CUMPLÍ DIECISÉIS AÑOS en abril de 1961. La hermosa y floreciente edad en que jóvenes y viejos, y sobre todo los de más de cuarenta años, se volvían a mirarme cuando se cruzaban conmigo en la calle. Cuando esperaba en la parada del autobús, había automóviles que reducían la marcha, porque sus conductores no podían dejar de mirarme, boquiabiertos.
Y si ellos se encantaban, más encantada estaba yo. Me miraba a los muchos espejos de la casa de Paul; veía, a veces con sorpresa, una muchacha adorable y espléndidamente bella, y entonces —¡oh, gloriosa revelación!— me daba cuenta de que era yo. Era deslumbradora, y lo sabía. Julián venía a menudo para mirarme con sus ojos llenos de deseo, que me decían que él sabía lo que quería, aunque yo no lo supiese. A Chris le veía sólo los fines de semana, pero sabía que seguía queriéndome más de lo que jamás querría a alguien.
Chris y Carrie vinieron el fin de semana de mi cumpleaños, y nos reímos mucho y hablamos de prisa, como si temiésemos no tener tiempo de decirlo todo, en especial Chris y yo. Yo quería decirle a Chris que mamá viviría pronto en Greenglenna, pero tuve miedo de que tratase de no dejarme hacer lo que tenía proyectado, y por eso no se lo dije. Al cabo de un rato, Carrie nos dejó y fue a sentarse delante de nuestro bienhechor, mirándole con sus grandes y tristes ojos. Él me había ordenado que me pusiese mi ropa mejor:
—¿Por qué no te pones aquel vestido que tienes reservado para alguna ocasión especial? Para celebrar tu cumpleaños, os voy a invitar a todos a un banquete en mi restaurante predilecto: The Plantation House.
Oído lo cual, subí corriendo la escalera y empecé a vestirme. Tenía que aprovechar bien mi cumpleaños. En realidad, mi cara no necesitaba afeites, pero me los puse, incluido un tinte negro como el carbón para las pestañas, las cuales ricé con unas tenacillas. Mis uñas tenían el brillo suave de las perlas, y el vestido era de color rosa pálido. Sí; me sentí satisfecha al mirarme al espejo de cuerpo entero, comprado en homenaje a mi vanidad.
—Mi señora Catherine —dijo Chris, desde el umbral—, estás deslumbrante, pero es de muy mal gusto que te admires hasta el punto de besar tu propia imagen. Espera los cumplidos de los otros, Cathy; no te los hagas tú misma.
—Temo que nadie me los haga —repuse, a la defensiva—; por eso me lo hago yo, para infundirme confianza. ¿De veras parezco hermosa, y no sólo bonita?
—Sí —confirmó él, con voz curiosamente tensa—. Dudo de que vuelva a ver una chica tan hermosa como tú en este momento.
—¿Crees que mejoro con la edad?
—¡No voy a lisonjearte más! No me extraña que la abuela rompiese todos los espejos. Me dan ganas de hacerlo yo también. ¡Demasiado orgullo!
Fruncí el ceño, porque me disgustó que recordase a la anciana.
—Tú estás magnífico, Chris —dije, sonriendo ampliamente—. A mí no me da vergüenza hacer un cumplido, si es merecido. Eres tan guapo como era papá.
Cada vez que venía a casa parecía más maduro y más apuesto. Aunque, si le miraba de cerca, sus mayores conocimientos parecían poner algo extraño en sus ojos, algo que le hacía parecer muchísimo mayor que yo. También parecía más triste que yo, más vulnerable; pero aumentaba su atractivo.
—¿Por qué no eres feliz, Chris? —le pregunté—. ¿Te desilusiona la vida? ¿Es ésta menos buena de lo que te imaginabas cuando estábamos encerrados allí y soñábamos tanto en el futuro? ¿Te arrepientes, quizá, de haber querido hacerte médico? ¿Quisieras, más bien, dedicarte a la danza como yo?
Me había acercado para observar sus ojos, tan reveladores; pero él los bajó para ocultarlos, y trató de abarcar mi cintura con las manos; pero, o mi cintura no era tan estrecha, o sus manos no eran lo bastante grandes. ¿Trataba de convertir en juego lo que era un asunto serio? Yo no lo sabía. Me agaché para mirarle a la cara, y vi en ella el amor que esperaba, pero que habría preferido ignorar.
—No me has contestado, Chris.
—¿Qué me preguntaste?
—Si tu vida, tus estudios de Medicina, responden a lo que esperabas.
—¿Hay algo que responda a lo que se espera?
—Esto me parece cínico. Más propio de mí que de ti.
Él levantó la cabeza, y una brillante sonrisa se pintó en sus labios.
—Sí —dijo—; la vida, por fuera, es como esperé que fuese. Fui práctico, a diferencia de ti. Me gusta la Universidad y he hecho buenas amistades. Pero te echo en falta; es duro estar lejos de ti preguntándome siempre qué estarás haciendo. —Desvió de nuevo la mirada y sus ojos se nublaron por efecto de un sueño imposible—. Feliz cumpleaños, mi señora Catherine —dijo, suavemente, besándome con la delicadeza de una pluma, sin pretender más—. Vámonos ya —dijo, resueltamente, asiéndome de la mano—. Todos están listos, menos tú.
Bajamos la escalera cogidos de la mano. Paul y Carrie estaban ya vestidos, esperándonos, lo mismo que Henny. La casa parecía extraña, silenciosa y expectante, con todas las luces apagadas, menos las del vestíbulo. ¡Qué curioso!
De pronto, brotó un grito de la oscuridad. ¡Sorpresa, sorpresa!, pronunciado por un coro de voces, mientras se encendían las luces y todos los miembros de mi clase de ballet nos rodeaban, a Chris y a mí.
Henny trajo un pastel de cumpleaños de tres pisos de tamaño decreciente, y dijo, con orgullo, que lo había hecho y adornado ella misma. «Que siempre consiga lo que me proponga hacer —deseé, cerrando los ojos y soplando las velas—. Te estoy alcanzando, mamá; crezco en edad y en experiencia; así, cuando llegue el momento, estaré dispuesta a enfrentarme contigo».
Soplé tan fuerte, que la cera fundida salpicó las rosas de azúcar colocadas delicadamente sobre unas hojas de un verde pálido. Julián tenía fijos en mí sus ojos de azabache, que formulaban la pregunta de siempre.
Siempre que trataba de captar la mirada de Chris, éste tenía los ojos vueltos a otro lado o mirando fijamente el suelo. Carrie se había refugiado junto a Paul, que estaba sentado a cierta distancia de los ruidosos invitados, tratando de no parecer severo. En cuanto hube abierto todos los regalos, Paul se levantó, cogió a Carrie en brazos y empezó a subir las escaleras.
—Buenas noches, Cathy —gritó Carrie, con cara satisfecha y enrojecida por el sueño—. Ha sido la mejor fiesta de cumpleaños que he visto en mi vida. Sentí ganas de llorar al oír esto, porque ella tenía casi nueve años y todas las fiestas de cumpleaños que podía recordar, salvo la de Chris en noviembre pasado, habían sido lamentables intentos de hacer mucho de muy poco.
—¿Por qué estás triste? —preguntó Julián, acercándose a mí y levantándome en brazos—. Alégrate, pues me tienes a tus pies, dispuesto a inflamar tu corazón.
Yo le odiaba de veras cuando actuaba de este modo. Trataba de demostrar, por todos los medios, que le pertenecía sólo a él. Su regalo había sido una bolsa de cuero para llevar mis leotardos de ballet, mis zapatillas, etc. Me alejé de él bailando, pues no quería verme separada esta noche. Todas las chicas que no estaban chifladas por Julián empezaron inmediatamente a camelar a Chris, cosa que en modo alguno contribuyó a aumentar la simpatía de Julián por mi hermano. No sé qué fue lo que hizo saltar la chispa, pero, de pronto, vi a Julián y a Chris en un rincón, discutiendo acaloradamente y a punto de pegarse.
—¡Me importa un bledo lo que pienses! —exclamó Chris, en un tono tranquilo que anunciaba tormenta—. ¡Mi hermana es demasiado joven para tener un amante, y no está en condiciones de ir a Nueva York!
—¡Eh! ¡Eh…! —replicó Julián—. ¿Qué sabes tú de baile? ¡Nada! ¡Ni siquiera puedes mover un pie sin tropezar con el otro!
—Eso puede ser verdad —admitió Chris, con voz glacial—, pero sé hacer otras cosas. Y ahora estábamos hablando de mi hermana, y sabes muy bien que es aún muy joven. ¡No dejaré que te acompañe a Nueva York, cuando aún no ha terminado sus estudios secundarios!
Les miré alternativamente, y no habría podido decir cuál de los dos era más guapo. Me disgustó que mostrasen su hostilidad en presencia de todos, y más aún porque deseaba ardientemente que fuesen amigos. Me eché a temblar y estuve a punto de gritarles: «¡Basta! ¡No hagáis eso!». Pero no dije nada.
—¡Cathy! —me gritó Chris, sin perder de vista a Julián, que parecía dispuesto a largarle un puñetazo o una patada—, ¿crees sinceramente que estás en condiciones de debutar en Nueva York?
—No… —respondí débilmente.
Julián me fulminó con la mirada, pues me quería a su lado todos los momentos que estuviésemos juntos, y se había empeñado en que le acompañase a Nueva York, para ser su amante y su pareja de baile. Yo sabía que quería esto último porque mi peso, mi estatura y mi equilibrio se adaptaban perfectamente a sus condiciones. Una pareja perfecta era lo más importante cuando se quería impresionar al público en un pas á deux.
—¡Ojalá todos tus cumpleaños sean un infierno! —exclamó Julián, dirigiéndose a la puerta.
Salió dando un portazo, y así terminó mi fiesta. Todos los demás se marcharon con aire confuso. Chris subió a su habitación, sin darme las buenas noches. Con lágrimas en los ojos, empecé a recoger los desperdicios de encima de la alfombra del cuarto de estar. Descubrí en el verde felpudo un agujero producido por un cigarrillo sostenido sin cuidado. Alguien había roto una de las preciadas piezas de cristal de Paul: una rosa transparente y de un brillo exquisito. La cogí, pensando en comprar cola para pegar los trozos, y pensando también la manera, pues tenía que haber alguna, de reparar el agujero de la alfombra y de quitar los círculos blancos dejados en las mesas por los vasos.
—No te preocupes por la rosa —dijo, detrás de mí, la voz de Paul—. Es una chuchería. Siempre podré comprar otra.
Me volví a mirarle. Estaba tranquilamente plantado bajo el arco del vestíbulo, mirando mi cara lacrimosa con sus ojos dulces y amables.
—Era una rosa bellísima —dije, con voz entrecortada—, y sí que era cara. Si encuentro otra igual, la compraré, y, si no la encuentro, le compraré algo aún mejor…, cuando pueda.
—Olvídalo.
—Gracias de nuevo por la bella caja de música. —Llevé nerviosamente las manos al atrevido escote, tratando de cerrarlo un poco—. Mi padre me regaló una vez una caja de música de plata, con una bailarina en ella; pero tuve que dejarla…
Se extinguió mi voz y no pude seguir hablando, porque el recuerdo de mi padre me llevaba siempre al escenario infantil de un vacío sin esperanza.
—Chris me habló de la caja de música que te había regalado tu padre y traté de encontrar una que se le pareciese. ¿Lo conseguí?
—Sí —le dije, aunque la caja era diferente.
—Bien. Ahora, vete a dormir. Olvídate de todo esto; Henny lo limpiará mañana. Tienes cara de sueño.
Subí la escalera y entré en mi habitación, donde, para sorpresa mía, me estaba esperando Chris.
—¿Qué hay entre tú y Julián? —me preguntó, furioso.
—¡Nada!
—¡No me mientas, Cathy! ¡Él no vendría aquí tan a menudo para nada!
—¡Cuídate de tus asuntos, Christopher! —exclamé, malhumorada—. Yo no pretendo decirte lo que tienes que hacer, ¡y exijo que tú hagas lo mismo! Tú no eres un santo, y yo no soy un ángel. Lo malo es que te imaginas que tú puedes hacer lo que te plazca, mientras que yo debo quedarme sentada, muy modosita, ¡esperando que llegue alguien dispuesto a casarse conmigo! Bueno, ¡yo no soy una mujer de esta clase! Nadie va a llevarme de la rienda, obligándome a hacer lo que no quiera. ¡Nadie! Ni Paul, ni mamá, ni Julián…, ¡ni tú! —Su cara palideció, mientras me escuchaba y se esforzaba en no interrumpirme—. Quiero que no te entremetas en mi vida, Christopher. Haré lo que tenga que hacer, todo lo que tenga que hacer, ¡para llegar a la cima!
Él me miró con sus celestes ojos azules lanzando diabólicas chispas eléctricas.
—¿Quieres decir que te acostarías con cualquiera, si lo crees necesario?
—¡Haré lo que tenga que hacer! —repliqué, furiosa, aunque nunca había pensado en esto.
Él pareció a punto de abofetearme, y el esfuerzo que tuvo que hacer para mantener las manos en sus costados hizo que las cerrase con fuerza. Una línea blanca se pintó en sus apretados labios.
—Cathy —empezó a decir, con voz doliente—, ¿qué te ha pasado? Nunca pensé que pudieses convertirte en una oportunista.
Le miré severamente a los ojos. ¿Qué pensaba que estaba haciendo él? Habíamos tenido la suerte de tropezar con un hombre desgraciado y solitario, y nos aprovechábamos de él y, más pronto o más tarde, tendríamos que pagar un precio. Nuestra abuela nos había dicho siempre que nadie hacía nada por nada. Pero, por alguna razón, yo no podía herirle más y no podía pronunciar una sola palabra contra Paul, que nos había recogido y hacía todo lo que podía por nosotros. En honor a la verdad, mi buen criterio me indicaba que él no esperaba ninguna recompensa.
—Cathy —se lamentó Chris—. Aborrezco todas las palabras que acabas de decir. ¿Cómo puedes hablarme así, sabiendo lo mucho que te quiero y respeto? No hay un solo día en que no piense en ti. Vivo para los fines de semana, en que puedo veros a ti y a Carrie. No te apartes de mí, Cathy, pues te necesito. Te necesitaré siempre. Y me aterroriza pensar que yo soy mucho menos necesario en tu vida.
Me había asido por los brazos y me había atraído sobre su pecho; pero yo me desprendí y le volví la espalda. ¿Cómo podía yo decirle lo que era malo y lo que era bueno, si a nadie parecía ya importante?
—Chris —empecé a decir, con voz quebrada—, siento haberte hablado así. Me importa mucho lo que tú pienses. Pero siento un desgarramiento en mi interior. Creo que debo hacer, inmediatamente, todo lo posible para compensar todo lo que he perdido y sufrido. Julián quiere que vaya con él a Nueva York. Yo creo que aún no estoy preparada y que no tengo la necesaria disciplina; Madame me lo dice continuamente, y tiene razón. Julián dice que me ama y que cuidará de mí. Pero yo no sé lo que es el amor, y no sé si me ama o sólo me necesita para alcanzar su meta. Pero su meta es también la mía. Y ahora dime: ¿cómo puedo yo saber si me ama o sólo me necesita para valerse de mí?
—¿Te has acostado con él? —preguntó Chris, con ojos amenazadores.
—¡No! ¡Claro que no!
Me rodeó con sus brazos y me sujetó con fuerza.
—Espera al menos un año más, Cathy. Confía en Madame Marisha, no en Julián. Ella sabe más que él. Se interrumpió y me obligó a levantar la cabeza. Observé su bello rostro y me pregunté por qué vacilaba.
Yo era un instrumento de deseo, llevada de un furioso afán de realización romántica. También me espantaba lo que llevaba dentro. Tan espantada estaba, que era como mamá. Cuando me miraba al espejo, veía la cara de mi madre, empezaba a surgir de un modo más definido. Me entusiasmaba parecerme a ella y, paradójicamente, me odiaba por ser su reflejo. No, no; yo no era como ella en mi interior; sólo lo era por fuera. Mi belleza no era tan superficial como mi piel.
Todavía me decía esto cuando hice una excursión especial a Greenglenna. En el Ayuntamiento empleé el fútil pretexto de que deseaba ver la inscripción de nacimiento de mi madre, para poder echar una ojeada a la de Bart Winslow. Así me enteré de que él tenía ocho años menos que mi madre y descubrí también exactamente el sitio en que vivía. Caminé quince manzanas hasta llegar a una calle tranquila y flanqueada de olmos, cuyas mansiones antiguas se hallaban en un estado de lamentable abandono. Todas, ¡menos la de Bart Winslow! Ésta tenía andamios a todo su alrededor. Docenas de obreros colocaban contraventanas en la casa de ladrillo recién pintada, con ribetes blancos en los marcos de las ventanas y un pórtico también blanco.
Otro día fui a la biblioteca de Greenglenna y busqué cosas sobre la familia Winslow. Con gran satisfacción encontré, al repasar viejos periódicos, una crónica de sociedad que dedicaba casi toda su columna a Bart Winslow y su fabulosa riqueza y su aristocrática esposa. «Heredera de una de las mayores fortunas del país». Recorté furtivamente aquella columna y me la llevé para mostrarla a Chris. No quería que éste supiese que mamá vivía en Greenglenna. Él pareció un tanto disgustado al leer la crónica.
—¿Dónde has encontrado este artículo, Cathy?
—¡Oh! Lo vi en un periódico de Virginia que estaba en un quiosco.
—De nuevo está en Europa —dijo, con voz extraña—. No sé por qué tiene que ir tanto a Europa. —Volvió hacia mí sus ojos azules, y una expresión soñadora suavizó sus facciones—. ¿Recuerdas el verano en que fue a pasar allí su luna de miel?
¿Recordarlo? ¡Como si hubiese podido olvidarlo! ¡Como si pudiese permitirme olvidarlo! Algún día…, algún día, cuando yo fuese también rica y famosa, mamá sabría de mí, y entonces haría bien en hallarse preparada, porque yo estaba urdiendo mi estrategia.
Me encogí de hombros.
Julián no venía ahora a Greenglenna con tanta frecuencia como antes de mi decimosexto cumpleaños. Me imaginé que le tenía miedo a Chris. No sabía si esto me complacía o no. Cuando venía a visitar a sus padres, prescindía completamente de mí. Empezó a interesarse por Lorraine DuVal, que era mi mejor amiga. Por alguna razón sentí resentimiento, no sólo contra él, sino también contra Lorraine. Un día, medio oculta entre bastidores, les vi bailar un apasionado pas á deux. Entonces resolví estudiar el doble que antes, ¡para mostrarle también a Julián de lo que era capaz! ¡Iba a mostrarles a todos de qué estaba hecha!
De acero, ¡cubierto de ingenuos volantes de gasa!