Vuelta a los tiempos escolares

LLEGÓ UN DÍA DE ENERO en que tuvimos que separarnos. Nos examinamos para graduar nuestras capacidades y, para sorpresa de Chris y mía, los resultados fueron excelentes. Yo me califiqué para el décimo grado; Carrie, para el tercero, y Chris, para la escuela preparatoria universitaria. Pero Carrie puso cara triste, mientras gritaba:

—¡No! ¡No! —Había cerrado los puños y preparado los pies para luchar contra quienes trataran de obligarla—. ¡No quiero ir a un colegio particular para niñas pequeñas! ¡No puedes hacerme ir, Cathy! ¡Se lo diré al doctor Paul!

Tenía el rostro enrojecido por la ira y su voz llorosa era como un gemido de sirena.

A mí tampoco me entusiasmaba la idea de meter a Carrie en un colegio particular, a diez millas de la ciudad. Chris se marcharía un día después que ella. Yo me quedaría sola, para asistir al instituto…, y nos habíamos jurado solemnemente que nunca nos separaríamos. (Yo había restituido de mala gana los alimentos que tenía escondidos, y nadie se había enterado de esto, salvo Chris). Subí a Carrie sobre mi falda y le expliqué que el doctor Paul había elegido aquel colegio, que era muy distinguido, y había pagado una cantidad enorme para matricularla en él. Ella cerró fuertemente los ojos y trató de no escucharme.

—No es un colegio para niñas pequeñas, Carrie —le dije, en tono apaciguador, y la besé en la frente—. Es un colegio para niñas ricas, cuyos padres pueden darles lo mejor. Deberías sentirte orgullosa y feliz de que el doctor Paul sea nuestro tutor legal.

¿Podría convencerla? ¿La había convencido alguna vez de algo?

—Pues yo no quiero ir —gimió, obstinadamente—. ¿Por qué no puedo ir a tu colegio, Cathy? ¿Por qué tengo que ir sola, sin tener a nadie conmigo?

—¿A nadie? —Me eché a reír para disimular lo que sentía, fiel reflejo de su propio miedo—. No estarás sola, querida. Habrá cientos de otras niñas, aproximadamente de tu edad. Es un colegio elemental; yo tengo que ir al superior. —La mecí en mis brazos, acaricié sus largos y brillantes cabellos, y acerqué su carita de muñeca a la mía. ¡Qué linda era! Habría sido una belleza, si su cuerpo hubiese crecido en proporción a su cabeza—. Carrie, tienes cuatro personas que te queremos muchísimo: el doctor Paul, Henny, Chris y yo. Todos queremos lo mejor para ti, y, aunque nos separen unas cuantas millas, estarás en nuestros corazones, en nuestros pensamientos; y podrás venir a casa todos los fines de semana. Y, lo creas o no, el colegio no es un sitio tan terrible; en realidad, es divertido. Compartirás una bonita habitación con una niña de tu edad. Tendrás buenas maestras y, mejor aún, estarás con niñas que pensarán que eres la más bonita que vieran jamás. Y tú debes querer estar con otras chicas. Yo sé que estar con muchas niñas resulta muy divertido. Podéis jugar, tener sociedades secretas y celebrar fiestas, y hablar en voz baja y reír por la noche. Te encantará.

Sí. Seguro. Le encantaría.

Carrie sólo accedió después de verter un gran caudal de lágrimas, diciéndome con sus ojos suplicantes que sólo iría para complacernos, a mí y a nuestro bienhechor al que tanto quería. Dormiría sobre clavos, con tal de que estuviese él contento. Y, para ella, ir a un colegio de niñas era como acostarse en un lecho de clavos.

Paul y Chris entraron en el cuarto de estar con el tiempo justo de oírle decir:

—¿Y voy a estar allí mucho, mucho tiempo?

Los dos habían estado encerrados durante horas en el estudio de Paul, explicando éste a Chris ciertas cuestiones de química que él no había estudiado durante su encierro. Paul echó una mirada a Carrie, vio su aflicción, se dirigió al armario del vestíbulo y volvió con una enorme caja envuelta en papel granate y atada con una cinta de seda de diez centímetros de anchura.

—Esto es para mi rubia favorita —dijo, cariñosamente. Carrie le miró con sus ojos grandes y asustados y, después, sonrió débilmente.

—¡Oh! —exclamó, entusiasmada, al abrir el paquete y ver una espléndida maleta roja de cuero y, dentro de ella, un neceser con un peine dorado, un cepillo, un espejo y varios frasquitos y botellitas de plástico, y una carpeta de cuero para que pudiese escribirnos—. ¡Es es-tu-pen-do! —exclamó, vencida al momento por unas cosas tan rojas y tan bellas—. No sabía que hiciesen maletas rojas y pusieran espejos y cosas en ellas.

Miré a Paul, que ciertamente no podía pensar que una niña necesitase afeites. Como si leyese mi pensamiento, explicó:

—Sé que esto es más bien para una chica mayor, pero quería regalarle algo que pudiese usar durante muchos, muchos años. Cuando lo vea, dentro de mucho tiempo, pensará en mí.

—Es la maleta más bonita que he visto en mi vida —dije, alegremente—. Puedes poner los cepillos de dientes, la pasta dentífrica, el jabón en polvo y el agua de colonia, en el neceser.

—¡No voy a poner esa sucia agua de colonia en mis maletas!

Todos nos echamos a reír. Entonces, corrí a la escalera y subí a mi habitación, a buscar una cajita que tenía guardada, y volví junto a Carrie a toda prisa. Melindrosamente, levanté la caja, preguntándome si hacía bien en dársela y despertar viejos recuerdos.

—Dentro de esta caja están algunos viejos amigos tuyos, Carrie. Cuando estés en el Colegio de Jóvenes Distinguidas de Miss Emily Dean Calhoun y te sientas sola, abre esta caja y contempla lo que hay dentro de ella. No le muestres el contenido a todo el mundo, sino sólo a amigas muy particulares.

Sus grandes ojos se abrieron todavía más al ver los pequeños personajes de porcelana a los que tanto había querido en su primera infancia, todos ellos hurtados por mí de aquella grande y fabulosa casa de muñecas con la que ella había jugado tantas horas en el ático. Incluso me había llevado la cuna.

—El Señor y la Señora Parkins —jadeó Carrie, con lágrimas de dicha en sus grandes ojos azules—, ¡y la pequeña Clara! ¿De dónde han venido, Cathy?

—Sabes muy bien de dónde vinieron. Me miró, agarrando la caja llena de algodón para proteger las frágiles figuritas y la cunita de madera, todas ellas componentes de una herencia inestimable.

—Cathy, ¿dónde está mamá?

¡Señor! Precisamente lo que no quería que me preguntase.

—Ya sabes, Carrie, que tenemos que decir a todo el mundo que nuestros padres murieron.

—¿Está muerta mamá?

—No…, pero tenemos que decirlo.

—¿Por qué?

Una vez más, tuve que explicarle a Carrie por qué no debíamos decir a nadie quiénes éramos en realidad y que nuestra madre vivía aún, so pena de que nos encerrasen de nuevo en aquel horrible ático. Ella estaba sentada en el suelo, junto a su nueva y brillante maleta roja, con la caja de los muñecos sobre el regazo, y me miraba con ojos inquietos y sin comprender nada en absoluto.

—¡Lo digo en serio, Carrie! No debes mencionar nunca a parientes que no seamos Chris y yo, el doctor Paul y Henny. ¿Lo has entendido?

Ella asintió con la cabeza, pero siguió sin comprender. Sus labios temblorosos y su expresión ansiosa me decían… ¡que todavía añoraba a mamá! Después llegó el día terrible en que llevamos a Carrie a diez millas de los límites urbanos de Clairmont, para ingresar en aquel distinguido colegio particular para hijas de potentados. El edificio era grande, pintado de blanco, con un porche en la entrada y las columnas blancas de ritual. En una placa de bronce, junto a la puerta principal, se leía: FUNDADO EN 1824. Fuimos recibidos, en un caliente y acogedor despacho, por una descendiente de la fundadora del colegio, Miss Emily Dean Dewhurst. Era ésta una mujer majestuosa, bella, de magnífica cabellera blanca y sin una sola arruga que delatase su edad.

—Es una niña adorable, doctor Sheffield. Desde luego, haremos todo lo posible para que se sienta cómoda y dichosa, mientras aprende. Yo me incliné para besar a Carrie, que estaba temblando, y le murmuré:

—Anímate y procura pasarlo bien. No te sientas abandonada. Vendremos todos los fines de semana para llevarte a casa con nosotros. No está mal, ¿verdad?

Se animó y se esforzó en sonreír.

—Sí, podré aguantarlo —murmuró, débilmente. No me resultó fácil marcharme y dejar a Carrie en aquella hermosa y blanca mansión.

El día siguiente debía partir Chris para la escuela preparatoria, ¡y cómo me dolía verle empaquetar sus cosas! Le observaba, pero no podía hablar. Ni siquiera podíamos mirarnos, Chris y yo. Su escuela estaba aún más lejos que el colegio de Carrie. Paul tuvo que conducir treinta millas para llegar al campus, con sus edificios de ladrillos de color de rosa y, una vez más, con las imprescindibles columnas blancas. Percibiendo que necesitábamos quedarnos solos, Paul dio la frágil excusa de que quería echar un vistazo a los jardines. Pero Chris y yo no nos quedamos realmente solos, pues estábamos en una galería con grandes ventanales, por la que pasaban continuamente jóvenes que no dejaban de mirarnos. Yo quería estar en sus brazos, con mi mejilla pegada a la suya. Quería que fuese una despedida al amor, tan completa que supiésemos que éste había acabado para siempre, al menos en lo que tuviese de malo.

—Chris —balbuceé, a punto de llorar—, ¿qué voy a hacer sin ti?

Sus ojos azules cambiaban de color, reflejando sus calidoscópicas emociones.

—Nada cambiará, Cathy —murmuró roncamente, apretándome las manos—. Cuando volvamos a vernos, sentiremos lo mismo. Yo te amo. Y siempre te amaré, para bien o para mal; no puedo evitarlo. Estudiaré con tanto empeño que no tendré tiempo de pensar en ti, de echarte en falta y de preguntarme qué va a ser de tu vida.

—Y tú serás el graduado en Medicina más joven de todos los tiempos —bromeé, aunque mi voz estaba tan ronca como la suya—. Guarda un poco de tu cariño para mí y consérvalo en lo más hondo de tu corazón, como conservaré yo el mío por ti. No podemos cometer el mismo error de nuestros padres.

Él suspiró profundamente y agachó la cabeza, observando el suelo, o quizás observando mis pies calzados con zapatos de tacones altos, que me sentaban tan bien.

—Cuídate —me dijo.

—Desde luego, y cuídate tú también. No estudies demasiado. Diviértete un poco y escríbeme al menos una vez al día; no creo que debamos abusar del teléfono, pues sería muy caro.

—Eres muy hermosa, Cathy. Quizá demasiado. Cuando te miro, me parece ver a nuestra madre, en tu manera de mover las manos, en tu manera de inclinar a un lado la cabeza. No hechices demasiado a nuestro doctor. Quiero decir que, a fin de cuentas, es un hombre. No tiene esposa… y tú vivirás en la misma casa que él. —Levantó la cabeza, endurecida de pronto la mirada—. No hagas nada precipitadamente, por librarte de lo que sientes por mí. Te hablo en serio, Cathy.

—Te prometo que me portaré bien.

Era una promesa muy débil, dado que él había despertado en mí aquel afán primitivo que hubiese debido contener hasta ser lo bastante mayor para dominarlo. Ahora, lo único que quería era ser complacida y amada por alguien con quien pudiese sentirme buena.

—Paul es un gran tipo —prosiguió Chris, tanteando el terreno—. Yo le quiero. Carrie le quiere. ¿Qué sientes tú por él?

—Cariño, lo mismo que tú y Carrie. Gratitud. No hay nada malo en ello.

—¿No ha intentado pasarse de la raya?

—No. Es honrado, decente.

—Ya veo cómo te mira, Cathy. Eres tan joven, tan hermosa y estás tan… necesitada de cariño. —Hizo una pausa, enrojeció y desvió la mirada, como sintiéndose culpable, antes de proseguir—: Quizá sea una ruindad preguntártelo, después de todo lo que ha hecho por nosotros; pero a pesar de todo siento, algunas veces, que si nos adoptó fue solamente…, bueno…, fue solamente por tu causa. ¡Porque te desea!

—Tiene veinticinco años más que yo, Chris. ¿Cómo puedes pensar una cosa así? Chris pareció aliviado.

—Tienes razón —admitió—. Tú eres su pupila, y demasiado joven. Debe de haber muchas chicas guapas en los hospitales que se sentirían dichosas de estar con él. Creo que estás bastante a salvo. Sonriendo ahora, me atrajo suavemente y me besó. Un beso suave, afectuoso, de despedida por un tiempo.

—Perdóname por lo de la víspera de Navidad —dijo, después de besarme—. Mi corazón estaba dolorido y destrozado al separarnos.

¿Cómo iba yo a vivir, tan lejos de él? Otra cosa que le debíamos a ella. Había hecho que tuviésemos que preocuparnos el uno del otro de una manera que no hubiésemos debido hacer jamás. Su culpa, ¡siempre su culpa! ¡Todo lo que había ido mal en nuestras vidas podíamos achacárselo a ella!

—No trabajes demasiado, Chris, o pronto tendrás que llevar gafas.

Él sonrió, prometió, hizo un remiso ademán de despedida. Ninguno de los dos podía pronunciar la palabra «adiós». Giré sobre mis talones y, con lágrimas en los ojos, corrí por los pasillos y salí a la luz del sol. Ya en el coche blanco de Paul, me hundí en el asiento y sollocé, como solía hacer Carrie cuando le daba un berrinche. Paul surgió súbitamente de la nada y se sentó en silencio frente al volante. Puso el motor en marcha, arrancó hacia atrás, y giró y se dirigió a la carretera principal. No mencionó mis ojos enrojecidos, ni el empapado pañuelo que tenía yo en la mano para enjugar las lágrimas que seguían fluyendo. No me preguntó por qué estaba tan callada, en vez de pincharle y bromear y decir tonterías como solía hacer para no oír el silencio. Silencio, quietud. Oye caer las plumas, escucha el gemido de la casa. Como en la oscuridad del ático.

Las manos fuertes y cuidadas de Paul, retrepado en su asiento, conducían el automóvil con facilidad y natural habilidad. Yo estudié sus manos, porque lo primero que observaba en los hombres, después de los ojos, eran las manos. Luego miré sus piernas. Muslos vigorosos, bien formados, perfectamente dibujados por los ceñidos pantalones azules de punto; quizá demasiado, porque, de pronto, se desvaneció mi tristeza, mi melancolía, y sentí como una oleada de sensualidad.

Árboles gigantescos flanqueaban la ancha y negra carretera; unos árboles nudosos y oscuros, gruesos y antiguos.

—Magnolias de Bull Bay —indicó Paul—. Es una lástima que no estén floridas, aunque no tardarán mucho. Nuestros inviernos son cortos. Una cosa debes recordar: no huelas ni toques nunca una flor de magnolia; si lo haces, te marchitarás y morirás. Me dirigió una mirada ambigua, que no me permitió adivinar si estaba hablando en serio.

—Antes de que llegaseis tú, tu hermano y tu hermana, me daba miedo entrar en mi calle. ¡Estaba siempre tan solo! Ahora vuelvo a casa satisfecho. Y esto me place. Gracias, Cathy, por haberos dirigido al Sur, en vez de hacerlo al Norte o al Oeste.

Cuando hubimos llegado a casa, Paul se dirigió a su consultorio y yo subí al piso alto, para tratar de olvidar mi soledad haciendo ejercicios en la barra. Paul no vino a cenar, y esto empeoró aún más las cosas. Tampoco compareció después de la cena, por lo que me acosté temprano. Sola. Estaba completamente sola. Carrie se había ido. Mi fiel Christopher se había ido también. Por primera vez, los tres dormiríamos bajo un techo distinto. Añoraba a Carrie. Me sentía muy mal, espantada. Necesitaba a alguien. El silencio de la casa y la profunda oscuridad de la noche gritaban a mi alrededor: Sola, sola; estás sola, y a nadie le importas, a nadie le importas. Pensé en la comida. Lamenté no haber conservado una buena provisión al alcance de la mano. Entonces recordé que lo mejor era un poco de leche caliente. Decían que la leche caliente ayudaba a conciliar el sueño…, y lo que yo necesitaba era dormir.