ERA EL DÍA DESPUÉS de Navidad. A la una tenía que estar ya en Greenglenna, ciudad natal de Bart Winslow y sede de la Rosencoff School of Ballet. Nos apretujamos todos en el coche del doctor Paul y llegamos con cinco minutos de antelación. Madame Rosencoff me dijo que, si me aceptaba, debería llamarla Madame Marisha. Si fracasaba, no debía volver a dirigirme a ella, bajo ningún apelativo. Sólo llevaba unos leotardos negros que revelaban todos los entrantes y salientes de su soberbio cuerpo, delgado y esbelto, a pesar de que debía de tener casi cincuenta años. Sus senos, ceñidos por el negro tejido de punto, parecían rematados por dos puntas de metal. Su marido, Georges, vestía también de negro y mostraba un cuerpo vigoroso, en el que sólo una ligera comba del vientre empezaba a delatar su edad. Veinte chicas y tres chicos estaban también allí para hacer pruebas.
—¿Qué música has elegido? —me preguntó ella. (Por lo visto, su marido no hablaría nunca, aunque sus chispeantes ojos de pájaro no dejaban de mirarme).
—La bella durmiente —respondí débilmente, pensando que el papel de la princesa Aurora era la prueba más difícil entre todas las piezas del repertorio clásico. ¿Por qué había de elegir otro más sencillo?—. Puedo bailar sola el Adagio de la rosa —añadí jactanciosamente.
—Magnífico —dijo sarcásticamente ella, y añadió, con una nueva dosis de ironía—: Había adivinado, por tu aspecto, que escogerías La bella durmiente.
Lamenté no haber elegido algo más fácil.
—¿Qué color prefieres para los leotardos?
—El rosa.
—Me lo había figurado.
Me arrojó unos leotardos de un rosa desvaído y, con la misma indiferencia, tomó un par de zapatillas pointe de una triple hilera de docenas de ellas. Me las arrojó y, aunque parezca imposible, era exactamente de mi medida. Cuando me hube desnudado y puesto los leotardos y las zapatillas, me senté ante un largo tocador, con un espejo de la misma longitud, y empecé a recogerme los cabellos. No tenía que decirme que Madame querría ver los tendones de mi cuello y que le disgustaría cualquier épaulement que realizase. Eso lo sabía ya. Apenas había acabado de vestirme y de peinarme, entre las risitas de las chicas que me rodeaban, cuando Madame Marisha asomó la cabeza en la puerta entreabierta, para ver si estaba lista. Sus negros ojos me escrutaron con mirada crítica.
—No está mal. Sígueme —ordenó, y echó a andar, con sus fuertes y musculosas piernas.
¿Cómo había dejado que se le pusiesen así? Yo nunca estaría en pointe tanto tiempo como para que mis piernas se pusiesen tan gordas como las suyas… ¡Nunca!
Me condujo a un gran recinto de suelo pulimentado, que, en realidad, no era tan resbaladizo como parecía. Había sillas para los espectadores junto a las paredes, y allí vi a Chris, a Carrie, a Henny y al doctor Paul. Me arrepentí de haberles pedido que viniesen. Si fracasaba, serían testigos de mi derrota. Había otras ocho o diez personas, aunque no les presté mucha atención. Los chicos y chicas de la compañía se habían colocado entre bastidores, para observarme. Yo tenía más miedo de lo que antes me había imaginado. Desde luego, había practicado un poco desde mi fuga de Foxworth Hall, pero con menos entusiasmo que cuando estaba en el ático. Hubiese tenido que hacer ejercicios durante toda la noche, hasta el amanecer, y quizá no habría sentido este nerviosismo, que me ponía al borde del mareo.
Hubiese deseado ser la última, para observar a las demás y ver las faltas que cometían y aprender también de ello. De esta manera, habría podido saber lo que tenía que hacer.
El propio Georges se sentó al piano. Tragué saliva, para deshacer el nudo que tenía en la garganta. Tenía la boca seca, y mariposas aleteaban aterrorizadas en mi pecho, mientras buscaba, entre los espectadores, la piedra imán que necesitaba, en los ojos azules de Chris. Como siempre, él estaba allí, sonriendo, telegrafiándome su orgullo y su confianza y su eterna admiración. Mi querido, mi amado muñeco Christopher, siempre en el sitio donde le necesitaba, siempre dándose a mí y haciéndome mejor de lo que habría sido sin él.
«Dios mío —recé—, haz que lo haga bien. ¡Haz que responda a sus esperanzas!». No podía mirar a Paul. Él quería ser mi padre, no mi piedra de toque. Si fracasaba y le defraudaba, sin duda me vería de un modo diferente. Perdería el encanto que tenía para él. No sería nadie especial. Alguien me tocó en el brazo, y me sobresalté. Giré en redondo y me enfrenté a Julián Marquet.
—Suerte —murmuró, y sonrió, mostrando unos dientes blancos y perfectos.
Sus ojos negros tenían un brillo malicioso. Era más alto que la mayoría de los bailarines, casi seis pies, y, según sabría yo muy pronto, tenía diecinueve años. Su piel era tan blanca como la mía, aunque, en contraste con sus negros cabellos, parecía más pálida. Tenía partida la barbilla, y un hoyuelo en la mejilla derecha que hacía aparecer y desaparecer a voluntad. Le di las gracias por sus deseos de buena suerte, muy impresionada por su asombrosa belleza.
—¡Huy! —exclamó él, con voz ronca, al sonreírle yo—. Desde luego, eres muy hermosa. Lástima que seas aún una chiquilla.
—¡No soy una chiquilla!
—Entonces, ¿qué eres? ¿Una anciana de dieciocho años?
Sonreí, complacida de parecer tan mayor.
—Tal vez sí, tal vez no.
Él rió entre dientes, como si estuviese de vuelta de todo. Y, por su manera de jactarse de ser uno de los primeros bailarines de una compañía de Nueva York, quizá lo estaba.
—Sólo he venido aquí en mis vacaciones, para hacerle un favor a Madame. Pronto volveré a Nueva York, que es donde debo estar.
Miró a su alrededor, como si las «provincias» le aburriesen terriblemente, mientras yo sentía palpitar un poco mi corazón. Después deseé que fuese uno de los bailarines con quienes debería actuar.
Cambiamos unas pocas frases más, hasta que empezó a sonar mi música. De pronto, me encontré sola en el ático, con flores de papeles de colores colgando de largos cordeles; sola con mi amante secreto que bailaba siempre delante de mí, pero sin dejar que me acercase lo bastante para verle la cara. Bailé, al principio con miedo, haciendo todo lo que debía: entrechats, movimientos de brazos, pirouettes. Estaba segura de tener los ojos abiertos y vuelta siempre la cara a unos espectadores a los que no veía. Entonces, la magia se apoderó de mí. No tenía que contar ni pensar lo que iba a hacer; la música me decía lo que tenía que hacer y cómo debía hacerlo, pues yo era su voz y no podía equivocarme. Y, como siempre, aquel hombre parecía bailar conmigo…, ¡sólo que ahora le veía la cara! Su bella cara pálida, muy pálida, de ojos negros y brillantes, de cabellos como el carbón y labios de rubí. ¡Julián!
Le veía como en sueños, estirando sus largos brazos al caer sobre una rodilla, doblada la otra pierna graciosamente hacia atrás. Me indicaba con los ojos cuándo tenía que correr o saltar hacia sus brazos que me esperaban. Encantada de bailar con un profesional, me acercaba a él cuando sentí un dolor terrible en el abdomen. ¡Me doblé y lancé un grito! A mis pies, había un charquito de sangre. Y corría sangre por mis piernas, manchando los leotardos y las zapatillas de color de rosa. Resbalé y caí al suelo, y estaba tan débil que me quedé inmóvil, escuchando los gritos. No mis gritos, sino los de Carrie. Cerré los ojos, y alguien se acercó a levantarme. Oí, a lo lejos, las voces de Paul y de Chris. Después, la cara de Chris se inclinó sobre la mía, y en ella se pintaba claramente el amor que sentía por mí. Esto me consoló y me espantó al mismo tiempo, porque yo no quería que Paul lo viese. Chris dijo algo para tranquilizarme, en el momento en que me invadía una oscuridad que me llevaba lejos, a un lugar remoto donde nadie me quería.
Mi carrera de bailarina había terminado, terminado, antes de empezar. Desperté de un sueño de brujas y vi a Chris, sentado en la cama del hospital, asiendo mi mano inerte y mirándome con sus ojos azules… Dios mío, ¡aquellos ojos…!
—Hola —dijo en voz baja, apretándome los dedos—. Estaba esperando a que despertases.
—Hola.
Me sonrió y me besó en la mejilla.
—Te diré una cosa, muñeca Catherine: sabes terminar dramáticamente un baile.
—Sí, y esto requiere talento. Verdadero talento. Quizá debería hacerme actriz.
Él se encogió de hombros, con indiferencia.
—Creo que podrías hacerlo —dijo—, aunque dudo de que lo hagas.
—¡Oh, Chris! —gemí, débilmente—. ¡Perdí mi gran ocasión! ¿Por qué sangré de esa manera?
Sentí que el miedo se pintaba en mis ojos. Miedo de que él viese y conociese la causa. Se inclinó para abrazarme y me estrechó sobre su pecho.
—La vida ofrece siempre más de una oportunidad, Cathy, y tú lo sabes. Necesitabas un legrado. Mañana estarás bien y podrás levantarte.
—¿Qué es un legrado?
Sonrió y me dio unas palmadas cariñosas en la mejilla, olvidando, como siempre, que yo no estaba tan adelantada, médicamente, como él.
—Es un procedimiento consistente en raspar las paredes del útero con un instrumento para eliminar materias sobrantes. Tus períodos interrumpidos debieron acumularse y brotar de golpe.
Nuestras miradas se encontraron.
—Eso fue todo, Cathy… Todo. No tienes nada más.
—¿Quién hizo el raspado? —murmuré, temerosa de que hubiese sido Paul.
—Un ginecólogo llamado doctor Jarvis, amigo de nuestro médico. Paul dice que es el mejor ginecólogo de esta región.
Recliné de nuevo la cabeza en la almohada, sin saber qué pensar. Que una cosa así me hubiese ocurrido precisamente entonces…, delante de todos aquellos a quienes pretendía impresionar. Dios mío, ¿por qué era tan cruel la vida para mí?
—Abre los ojos, mi Señora Catherine —dijo Chris—. Das demasiada importancia a una cosa que no la tiene. Echa una mirada al tocador y verás todas las flores que te han enviado; Flores naturales, no de papel. Confío en que no te enfadarás si te digo que he echado un vistazo a las tarjetas.
Desde luego, no me disgustó que él lo hubiese hecho. Chris se acercó al tocador y volvió y puso un sobrecito blanco en mi fláccida mano. Contemplé el espléndido ramo de flores, pensando que sería de Paul, y sólo entonces miré el sobre que tenía en la mano. Con dedos temblorosos, extraje de él una notita que decía:
«Te deseo una pronta recuperación. Espero verte el próximo lunes, a las tres en punto.
»MADAME MARISHA».
¡Marisha! ¡Me había aprobado!
—¡Chris! ¡Los Rosencoff me llaman!
—Claro que sí —dijo débilmente él—. Estarían ciegos si no lo hiciesen.
—¡Pero esa mujer me da miedo! A pesar de lo pequeña que es, no le confiaría yo mi vida.
—Pero creo que tú podrás manejarla bien; siempre te cabrá el recurso de desangrarte a sus pies. Me incorporé y lo abracé.
—¿Saldrá esto bien, Chris? ¿Lo crees realmente? ¿Es posible que tengamos tanta suerte?
Él asintió con la cabeza, sonrió y señaló otro ramo. Era de Julián Marquet e iba acompañado de otra nota.
«Nos veremos cuando vuelva de Nueva York, muñeca Catherine. No me olvides».
Por encima del hombro de Chris, que me abrazaba con fuerza, vi llegar al doctor Paul, que vaciló en el umbral y frunció el ceño al mirarnos, y después sonrió y avanzó. Chris y yo nos separamos rápidamente.