Hechicera…, ¿yo?

EL FUEGO DE LA CHIMENEA brillaba débilmente. Los grises leños se habían convertido ya en ceniza en el hogar, y Paul, envuelto en su gruesa bata roja, estaba sentado en un sillón, fumando despacio su pipa.

Contemplé su cabeza nimbada de humo, y vi una persona cálida, necesitada, deseosa y anhelante, como lo era yo a mi vez. Y, como a menudo me portaba cual una tonta, me acerqué a él sin el menor ruido, porque iba descalza. Me alegraba que él hubiese estrenado tan pronto nuestro obsequio. Yo llevaba también un regalo suyo, un delicado salto de cama de color turquesa, de fina tela y que flotaba sobre un camisón del mismo color. Él me vio allí, junto a su sillón, en mitad de la noche; pero no dijo nada, para no romper el encanto que en cierto modo nos unía en una mutua necesidad.

Yo ignoraba muchas cosas sobre mi misma, y no supe qué impulso me indujo a levantar la mano y acariciar su mejilla. Su piel era áspera, como si necesitase un afeitado. Apoyó la cabeza en el respaldo del sillón y volvió la cara en dirección a mí.

—¿Por qué me has tocado, Catherine?

Lo preguntó en un tono seco y frío que, normalmente, habría hecho que me sintiese rechazada y dolida; pero sus ojos eran como lagos claros y límpidos en deseo, un deseo que había visto yo otras veces, aunque no en unos ojos como los suyos.

—¿No le gusta que le toquen?

—No, si lo hace una joven envuelta en cendales y que tiene veinticinco años menos que yo.

—Veinticuatro años y siete meses —le corregí—. Mi abuela materna se casó con un hombre de cincuenta y cinco años, cuando ella tenía sólo dieciséis.

—Tan tonta fue ella como él.

—Según decía mi madre, ella fue una buena esposa —repliqué, débilmente.

—¿Por qué no estás durmiendo? —preguntó bruscamente.

—No tenía sueño. Creo que estoy demasiado excitada porque mañana marcharé al colegio.

—Razón de más para que vayas a acostarte; así estarás en mejores condiciones.

Iba a hacerlo, vaya que sí, pues había bajado para tomar un vaso de leche caliente; pero otras cosas, más seductoras, bullían también en mi cabeza.

—Doctor Paul…

—¡Me fastidia que me llames así! —me interrumpió—. Prescinde del tratamiento, o no me hables.

—Pensé que debía mostrarle el respeto que usted se merece.

—¡Al diablo con el respeto! Soy un hombre como otro cualquiera. Los médicos no somos infalibles, Catherine.

—¿Por qué me llama Catherine?

—¿Y por qué no he de hacerlo? Es tu nombre, ¿no? Y parece más propio que Cathy para una chica mayor.

—Hace un momento, cuando le toqué la mejilla, me miró echando chispas por los ojos, como si no le gustase que fuese una chica mayor.

—Eres una bruja. En un segundo, te transformas, de niña ingenua, en mujer seductora y provocativa, una mujer que parece saber exactamente lo que hace cuando me toca la cara con la mano.

Desvié la mirada ante esta arremetida. Me sentí sofocada, inquieta, y lamenté no haber ido directamente a la cocina. Contemplé los hermosos libros de los estantes y los pequeños objetos de arte que tanto parecían gustarle. Dondequiera que mirase, había algo que me decía que lo que más necesitaba él era belleza.

—Catherine, voy a preguntarte algo que no es de mi incumbencia; pero debo hacerlo. ¿Qué hay exactamente entre tú y tu hermano?

Empezaron a temblarme nerviosamente las rodillas. ¡Oh, Dios mío! ¿Se nos veía en la cara? ¿Por qué tenía que preguntarme esto? No le importaba nada; no tenía derecho a preguntarlo. El sentido común y el buen criterio hubiesen debido pegar mi lengua al paladar e impedido que dijese lo que dije, con voz débil y avergonzada:

—¿Le chocaría saber que, cuando estábamos encerrados los cuatro en una misma habitación, siempre juntos, y los días eran una eternidad, Chris y yo no nos veíamos siempre como hermanos?

Él fijó una barra en el desván, para que yo pudiese conservar ágiles los músculos, y con ello, la esperanza de llegar un día a ser bailarina. Y, mientras yo bailaba sobre la blanda y podrida madera, él estudiaba en el aula del ático, hojeando viejas enciclopedias durante horas. Oía mi música de baile y venía, y se quedaba mirando en la sombra…

—Prosigue —dijo, al hacer yo una pausa e inclinar la cabeza, recordando, olvidándome de él. Entonces, se inclinó de pronto hacia delante, me agarró y me sentó en sus rodillas—. Dime todo lo demás.

Yo no quería decírselo; pero su mirada era dura, exigente, y hacía que pareciese un hombre distinto. Tragué saliva y proseguí, de mala gana:

—La música me causó siempre un efecto especial, incluso cuando era muy pequeña. Se apodera de mí y me eleva, y me obliga a bailar. Y cuando estoy allá arriba, no puedo bajar, si no es por amor a alguien. Si uno baja y siente que toca de pies en el suelo, y no hay nadie allí a quien amar, se siente vacío y perdido. Y yo no quiero sentirme vacía y perdida.

—Así, pues, bailabas en el ático, te dejabas llevar por tu exaltada imaginación y, cuando volvías a tocar el suelo, te encontrabas con que la única persona a quien podías amar era tu hermano —dijo él, con voz helada, pero fulminándome con los ojos—. Era esto, ¿eh? Reservabas otra clase de amor para tus hermanitos gemelos, ¿verdad? Eras una madre para ellos. Lo sé. Lo veo cada vez que miras a Carrie o pronuncias el nombre de Cory. Pero ¿qué clase de amor sientes por Christopher? ¿Es también maternal? ¿Fraternal? O bien… —Se interrumpió, enrojeció, y me asusté—. ¿Qué hacías con tu hermano cuando estabais solos, encerrados allí arriba?

Presa de pánico, sacudí la cabeza y aparté sus manos de mis hombros.

—¡Chris y yo éramos decentes! ¡Nos portábamos lo mejor que podíamos!

—¿Lo mejor que podíais? —saltó, mirándome dura y agresivamente, como si la gentileza y la amabilidad que siempre mostraba no hubiesen sido más que un disfraz—. ¿Qué diablos me dices con esto?

—¡Todo lo que necesita saber! —salté a mi vez, con ojos furiosos y enrojecidos como los suyos—. Usted me acusa de seducirle. Y es usted quien lo hace, sentado ahí y observando todos mis movimientos. Me desnuda con la mirada. Me lleva a la cama en su imaginación. Habla de clases de ballet y de enviar a mi hermano a la Universidad y la Facultad de Medicina, y, mientras tanto, piensa que más pronto o más tarde va a exigir el pago. ¡Y yo sé cuál es el pago que quiere! —Abrí mi salto de cama con las manos y mostré el tenue corpiño del camisón azul—. Mire el regalo que me hizo. ¿Es éste un camisón adecuado para una niña de quince años? ¡No! ¡Es el camisón que se pondría una novia en su noche de bodas! Y usted me lo regaló, y vio que Chris fruncía el ceño, ¡y no tuvo ni siquiera el decoro de ruborizarse!

Lanzó una carcajada burlona. Olí el fuerte vino tinto que él solía beber antes de retirarse a descansar. Su aliento llegaba cálido a mi rostro; su cara estaba muy cerca de la mía, y yo podía ver los gruesos pelos de la barba mal afeitada. «Era el vino lo que le hacía obrar así», pensé. Sólo el vino. Cualquier mujer sentada en sus rodillas le habría servido…, ¡cualquier mujer! Rozó mis senos con los dedos y se atrevió a introducir la mano debajo del corpiño para tocarlos, contagiándoles el calor de su inesperada caricia, y acelerando también mi respiración.

—¿Querrías desnudarte para mí, Catherine? —murmuró, en tono zumbón—. ¿Te sentarías desnuda en mis rodillas, dejándome hacer lo que quisiera? ¿O cogerías aquel cenicero de cristal veneciano y lo harías añicos en mi cabeza?

Entonces me miró fijamente, súbitamente asqueado al ver su mano sobre mi seno izquierdo, y la retiró como si mi carne le quemase. Después me envolvió con el fino salto de cama, cubriendo lo que sus ojos hambrientos habían devorado momentos antes. Miró mis labios entreabiertos y pensé que pretendería besarme antes de recobrar el dominio sobre sí mismo y echarme de allí. En aquel momento, retumbó un trueno en lo alto y se oyó el chasquido de un rayo al caer sobre el cable telefónico del exterior. ¡Pegué un salto! ¡Lancé un grito!

Con la misma rapidez con que había retirado la mano, salió de su perplejidad y volvió a ser el de siempre: un hombre separado, solitario, resuelto a mantener su aislamiento. Yo era tan sabia en mi inocencia, que lo comprendí antes de que él exclamase:

—¿Qué diablos estás haciendo aquí, sentada medio desnuda en mis rodillas? ¿Por qué me dejaste hacer esto?

No le respondí. Estaba avergonzado; podía verlo a la luz del fuego moribundo y de los relámpagos intermitentes. Toda clase de ideas autocondenatorias bullían en su mente, y él se reprendía, se maldecía, se azotaba… y yo sabía que la culpa era mía. Como siempre, yo había tenido la culpa.

—Lo siento, Catherine, Algo se apoderó de mí y me obligó a hacer lo que hice.

—Está perdonado.

—¿Por qué me perdonas?

—Porque le quiero.

Volvió de nuevo la cabeza y no pude leer en sus ojos lo que estaba pensando.

—Tú no me quieres —dijo, pausadamente—. Sólo sientes agradecimiento por lo que he hecho por vosotros.

—Le quiero… y, si lo desea, seré suya cuando quiera. Es inútil que diga que no me ama, porque, lo leo en sus ojos cada vez que me mira.

—Me acerqué a él y le obligué a volver la cara.

—Cuando mamá me encerró, juré que, si llegaba el amor cuando fuese libre, le abriría las puertas de par en par. El día que llegué aquí, vi amor en sus ojos. No hace falta que se case conmigo; ámeme solamente, cuando me necesite.

Él me rodeó con un brazo y ambos contemplamos la tormenta. El invierno había luchado contra la primavera y había ganado. Ahora sólo granizaba; el rayo y el trueno se habían alejado, y yo me sentía muy… muy en lo justo. Él y yo nos parecíamos mucho.

—¿Por qué no te doy miedo? —preguntó, dulcemente, acariciando mi espalda y mis cabellos con sus manazas—. Sabes que no deberías estar aquí, que no deberías dejar que te abrazase, que te tocase.

—Paul… —empecé a decir, tanteando el terreno—, yo no soy mala, y tampoco lo es Chris. Cuando estábamos encerrados allí, procuramos portarnos bien, ¡palabra! Pero estábamos encerrados en la misma habitación y nos hacíamos mayores. La abuela nos había dado una larga lista de prohibiciones, incluso la de mirarnos, y ahora creo saber por qué. Nuestros ojos se encontraban tan a menudo que él podía consolarme sin decir palabra, y lo propio podía hacer yo con sólo mirarle. Esto no era malo, ¿verdad?

—Yo no os lo habría prohibido; desde luego, teníais que miraros. Para esto tenemos los ojos.

—Por haber vivido tanto tiempo de aquella manera, sé muy poco de las otras chicas de mi edad; pero, desde que alcancé a mirar por encima de una mesa, todas las cosas bellas me entusiasmaron. Ver caer el sol sobre los pétalos de una rosa, o brillar la luz a través de las hojas de los árboles mostrando sus nervaduras, o la manera en que la lluvia vuelve iridiscente el aceite derramado en la carretera; todo esto hace que me sienta dichosa. Y sobre todo, cuando oigo música, en particular mi música, la de ballet. Entonces no necesito el sol, ni las flores, ni el aire fresco. Se inflama mi interior y, dondequiera que esté, todo se convierte mágicamente en palacios de mármol, o bien me siento libre y salvaje en los bosques. Esto solía ocurrirme en el ático, y siempre bailaba un hombre de cabellos negros delante de mí. Nunca nos tocamos, aunque tratábamos de hacerlo. Nunca vi su cara, aunque quería verla. Una vez pronuncié su nombre, pero no pude recordarlo al despertar. Por consiguiente, creo que estoy realmente enamorada de él, sea quien fuere. Cada vez que veo un hombre de cabellos negros y que se mueve con gracia, me imagino que es él. Él rió entre dientes e introdujo sus largos dedos entre mis sueltos cabellos.

—¡Oh! ¡Qué romántica eres!

—Se está burlando de mí. Cree que no soy más que una chiquilla. Piensa que, si me besara, no sería excitante.

Él hizo un guiño, aceptando el desafío, y bajó poco a poco la cabeza hasta que sus labios se encontraron con los míos. ¡Oh! Conque así eran los besos de un extraño… Una corriente eléctrica pasó por mis brazos, y todos los nervios que no debiera tener una «chiquilla» de mi edad parecieron arder. Me aparté vivamente, espantada. Era malvada, estaba maldita, ¡seguía siendo un engendro del diablo! ¡Y qué asco le habría causado a Chris!

—¿Qué diablos estamos haciendo? —ladró él, saliendo del hechizo provocado por mí—. ¿Qué clase de diablillo eres, que me permites estas intimidades y que te bese? Eres muy hermosa, Catherine, pero eres sólo una «niña». —Sus ojos se ensombrecieron al adivinar mis motivos—. Ahora, métete esto en tu linda cabecita: no me debes nada, ¡absolutamente nada! Lo que hago por ti, por tu hermano y por tu hermanita, lo hago de buen grado, me satisface, y no espero ninguna recompensa. De ninguna clase…, ¿lo entiendes?

—Pero…, pero… —balbucí—. Siempre tenía miedo cuando la lluvia caía con fuerza y soplaba el viento durante la noche. Ésta es la primera vez que me he sentido tranquila y segura, aquí, con usted, delante del fuego.

—¿Segura? —inquirió, con ligera ironía—. ¿Crees que estás segura conmigo, sentándote en mis rodillas y besándome así? ¿De qué piensas que estoy hecho?

—De lo mismo que los demás hombres, pero mejor.

—Catherine —dijo Paul, ahora con voz más suave y amable—, he cometido muchos errores en mi vida, y vosotros tres me dais la oportunidad de redimirme. Si vuelvo a tocarte, quiero que grites pidiendo socorro. Y si no hay nadie aquí, corre a encerrarte en tu habitación o coge algo duro y ábreme la cabeza.

—¡Oh! —murmuré—. ¡Yo creía que me amaba!

Resbalaron lágrimas por mis mejillas. Me sentí de nuevo como una niña, castigada por ser demasiado presuntuosa. ¡Qué estúpida había sido al pensar que el amor llamaba ya a mi puerta! Él me apartó y fruncí el ceño. Después, me puso delicadamente en pie, sin apartar las manos de mi cintura, y me miró a la cara.

—Sí; eres hermosa y deseable —admitió, suspirando—. No me tientes demasiado, Catherine… Lo digo por tu propio bien.

—No hace falta que me ame. —Incliné la cabeza para ocultar la cara al caer los cabellos sobre ella, y dije, desvergonzadamente—: Sírvase de mí cuando me necesite; eso bastará.

Él se retrepó en su sillón y apartó las manos de mi cintura.

—Catherine, no quiero oír de tus labios esta clase de ofrecimientos. Vives en un país encantado, no en el mundo real. Las niñas salen malparadas cuando quieren jugar a personas mayores. Resérvate para el hombre que se case contigo, pero, por el amor de Dios, espera a crecer primero. No te eches en brazos del primer hombre que te desee.

Retrocedí, asustada, ahora, al levantarse él y acercarse a mí.

—Hermosa niña —dijo—, los ojos de Clairmont están fijos en ti y en mí, curiosos, inquisidores. Yo no tengo fama acrisolada. Por consiguiente, en bien de mi trabajo médico, y para tranquilidad de mi alma y de mi conciencia, mantente apartada de mí. Soy sólo un hombre, no un santo.

Retrocedí de nuevo, espantada, y eché a correr escaleras arriba, como si me persiguiesen. Pero, a fin de cuentas, él no era la clase de hombre que yo quería. Era médico, quizá mujeriego…, no un hombre capaz de satisfacer mis sueños de fiel, abnegado, eterno y romántico amor.

* * *

El colegio al que me envió Paul era grande y moderno, con piscina cubierta. Mis condiscípulas pensaban que tenía buen aspecto y una curiosa manera de hablar, como una yanqui. Se reían al oírme pronunciar ciertas palabras. Y no me gustaba que se burlasen de mí. Quería ser igual que las demás, pero, al intentarlo, descubrí que era diferente. ¿Cómo podía ser de otra manera? Ella me había hecho diferente. Yo sabía que Chris se sentía solo en su escuela, porque también él era un extraño en un mundo que hasta ahora había rodado sin nosotros. Temía por Carrie, sola en su colegio, porque también era diferente. Y maldecía a mamá por su empeño en mantenernos apartados, de modo que no podíamos confundirnos con los demás y hablar como ellos y creer lo que ellos creían. Yo era una extraña, y mis condiscípulos hacían todo lo posible para que me sintiese como tal.

Sólo en un sitio me sentía a gusto. Al salir de las clases del instituto, tomaba el autobús y me dirigía a la clase de ballet, cargando con la bolsa donde llevaba los leotardos, las pointes y un pequeño monedero. En el vestuario, las chicas compartían todos sus secretos. Contaban historias ridículas y chistes verdes, algunos muy obscenos. La sexualidad estaba en el aire, nos envolvía, cálida y exigente. Tontamente, infantilmente, discutían ellas si debían guardar sus cuerpos para sus maridos. ¿Se limitarían a unas carantoñas o irían «hasta el fin»? ¿Y cómo detener a un hombre, después de incitarle «inocentemente»?

Precisamente porque me sentía más conocedora que ellas, no les decía nada. Me imaginaba los ojos que habrían puesto, si me hubiese atrevido a hablar de mi pasado, de los años en que viví «en ninguna parte» y del amor que habría brotado de un erial. Ellas no tenían la culpa. No; nadie tenía la culpa, ¡salvo aquella que lo había originado todo! ¡Mamá!

Un día corrí a casa desde la parada del autobús y escribí una carta larga y venenosa a mi madre… y no supe adonde enviarla. La guardé, hasta que averiguase su dirección en Greenglenna. De una cosa estaba segura: no quería que ella supiese dónde vivíamos. Aunque habría recibido la citación, no figuraba en ella el nombre de Paul ni nuestra dirección, sino tan sólo la dirección del juez. Sin embargo, más pronto o más tarde tendría noticias mías, y lamentaría recibirlas.

Siempre empezábamos abrigándonos las piernas con gruesas medias de lana, y hacíamos ejercicios en la barra hasta que la sangre fluía cálida y veloz en nuestras venas y sudábamos y tirábamos aquellas prendas de abrigo. Nuestros cabellos, recogidos sobre la cabeza, a la manera de las viejas que fregaban los suelos, pronto quedaban también empapados, y los domingos, en que trabajábamos ocho o diez horas, teníamos que ducharnos dos o tres veces. La barra no estaba allí para que nos agarrásemos fuertemente a ella, sino sólo para ayudarnos a conservar el equilibrio, a dominar nuestros movimientos y hacerlos más graciosos. Hacíamos pliés, tendus, glissés, fondus, roñas de jambe á terre…, y nada de esto era sencillo. A veces, el dolor de la rotación de las caderas en un giro me hacía chillar. Después venían las frappes en tres cuartos de pointe, los roñas de jambe en l’air, las petite y grande battlemenís, las developpes y todos los ejercicios de calentamiento para hacer que nuestros músculos fuesen largos, vigorosos y ágiles. Y después, soltábamos la barra y repetíamos todos los movimientos en el centro de la pista.

Ésta fue la parte fácil. Después, el trabajo se hizo cada vez más difícil, pues exigía una habilidad técnica que sólo podía lograrse a costa de horribles dolores.

Pero cuando me decía que mi trabajo era bueno, incluso excelente, mi entusiasmo no tenía límites… Por lo visto, algo había ganado bailando en el ático, aunque entonces me hubiese sentido morir, pensaba mientras plied un, deux, etc… y Georges seguía aporreando el viejo piano vertical. Además, estaba Julián.

Algo le hacía volver una y otra vez a Clairmont. Yo creía que sus visitas eran sólo egoístas, para vernos sentadas en círculo en el suelo, observando su actuación en el centro, su exhibición de excelso virtuoso, sus rápidos giros que confundían la mirada. Sus saltos increíbles desafiaban la fuerza de la gravedad y, después de estos grand jetes, caía al suelo con la suavidad de un cisne. Una vez me llevó aparte para decirme que «su» estilo de baile era lo que daba tanta emoción a sus representaciones.

—Realmente, Cathy, no habrás visto ballet hasta que lo veas en Nueva York. Bostezó, con aire aburrido, y volvió la mirada a Norma Belle, con sus breves y transparentes leotardos blancos. Rápidamente le pregunté por qué, si tan bien se estaba en Nueva York, volvía tan a menudo a Clairmont.

—Vengo a visitar a mis padres —dijo, con cierta indiferencia—. Madame es mi madre, ¿sabes?

—¡Oh! No lo sabía.

—Claro que no. No me gusta alardear de esto. —Después sonrió, con malignidad devastadora—. ¿Eres todavía virgen? Le respondí que eso no era de su incumbencia, y él se echó a reír de nuevo.

—Eres demasiado buena para este lugar provinciano, Cathy. Eres diferente. No sé por qué, pero haces que todas las otras chicas parezcan torpes, desmañadas. ¿Cuál es tu secreto?

—¿Cuál es el tuyo?

Sonrió y apoyó una mano en mi pecho.

—Soy grande; eso es todo. El mejor. Pronto lo sabrá todo el mundo.

Irritada, aparté con brusquedad su mano. Le pisé y me eché atrás.

—¡No vuelvas a hacerlo!

Súbitamente, con la misma rapidez con que me había acorralado, perdió todo interés por mí y me dejó plantada.

La mayor parte de los días iba directamente a casa al salir de la clase y pasaba la velada con Paul. Era muy divertido estar con él, cuando no estaba cansado. Me hablaba de sus pacientes, sin nombrarlos, y me contaba cosas de su infancia y decía que siempre había querido ser médico, como Chris. Poco después de comer, salía para hacer la visita en tres hospitales locales, incluido uno de Greenglenna. Yo procuraba ayudar a Henny, mientras esperaba el regreso de Paul. A veces, veíamos la televisión. Otras, me llevaba al cine.

—Antes de que llegaseis vosotros, nunca iba al cine.

—¿Nunca? —le pregunté.

—Bueno, casi nunca —rectificó—. Tuve algunos pasatiempos antes de que vinieseis, pero, desde que estáis aquí, parece que no tenga tiempo para nada. No sé cómo lo empleo.

—Hablando conmigo —le dije, pasando un dedo por su mejilla bien afeitada—. Creo que le conozco mejor que a nadie en el mundo, salvo a Chris y a Carrie.

—No —dijo él, con voz tensa—. No te lo he contado todo.

—¿Por qué?

—No necesitas saber todos mis negros secretos.

—Yo le conté todos mis negros secretos, ¡y no se ha apartado de mí!

—¡Vete a la cama, Catherine!

Me levanté de un salto, corrí hacia él y le besé en la mejilla, que estaba muy roja. Después, corrí escaleras arriba. Al llegar a lo alto, me volví y le vi de pie junto al poste de la baranda, mirando hacia arriba, como si la vista de mis piernas bajo el corto camisón de color de rosa, propio de una muñeca, le fascinase.

—¡Y no andes por la casa de esa manera! —me gritó—. Debes ponerte una bata.

—Usted me compró esta prenda, doctor. Pensaba que quería verme con ella.

—Piensas demasiado.

Todas las mañanas me levantaba temprano, antes de las seis, para poder desayunar con él. A él le gustaba que estuviese allí, aunque no lo decía. Sin embargo, yo lo sabía. Le tenía encantado, hechizado, cada día aprendía más a ser como mamá.

Él trataba de evitarme, pero yo no le dejaba. Era el único que podía enseñarme lo que necesitaba saber. Su habitación estaba al final del pasillo donde se hallaba la mía, pero nunca me atreví a entrar en ella de noche, como había hecho en la de Chris. Añoraba a Chris y a Carrie. Cuando me despertaba, me dolía no verles en la habitación, a mi lado. Aún me dolía más no verles en la mesa del desayuno, y, si Paul no hubiese estado allí, creo que habría empezado todos los días llorando, en vez de sonreír forzadamente.

—Sonríe, mi Catherine —dijo una mañana Paul, mientras yo contemplaba mi plato de sémola, huevos revueltos y tocino. Levanté la cabeza, sorprendida por algo que percibí en su voz; algo anhelante, como si me necesitase.

—No vuelvas a llamarme así —repliqué ásperamente—. Chris solía llamarme su Lady Catherine, y no quiero que nadie más me llame su Catherine.

Él no replicó; dejó el periódico a un lado, se levantó y se dirigió al garaje. Desde allí iría a los hospitales, volvería a su consultorio, y yo no le vería hasta la hora de comer. No le veía lo bastante; nunca veía lo bastante a aquellos a quienes apreciaba.

Sólo en los fines de semana, cuando Chris y Carrie estaban en casa, parecía estar Paul a sus anchas conmigo. Y, sin embargo, cuando Chris y Carrie volvían a sus lugares de estudio, algo parecía surgir entre nosotros dos, una chispa sutil que revelaba que él sentía por mí la misma atracción que yo por él. Yo me preguntaba si la verdadera causa era también la misma para los dos. ¿Trataba él de escapar al recuerdo de su Julia, dándome entrada en su corazón, de la misma manera que yo trataba de escapar de Chris?

Pero mi vergüenza era peor que la suya, o, al menos, así lo pensaba yo entonces. Creía que yo era la única con un pasado negro y feo. Nunca soñé que un hombre tan bueno y noble como Paul pudiese tener también algo feo en su vida.

* * *

Transcurrieron dos semanas y Julián volvió de Nueva York. Esta vez dejó bien claro que sólo había venido para verme. Me sentí halagada y un poco confusa, pues él había triunfado ya, mientras que yo sólo tenía esperanzas de hacerlo. Tenía un viejo automóvil destartalado, el cual decía que no le había costado nada, salvo tiempo, pues todas sus piezas eran de desecho.

—Después de la danza, lo que más me gusta es chapucear con coches —me explicó, llevándome a casa después de la clase de baile—. Cuando sea rico, voy a tener automóviles de lujo; tres o cuatro, o quizá siete, uno para cada día de la semana. Me eché a reír; aquello me parecía descabellado y jactancioso.

—¿Crees que el baile da para tanto?

—Lo dará, cuando lleguen para mí las vacas gordas —respondió confiadamente.

Volví la cabeza y miré fijamente su bello perfil. Si se observaba por separado sus facciones, había defectos en ellas, pues la nariz no era perfecta y faltaba color en la piel, y quizá los labios eran demasiado llenos y rojos, demasiado sensuales. Pero el conjunto era sensacional.

—Cathy —dijo, mirándome largamente, mientras el cochecito saltaba y resoplaba—, te encantaría Nueva York. Allí hay mucho que hacer, que ver y que aprender. Ese médico en cuya casa vives no es tu padre; no debes seguir pegada a él, sólo por complacerle. Deberías pensar en trasladarte a Nueva York lo antes posible. —Pasó un brazo sobre mis hombros, para acercarme más a él—. ¡Menuda pareja haríamos tú y yo! —exclamó suavemente, con zalamería.

Después describió con vivos colores lo que sería nuestra vida en Nueva York. Claramente me dio a entender que yo estaría bajo su protección y compartiría su lecho.

—Yo no te conozco —le respondí, alejándome de él lo más posible—. No conozco tu pasado, y tú no conoces el mío. No nos parecemos en nada, y, aunque me halagas con tus atenciones, también me asustas un poco.

—¿Por qué? No voy a violarte.

Le odié por decir esto. No me espantaba la violación. En realidad, no sabía por qué le tenía miedo; a no ser que tuviese más miedo de mí misma cuando estaba con él.

—Dime quién eres, Julián Marquet. Háblame de tu infancia, de tus padres. Dime por qué te imaginas que eres un don divino para el mundo de la danza y para todas las mujeres que conoces.

Encendió distraídamente un cigarrillo, cosa desacostumbrada en él.

—Sal conmigo esta noche y te contaré lo que quieras.

Llegamos a la gran mansión de Bellefair Drive. Él detuvo el coche delante de la casa, mientras yo contemplaba las ventanas débilmente iluminadas al rosado resplandor del crepúsculo. Distinguí a duras penas la negra sombra de Henny, que se asomaba a ver quién aparcaba delante de su casa. Pensé en Paul, pero sobre todo en Chris, que era mi mejor mitad. ¿Aprobaría Chris a Julián? Me parecía que no; y sin embargo, le dije que sí, que saldría con él aquella noche. Una noche que había de ser soñada.