bailar si hubiese sabido toda la verdad sobre su última danza. ¿Había obrado yo mal al contribuir al engaño?
—¿Cómo está tu rodilla, mamá? —pregunté, cuando vi sus muecas durante el entreacto.
—¡Está perfectamente, Jory! —contestó con vivacidad, buscando con la mirada una vez más a papá y Bart en las butacas—. ¿Por qué no están allí? Si Chris no viene a verme bailar por última vez, ¡nunca se lo perdonaré!
Entonces, momentos antes de que se iniciase el segundo acto, vi a papá y Bart, sentados en la segunda fila. Habría jurado que Bart no había acudido por voluntad propia. Sacaba hacia fuera el labio inferior, con aire enfurruñado, y miraba fijamente el telón que se levantaría para mostrar un espectáculo de gracia y de belleza… que conseguiría que frunciese más el entrecejo. La belleza y la gracia no alegraban la vida de Bart como hacían con la mía.
Tercer acto. Mamá y yo bailamos juntos: dos muñecos accionados por enormes llaves sujetas a la espalda. Empezamos con rigidez, moviendo las chirriantes articulaciones. La gran habitación donde el doctor Copehus guardaba sus inventos se hallaba sumida en una misteriosa oscuridad, y las luces azules conferían mayor dramatismo a la escena. Advertí que mamá tenía dificultades, pero no perdió un paso mientras ambos seguíamos la música y poníamos en movimiento todos los otros juguetes mecánicos, que cobraban vida y bailaban con nosotros.
—¿Te encuentras bien, mamá? —pregunté en voz baja cuando estuvimos lo bastante cerca.
—Claro —dijo, sin dejar de sonreír, porque así lo exigía su papel de muñeca pintada.
Sentí miedo por ella, aunque admiré su valor. Sabía que, desde la platea, Bart nos observaba, considerándonos un par de estúpidos y sintiendo envidia de nuestra gracia.
De pronto, la sonrisa forzada de mamá me indicó que estaba sufriendo un terrible dolor. Traté de bailar más cerca de ella, pero uno de los muñecos vestidos de payaso no cesaba de cruzarse en mi camino. Iba a ocurrir. Lo que papá había temido estaba a punto de suceder.
Mi madre debía ejecutar una serie de pirouettes que la llevarían en círculo alrededor del escenario. Para hacerlo, tenía que saber exactamente dónde estaban colocados todos los demás. Cuando pasó junto a mí, alargué los brazos para asegurar su equilibrio antes de que siguiese girando. ¡Oh, Dios mío, no podría soportarlo! Entonces comprendí que lo conseguiría; sin dolor o con él, continuaría bailando sin caerse. Contento de nuevo, di un salto en el aire y caí sobre una rodilla para declarar mi amor a la muñeca de mis sueños. Después, el corazón me dio un vuelco. ¡Una de las cintas de sus pointes se había soltado!
—¡La cinta, mamá! ¡Cuidado con la cinta de tu zapatilla izquierda! —exclamé alzando la voz por encima de la música.
Ella no me oyó. La cinta suelta fue pisada por otro de los bailarines. Mamá perdió el equilibrio, abrió los brazos para recobrarlo, y creí que iba a conseguirlo…, pero de repente vi que su pintada sonrisa de muñeca se convertía en muda mueca de dolor cuando su rodilla cedió y ella cayó al suelo, en medio del escenario.
Varios espectadores gritaron; otros se pusieron en pie para ver mejor. Quienes estábamos en el escenario seguimos bailando, mientras el director de escena se llevaba a mamá entre bastidores. Su suplente apareció y prosiguió el ballet.
Al fin cayó el telón. No esperé a saludar. Tenía que ver cuanto antes a mamá. Terriblemente asustado, corrí hasta el lugar donde se hallaban papá y mamá. Él la sostenía en sus brazos, mientras los hombres de la ambulancia vestidos de blanco, palpaban sus piernas para comprobar si había fractura en una de ellas o en las dos.
—¿Lo hice bien, Chris? —preguntó ella, con el semblante pálido por el dolor—. ¿No estropeé la representación? ¿Viste el pas de deux que ejecutamos Jory y yo?
—Sí, sí —contestó él, besándola, mirándola tiernamente y ayudando a colocarla en una camilla—. Tú y Jory habéis estado magníficos. Nunca te había visto bailar mejor… y Jory ha estado brillante.
—Esta vez no he sangrado —murmuró ella, antes de cerrar pesadamente los ojos—. Sólo me he roto una pierna.
Lo que decía no tenía mucho sentido. Entonces observé la cara de Bart, que la estaba observando. Parecía contento, casi satisfecho. ¿Era yo injusto con él, o era sólo culpabilidad lo que expresaban sus ojos?
Lloré cuando levantaron la camilla de mamá y la introdujeron en la ambulancia que la llevaría, con papá, al hospital más próximo. El padre de Melodie prometió que me dejaría en la puerta del hospital y después llevaría a Bart a casa.
—Aunque estoy seguro de que Melodie preferiría que Jory se fuese a casa y que Bart quisiera quedarse con su madre en el hospital.
Mucho más tarde, pasado el efecto de los calmantes que le habían administrado, mamá despertó y contempló las flores que llenaban la habitación.
—¡Oh, esto parece un jardín! —dijo. Sonrió débilmente y tendió los brazos para abrazar a papá y después a mí—. Ya sé que me dirás que me lo habías advertido, Chris. Pero hasta que me caí bailé bien, ¿no es cierto?
—Fue la cinta de tu zapatilla —intervine, ansioso por protegerla del enojo de papá—. Si no se hubiese soltado, no te habrías caído.
—Tengo la pierna rota, ¿verdad? —preguntó a papá.
—No, querida; sólo han sido los ligamentos y el cartílago, que ya han sido recompuestos con la operación.
Después se sentó en el borde de la cama y le explicó todos los detalles de su lesión, que no era tan leve como ella hubiese preferido pensar.
Mamá reflexionó en voz alta:
—No puedo comprender cómo pudo soltarse esa cinta. Siempre tengo buen cuidado en coserlas yo misma, pues de nadie más me fío…
Calló, con la mirada perdida.
—¿Dónde te duele ahora?
—No me duele nada —respondió secamente, como si estuviese enfadada—. ¿Dónde está Bart? ¿Por qué no ha venido con vosotros?
—Ya sabes cómo es. Odia los hospitales y los enfermos, tanto como aborrece todo lo demás. Emma cuidará bien de él y Cindy. Pero queremos que vuelvas pronto a casa, de modo que haz cuanto te digan el médico y las enfermeras y no seas tan terca. Escucha y obedece.
—¿Es algo grave? —preguntó, alarmada.
Yo también lo estaba. Me levanté de mi silla, sintiendo como si fuese a caer un gran peso sobre todos nosotros.
—Tu rodilla está en malas condiciones, Cathy, No quiero entrar en detalles, pero te anuncio que tendrás que permanecer en una silla de ruedas hasta que sanen algunos ligamentos desgarrados.
—¿Una silla de ruedas? —repitió, tan abrumada como si se tratase de una silla eléctrica—. ¿Qué me ocurre en realidad? No lo dices todo. ¡Tratas de que no me aflija!
—Lo sabrás cuando tus médicos estén seguros. Pero lo cierto es que no podrás volver a bailar. También me han dicho que ni siquiera podrás hacer demostraciones a tus alumnos; nada de baile, ni siquiera de salón.
Lo dijo con firmeza, pero sus ojos expresaban dolor y compasión.
Ella pareció aturdida, negándose a creer que una simple caída hubiese producido tanto daño.
—¿No podré bailar…? ¿Nada en absoluto?
—Nada en absoluto —repitió él—. Lo siento, Cathy, pero ya te lo advertí. Recuerda y cuenta las veces que has caído y te has lesionado en esa rodilla. ¿Cuánto pensabas que podría aguantar? Incluso para andar tendrás que esforzarte más que antes. Ahora puedes llorar si quieres. Te hará bien desahogarte.
Ella sollozó en sus brazos, y yo me senté en una silla y lloré por dentro, sintiéndome tan desconsolado como si fuera yo quien hubiese perdido el uso de mis piernas y no pudiese bailar más.
—Bueno, Jory —dijo, cuando se hubo enjugado las lágrimas, sonriendo débilmente—. Si no puedo bailar, encontraré algo mejor que hacer… aunque Dios sabe qué será.