Cuando papá no iba a buscarme al colegio para llevarme a casa, tomaba un autobús escolar amarillo que me dejaba en un lugar aislado donde recogía mi bicicleta, que había escondido en un barranco próximo por la mañana antes de subir al autobús.
Para ir a mi casa tenía que pedalear a lo largo de una estrecha y sinuosa carretera que discurría por una zona en que no había casa alguna hasta que llegaba a la enorme y deshabitada mansión que siempre atraía mi mirada y hacía que me preguntase quién había vivido en ella y por qué la había abandonado. Cuando veía aquella casa, reducía automáticamente la velocidad, sabiendo que pronto estaría en la mía.
A media hectárea de aquel caserón se hallaba nuestro hogar, aislado y solitario, junto a una carretera con más vueltas y revueltas que la que, en los laberintos infantiles, tiene que seguir el ratón para alcanzar el queso. Vivíamos en Fairfax, en Marin County, a unos treinta y dos kilómetros al norte de San Francisco. Al otro lado de las montañas había un bosque de pinos gigantescos, y más allá estaba el mar. Era un lugar frío y en ocasiones lúgubre, especialmente cuando la niebla se extendía en grandes olas hinchadas, envolviendo a menudo el paisaje durante todo el día, convirtiéndolo en algo espectral. Sí, la niebla podía resultar fantasmagórica, pero también romántica y misteriosa.
Aunque mi casa me gustaba mucho, me asaltaban vagos y turbadores recuerdos de un jardín meridional, lleno de colosales magnolios revestidos de musgo. Me acordaba de un hombre alto, cuyos cabellos negros empezaban a encanecer, un hombre que me llamaba hijo. No recordaba su cara con tanta claridad como la sensación de calor y seguridad que me infundía. Supongo que una de las cosas más tristes, cuando uno crece y se hace mayor, es que nadie es lo bastante grande y fuerte para levantarle a uno, sostenerle en brazos y hacer que se sienta de nuevo seguro.
Chris era el tercer marido de mi madre. Mi verdadero padre murió antes de que yo naciese; se llamaba Julián Marquet, y era conocido por todos los aficionados al ballet. En cambio, casi nadie fuera de Clairmont, en Carolina del Sur, había oído hablar del doctor Paul Scott Sheffield, el segundo marido de mi madre. En ese mismo estado sureño, en la población de Greenglenna, vivía mi abuela paterna, madame Marisha. Era la única que me escribía todas las semanas, y la visitábamos cada verano. Parecía desear tanto como yo que me convirtiese un día en el bailarín más famoso del mundo, y así demostrar, a ella y a todos los demás, que mi padre no había vivido y muerto en vano.
Mí abuela no era en absoluto una ancianita vulgar, a pesar de que iba a cumplir setenta y cuatro años. En el pasado había sido muy famosa, y no estaba dispuesta a permitir que alguien lo olvidase un solo instante. Me había impuesto como norma que nunca la llamase abuela cuando alguien pudiese oírlo y adivinar su edad. Una vez me murmuró al oído que le gustaría que la llamase madre, lo que no me pareció bien, ya que yo tenía una madre a quien quería mucho. Por consiguiente, la llamaba Marisha, como todo el mundo.
Nuestra visita anual a Carolina del Sur era esperada con ilusión durante el invierno y rápidamente olvidada cuando regresábamos al tranquilo valle donde se hallaba nuestra casa de madera de pino. «En el valle se está seguro cuando no sopla el viento», decía a menudo mi madre. En realidad, demasiado a menudo…, pues parecía que el viento fuerte la acongojaba mucho.
Llegué al paseo de entrada, dejé mi bicicleta y entré en la casa. Ni rastro de Bart o mamá. ¡Qué raro! Corrí a la cocina, donde Emma preparaba la comida. Emma pasaba la mayor parte del tiempo en la cocina, lo que explicaba su «rolliza y simpática» figura. Su cara era larga y severa cuando no sonreía, aunque afortunadamente lo hacía casi siempre. Cuando me ordenaba realizar esta o aquella tarea, su sonrisa mitigaba mi contrariedad por tener que hacerlo, pues generalmente se trataba de algo que Bart se había negado a hacer. Sospechaba que Emma velaba más por Bart que por mí, ya que él acostumbraba derramar la leche cuando trataba de llenar su propia taza, o el agua, cuando llevaba un vaso. No había nada que pudiese sujetar con firmeza, y tropezaba con todo, haciendo volcar mesitas y lámparas. Si había un hilo tendido en algún lugar de la casa, sin duda Bart acababa enganchando en él el tacón de su zapato y caía de bruces, o estampaba la batidora o la radio contra el suelo.
—¿Dónde está Bart? —pregunté a Emma, que estaba mondando patatas para añadirlas al rosbif que se cocía en el horno.
—Te aseguro, Jory, que me alegraré el día en que ese chico pase en el colegio tanto tiempo como tú. Me espanta verlo entrar en la cocina. Tengo que dejar lo que estoy haciendo y mirar alrededor para prever qué derribará o con qué tropezará. Gracias a Dios que tiene esa pared donde sentarse. A propósito, ¿qué hacéis allí?
—Nada —respondí. No quería explicarle con qué frecuencia saltábamos el muro para jugar en la casa abandonada. No teníamos derecho a entrar allí, pero los padres no podían ver o enterarse de todo. Volví a preguntar:
—¿Dónde está mamá?
Emma dijo que había regresado temprano después de suspender la clase de ballet, lo que yo ya sabía.
—La mitad de sus alumnos están acatarrados —le expliqué—. Pero ¿dónde está ahora?
—Jory, no puedo vigilar a todo el mundo y hacer mi trabajo al mismo tiempo. Hace unos minutos dijo que subiría al ático para buscar unas fotografías antiguas. ¿Por qué no vas a ayudarla?
Era una manera cortés de decirme que le estaba estorbando. Me dirigí a la escalera del ático, que estaba oculta en el fondo del gran ropero, en el pasillo de atrás, justo en el momento en que cruzaba la habitación familiar, oí abrir y cerrar la puerta de la entrada. Sorprendido, vi que papá estaba plantado inmóvil en el vestíbulo, con una expresión reflexiva en sus ojos azules tan extraña que no me atreví a llamarle e interrumpir sus pensamientos. Me paré, indeciso.
Después de dejar su negro maletín de médico, se dirigió a su habitación. Tenía que pasar por delante del ropero, cuya puerta estaba entreabierta. Se detuvo, escuchando como yo, el débil sonido de una música de ballet que procedía del ático. ¿Por qué estaba mi madre allí arriba? ¿Volvía a bailar allí? Siempre que le había preguntado por qué bailaba en un lugar tan polvoriento, me explicaba que se sentía obligada a bailar allí, a pesar del calor y la suciedad. «No se lo comentes a tu padre», me había advertido en varias ocasiones. Después, dejó de subir allí, pero ahora volvía a hacerlo.
Esta vez yo también subiría para oír las excusas que ella daría a papá, ¡pues él la sorprendería!
Le seguí de puntillas por la empinada y estrecha escalera. Se detuvo exactamente debajo de la bombilla que pendía del techo del ático y clavó la mirada en mamá, que continuó bailando como si no hubiese advertido su presencia. Llevaba un plumero en una mano y sacudía graciosamente el polvo acá y allá, imitando a Cenicienta y no a la princesa Aurora de La bella durmiente, que era precisamente la música que sonaba en el viejo tocadiscos.
¡Caramba! Parecía que a mi padrastro iban a salírsele los ojos de las órbitas. Era como si estuviera asustado, y tuve la impresión de que sufría al verla bailar en el ático. ¡Qué extraño!
El amor que él y mi madre se profesaban era muy distinto del que observaba entre los padres de los pocos amigos que tenía. Parecía más intenso, tumultuoso y apasionado. Cuando creían que nadie les veía, se miraban fijamente, y alargaban una mano para tocarse siempre que se cruzaban sus caminos.
Yo tenía catorce años y Bart nueve, de modo que ambos estábamos aún muy lejos de la edad adulta. Sin embargo, yo estaba en plena adolescencia y empezaba a fijarme más en las actitudes de quienes representaban para mí los modelos más significativos. A menudo me interrogaba sobre las diferentes facetas de mis padres; la que exhibían ante los demás, la que mostraban delante de Bart y de mí, y por último, la más ferviente, la que reservaban para sus momentos de intimidad. (¿Cómo podían saber que sus hijos no eran siempre lo bastante discretos para darse la vuelta y marcharse, que era lo que hubiesen debido hacer?). Tal vez las personas mayores eran así, especialmente, los padres.
Papá siguió mirando fijamente a mamá, mientras ésta giraba en rápidas pirouettes, haciendo que sus cabellos se extendiesen en semicírculo. Llevaba leotardos y pointes blancos. Yo contemplaba asombrado su danza, mientras ella blandía el plumero como una espada, amagando estocadas contra los antiguos muebles que Bart y yo conocíamos tan bien. Esparcidos por el suelo y los estantes había juguetes estropeados, cochecitos infantiles, patinetes y platos que ella o Emma habían roto y que mamá pensaba pegar algún día. Con cada sacudida del plumero levantaba torbellinos de motitas de polvo, que se agitaban locamente y trataban de posarse antes de que ella volviese a atacarlas y a obligarlas a volar.
—¡Márchate! —ordenó, como una reina a su esclavo—. ¡Márchate y no regreses! ¡No me atormentes más!
Y continuó girando, tan deprisa que tuve que volverme para seguirla con la vista, so pena de marearme al observarla. Ella movía la cabeza y las piernas, ejecutando unos fouettes más perfectos que los que yo había visto en el escenario. Frenéticamente, como poseída por el diablo, giraba cada vez más deprisa, ¡más deprisa!, siguiendo el ritmo de la música, empleando el plumero como parte de su acción, imprimiendo tanto dramatismo a esta labor doméstica que sentí ganas de quitarme los zapatos, saltar y unirme a ella para ser su pareja, como en un tiempo lo había sido mi verdadero padre. Sin embargo, permanecí quieto en la purpúrea penumbra, observando algo que intuía no debía mirar.
Mi papá tragó saliva para deshacer el nudo que debía de sentir en la garganta. Mamá parecía muy hermosa, muy joven y delicada. Tenía treinta y siete años, era mayor en edad, pero joven en apariencia, y cualquier palabra desagradable podía herirla fácilmente con tanta facilidad como a cualquiera de sus alumnas de dieciséis años.
—¡Cathy! —exclamó papá, levantando la aguja del disco e interrumpiendo la música con un chirrido—. ¡Basta! ¿Qué estás haciendo?
Al oírlo agitó los finos y pálidos brazos fingiendo espanto, acercándose a él con esos pasos menudos y regulares denominados bourrées, para acto seguido volver a girar en una serie de pirouettes alrededor de él, amenazándole con el plumero.
—¡Basta ya! —Repitió él, arrebatándole el plumero y arrojándolo lejos. Le sujetó los brazos sobre la cintura, y un intenso rubor tiñó las mejillas de mamá. Después aflojó su presa lo suficiente para que ella pudiese agitar los brazos como si fueran las alas de un pájaro herido y llevarse las manos al cuello. Sobre las manos pálidas y cruzadas, sus ojos azules parecieron más grandes y oscuros. Sus labios carnosos empezaron a temblar y, poco a poco, de mala gana, miró en la dirección que señalaba el dedo de papá.
Yo también miré y me asombró ver dos camas instaladas en una parte del ático donde pronto se iniciaría una nueva construcción. Papá había prometido montar allí una habitación de recreo para nosotros. Pero ¿qué significaban dos camas entre aquel montón de trastos viejos? ¿Por qué?
Entonces habló mamá, con voz ronca y asustada:
—¡Chris! ¿Estás en casa? No sueles venir tan temprano…
La había sorprendido y yo me sentí aliviado. Ahora papá podría meterla en cintura, decirle que no volviese a bailar en aquel ambiente seco y lleno de polvo que podía sofocarla. Advertí que a ella le costaba inventar una excusa.
—Cathy, sé que yo subí esas camas, pero ¿Cómo las pusiste juntas? —preguntó papá—. ¿De dónde sacaste los colchones? —Luego pareció sobresaltarse por segunda vez al reparar en una cesta de merienda colocada entre las camas—. ¡Cathy! —rugió, echando chispas por los ojos—. ¿Por qué ha de repetirse la historia? ¿Acaso no podemos aprender de los errores de otros? ¿Tenemos que hacer eso otra vez?
¿Otra vez? ¿De qué estaba hablando?
—Catherine —prosiguió papá, con el mismo tono frío y duro—, no te quedes ahí plantada con aire de inocencia, como una niña mala sorprendida al hurtar algo. ¿Qué pintan ahí esas camas, con sábanas limpias y mantas nuevas? ¿Y la cesta de la merienda? ¿Acaso no vimos durante demasiado tiempo otras similares, para que tengamos que continuar viéndolas durante toda la vida?
Pensé que había unido aquellas camas para que ella y yo pudiésemos tumbarnos y descansar después de bailar, como habíamos hecho algunas veces. Y una cesta no era, a fin de cuentas, más que eso, una cesta como otra cualquiera.
Me acerqué un poco más y me oculté detrás de un puntal que apuntalaba las vigas. Había entre ellos algo triste y doloroso, algo reciente, como una fea herida que se negase a cicatrizar. Mi madre pareció avergonzada y súbitamente turbada. El hombre a quien yo llamaba papá parecía aturdido, y comprendí que deseaba abrazarla y perdonarla.
—Cathy, Cathy —suplicó, con angustia—, ¡no seas como ella, por lo que más quieras!
Mamá irguió la cabeza, echó los hombros hacia atrás y le miró con arrogancia. Luego se apartó los largos cabellos de la cara y le dirigió una sonrisa encantadora. ¿Hacía todo eso solamente para que él cesase de formular preguntas a las que no quería responder?
Sentí un frío extraño en la mohosa penumbra del ático. Me estremecí y me dieron ganas de echar a correr y huir de allí. Me avergonzaba de estar espiando, una actividad más propia de Bart. Pero ¿cómo podía escapar sin que ellos lo advirtiesen? Tenía que permanecer en mi escondrijo.
—Mírame, Cathy. Ya no eres una dulce jovencita ingenua, y esto no es un juego. No hay razón para que esas camas estén ahí. Y la cesta de la merienda sólo acrecienta mis temores. ¿Qué diablos estás tramando?
Mamá tendió los brazos como para abrazarle, pero él la rechazó y continuó:
—No trates de seducirme cuando siento náuseas. Todos los días me pregunto cómo puedo regresar a casa y no estar harto de ti, y sentir lo mismo que hace tantos años, después de todo cuanto ha sucedido. Sin embargo, sigo amándote año tras año, necesitándote y confiando en ti. ¡No aceptes mi amor y lo conviertas en algo repugnante!
El asombro nubló la expresión de mi madre, estoy seguro de que también nubló la mía. ¿Acaso no la amaba él de verdad? ¿Era eso lo que quería decir? Mamá volvió a mirar las camas, como si le sorprendiera verlas allí.
—¡Ayúdame, Chris! —exclamó, con voz apenas audible, acercándose más a él y tendiéndole los brazos. Él la rechazó, meneando la cabeza. Ella imploró:
—Por favor, no sacudas la cabeza, no actúes como si no entendieses nada. No recuerdo haber comprado la cesta, ¡de veras! La otra noche soñé que subía aquí y juntaba las camas, pero hoy, cuando he subido y las he visto, he supuesto que tú debías haberlas colocado así.
—¡Cathy! ¡Yo no puse las camas ahí! —Sal de las sombras. No puedo ver dónde estás. Levantó las pequeñas y blancas manos, como si apartase unas telarañas invisibles. Después las miró fijamente, como si la hubiesen delatado, ¿o realmente veía telarañas entre sus dedos?
Al igual que papá, miré de nuevo alrededor. Nunca había estado el ático tan limpio. El suelo había sido fregado y las cajas de trastos viejos aparecían apiladas. Ella había tratado de crear un ambiente acogedor en el ático, colgando en las paredes lindos cuadros de flores.
Papá miraba a mamá como si ésta estuviese loca. Me pregunté qué estaría pensando y por qué no lograba adivinar qué la afligía, siendo, como era, el mejor médico del mundo. ¿Intentaba acaso averiguar si ella simulaba simplemente su olvido? ¿O tal vez la expresión aturdida y trastornada de sus ojos espantados le indicaba lo contrario? Debía de ser así, porque, suave y amablemente, dijo:
—No tienes que asustarte, Cathy. Ya no estás nadando en un mar de engaños, ni te arrastra una resaca irresistible. No estás ahogándote, ni hundiéndote, ni viviendo una pesadilla. No debes agarrarte a clavos ardiendo, puesto que me tienes a mí. —Entonces le tendió los brazos, y ella se refugió en ellos y se aferró a él, como si estuviese a punto de ahogarse—. Estás bien, querida —murmuró, dándole palmadas en la espalda, acariciándole las mejillas y enjugándole las lágrimas que empezaban a brotar.
Le levantó cariñosamente la barbilla y aproximó despacio sus labios a los de ella, y se fundieron en un beso largo, muy largo, que hizo que yo contuviese el aliento.
—La abuela murió. Foxworth Hall ardió hasta los cimientos. Foxworth Hall. ¿Qué era eso?
—No es verdad, Chris. Hace un rato la oí subir por la escalera, y tú sabes que le horrorizan los lugares estrechos y cerrados. ¿Cómo pudo subir por la escalera?
—¿No la oirías en sueños? Me estremecí. ¿De qué diablos estaban hablando? ¿A qué abuela se referían?
—Sí —susurró, acercando los labios a la cara de él—. Creo que tuve pesadillas cuando me tendí en el patio del dormitorio después de bañarme. Ni siquiera recuerdo haber subido la escalera hasta aquí. No sé por qué vengo ni por qué bailo, a menos que esté perdiendo la cabeza. A veces tengo la impresión de que soy ella, y entonces me odio.
—No, tú no eres ella, y mamá se halla a muchos kilómetros de aquí y no puede volver a hacernos daño. Virginia está a casi cinco mil kilómetros de aquí, y todo aquello pasó. Cuando te asalte alguna duda, piensa que si conseguimos sobrevivir a lo peor, ¿no es lógico que podamos soportar lo mejor?
Quería marcharme pero a la vez deseaba permanecer allí. Sentía que también me sumergía en su mar de engaños, aunque no comprendía de qué estaban hablando. Veía a dos personas, mis padres, como si fuesen dos extraños, dos desconocidos para mí, más jóvenes, menos fuertes y dignos de confianza.
—Bésame —murmuró mamá—. Despiértame y aleja a los fantasmas. Di que me amas y siempre me amarás, haga lo que haga.
Él obedeció y cuando la hubo tranquilizado, mamá le pidió que bailase con ella. Volvió a aplicar la aguja sobre el disco y sonó la música de nuevo.
Yo, menudo y encogido, observé cómo trataba él de dar los difíciles pasos de ballet que tan fáciles habrían sido para mí. Carecía de la habilidad y la gracia necesarias para acompañar a una bailarina tan extraordinaria como mi madre. Incluso resultaba fastidioso ver sus intentos. Pero pronto cambió el disco por otro más acorde a sus facultades. «Bailando en la oscuridad, hasta que la música cese, bailamos en la oscuridad…».
Ahora papá bailaba confiado, abrazándola estrechamente, apoyando la mejilla en la de ella, mientras se deslizaba sobre el suelo.
—Echo en falta las flores de papel que revoloteaban detrás de nosotros —comentó suavemente ella.
—Y abajo, los mellizos veían en silencio el pequeño televisor en blanco y negro colocado en el rincón. —Él tenía los ojos cerrados, y su voz era dulce y soñadora—. Tenías sólo catorce años, pero yo ya te amaba, para vergüenza mía.
¿Vergüenza? ¿Por qué?
Él no podía conocerla, cuando ella tenía catorce años. Fruncí el entrecejo, tratando de recordar cuándo se habían conocido. Mamá y su hermana menor, Carrie, habían huido de su casa poco después de que sus padres murieran en un accidente de automóvil. Se dirigían en un autobús hacia el sur cuando una bondadosa negra las llevó a su patrono, el doctor Paul Sheffield, quien las tomó generosamente bajo su protección y les ofreció un buen hogar. Al reanudar mamá sus clases de ballet, conoció a Julián Marquet, el hombre que sería mi padre. Yo nací poco después de morir él. Entonces mamá se casó con papá Paul, el padre de Bart. Pasó mucho, mucho tiempo hasta que mamá conoció a Chris, hermano menor de papá Paul. Por tanto, ¿cómo era posible que él la amase ya cuando ella tenía catorce años? ¿Nos habían mentido? ¡Qué raro…!
Pero cuando terminó el baile, empezó de nuevo la discusión:
—Bueno, te sientes mejor, ¿eh? Ahora vuelves a ser tú —dijo papá—. Quiero que prometas solemnemente que, si me ocurriese algo mañana o dentro de algunos años, no ocultarías a Bart y Jory en el ático para que no te estorbasen en otro matrimonio. Tienes que jurarlo por Dios.
Lleno de confusión, observó cómo mamá levantaba la cabeza y farfullaba:
—¿Piensas eso de mí? ¡Maldito seas si crees que soy como ella! Tal vez junté las dos camas, tal vez subí la cesta, pero jamás pasó por mi cabeza que… que… ¡Tú sabes que nunca lo haría, Chris!
Hacer ¿qué? ¿Qué? La obligó a jurar, la forzó realmente a pronunciar las palabras, sin dejar de mirarla fieramente con sus ojos azules.
Sudoroso ahora, y muy dolido, me sentí desilusionado y furioso con mi papá, que sin duda no sabía qué estaba diciendo. Mamá nunca haría algo así. ¡Imposible! Ella me quería, y también a Bart. Aunque en ocasiones le mirase con ojos sombríos, sería incapaz, completamente incapaz, de ocultarnos en el ático.
Papá la dejó plantada en medio de la habitación y avanzó unos pasos para coger la cesta. Después abrió la ventana y la arrojó. Esperó a que chocase contra el suelo antes de volverse de nuevo hacia mamá y decir agriamente:
—Quizá estamos agravando los pecados de nuestros padres al vivir juntos, y tal vez al final Jory y Bart tendrán que pagar por ello… Por consiguiente, no me hables esta noche de adoptar a un pequeño. ¡No tenemos derecho a comprometer a otra criatura en el lío que hemos armado! ¿No te das cuenta, Cathy, de que cuando pusiste esas camas aquí pensabas inconscientemente en lo que harías en el caso de que se descubriese nuestro secreto?
—No —repuso ella, extendiendo las manos, suplicante—. No lo haría. No podría hacerlo…
—¡Así debe ser! —afirmó enérgicamente él—. Ocurra lo que ocurra, nunca encerraremos, mejor dicho, nunca encerrarás a tus hijos en este ático para salvarte o para salvarme a mí.
—¡Te odio por creerme capaz de eso!
—Y yo me esfuerzo en tener paciencia. Estoy tratando de creer en ti. Sé que todavía tienes pesadillas y que te atormenta cuanto sucedió cuando éramos jóvenes e inocentes. Pero tú debes procurar verte como eres. ¿No te has enterado aún de que el subconsciente traza a menudo el camino a la realidad?
Retrocedió para tomarla en sus brazos, para mimarla y besarla, suavizando su voz, mientras ella se aferraba desesperadamente a él. (¿Por qué tenía que sentirse tan desesperada?).
—Cathy, amor mío, borra ese miedo que te infundió nuestra cruel abuela. Ella quería que creyésemos en un infierno cuyos tormentos eternos eran fruto de la venganza. Y no hay más infierno que el que forjamos nosotros mismos, del mismo modo que sólo existe el cielo que nos creamos entre nosotros. No destruyas mi creencia, amor mío, con tus actos inconscientes. Yo no puedo vivir sin ti.
—Entonces, no visites a tu madre este verano.
Levantó los ojos y fijó en ella una mirada apesadumbrada. Me deslicé sin ruido hasta quedarme sentado en el suelo, y les observé fijamente. ¿Qué sucedía? ¿Por qué sentía de pronto un miedo tan grande?