VACILABA EN PLANTEARLE a Paul el tema de Julián. Era una noche de sábado; Chris y Carrie estaban en casa, y, en realidad, habría preferido ir al cine con ellos y Paul. Sin embargo, y con mucha renuencia, acabé por decirle que me había citado con Julián Marquet aquella noche. —No le importa, ¿verdad, Paul? Él me dirigió una mirada cansada y una débil sonrisa.
—Creo que ya estás en edad de empezar a salir con chicos —dijo—. No es mucho mayor que tú, ¿verdad?
—No —murmuré, sintiéndome un poco contrariada al no poner él ninguna objeción.
* * *
Julián se presentó a las ocho en punto. Llevaba traje nuevo y zapatos relucientes, había alisado sus revueltos cabellos y mostraba unos modales tan perfectos que no parecía él. Estrechó la mano de Paul y se inclinó para besar a Carrie en la mejilla. Chris pareció fulminarle con la mirada. Mis hermanos habían salido a pasear en bicicleta cuando le hablé a Paul de mi primera cita, y ahora, cuando Julián me ayudó a ponerme mi abrigo nuevo de entretiempo, percibí claramente la desaprobación de Chris.
Julián me llevó a un restaurante muy elegante, donde tocaban música rock a la luz de focos giratorios de colores. Con sorprendente aplomo, Julián leyó la lista de vinos, pidió una botella, probó el vino que le sirvió el camarero, asintió con la cabeza y dijo que estaba bien. Todo esto era tan nuevo para mí, que me sentí inquieta, temerosa de cometer algún error. Julián me tendió un menú, pero me temblaban tanto las manos que se lo devolví y le pedí que eligiese él. Yo no sabía francés; él sí debía de saber, a juzgar por la rapidez con que escogió los platos. Cuando nos sirvieron la ensalada y el plato fuerte, vi que todo era tan sabroso como él había dicho.
Yo llevaba vestido nuevo, escotado y demasiado clásico para una chica de mi edad. Quería aparecer refinada, aunque sabía que no lo era.
—Eres hermosa —dijo Julián, mientras yo pensaba lo mismo de él. Sentía una cosa rara en el corazón, como si estuviese traicionando a alguien—. Demasiado hermosa para pasarte la vida por estos andurriales, dejando que mi madre explote tu talento. Yo no soy primer bailarín como te había dicho, Cathy; estoy en segunda línea del corps. Quería impresionarte; pero sé que, si tú bailases conmigo, haríamos una pareja formidable. Percibo cierta magia entre nosotros que nunca había sentido con otras bailarinas. Desde luego, tendrías que empezar en el corps. Pero pronto vería Madame Zolta que tu talento es muy superior al de tu edad y tu experiencia. Es una vieja urraca, pero no es tonta. Yo he tenido que esforzarme mucho para llegar a lo que soy, pero a ti te sería mucho más fácil. Con mi ayuda, avanzarías más de prisa que yo. Juntos, haríamos una pareja sensacional. Tú eres rubia, y yo, moreno; nos complementamos perfectamente.
Y siguió hablando sin parar, convenciéndome a medias de que yo era ya mayor, aunque sabía en lo más profundo de mi mente que no era tan sensacional y que no estaba ni remotamente en condiciones de actuar en Nueva York. Además, estaban Chris, al que no podría ver si me marchaba a Nueva York, y Carrie, que me necesitaba los fines de semana. Y Paul, que de algún modo ocupaba un puesto en mi vida. El problema era…, ¿cuál?
Julián me dio de comer y de beber y, después, me sacó a bailar en la pista. Pronto estuvimos bailando el rock, mejor que cualquier otra pareja del lugar. Todos se echaron atrás, para mirarnos, y aplaudieron. Yo estaba un poco mareada por la proximidad de Julián y por la cantidad de vino trasegado. Al volver a casa, Julián se metió en un callejón apartado, donde los amantes aparcaban sus coches para hacerse el amor. Esto era nuevo para mí, y no estaba dispuesta a ceder ante un hombre tan dominante como Julián.
—Cathy, Cathy, Cathy —murmuró, besándome en el cuello y detrás de las orejas, mientras me daba palmadas en el muslo.
—¡Basta! —le grité—. ¡No sigas! ¡Apenas te conozco! ¡Vas demasiado aprisa!
—Te portas como una niña —repuso él, contrariado—. He venido en avión de Nueva York, sólo para estar contigo, y ni siquiera dejas que te bese.
—¡Julián! —exclamé, con enojo—. ¡Llévame a casa!
—Una chiquilla —murmuró, irritado, poniendo el motor en marcha—. Una chiquilla endiabladamente bella, que incita pero no se entrega. Piénsalo bien, Cathy. No voy a estar siempre zangoloteando por aquí.
Él estaba en mi mundo, en mi baile, en mi deslumbrante universo, y, de pronto, tuve miedo de perderle.
—¿Por qué te haces llamar Marquet, si el apellido de tu padre es Rosencoff? —le pregunté, alargando una mano para hacer girar la llave y parar el motor.
Él sonrió se echó atrás y se volvió hacia mí.
—Está bien. Si tienes ganas de hablar, hablaremos. Creo que tú y yo nos parecemos mucho, aunque no quieras reconocerlo. Madame y Georges son mis padres, pero nunca me han considerado como un hijo; en particular, mi padre. Éste me ve como una prolongación de él mismo. Si llegase a ser un gran bailarín, no lo sería por méritos propios, sino porque soy su hijo y llevo su nombre. Por eso, para destruir esta idea cambié de apellido. Inventé uno, como hacen muchísimos artistas.
»¿Sabes cuántos partidos de béisbol he jugado? ¡Ninguno! No me dejaban. En cuanto al rugby, ¡ni hablar de ello! Además, me tenían tan ocupado practicando posiciones de ballet, que quedaba demasiado cansado para hacer otras cosas. Georges no me dejó que le llamase padre cuando era pequeño. Al cabo de un tiempo no lo habría hecho aunque me lo hubiese pedido de rodillas. Hice todo lo posible por complacerle, y nunca lo conseguí. Él encontraba siempre algún defecto, alguna pequeña falta que hacía que ninguna de mis actuaciones fuese perfecta. Así, cuando triunfe, me llevaré la gloria, ¡y nadie sabrá que él es mi padre! Ni que Madame es mi madre. Por consiguiente, no les vayas con la historia a los demás de la clase. Ellos no lo saben. ¿No es gracioso? Si él se atreve a mencionar alguna vez que tiene un hijo, me da un berrinche y me niego a bailar. Esto le saca de quicio. Por eso me dejó marchar a Nueva York, pensando que no haría nada sin su nombre. Pero lo he hecho, y sin su ayuda. Creo que esto le vuelve loco. Ahora háblame de ti. ¿Por qué vives con ese médico y no con tus padres?
—Mis padres murieron —le dije, molesta, por la pregunta—. El doctor Paul era amigo de mi padre y nos tomó bajo su tutela. Se compadeció de nosotros; no quiso que fuésemos a parar a un orfelinato.
—Dichosa tú —dijo, con cierta acritud—. Yo no tuve tanta suerte. —Después, se inclinó hasta que su frente tocó la mía y pude sentir su cálido aliento en mi cara—. No quiero decir ni hacer nada malo contigo, Cathy. Quiero que seas lo mejor que pase por mi vida. Soy el decimotercero en una larga línea de bailarines, la mayoría de los cuales se casaron con bailarinas. ¿Qué crees que me hace sentir esto? No satisfacción, puedes creerlo. Estoy en Nueva York desde los dieciocho años, y en febrero pasado cumplí veinte. Han pasado dos años, y todavía no soy un astro. Contigo podría serlo. Tengo que demostrar a Georges que soy el mejor, y mejor de lo que él fue en toda su vida. Hay una cosa que nunca dije a nadie: cuando era un chiquillo, me lesioné la espalda tratando de levantar un motor demasiado pesado para mí. Esto me produce continuas molestias, pero sigo bailando. Y no se trata solamente de que eres bajita y pesas poco, sino de que hay algo en tus proporciones que parece dar el equilibrio exacto cuando te levanto. O quizás es que tú adaptas a mis manos el movimiento de tu cuerpo… Sea lo que fuere, lo cierto es que nos complementamos perfectamente. Ven conmigo a Nueva York, Cathy… Por favor.
—¿No te aprovecharías de mí si lo hiciese?
—Sería tu ángel guardián.
—Nueva York es tan grande…
—La conozco como la palma de mi mano. Tú la conocerías pronto igual que yo.
—Además, están mi hermano y mi hermana. No quiero separarme de ellos todavía.
—Pero tendrás que hacerlo. Cuanto más tiempo tardes, más duro será romper el lazo. Tienes que crecer, y ser tú misma, Cathy. Y no lo serás mientras estés en casa y dejes que otros te dominen.
Desvió la mirada, sonriendo amargamente. Sentí pena por él, y también me sentí conmovida.
—Quizá. Deja que lo piense un poco más.
* * *
Cuando entré en mi habitación, Chris estaba en la galería. Al verle allí en pijama, con los hombros encorvados, me acerqué a él.
—¿Cómo te ha ido? —me preguntó, sin mirarme. Agité nerviosamente las manos.
—Muy bien, creo yo. Bebimos vino con la cena. Me parece que Julián se excitó un poco. Y quizá yo también. Él se volvió y me miró a los ojos.
—¡No me gusta ese tipo, Cathy! ¡Ojalá se quedase en Nueva York y te dejase en paz! Por lo que oigo decir a los chicos y chicas de tu compañía de baile, Julián te acapara de tal modo que ningún otro bailarín te invitará a salir. Él vive en Nueva York, Cathy. Allí, los hombres van directamente al bulto. ¡Y tú sólo tienes quince años! —exclamó acercándose para acunarme en sus brazos.
—Y tú, ¿con quién sales? —le pregunté, con un nudo en la garganta—. No me digas que no vas con alguna chica.
Tenía su mejilla apoyada en la mía, cuando respondió despacio:
—No he conocido a ninguna chica que pueda compararse contigo.
—¿Cómo van tus estudios? —le pregunté, con la esperanza de que dejase de pensar en mí.
—Muy bien. Cuando no pienso en todo lo que tengo que hacer en el primer año de Medicina; anatomía general, microanatomía y neuroanatomía, me preparo para el college.
—¿Qué haces en tus ratos libres?
—¿Qué ratos libres? No me queda ninguno, pues no dejo de preocuparme por lo que será de ti. Me gusta el estudio, Cathy. Disfrutaría con él, si no te tuviese constantemente en mi pensamiento. Espero los fines de semana, para veros de nuevo a ti y a Carrie.
—¡Oh, Chris! Tienes que tratar de olvidarme y de encontrar a alguien más.
Pero una simple mirada a sus torturados ojos me reveló que lo que había empezado tanto tiempo atrás no se detendría fácilmente. Era yo quien tenía que encontrar a alguien. Entonces, él sabría que todo había terminado, para siempre jamás. De pronto pensé en Julián, que se afanaba por demostrar que era mejor bailarín que su padre. En esto se parecía a mí, que tenía que ser mejor que mi madre en todos los aspectos.
* * *
La próxima vez que vino Julián de Nueva York, yo estaba resuelta. Esta vez, cuando me invitó a salir, no vacilé. ¿Por qué no podía ser él? Ambos perseguíamos los mismos fines. Después del cine y de tomar yo un refresco y él una cerveza en un club, me llevó de nuevo a ese callejón de los enamorados que no parece faltar en ninguna población. Esta vez me mostré menos renuente que la primera, con el resultado de que él empezó a respirar fuerte y a tocarme con tal experiencia, que reaccioné más de lo que hubiese querido. De pronto, me di cuenta de lo que él pretendía y, agarrando mi bolso, empecé a golpearle con él en la cara.
—¡Basta! ¡Ya te dije la otra vez que ibas demasiado de prisa!
—¡Tú te lo has buscado! —gritó, furioso—. Me incitas, y después me rechazas. Me repugna este juego.
Pensé en Chris y me eché a llorar.
—Por favor, Julián. Me gustas, te lo digo sinceramente. Pero no me das ocasión de enamorarme de ti. No vayas tan de prisa, te lo ruego.
Él me agarró un brazo y lo retorció detrás de mi espalda, hasta que lancé un gemido de dolor. Pensé que iba a rompérmelo. Pero lo soltó cuando yo estaba a punto de chillar.
—Escucha, Cathy. Me estoy enamorando de ti. Pero ninguna chica me ha hecho bailar aún como una marioneta. Hay muchas que se me entregarían de buen grado. No te necesito tanto como pensaba… ¡Ni para esto, ni para nada!
Claro que no me necesitaba. En realidad, nadie me necesitaba, salvo Chris y Carrie, e incluso para mal, en lo tocante a Chris. Mamá le había torcido, desviado y empujado hacia mí, y ahora, él no podía volver atrás. No podía perdonarla. Tenía que pagar todo el mal que nos había causado. Si él y yo habíamos pecado, la culpa había sido de ella.
* * *
Aquella noche, pensé y pensé en la manera de hacer pagar su culpa a mamá, y descubrí exactamente el precio que más le pesaría. No un precio en dinero, pues éste le sobraba. Tenía que ser algo que apreciase más que el dinero. Había dos cosas: su buena reputación, un poco empañada por haberse casado con un medio hermano de su padre, y su joven marido. Nada de esto existiría cuando yo hubiese acabado con ella.
Después empecé a llorar. Por Chris; por Carrie, que no crecía, y por Cory, que ahora sólo debía ser un puñado de huesos en su tumba.
Me volví para agarrar a Carrie y estrecharla entre mis brazos. Pero Carrie estaba en un colegio particular de niñas, a diez millas del límite de la ciudad. Y Chris estaba a treinta millas.
Empezó a llover con fuerza. El repiqueteo de la lluvia en el tejado era como un redoble de tambores militares que me llevaba, en sueños, precisamente adonde no quería ir. Una habitación cerrada, llena de juegos, juguetes, pesados muebles oscuros y cuadros del infierno en las paredes. Yo estaba sentada en una vieja y desvencijada mecedora, y tenía sobre el regazo un hermanito que parecía de otro mundo y me llamaba mamá, y le mecía sin parar, mientras crujía el suelo, zumbaba el viento, caía la lluvia y, debajo de nosotros, alrededor de nosotros, encima de nosotros, el enorme caserón de innumerables habitaciones esperaba, presto a devorarnos.
Odiaba la lluvia cayendo tan cerca de mi cabeza, como la había odiado en el ático. Nuestra vida era mucho peor cuando llovía, pues la habitación estaba húmeda y helada, y sólo había en el ático una triste penumbra y las caras muertas que cubrían las paredes. Una cinta de hierro, dura como la plancha de la abuela, parecía ceñirme la cabeza, estrujando mis ideas, confundiéndome y llenándome de terror.
Incapaz de dormir, salté de la cama y salí de mi habitación, envuelta en una bata fina. Por alguna misteriosa razón, me dirigí de puntillas al dormitorio de Paul y abrí cuidadosamente la puerta cerrada. El despertador de su mesita de noche marcaba las dos… ¡y él no había vuelto aún a casa! No había nadie más en ella, salvo Henny, que estaba lejos, muy lejos, en el otro extremo de la casa, en su cuarto contiguo a la cocina.
Meneé la cabeza, mirando de nuevo la pulida cama de Paul. ¡Oh! ¡Chris estaba loco, si quería ser médico! Nunca tendría toda una noche de descanso. En las noches de lluvia, ocurrían muchos accidentes. ¿Qué pasaría si Paul se matase? ¿Qué sería de nosotros? ¡Paul, Paul!, grité para mí, mientras bajaba corriendo la escalera para ir a mirar al exterior desde los balcones del cuarto de estar.
«Dios mío —pensé—, ¡no permitas que sufra un accidente! Por favor, por favor, ¡no te lo lleves como te llevaste a papá!».
—Cathy, ¿por qué no estás en la cama?
Giré en redondo sobre mis pies. Allí estaba Paul, sentado cómodamente en su sillón predilecto, fumando un cigarrillo en la oscuridad. Pero había luz suficiente para que pudiese ver que llevaba la bata roja que yo le había regalado por Navidad. Sentí un alivio enorme al verle sano y salvo, y no tendido en una mesa del depósito de cadáveres. Morbosas ideas. Papá, apenas sí puedo recordar tu aspecto o el sonido de tu voz, o aquel olor tuyo especial que se desvaneció para siempre.
—¿Algo malo, Catherine?
¿Malo? ¿Y por qué me llamaba Catherine por la noche, cuando estábamos solos, y Cathy durante el día? ¡Todo andaba mal! Los periódicos de Greenglenna y uno de Virginia al que estaba yo suscrita, y que me enviaban a la escuela de ballet, decían que la señora de Bartholomew Winslow iba a instalar su segunda casa «de invierno» en Greenglenna. Se estaban haciendo grandes reparaciones, a fin de que la casa de su marido volviese a quedar como nueva. ¡Mi madre sólo quería lo mejor! Por alguna razón que no acerté a descubrir, la emprendí con Paul como una arpía.
—¿Cuánto tiempo hace que está en casa? —le pregunté, secamente—. Estaba tan preocupada por usted que no podía dormir. Y mientras tanto, ¡usted estaba aquí, tranquilamente! Hoy no ha venido a cenar; tampoco ayer, y la noche pasada, tenía que llevarme al cine y se olvidó. Terminé temprano el trabajo de la casa, me puse mi mejor vestido y me senté a esperar que viniese a buscarme, ¡pero se olvidó! ¿Por qué deja que sus pacientes acaparen todo su tiempo, sin dejarle un momento para usted?
Guardó silencio durante largo rato. Después, cuando me disponía a hablar de nuevo, dijo, suavemente:
—Pareces realmente disgustada. Creo que la única excusa que puedo darte es que soy médico, y el médico nunca es dueño de su tiempo. Siento haberme olvidado del cine. Te pido perdón por no haberte telefoneado, para decirte que tenía una urgencia y no podía dejarlo.
—¡Olvidarlo! ¿Cómo pudo olvidarse? Ayer se olvidó de traer las cosas que puse en mi lista, y estuve esperando horas y más horas a que volviese a casa. Estuve sentada, pensando en que podía venir y traerme el champú que necesitaba, ¡pero fue en vano!
—De nuevo te pido perdón. A veces tengo tantas cosas en la cabeza, que no puedo pensar en el cine y en los artículos de tocador que te hacen falta.
—¿Lo dice con ironía?
—Estoy tratando de dominar mi genio. Te agradecería que hicieses tú lo mismo con el tuyo.
—¡No estoy loca! —grité. ¡Cuánto se parecía a mamá! Siempre dueño de sí, equilibrado, ¡como yo nunca podría ser! Nada le importaba. Por eso podía estarse sentado ahí, ¡mirándome de esta manera! En realidad, le tenía sin cuidado hacer promesas y dejarlas incumplidas…, ¡como ella! Corrí hacia él, como para agredirle, pero me asió los puños y me miró con verdadero asombro.
—¿Serías capaz de pegarme, Catherine? ¿Tanto significa el cine para ti, que no puedes comprender que lo olvidase? Bueno, di ahora que sientes haberme gritado, como yo digo que siento haberte dado este disgusto.
¡No era sólo un disgusto lo que me torturaba! Era más bien el hecho de que no tenía a nadie en quien confiar…, a excepción de Chris, que me estaba prohibido. Sólo Chris, que nunca olvidaba nada que yo necesitase o desease. Me estremecí. ¿Qué clase de persona era yo? ¿Tanto me parecía a mamá, que tenía que conseguir todo lo que quería, cuando quería, y por mucho que costase a los demás? ¿Iba a hacer pagar a Paul lo que había hecho ella? Él no tenía la culpa.
—Siento haberle gritado, Paul. Comprendo que hice mal.
—Debes de estar muy cansada. Quizá te tomas demasiado en serio tus clases de ballet. Tal vez deberías aflojar un poco.
¿Cómo decirle que no podía hacerlo? Tenía que ser la mejor, y para ser la mejor, en cualquier cosa, se necesitaban horas y horas de trabajo. Estaba resuelta a renunciar a todos los pasatiempos de los que disfrutaban las chicas de mi edad. No quería tener un amigo que no fuese bailarín. No quería tener amigas que no bailasen. No quería que nada se interpusiese entre mi objetivo y yo…, y, sin embargo, allí sentado, mirándome, estaba un hombre que decía que me necesitaba, y que se sentía dolido por mi odioso comportamiento.
—Hoy he leído algo acerca de mi madre —dije, débilmente— y de una casa que pretende restaurar y decorar. Ella consigue siempre lo que quiere. Yo me quedo con las ganas. Por eso me porto mal y olvido todo lo que ha hecho usted por nosotros. —Retrocedí unos pasos, avergonzada y dolorida—. ¿Cuánto tiempo hace que está en casa?
—Desde las once y media —respondió—. Comí la ensalada y el bisté que me dejó Henny en el calentador. Pero, cuando estoy muy cansado, duermo mal. Y no me gusta el ruido de la lluvia en el tejado.
—¿Porque la lluvia le aísla y le hace sentirse solo?
Sonrió a medias.
—Sí, algo así. ¿Cómo lo has adivinado? Lo que sentía se pintaba en su semblante, tan oscuro como la oscura estancia. Estaba pensando en ella, en su Julia, en su esposa muerta. Siempre aparecía triste cuando Julia estaba en su pensamiento. Me acerqué a su sillón y toqué impulsivamente su mejilla.
—¿Por qué tiene que fumar? ¿Cómo puede decirles a los pacientes que dejen de hacerlo, si usted sigue fumando?
—¿Cómo sabes lo que les digo a mis pacientes? —preguntó, con su voz suave, que me hizo dar un respingo.
Reí nerviosamente y le dije que él no cerraba siempre del todo la puerta de su consultorio, y que, si yo pasaba casualmente por el corredor de atrás, no podía dejar de oír algunas cosas, aun contra mi voluntad. Él me dijo que me fuese a la cama y que dejase de rondar por el pasillo de atrás, donde nada tenía que hacer, y que fumaría cuando le diese la gana.
—A veces te comportas como una esposa, haciéndome estas preguntas, enfadándote conmigo porque me he olvidado de pasar por la tienda a comprarte algo. ¿Estás segura de que necesitas tanto ese champú?
Como ahora hacía que me sintiese como una tonta, me enfadé de nuevo.
—Si le pedí que me comprase estas cosas, fue porque pasa por delante de una tienda en que hacen rebajas y donde todo resulta más barato. ¡Sólo traté de ahorrarle dinero! Pero, de ahora en adelante, ¡no volveré a pedirle nada que me haga falta! Y, cuando me invite a cenar en un restaurante o a ir al cine, pensaré que no va a hacerlo, y así no me sentiré contrariada. Tengo que acostumbrarme a esperar lo peor de todo el mundo.
—¡Catherine! Puedes odiarme si quieres, hacerme pagar por todo lo que has sufrido, y quizás entonces podrás dormir por la noche y dejar de dar vueltas en la cama y de llorar cuando duermas, llamando a tu madre como una niña de tres años.
Me quedé pasmada y le miré fijamente.
—¿Que la llamo?
—Sí —dijo él—. Muchas, muchas veces te he oído llamar a tu madre. —Vi piedad en sus ojos—. No te avergüences de ser humana, Catherine. Todos esperamos lo mejor de nuestras madres.
Yo no quería hablar de ella. Me acerqué más a Paul.
—Julián ha vuelto. Esta noche he salido con él, ya que usted me dejó plantada la pasada. Julián piensa que estoy en condiciones de ir a Nueva York. Cree que su profesora de baile, Madame Zolta, perfeccionaría mi estilo más de prisa que su madre. Dice que haríamos una magnífica pareja.
—¿Y qué piensas tú?
—Pienso que todavía no puedo ir a Nueva York —murmuré—, pero él habla con tal firmeza, que a veces me hace dudar, porque parece convencido.
—No te apresures, Catherine. Julián es un guapo mozo, con la arrogancia de diez. Emplea tu sentido común y no te dejes influir por alguien que quizá sólo quiere utilizarte para sus propósitos.
—Todas las noches sueño que estoy en Nueva York, en un escenario. Veo a mi madre entre el público, mirándome con incredulidad. Ella quiso matarme. Yo quiero que me vea bailar y se dé cuenta de que puedo dar al mundo más que ella. Él se echó atrás.
—¿Por qué tienes tantos deseos de venganza? Yo pensé que, si os tenía aquí a los tres y hacía todo lo posible por vosotros, encontraríais paz y perdón. ¿Es que no puedes perdonar y olvidar? Si los pobres humanos tenemos alguna posibilidad de ser buenos, es aprendiendo a perdonar y olvidar.
—Usted y Chris… —dije, amargamente—. Les resulta fácil hablar de perdón y de olvido, porque no han sido víctimas como yo. Yo perdí a mi hermano pequeño, que era como un hijo para mí. Quería a Cory, y ella le quitó la vida. ¡La odio por eso! Y la odio por diez millones de razones más; por consiguiente, no me hable de perdonar y de olvidar, ¡porque ella tiene que pagar todo lo que hizo! Nos mintió, nos traicionó de la peor manera. Nos ocultó que nuestro abuelo había muerto, y seguimos encerrados allá arriba durante nueve meses, nueve largos meses…, ¡comiendo buñuelos envenenados! No me hable, pues, de olvido y de perdón. ¡Yo no sé perdonar y olvidar! ¡Sólo sé odiar! ¡Y usted no sabe lo que es odiar de esta manera!
—¿No? —preguntó, a media voz.
—¡No! ¡No lo sabe!
Me sentó sobre sus rodillas, al ver correr las lágrimas por mi cara. Me consoló como lo habría hecho un padre, besándome ligeramente y acariciándome sin malicia.
—Yo también tengo una historia que contar, Catherine. Tal vez, en cierto modo, es tan horrible como la tuya. Quizá, si te la cuento, podrás aprender algo de mi experiencia.
Le miré a la cara. Sus brazos me sostuvieron delicadamente al echarme yo hacia atrás.
—¿Es algo sobre Julia y Scotty?
—Sí. —Su voz se había endurecido. Fijó la mirada en la ventana mojada por la lluvia y me estrechó la mano fuertemente—. Tú piensas que sólo tu madre comete crímenes contra aquellos a quienes ama. Pues bien, te equivocas. Son cosas que ocurren todos los días. A veces se hacen por dinero; pero hay otras razones. —Hizo una pausa, suspiró y prosiguió—: Confío en que, cuando hayas oído mi historia, podrás irte a la cama y olvidarte de la venganza. Si no la olvidas, tú serás la más perjudicada.
Yo no lo creí, porque no quería creerlo. Pero sentía mucha curiosidad por saber cómo habían muerto Julia y Scotty el mismo día.
Cuando Paul empezó a hablar de Julia, temí el final. Cerré los ojos con fuerza, lamentando ahora tener que oír la historia, pues con ello aumentaría la angustia que ya sentía por un niño muerto. Pero él lo hacía por mi bien, para salvarme, si aún era posible.
—Julia y yo fuimos novios desde la infancia. Ella nunca tuvo otro amiguito, ni yo otra amiguita. Julia me pertenecía, y así lo daba yo a entender a todos los demás chicos. Nunca le di, ni me di, ocasión de saber cómo eran los demás…, y eso fue un tremendo error. Éramos lo bastante tontos como para creer que nuestro amor duraría eternamente.
»Tan fuerte era la cosa que nos escribíamos cartas de amor, a pesar de que ella vivía a pocas manzanas de mi casa. Al crecer en edad, Julia crecía también en belleza. Yo me consideraba el hombre más afortunado del mundo, y ella me creía perfecto. Ambos nos poníamos sobre pedestales. Ella sería la esposa perfecta de un médico, y yo sería el marido perfecto, y tendríamos tres hijos. Julia era hija única, y sus padres la amaban en exceso. Ella adoraba a su padre; solía decir que yo era como él.
Su voz se hizo más grave, como si lo que iba a decir fuese sumamente doloroso.
—Puse un anillo de noviazgo en el dedo de Julia el día en que cumplió los dieciocho años. Yo tenía entonces diecinueve. Cuando estaba en la Universidad, pensaba en ella y me preguntaba si algún hombre habría puesto en ella la mirada. Temía perderla si no nos casábamos pronto. Julia se casó conmigo a los diecinueve años. Yo tenía veinte.
Su voz era ahora amarga, y sus ojos, inexpresivos. Sus brazos me asieron con más fuerza.
—Julia y yo nos habíamos besado muchas veces y andábamos siempre cogidos de la mano, pero no había permitido nunca que la cosa pasara de aquí; lo demás tenía que esperar a cuando llevase la sortija de casada. Yo había tenido algunos encuentros sexuales, no muchos. Ella era virgen y creía que yo lo era también. No me tomé a la ligera los votos matrimoniales, y estaba resuelto a hacerla feliz. La quería muchísimo. Y entonces, en la noche de bodas, tardó dos horas en desnudarse en el cuarto de baño. Salió de éste cubierta con un largo camisón blanco, y su cara estaba tan pálida como el camisón. Advertí que estaba aterrorizada. Y me dije que tenía que mostrarme tan tierno, tan amante, que ella se alegrase de ser mi mujer.
Pero aquello no le gustó, Cathy. Yo hice todo lo posible para atraerla, mientras ella se echaba atrás, desorbitados y llenos de pánico los ojos. Cuando traté de quitarle el camisón, empezó a chillar. Me detuve y, al pedirme ella que le diese un poco más de tiempo, pensé que volvería a probar la noche siguiente. Pero la noche siguiente se repitió la escena, aunque peor. «¿Por qué no puedes estar simplemente a mi lado y tenerme abrazada? —me preguntó, llorosa—. ¿Por qué es tan feo esto?».
»Yo era también un chiquillo, y no sabía cómo resolver una situación como aquélla. Amaba a mi esposa, la deseaba y, al fin, la tomé por la fuerza… o al menos así me lo dijo ella una y otra vez. Sin embargo, yo la quería, la quería más que a nada en el mundo, y no podía creer que me hubiese equivocado en mi elección. Por ello empecé a leer todos los libros sobre sexualidad que pude encontrar y ensayé todas las técnicas para conseguir que ella me desease; pero sólo logré aumentar su repugnancia. Cuando me hube graduado en la Facultad de Medicina, empecé a beber, y, cuando me apetecía, buscaba otra mujer que me recibiese gustosa en su lecho. Pasaban los años, y ella se mantenía a distancia, limpiando la casa, lavando mi ropa, planchando mis camisas y cosiendo los botones que se me caían. Pero era tan adorable, tan deseable, que a veces la forzaba, aunque ella lloraba después. Un día descubrió que estaba encinta. Esto me llenó de gozo, y creo que también a ella. Nunca hubo un niño tan querido y tan mimado como mi hijo; afortunadamente, era uno de esos niños que no se tuercen por exceso de amor.
Su voz se hizo aún más grave, y yo me encogí, temiendo lo que iba a venir, pues sabía que sería terrible.
—Después del nacimiento de Scotty, Julia me dijo, lisa y llanamente, que había cumplido su deber de darme un hijo y que, en lo sucesivo, tenía que dejarla en paz. Así lo hice, pero me sentí profundamente herido. Hablé con su madre de nuestro problema, y ella insinuó un oscuro secreto en el pasado de Julia: un primo de ésta le había hecho algo cuando Julia tenía sólo cuatro años. Nunca supe exactamente qué le había hecho, pero, fuese lo que fuere, había estropeado para siempre la vida sexual de mi esposa. Sugerí a Julia que visitásemos los dos a un consejero matrimonial o a un psicólogo, pero ella se negó rotundamente; sería muy desagradable, adujo, ¿por qué no podía dejarla tranquila?
»Después de aquello, la dejé tranquila —prosiguió Paul—. Siempre hay mujeres dispuestas a complacer a un hombre, y, en mi despacho, había una linda recepcionista que me dio a entender que podía disponer de ella, donde y cuando quisiera. Tuvimos una relación que duró varios años. Yo pensaba que los dos éramos muy discretos y que nadie lo sabía. Entonces, un día, ella me dijo que estaba embarazada por mi causa. No podía creerla, porque me había dicho que tomaba la píldora. Además, sabía que tenía otros amantes. Por consiguiente, le dije que no, que no me divorciaría de mi esposa, exponiéndome a perder a Scotty, para reconocer a un hijo que podía no ser mío. Ella se puso furiosa.
»Aquella tarde, al volver a casa, encontré a mi mujer completamente cambiada. Me reprochó el haberla sido infiel, cuando ella había hecho todo lo posible por mí y me había dado el hijo que tanto deseaba. Y ahora la había traicionado, había quebrantado mi juramento y la había convertido en el hazmerreír de toda la población. Amenazó con matarse. Dijo que «me lo haría pagar», y la compadecí.
»Otras veces había amenazado con suicidarse y nunca lo había intentado siquiera.
»Pensé que esta explosión despejaría el ambiente entre nosotros. Julia no volvió a hablarme nunca de mi aventura. En realidad, dejó de hablarme también de otras cosas, salvo cuando Scotty estaba presente, pues quería para él un hogar normal, con padres aparentemente felices. Yo le había dado un hijo al que ella amaba con locura.
»Entonces llegó el mes de junio y el tercer cumpleaños de Scotty. Julia organizó una fiesta e invitó a seis pequeñuelos que, naturalmente, vendrían acompañados de sus madres. Era un sábado. Yo estaba en casa y, para apaciguar a Scotty, que estaba muy excitado con su fiesta, le regalé un barquito de vela que haría juego con el vestido de marinero que llevaría él. Julia bajó la escalera con el niño. Llevaba un fino vestido azul y sujetos los adorables cabellos negros con una cinta de seda también azul. Scotty iba de la mano de su madre, y sostenía el barquito en su mano libre. Julia me dijo que temía no haber comprado bastantes caramelos para la fiesta, y que, como hacía un día tan hermoso, irían dando un paseo hasta el drugstore más próximo, para comprar más. Le ofrecí llevarla en el coche. Rehusó. Le ofrecí acompañarles a pie. Dijo que no, que prefería que me quedase en casa, por si alguno de los invitados llegaba temprano. Así, pues, me senté en la galería de delante y esperé. Dentro, la mesa del comedor estaba preparada para la fiesta; globos, trompetas, sombreros de papel y otros regalos pendían de la lámpara, y Henny había preparado un pastel monumental.
»Los invitados empezaron a llegar a eso de las dos. Y Julia y Scotty no habían regresado. Empecé a preocuparme, por lo que cogí mi coche y me dirigí al drugstore, pensando que los encontraría en la calle, de vuelta a casa. No les vi. Pregunté en el establecimiento si habían estado allí; ningún dependiente les había visto. Entonces empecé a alarmarme de veras. Recorrí las calles, buscándoles, y me detuve varias veces para preguntar a los transeúntes si habían visto a una señora vestida de azul, con un niño en traje de marinero. Creo que pregunté a cuatro o cinco, hasta que un chico montado en una bicicleta me dijo que sí, que había visto una dama vestida de azul, con un niño que llevaba un barquito en la mano, y me señaló la dirección que habían tomado.
»¡Era la dirección del río! Conduje el coche lo más de prisa que pude; después, salté de él y corrí por el camino de tierra, temiendo llegar demasiado tarde. No podía creer que ella hubiese hecho realmente una cosa así. Procuré tranquilizarme, pensando que Scotty habría querido hacer navegar el barquito, como había hecho yo a menudo. Corrí tan veloz que me dolía el corazón cuando llegué a la herbosa orilla del río. Y allí estaban ellos, los dos, flotando boca arriba en el agua. Julia estaba fuertemente abrazada a Scotty, que visiblemente había tratado de librarse de su apretón, y el barquito oscilaba a impulso de las pequeñas ondas. La cinta azul se había desprendido de los cabellos de Julia y flotaba también, y los negros cabellos se extendían alrededor de ella, enganchándose como cintas oscuras en las plantas del río. En aquel lugar, el agua llegaba sólo a la altura de la rodilla.
Emití un débil sonido que se quebró en mi garganta, al percibir su angustia; pero él no lo oyó.
—En menos que canta un gallo —siguió diciendo—, los levanté en mis manos y los llevé a la orilla. Julia conservaba aún un aliento de vida; pero Scotty parecía muerto, y por eso intenté primero, en un fútil esfuerzo, hacerle revivir. Hice todo lo posible para expulsar el agua de sus pulmones; pero estaba muerto. Entonces, me volví hacia Julia e hice lo mismo con ella. Tosió y escupió agua. No abrió los ojos, pero al menos respiraba. Metí a los dos en mi coche y los llevé al hospital más próximo, donde se esforzaron en reanimarla. Pero fracasaron, como había fracasado yo con Scotty.
Paul hizo una pausa y me miró a los ojos.
—Ésta es mi historia, para una niña que piensa que es la única que ha sufrido, la única que ha perdido, la única que se siente abrumada por el dolor. ¡Oh! Yo sufro tanto como tú, pero tengo también un sentimiento de culpa. Debía haber sabido lo inestable que era Julia. Pocas noches antes del cumpleaños de Scotty, habíamos visto Medea en la televisión, y ella mostró un interés desacostumbrado, ya que la televisión solía tenerle sin cuidado. Fui un estúpido al no adivinar lo que pensaba y proyectaba. Sin embargo, ni siquiera ahora puedo comprender cómo pudo matar a un hijo al que amaba tanto. Podía haberse divorciado de mí y quedarse con él. Yo no se lo habría quitado. Pero esto no habría sido una venganza suficiente para Julia. Tenía que matar lo que yo más amaba: mi hijo.
Yo me había quedado sin habla. ¿Qué clase de mujer había sido Julia? ¿Cómo mi propia madre? Mi madre mató para ganar una fortuna. Julia mató por venganza. ¿Iba a hacer yo lo mismo? No; desde luego que no. Yo lo haría mejor, mucho mejor; porque ella seguiría viviendo… para sufrir hasta el fin.
—Lo siento —dije, con voz entrecortada, y le besé en la mejilla—. Pero usted puede tener otros hijos. Puede volver a casarse. —Él sacudió la cabeza, y le abracé—. ¡Olvídese de Julia! —le grité, estrechándole con más fuerza—. ¿No me está diciendo siempre que hay que perdonar y olvidar? Pues perdone usted también, y olvide lo que le ocurrió a Julia. Yo recuerdo a mi madre y a mi padre; siempre se hacían carantoñas y se besaban. Desde que era pequeña, sé que los hombres necesitan muestras de cariño. Yo espiaba a mi madre, para ver cómo apaciguaba a papá cuando éste se enfadaba. Lo hacía con besos, miradas tiernas y caricias. —Eché la cabeza atrás y le sonreí, como había visto que sonreía mi madre a mi padre—. Dígame cómo debe portarse una esposa en la noche de bodas. No quisiera defraudar al novio cuando llegue mi día.
—¡No te diré tal cosa!
—Entonces, me imaginaré que usted es el novio y que yo acabo de salir del cuarto de baño en camisón. O quizá debería desnudarme en su presencia. ¿Qué le parece?
Carraspeó y trató de apartarme, pero yo me agarré a él como una lapa.
—Me parece que deberías irte a la cama y dejarte de juegos y comedias. No me moví. Le besé una y otra vez y vi que esto producía efecto, pues su cara enrojeció. Sin embargo, apretó los labios y pasó los brazos por debajo de mis hombros y de mis rodillas. Se levantó y, llevándome en brazos, se dirigió a la escalera. Pensé que iba a llevarme a su habitación y me sentí espantada, avergonzada… y excitada al mismo tiempo. Pero anduvo directamente hacia mi dormitorio y, al llegar junto a mi estrecha cama, vaciló. Me estrechó sobre su corazón durante un rato terriblemente largo, mientras la lluvia repicaba en los cristales de las ventanas. Parecía haber olvidado quién era yo y frotaba su áspera mejilla contra la mía; me acariciaba, pero sólo con la mejilla. Y una vez más, como siempre, yo tuve que hablar y echarlo todo a perder.
—Paul… —Mi tímida voz le sacó de aquel profundo ensueño que, si yo hubiese guardado silencio, me habría llevado quizás a ver satisfechas unas ansias siempre reprimidas—. Cuando estábamos encerrados allá arriba, nuestra abuela nos llamaba siempre engendros del diablo. Nos decía que éramos mala simiente plantada en suelo malo, y que nunca saldría algo bueno de nosotros. Nos hacía dudar de lo que éramos y de nuestro derecho a la vida. ¿Fue tan terrible lo que hizo nuestra madre, al casarse con un medio hermano de su padre, que sólo tenía tres años más que ella? Ninguna mujer que tuviese corazón se le habría resistido. Sé que yo no habría podido. Él era como usted. Nuestros abuelos creían que nuestros padres habían cometido un pecado nefando, y por esto nos despreciaban, incluso a los mellizos, tan pequeños y adorables. Decían que éramos perniciosos. ¿Tenían razón? ¿Tenían derecho a intentar matarnos?
Había dicho exactamente las palabras precisas para que recobrase el buen sentido. Me soltó rápidamente. Volvió la cabeza, para que no pudiese leer en sus ojos. Yo odiaba a las personas que me ocultaban sus ojos para que no pudiese ver en ellos la verdad.
—Creo que tus padres estaban muy enamorados y eran jóvenes —dijo, con voz extraña y tensa—; tan enamorados que no se pararon a considerar el futuro y las consecuencias.
—¡Oh! —exclamé, indignada—. Cree que los abuelos tenían razón…, ¡y que somos unos malvados!
Se volvió de cara a mí, entreabiertos los gruesos y sensuales labios, furiosa la expresión.
—No retuerzas lo que digo para hallar un motivo a tu venganza. No hay razón que justifique el asesinato, si no es en defensa propia. Tú no eres mala. Tus abuelos eran unos fanáticos estúpidos, que hubiesen debido aceptar las cosas como eran y sacar de ellas el mejor partido. Habrían debido enorgullecerse de los cuatro nietos que les dieron tus padres. Y, si tus padres se jugaron deliberadamente el todo por el todo al decidir que tendrían hijos, debo decir que ganaron la apuesta. Dios y la suerte estuvieron de vuestro lado, y os dieron belleza y conciencia de ella y, quizá, demasiado talento. Por lo menos, aquí hay una chica muy joven, rebosante de emociones adultas demasiado intensas para su edad.
—¿Paul…?
—No me mires así, Catherine.
—No sé cómo le miro.
—Vete a dormir, Catherine Sheffield. ¡Al instante!
—¿Cómo me ha llamado? —pregunté, al retroceder él hasta la puerta. Paul me sonrió.
—No ha sido un desliz freudiano, si es esto lo que piensas. Dollanganger es un apellido demasiado largo. Sheffield sería mucho más práctico. Legalmente, podríamos hacer que cambiases de apellido.
—¡Oh!
Me sentía mareada y chasqueada.
—Escucha, Catherine —dijo, desde el umbral, y era tan corpulento que impedía que entrase la luz del pasillo—. Estás jugando a algo peligroso. Estás tratando de seducirme, y eres adorable y difícil de resistir. Pero ocupas en mi vida el lugar de una hija… y nada más.
—¿Llovía el día en que enterró a Julia y a Scotty?
—¿Qué importa eso? Siempre que se entierra a alguien está lloviendo…
Se apartó del umbral, echó a andar rápidamente por el pasillo, entró en su habitación y cerró de golpe la puerta.
Bueno, yo lo había intentado dos veces y él me había rechazado otras tantas. Ahora podía seguir mi alegre y destructor camino hacia la danza, y danzar hasta que llegase a la cima. Esto enseñaría a mamá, que sólo sabía bordar y hacer labor de punto, quién era la más inteligente de las dos. Ahora vería quién era capaz de hacer fortuna por su propio esfuerzo, sin vender su cuerpo… ¡y sin tener que matar para heredarla!
¡Todo el mundo la conocería! Me compararían con Ana Pavlova y dirían que yo era mejor. Ella vendría a una fiesta dada en mi honor, y la acompañaría su marido. Parecería vieja, ajada, cansada, mientras yo aparecería joven y lozana, y su querido Bart vendría directamente a mi encuentro, con ojos pasmados, y me besaría la mano. «Jamás había visto una mujer tan hermosa y con tanto talento», me diría. Y su mirada me daría a entender que me amaba, que me amaba diez veces más de lo que la había amado a ella. Después, cuando fuese mío y ella se hubiese quedado sola, le diría quién era, y, al principio, él no lo creería. Pero sí después. ¡Y entonces la odiaría! Le quitaría todo su dinero. ¿Adónde iría a parar? Interrumpí mi pensamiento, sintiéndome confusa. ¿Adónde iría a parar el dinero, si se lo quitaba a mamá? ¿Volvería a la abuela? No a nosotros, a Chris, o a Carrie, o a mí, porque habíamos dejado de existir como Foxworth. Entonces sonreí, recordando los cuatro certificados de nacimiento que había encontrado cosidos bajo el forro de una de nuestras viejas maletas. ¡Oh, mamá, qué estupideces haces! ¡Mira que esconder los certificados de nacimiento…! Con ellos podía yo probar que Cory había existido, mientras que, sin ellos, habría sido su palabra contra la mía; a menos que la Policía volviese a Gladstone y encontrase al médico que había asistido al parto de los gemelos. Además, estaba nuestra antigua niñera, Señora Simpson…, y Jim Johnston. ¡Ojalá siguiesen todavía allí y se acordasen de los cuatro muñequitos de porcelana de Dresde!
Sabía que yo era mala, tal como había dicho la abuela desde el principio; nacida para el mal. Me habían castigado antes de hacer nada malo; entonces, ¿por qué no había de aplicar el castigo a un crimen a cometer en el futuro? No tenía por qué verme acosada y arruinada, sólo porque, en un momento de suma aflicción, había buscado amparo en los brazos de mi hermano. Iría al hombre que me necesitaba más. Si era malo darle lo que rehusaba con sus palabras y pedía con sus ojos, entonces, ¡sería mala!
Mientras me adormecía, empecé a pensar cómo sería la cosa. Él no me rechazaría y echaría de su casa, porque yo se lo impediría. No querría hacerme daño. Me tomaría y, después, pensaría que había tenido que hacerlo, y no se sentiría culpable, no se sentiría culpable en absoluto.
Toda la culpa sería mía, y Chris me odiaría por ello, y se volvería a otra, como tenía que ser.