Dulces visiones

ERA NAVIDAD. El árbol tocaba el alto techo y, al pie de aquél, ¡había regalos suficientes para diez muchachos! Y eso que Chris y yo habíamos dejado la niñez atrás. Carrie estaba emocionada por todo lo que le había traído Papá Noel. Chris y yo habíamos gastado lo que nos quedaba de nuestro dinero hurtado, para comprar una lujosa bata roja para Paul y un brillante vestido de terciopelo rubí para Henny…, ¡de la talla cuarenta y ocho! Henny lo sostuvo delante de su cuerpo, deslumbrada y complacida. Después, escribió una nota para darnos las gracias:

«Muy bonito para ir a la iglesia. Todas las amigas se morirán de envidia».

Paul se probó su magnífica bata nueva. Le sentaba muy bien aquel color y la prenda le estaba a la medida. Después llegó la mayor sorpresa. Paul se acercó a mí y se sentó sobre los talones. Sacó cinco grandes boletos amarillos de la cartera. Si hubiese estado pensando durante un año la manera de complacerme más, no habría podido hacerlo mejor. Su mano grande y bien formada agitaba cinco entradas para Cascanueces, representado por la Rosencoff School of Ballet.

—Tengo entendido que es una compañía muy buena —explicó Paul—. Yo no entiendo mucho de ballet, Pero he preguntado, y dicen que es una de las mejores. También dan lecciones para principiantes, grado medio y alumnos adelantados. ¿A qué categoría perteneces tú?

—¡A la de los adelantados! —declaró Chris, mientras yo miraba a Paul, demasiado feliz para poder hablar—. Cathy era principiante cuando subió a vivir en el ático. Pero allí le ocurrió algo maravilloso: el fantasma de Ana Pavlova se metió en su cuerpo. Y Cathy aprendió sola a bailar en pointe.

Aquella noche, todos, incluida Henny, permanecimos absortos en la tercera fila, sector central, del teatro. Los que danzaban en el escenario no eran buenos, ¡eran soberbios! En particular un hombre guapísimo, llamado Julián Marquet, que hacía el primer papel. Después, durante el entreacto, seguí a Paul como en sueños hasta los bastidores, ¡pues iba a conocer a los artistas! Me condujo hacia una pareja que estaba de pie en uno de los lados.

—Madame Georges —dijo a una mujer menuda y lisa como una foca, y a su acompañante, no mucho más alta que ella—, ésta es mi pupila, Catherine Doll, de quien les hablé. Éste es su hermano, Christopher, y esta joven belleza es Carrie. A Henrietta Beech ya la conocen…

—Sí, claro —dijo la dama, que parecía una bailarina, hablaba como una bailarina y llevaba los negros cabellos como una bailarina, peinados hacia atrás y recogidos en un enorme moño. Sobre los leotardos negros llevaba un holgado vestido negro de chiffon y, sobre éste, un bolero de piel de leopardo. Su marido, Georges, era un hombre tranquilo, nervudo, de semblante pálido, cabellos sorprendentemente negros y labios tan rojos que parecían hechos de sangre coagulada. Formaban una buena pareja, porque ella tenía también los labios escarlata y sus ojos eran como tiznajos de carbón sobre una masa pálida harinosa. Dos pares de ojos negros se fijaron en mí y, después, en Chris.

—¿También tú eres bailarín? —preguntaron a mi hermano.

¡Oh! ¿Hablarían siempre al mismo tiempo?

—No, yo no sé bailar —dijo Chris, un poco confuso.

—¡Qué lástima! —suspiró Madame—. Haríais una magnífica pareja en el escenario. La gente acudiría en tropel para ver dos bellezas como vosotros. Entonces miró a la pequeña Carrie, que me asía la mano, temerosa, y no le prestó más atención.

—Chris quiere ser médico —explicó el doctor Paul.

—¡Bah! —se mofó Madame Rosencoff, como si Chris fuese un insensato. Después, ella y su marido fijaron en mí sus ojos de ébano con tal intensidad que sentí calor y empecé a sudar.

—¿Has estudiado baile?

—Sí —respondí, débilmente.

—¿A qué edad empezaste?

—A los cuatro años.

—¿Y ahora tienes…?

—En abril cumpliré dieciséis.

—Bien. Muy, muy bien. —Madame se frotó las largas y huesudas manos—. Más de once años de práctica. ¿A qué edad empezaste a bailar en pointe?

—A los doce años.

—¡Maravilloso! —exclamó—. Yo no pongo a las chicas en pointe hasta los trece, a menos que sean excelentes. —Entonces frunció el ceño, con recelo—. ¿Eres excelente, o sólo mediana?

—No lo sé.

—¿Quieres decir que nadie te lo ha dicho?

—Nadie.

—Entonces, debes ser sólo mediana. Con expresión casi desdeñosa, se volvió a su marido y agitó la mano con arrogancia a modo de despedida.

—¡Espere un momento! —saltó Chris, rojo el semblante por la irritación que sentía—. ¡No hay esta noche, en este escenario, una sola bailarina tan buena como Cathy! ¡Ni una! Esa chica que hace el importante papel de Clara, hay momentos en que no sigue la música… Cathy no pierde nunca el compás. Se ajusta perfectamente; su oído es perfecto. Incluso cuando baila la misma melodía, varía cada vez un poco los movimientos, de modo que nunca es igual, que siempre improvisa para mejorar su interpretación, para hacerla más bella, más conmovedora. Para usted, ¡sería una suerte tener a una bailarina como Cathy en su compañía!

Los sosegados ojos de azabache se volvieron a él, saboreando la intensidad de su alegato.

—¿Eres tú autoridad en ballet? —preguntó, en tono un poco burlón—. ¿Sabes tú cómo distinguir los buenos bailarines de la masa?

Chris tenía un aire soñador, pero sus pies parecían arraigados en el suelo y hablaba con una voz ronca que delataba sus sentimientos.

—Sólo sé lo que veo y las emociones que Cathy me hace sentir cuando baila. Sé que, cuando empieza la música y ella la sigue, se me para el corazón, y que, cuando termina la danza, siento mucha tristeza, porque se ha acabado una cosa tan bella. No sólo representa un papel al bailar, sino que es el personaje, y no hay una chica en su compañía que se adueñe como ella del corazón de quien la mira. Puede usted despedirla; otra compañía de ballet saldrá ganando con su necedad.

Los ojos de azabache de Madame lanzaron sobre Chris una mirada larga, penetrante, y los de nuestro doctor hicieron lo propio. Después, Madame Rosencoff se volvió lentamente a mí y me miró de los pies a la cabeza, juzgándome, midiéndome.

—Mañana, a la una en punto. Bailarás para mí en mi estudio.

No era una invitación, sino una orden que no admitía réplica, y, por alguna razón, sentí enojo en vez de entusiasmo.

—Mañana es demasiado pronto —dije—. No tengo trajes, ni leotardos, ni pointes.

Todas estas cosas se habían quedado en el ático de Foxworth Hall.

—Tonterías —replicó ella, moviendo con arrogancia la bien formada mano—. Te daremos todo lo que necesitas. Limítate a presentarte allí, y no te retrases, pues lo que más exigimos a nuestros bailarines es disciplina, ¡incluida la puntualidad!

Nos despidió con un majestuoso ademán y se alejó graciosamente, seguida de su marido y dejándome pasmada. Boquiabierta y sin poder hablar, capté la mirada del bailarín Julián Marquet, que debía de haberlo oído todo y me observaba fijamente. En sus ojos negros había un destello de interés y admiración.

—Puedes estar satisfecha, Catherine —me dijo—. Generalmente, ella y Georges no reciben a nadie antes de varios meses, y a veces años, de espera.

Aquella noche lloré, mientras Chris me abrazaba.

—Estoy desentrenada —sollocé—. Sé que mañana voy a hacer el ridículo. ¡No es justo que no me dé más tiempo para prepararme! Necesito recobrar mi flexibilidad. Estaré envarada, torpe, y no me querrán. ¡Sé que no me querrán!

—¡Oh! Vamos, Cathy —dijo él, abrazándome más fuerte—. Te he visto agarrada al poste de la cama, haciendo pliés y tendus. No estás desentrenada, ni envarada, ni torpe… Sólo estás asustada. Es el miedo que sienten todos los artistas; nada más. Y no debes preocuparte, porque eres formidable. Yo lo sé, y tú también lo sabes. —Me dio un beso ligero de buenas noches, dejó caer los brazos y se dirigió a la puerta.

—Esta noche me hincaré de rodillas y rezaré por ti. Pediré a Dios que haga que mañana les dejes pasmados. Y yo estaré allí para regocijarme con sus expresiones de asombro, pues no podrán creer que seas una bailarina tan maravillosa.

Dicho lo cual, se marchó. Y me quedé sola, temerosa y anhelante. Me acosté, pero permanecí despierta, trepidante.

Mañana sería mi gran día, la ocasión de demostrar lo que era y que tenía ese algo especial que hay que poseer para llegar a la cima. Tenía que ser la mejor; no podía pasar por menos. Tenía que demostrarlo a mamá, a la abuela, a Paul, a Chris, ¡a todo el mundo! Yo no era malvada, ni corrompida, ni un engendro del diablo. Sólo era yo, ¡la mejor bailarina del mundo!

Rebullía y daba vueltas en la cama; si me dormía, tenía pesadillas y volvía a despertarme, mientras Carrie dormía tranquilamente. En mis sueños, todo me salía mal durante la prueba, y, lo que era peor, ¡durante toda mi vida! Acababa por ser una vieja arrugada que pedía limosna en las calles de una enorme ciudad. En la oscuridad, pasaba junto a mi madre y tendía la mano. Ella seguía siendo joven y hermosa, ricamente vestida, enjoyada y envuelta en pieles, y acompañada del eternamente joven y fiel Bart Winslow.

Me desperté. Todavía era de noche. ¡Qué noche más larga! Me levanté y deslicé por la escalera. Las luces del árbol de Navidad estaban encendidas, y Chris estaba tendido en el suelo, contemplando las ramas del árbol. Los dos solíamos hacer esto cuando éramos pequeños. Aunque era una imprudencia, me sentí irresistiblemente atraída por él y me tendí a su lado. Contemplé los destellos del árbol, que parecían de otro mundo.

—Pensé que lo habías olvidado —murmuró Chris, sin mirarme—. ¿Recuerdas cuando estábamos en Foxworth Hall? El árbol era tan pequeño que tenían que ponerlo sobre una mesa, y no podíamos tumbarnos debajo de él… y ver lo que pasaba. No debemos olvidarlo nunca. Aunque… en el futuro, nuestros árboles tengan solamente dos palmos de altura, los colgaremos altos para poder tendernos debajo de ellos.

Me preocupó el tono en que lo dijo. Poco a poco, volví la cabeza y observé su perfil. Era muy bello, con sus cabellos rubios cambiando de colores. Cada mechón parecía captar un color diferente del arco iris, y, cuando volvió la cabeza para mirarme a los ojos, los suyos resplandecían también.

—Pareces… divino —dije, con voz tensa—. Veo caramelos en tus ojos, y también las joyas de la corona de Inglaterra.

—No; eso lo veo yo en los tuyos, Cathy. Estás muy hermosa con esa bata blanca. Me gustas en bata blanca, con cintas de seda azul. Me gusta la manera en que tus cabellos se despliegan como un abanico y vuelves la cara y tu mejilla parece descansar en una almohada de seda. Se acercó más, para reclinar también su cabeza sobre mis cabellos.

Y acercó la cabeza, hasta que nuestras frentes se tocaron. Sentí en mi cara su cálido aliento. Aparté la cabeza hacia atrás, torciendo el cuello. Y no me pareció real, cuando sus tibios labios se apoyaron en el hoyo de mi cuello y permanecieron allí. Contuve la respiración. Durante un largo, larguísimo momento, esperé que se apartase. Yo quería apartarme a mi vez, pero, por alguna razón, no podía hacerlo. Me invadió una dulce paz, que imprimía un ligero temblor a mi cuerpo.

—No vuelvas a besarme —murmuré, apretando su cabeza sobre mi cuello.

—Te quiero —murmuró—. Para mí, nunca habrá nadie más que tú. Cuando sea viejo, muy viejo, recordaré esta noche contigo al pie del árbol de Navidad, y lo buena que fuiste al dejar que te abrazase así.

—Chris, ¿es preciso que te marches y que te hagas médico? ¿No podrías quedarte aquí y dedicarte a otra cosa? Él levantó la cabeza y me miró a los ojos.

—¿Por qué lo preguntas, Cathy? Es lo único que he deseado en toda mi vida, pero tú… Lloré de nuevo. ¡No quería que él se fuese! Le hice cosquillas en la cara con un mechón de mis cabellos, hasta que él lanzó un grito y me besó en los labios. Un beso suave, que él no se atrevía a hacer más audaz por miedo a que le rechazase. Después, empezó a decir tonterías, como que yo parecía un ángel.

—¡Mírame, Cathy! ¡No vuelvas la cabeza, fingiendo que no sabes lo que hago ni lo que digo! ¡Mira y comprende el tormento que me aflige! ¿A quién más podría encontrar, si te llevo en mis huesos, si eres parte de mi carne? ¡Tu sangre fluye más de prisa cuando lo hace la mía! ¡Tus ojos arden cuando arden los míos…, no lo niegues!

Con dedos temblorosos, buscó los pequeños botones forrados de seda de mi bata. Cerré los ojos y me vi de nuevo en el ático, cuando él me había pinchado accidentalmente con unas tijeras en el costado, y me dolía la herida y sangraba, y él tuvo que aplicar los labios a ella para aliviar mi dolor.

—¡Tienes un hermoso busto! —dijo, con un suspiro casi inaudible—. Recuerdo cuando eras lisa como una tabla y tus senos empezaron a crecer. Te avergonzabas por ello y siempre querías llevar suéteres anchos para disimularlos. ¿Por qué sentías vergüenza?

Yo parecía estar ahora en otra parte, viendo lo que él hacía, y me eché a temblar. ¿Por qué se lo permitía? Le estreché con fuerza entre mis brazos y, cuando nos besamos de nuevo, no sé si fui yo misma quien le desabrochó la chaqueta del pijama para apretar su pecho contra el mío. Nos fundimos en un abrazo de afán insatisfecho, hasta que, de pronto, exclamé:

—¡No! ¡Sería pecado!

—Entonces, ¡pequemos!

—Entonces, ¡no me dejes nunca! ¡Olvídate de la Medicina! ¡Quédate conmigo! ¡No me abandones! ¡Temo por mí, si tú te vas! A veces hago tonterías. Por favor, Chris, no me dejes sola. Nunca lo estuve. ¡Quédate, por favor!

—Tengo que ser médico —dijo él. Después, gruñó—: Pídeme que renuncie a cualquier otra cosa, y lo haré. Pero no me pidas que renuncie a lo único que me ha mantenido en pie. Tú no renunciarías a la danza, ¿verdad?

No supe qué contestarle, mientras él redoblaba sus besos, alentando el fuego que ardía entre los dos, que nos embargaba y nos llevaba a las puertas del infierno.

—Te quiero tanto que a veces no sé qué hacer —exclamó él—. Si pudiese hacerte mía sólo una vez… Y tú no sentirías dolor; sólo alegría.

Me quedé boquiabierta por la inesperada declaración y me sacudió con fuerza una especie de corriente eléctrica.

—Te quiero, ¡te quiero tanto! —dijo él—. Sueño en ti, pienso en ti durante todo el día.

Y su respiración se hizo anhelante y rápida, y yo me sentí dominada por mi propio cuerpo, que exigía satisfacción. Mi mente quería rechazarle, ¡pero yo le deseaba! ¡Lancé un gemido de vergüenza!

—Aquí no —dijo él, sin dejar de besarme—. Arriba, en mi habitación.

—¡No! Soy tu hermana…, y tu habitación está muy cerca de la de Paul. Nos oiría.

—Entonces, iremos a la tuya. Carrie no se despertaría aunque estallase una guerra.

Antes de que me diese cuenta de lo que pasaba, él me cogió en brazos, subió corriendo la escalera de atrás, entró en mi habitación y me dejó sobre la cama. Me quitó la ropa y se despojó de la suya, y se tendió a mi lado, dispuesto a terminar lo que había empezado. ¡Yo no quería esto! ¡No quería que volviese a suceder!

—¡Basta! —grité, rodando hacia un lado para librarme de él. Caí al suelo. Al cabo de un instante, él estuvo también en el suelo, luchando conmigo. Nuestros cuerpos desnudos rodaron sobre la alfombra, hasta que chocamos con algo duro. Ésta fue la causa de que se detuviese. Contempló la caja, que contenía caramelos «Oreo», una hogaza de pan, manzanas, naranjas, medio kilo de queso de Cheddar, un bote de mantequilla, varias latas de atún, alubias y zumo de tomate. Un abrelatas y varios platos, vasos y cubiertos, cayeron de la caja.

—¡Cathy! ¿Por qué hurtas comida a Paul y la escondes debajo de la cama?

Sacudí la cabeza, preguntándome a mi vez por qué había hurtado y escondido la comida. Después, me senté en el suelo, cogí la bata que él me había quitado y me cubrí pudorosamente con ella.

—¡Vete! ¡Déjame sola! ¡Sólo te quiero como hermano, Christopher!

Él se acercó, me rodeó con sus brazos y apoyó la cabeza sobre mi hombro.

—Lo siento. ¡Oh, querida! Sé por qué cogiste la comida. Sientes que debes tener comida a mano…, temes que vuelvan a castigarnos. ¿No sabes que yo soy el único que te comprende? Deja que te ame sólo una vez más, Cathy; sólo una vez para toda la vida. Deja que te dé la satisfacción que entonces no te di. Sólo una vez, que habrá de durarnos hasta el fin de nuestras vidas.

Le di una bofetada.

—¡No! —repliqué con rabia—. ¡Nunca más! Tú lo prometiste, y yo pensaba que cumplirías tu promesa. Si tienes que ser médico y marcharte y dejarme…, ¡siempre será no! —Me detuve en seco. No quería decir esto—. Chris… no me mires así, ¡por favor!

Él se puso despacio su pijama. Me lanzó una mirada dolida.

—La vida se habrá acabado para mí, si no soy médico, Cathy.

Me tapé la boca con las dos manos para no chillar. ¿Qué me pasaba? No podía pedirle que renunciase a su sueño. Yo no era como mi madre, que hacía sufrir a todo el mundo con tal de salirse con la suya. Sollocé en sus brazos. Había encontrado en mi hermano un amor eterno, siempre verde, primaveral, que nunca, nunca, podría florecer. Más tarde, yaciendo en mi cama con los ojos abiertos, comprendí, desde mi impotencia, que incluso en un valle sin montañas podía soplar el viento.