Bart no estaba nunca en nuestro jardín, que era donde debía estar. Subí al árbol, me senté sobre el muro, y entonces lo vi en el jardín de la dama, y husmeando el suelo como un perro.
—¡Bart! —llamé—. Clover se marchó, pero tú no puedes ocupar su sitio.
Sabía lo que él estaba haciendo. Enterraba un hueso y después olisqueaba hasta encontrarlo. Miró hacia arriba, con los ojos nublados y desorientados y entonces… empezó a ladrar.
Le ordené que se pusiese en pie, pero él siguió jugueteando como un cachorro hasta que, de pronto, se convirtió en un viejo que arrastraba una pierna, pero no la pierna que se había dañado. ¡Estaba majareta!
—¡Camina erguido, Bart! Tienes diez años, no cien. Si andas encorvado, te quedarás así para siempre.
—Los días torcidos hacen caminos torcidos.
—Esto no tiene sentido.
—Y el Señor dijo: «Haz a los otros lo que ellos te hayan hecho a ti».
—Te equivocas. La verdadera cita es: «Haz a los demás lo que quisieras que te hiciesen a ti».
Alargué una mano para ayudar a aquel chico que parecía un viejo. Bart frunció el entrecejo, jadeó, se llevó las manos al pecho y se lamentó de que, estando tan enfermo del corazón, tuviese que trepar árboles.
—Bart, me tienes harto. Lo único que haces es crear problemas. Compadécete un poco de mamá y papá… y de mí. Será muy engorroso tenerte por hermano cuando volvamos al colegio.
Anduvo cojeando a mi lado, de vuelta a casa, todavía resollando y mascullando que era ya un maestro de las finanzas.
—Nunca hubo un cerebro más listo que el mío —murmuró.
«Realmente, está chalado», pensé. Cuando se frotó las sucias manos en unas matas, como si quisiera limpiárselas, me quedé boquiabierto. No era propio de Bart, en absoluto. Una vez más, fingía ser otra persona. Se lavó rápidamente los dientes y se metió en la cama. Entonces corrí a esconderme en un sitio desde el que pudiese oír lo que decían mis padres, que se hallaban en el cuarto de estar, bailando al son de una música suave.
Como siempre, me invadió un sentimiento dulce y romántico al verlos en aquella actitud, al percibir la ternura con que ella le miraba, la delicadeza con que él la tocaba. Carraspeé, antes de que hiciesen algo demasiado íntimo. Sin cambiar de posición, ambos me miraron con ojos inquisitivos.
—¿Qué quieres, Jory? —preguntó mamá, sin que sus ojos azules perdiesen su expresión soñadora.
—Quisiera hablaros de Bart —dije—. Creo que hay algunas cosas que debéis saber.
Tuve la impresión de que papá se sentía aliviado, mientras mamá parecía abatida. Ambos se sentaron en el sofá.
—Estábamos esperando que un día nos contases el secreto de Bart.
No resultaría sencillo.
—Bueno —empecé a decir despacio, confiando en encontrar las palabras adecuadas—, en primer lugar, debéis saber que Bart tiene muchas pesadillas de las que despierta llorando. Siempre le ha gustado jugar a fingir, por ejemplo, que caza fieras y otras niñerías por el estilo; pero andar a gatas husmeando el suelo, desenterrar un asqueroso y viejo hueso para llevarlo entre los dientes y enterrarlo en otra parte, creo que es pasarse de la raya.
Hice una pausa y esperé a que dijesen algo. Mamá tenía la cabeza ladeada como si escuchase el zumbido del viento. Papá se había inclinado y me observaba atentamente.
—Prosigue, Jory —dijo—. No te interrumpas. No somos ciegos. Hemos advertido el cambio que ha experimentado Bart.
Asustado por las cosas que tenía que decir, bajé la cabeza y susurré:
—Varias veces estuve tentado de explicároslo, pero tuve miedo. Estabais los dos tan preocupados por Bart, que no me atreví.
—Por favor, no nos ocultes nada —dijo papá.
Miré sólo a mi padre, incapaz de soportar la mirada temerosa de mamá.
—La señora de la casa vecina hace muchos obsequios caros a Bart. Le ha regalado un cachorro san Bernardo al que él llama Apple, dos pequeños trenes eléctricos con un pueblo, montañas y todas las instalaciones. Ha convertido una de sus grandes habitaciones en cuarto de juego para él. También le gustaría hacerme regalos a mí, pero Bart no la deja.
Se miraron, pasmados.
—¿Qué más? —preguntó papá.
Tragué saliva y oí mi propia voz, extraña y ronca. Ésta era la parte peor, la que más dolía.
—Ayer estaba yo en el jardín trasero, cerca del muro… ya sabéis, donde está aquel árbol que tiene el tronco hueco. Tenía las tijeras de podar y estaba cortando ramitas, tal como tú me enseñaste, papá, cuando olí algo podrido. El olor parecía proceder de aquel agujero del árbol. Cuando miré allí… encontré… —De nuevo tuve que tragar saliva antes de poder decir—: Encontré a Clover, muerto y en estado de descomposición. Cavé una fosa para él. —Me volví rápidamente de espaldas para ocultar mis lágrimas, y después les conté el final—: Descubrí un alambre apretado alrededor de su cuello. ¡Alguien había matado deliberadamente a mi perro!
Ellos permanecieron sentados en el sofá, impresionados y con cara de espanto. Mamá pestañeó para contener las lágrimas; también ella había querido a Clover. Cuando sacó su pañuelo, le temblaban las manos y entonces las cruzó, nerviosas, sobre la falda. Ni ella ni papá preguntaron quién había matado a Clover. Imaginé que sospechaban lo mismo que yo.
Antes de acostarse, papá entró en mi habitación y me habló durante una hora, formulando toda clase de preguntas acerca de Bart —cómo pasaba el tiempo, a dónde iba— y acerca de nuestra vecina y su mayordomo. Ahora que les había puesto sobre aviso, me sentía más tranquilo. Sabrían qué tenían que hacer por Bart.
Aquella noche lloré por última vez por Clover, que había sido mi primer y único animalito mimado. Pronto habría cumplido quince años, una edad casi adulta, y las lágrimas eran sólo para los niños pequeños…, no para un hombre.
—¡Déjame en paz! —dijo Bart, cuando le pedí que no fuese a la casa vecina—. Y no vuelvas a contar historias sobre mí, o te arrepentirás.
Se aproximaba el mes de septiembre y, con él, los días escolares. Por lo visto, Bart no respondía a los tiernos y cariñosos cuidados que le prodigaban mis padres, quienes, en mi opinión, eran demasiado comprensivos.
—Escucha, Bart, y deja de simular que eres un viejo llamado Malcolm Neal Foxworth, ¡quienquiera que sea! —Pero Bart era incapaz de renunciar a su fingida cojera y a la fingida dolencia cardíaca que le obligaba a jadear—. Nadie ansía que mueras para heredar tu fortuna. Querido hermanito, ¡tú no tienes ninguna fortuna!
—¡Tengo veinte mil diez millones cincuenta y cinco mil seiscientos cuarenta y dos centavos! —Empleaba los dedos para hacer el cálculo—. No puedo recordar cuánto tengo en acciones y obligaciones, pero creo que puedes triplicar la cifra. Ningún rico sabe exactamente lo que tiene.
Me sorprendió que pudiese enunciar una cifra como aquélla. Iba a hacer algún comentario irónico, cuando Bart lanzó un alarido y se dobló por la cintura. Cayó al suelo y jadeó:
—Mis píldoras…, ¡deprisa! ¡Estoy muriendo! ¡Mi brazo izquierdo se está quedando yerto! ¡Sálvame! ¡Envía a buscar a mis médicos!
Entonces salí de casa, me senté en una silla del jardín y me dispuse a leer una novela. Bart estaba agotando mi paciencia. Era como vivir con Jekyll y Hyde. Si tenía que hacer teatro, ¿por qué no elegía un papel mejor que el de un anciano cojo y enfermo del corazón?
Bart salió también de la casa y me preguntó:
—¿No te importa que me muera, Jory?
—No.
—¡Nunca me has querido!
—Te quería más cuando te comportabas como un chico de tu edad.
—¿Me creerías si te dijese que Malcolm Neal Foxworth es el padre de nuestra anciana vecina, y que ésta es mi abuela, mi verdadera abuela?
—¿Te lo dijo ella?
—No. John Amos me contó algo, y ella dijo algo más. John Amos me explica muchas cosas. Me dijo que papá Paul y papá Chris no eran hermanos, y que mamá se lo había inventado para que no descubriésemos su pecado. Dice que un hombre llamado Bartholomew Winslow fue mi verdadero padre, que murió en un incendio. Nuestra madre le sedujo.
—¿Le sedujo? —Dirigí a Bart una larga mirada escrutadora—. ¿Sabes qué significa esa palabra?
—No. Pero sé que es algo malo, ¡realmente malo!
—¿Quieres a mamá?
Sus negros ojos adoptaron una expresión de inquietud. Se sentó lentamente en el suelo y contempló sus zapatos. Debería haber contestado al instante, sin pensarlo.
—Vas a hacerme un gran favor, Bart, y también te lo harás a ti mismo. Entra en casa y cuenta a mamá y papá lo que te preocupa. Ellos lo comprenderán. Imaginas que mamá me quiere más que a ti, pero no es verdad. En su corazón hay sitio para diez hijos.
—¿Diez? —exclamó—. ¿Insinúas que mamá adoptará más criaturas?
Se levantó de un salto y echó a correr, tambaleándose, como si el hecho de fingir que era viejo le hiciese perder la poca agilidad que tenía. En mi opinión, la estancia en el hospital le había robado muchas cosas.
Fue un comportamiento ruin y poco honroso por mi parte, pero necesitaba oír lo que Bart diría a mi madre cuando se encontrasen solos. Ella estaba en la galería posterior, leyendo un libro mientras Cindy dormitaba en su regazo. Cuando Bart subió corriendo, ella abandonó la lectura y dejó a Cindy en un sillón a su lado. Mi hermano la observaba fijamente y con ojos suplicantes.
Bart le preguntó una cosa rara:
—¿Cómo te llamas?
—Sabes mi nombre.
—¿Empieza por C?
—Sí, por supuesto —respondió ella, turbada.
—Per… o pero… —farfulló Bart—. Conozco a alguien que llora cuando tú te vas, alguien pequeño, como yo, a quien su padre, que ha dejado de quererle, encierra en armarios y otros sitios horribles. Una vez su padre le encerró en el ático para castigarle, un ático grande, oscuro, terrible, con ratones y sombras fantásticas y arañas por todas partes.
Ella se quedó atónita.
—¿Quién te contó todo eso?
—Su madrastra tenía los cabellos rojos oscuros, pero un día él descubrió que no era más que la manceba de su padre.
Incluso desde mi escondite pude oír que mamá respiraba deprisa y fuerte, como si el niño que se sentaba en su regazo supusiera, de repente, un peligro.
—Querido, tú no sabes qué es una manceba, ¿verdad?
Él tenía la mirada perdida.
—Era una dama bella y esbelta, de cabellos muy oscuros, pero rojos. Ni siquiera se había casado con el padre del niño, un padre al que no le importaba lo que éste hiciese. Lo mismo le daba que llorase o se muriese.
Mi madre sonrió con labios trémulos.
—Bart, creo que tienes algo de poeta. Tus frases tienen cadencia, e incluso riman.
Él frunció el entrecejo y volvió hacia ella sus ojos oscuros.
—¡Desprecio a los poetas, los artistas, los músicos, los bailarines!
Ella se estremeció, lo que no me extrañó, pues también yo estaba asustado.
—He de preguntarte una cosa, Bart, y quiero que digas la verdad. Sea cual sea tu respuesta, no te castigaré. ¿Hiciste algo malo a Clover?
—Clover se marchó y no quiere vivir en la caseta que construí para él.
Ella le apartó y se levantó rápidamente para salir de la galería. Entonces se acordó de Cindy y retrocedió para cogerla en brazos. Yo miraba los ojos de Bart, y nada de lo que hacía mi madre servía para tranquilizarme.
Como ocurría siempre después de uno de sus «ataques», Bart se sintió cansado y soñoliento, y se acostó sin comer. Mi madre sonrió, rió y se vistió de gala para una fiesta en honor de mi padre, que había sido elegido jefe de personal del hospital. Me asomé por la ventana y vi cómo papá, muy orgulloso, la ayudaba a subir al coche.
Más tarde, pasadas las dos, los oí entrar. Todavía no me había dormido y pude escuchar la conversación que mantenían en el cuarto de estar.
—No comprendo a Bart en absoluto, Chris. Me asombra su manera de hablar, moverse, incluso de mirar. Me atemoriza mi propio hijo, lo que no deja de ser morboso.
—Vamos, querida, creo que exageras. Si sigue así, Bart llegará a convertirse en un gran actor.
—Chris, sé que a veces la fiebre muy alta deja secuelas en el cerebro. ¿No habrá dañado la fiebre parte de su cerebro?
—Mira, Cathy, Bart salió muy bien de la prueba. No debes imaginar cosas, sólo porque le hicimos aquel test. Todos los pacientes que han tenido fiebre muy alta son objeto de esta clase de examen.
—Pero ¿no encontrasteis algo fuera de lo normal? —insistió ella.
—No —contestó papá, con firmeza—. No es más que un niño normal con muchos problemas emocionales, y nosotros, más que nadie, deberíamos comprender lo que está sufriendo.
¿Qué significaba eso?
—¡Pero a Bart no le falta nada! Su infancia no es como fue la nuestra. Debería sentirse dichoso. ¿No hacemos cuanto podemos por él?
—Sí, pero a veces no basta. Cada niño es diferente, cada niño tiene necesidades distintas. Y es evidente que no damos a Bart lo que necesita.
Mamá era propensa a las réplicas rápidas y acaloradas. Sin embargo, en esta ocasión, permaneció sentada, callada e inmóvil, como aguardando más información. Cuando papá la besó en el cuello, adiviné que él quería que mamá se fuese inmediatamente a la cama. Pero ella estaba sumida en honda reflexión. Tenía la mirada fija en sus sandalias plateadas, mientras hablaba de cómo había muerto Clover.
—No pudo ser Bart —dijo pausadamente, como para convencerse ella misma—, sino uno de esos sádicos que disfrutan atormentando a los animales. ¿Recuerdas que leímos que había gente que lisiaba a los animales del zoo? Uno de aquéllos debió de ver a Clover…
Su voz se extinguió, porque raras veces aparecían desconocidos cerca de nuestra casa.
—Chris —dijo después, con aquella mirada de temor en su semblante—, hoy Bart me pilló completamente desprevenida. Me habló de un niño a quien encerraban en armarios y en un ático. Después me dijo que aquel niño se llamaba Malcolm. ¿Cómo puede saber algo de él? ¿Quién puede haberle dicho ese nombre? ¿Piensas, Chris, que Bart puede haberse enterado de algún modo de lo nuestro?
Me estremecí. ¿Qué había entre ellos que yo no supiese aún? Me daba cuenta de que compartían un terrible secreto. Me alejé sigilosamente y después corrí a mi habitación y me arrojé sobre la cama. Algo espantoso gravitaba sobre nuestras vidas. Lo sentía en la médula de mis huesos. Y Bart debía de haberlo sentido también.