Cosechando el fruto

DE NUEVO ESTÁBAMOS EN OTOÑO, en el apasionado mes de octubre. Este año, los árboles mostraban los tonos amarillos de las primeras heladas. Yo estaba en la galería de atrás de la gran casa blanca de Paul, desvainando guisantes y vigilando al pequeño Bart, que perseguía a su medio hermano mayor, Jory. Le habíamos puesto el nombre de su padre, porque lo consideramos justo; pero su apellido no era Winslow, sino Sheffield.

Yo era ahora esposa de Paul. Dentro de pocos meses, Jory cumpliría siete años, y, aunque al principio había estado un poco celoso, ahora le encantaba tener un hermano menor que compartiese su vida, alguien en quien podía mandar y a quien podía instruir y proteger.

Aunque, ya en su primera infancia, Bart, no estaba dispuesto a aceptar órdenes. Tenía personalidad propia, desde el principio.

—Catherine —llamó Paul, con voz débil.

Dejé rápidamente a un lado el cuenco de guisantes y corrí a su dormitorio, que estaba en la primera planta. Ahora podía estar unas pocas horas al día sentado en un sillón, aunque el día de nuestra boda había estado acostado. La noche de bodas había dormido en mis brazos, y nada más.

Paul había perdido mucho peso; tenía un aspecto macilento. Toda su juventud y vitalidad, que había conservado con tanta gallardía, se habían desvanecido de la noche a la mañana. Sin embargo, cuando me sonreía y me tendía los brazos, me sentía profundamente conmovida.

—Sólo te he llamado para ver si estabas aquí. Te ordené que salieses de casa, para variar un poco.

—Hablas demasiado —le advertí—. Ya sabes que sólo puedes hablar un poco.

A él le fastidiaba tener que escuchar sin intervenir en la conversación, pero procuraba resignarse. Sus siguientes palabras me pillaron por sorpresa. Me le quedé mirando, con los ojos y la boca muy abiertos.

—¡No lo habrás dicho en serio, Paul!

Él asintió solemnemente con la cabeza, aguantando mi mirada con sus todavía bellos ojos iridiscentes.

—Catherine, amor mío, desde hace casi tres años has sido una esclava para mí, te has esforzado en hacer felices mis últimos días. Pero nunca me restableceré. Podría vivir así años y años, como tu abuelo, y tú te harías mayor, perdiendo los mejores años de tu vida.

—No echo nada en falta —dije, sintiendo un nudo en la garganta.

Él me sonrió cariñosamente, me tendió los brazos, y yo me acurruqué en su regazo, aunque ahora ya no me estrechaba con fuerza. Me besó, y contuve el aliento. ¡Oh! Ser amada de nuevo… Pero no le dejaría, ¡no!

—Piénsalo, querida. Tus hijos necesitan un padre, un padre como yo no puedo ser ya.

—¡Yo tengo la culpa! —gemí—. Si me hubiese casado contigo mucho antes, en vez de casarme con Julián, podría haberte cuidado y obligado a no trabajar tan duramente día y noche. Y si nosotros tres no hubiésemos entrado en tu vida, Paul, no habrías tenido que esforzarte tanto para ganar dinero y enviar a Chris a la Universidad y pagar mis clases de ballet…

Me tapó la boca con la mano y me dijo que, de no haber sido por nosotros, habría muerto muchos años atrás, por exceso de trabajo.

—Y, si lo piensas bien, te darás cuenta de que también estás prisionera aquí, como lo estuviste en Foxworth Hall, esperando que tu abuelo se muriese. No quiero que Chris y tú lleguéis a odiarme… Por consiguiente, piénsalo y háblalo con él, y después…, decide.

—¡Chris es médico, Paul! ¡Sé que nunca estaría de acuerdo!

—El tiempo pasa de prisa, Catherine; no sólo para mí, sino también para ti y para Chris. Jory tendrá pronto siete años. Cada día lo recordará todo con más claridad. Sabrá que Chris es su tío; en cambio, si os marcháis ahora y os olvidáis de mí, considerará a Chris como su padrastro, no como su tío. Empecé a llorar.

—¡No! Chris no aceptaría nunca.

—Escúchame, Catherine. ¡No sería pernicioso! Tú no puedes ya tener más hijos. Aunque lamenté muchísimo que tu segundo parto fuese tan difícil, quizá fue en definitiva para bien. Yo me he quedado impotente; no soy un verdadero marido, y no tardarás en enviudar de nuevo. Ya habéis esperado demasiado. Pensad en vosotros, y olvidaos de mí.

* * *

Y así, como mamá, Chris y yo habíamos marcado nuestro destino. Y quizás el nuestro no era mejor que el de ella, aunque nunca habíamos tratado de matar a nadie, ni siquiera de empujarla a ella a una locura que la obligaría a estar en una casa de «convalecencia» durante el resto de su vida. Y, para colmo de ironía, cuando la despojaron de todo lo que había heredado de su padre, esto revertió a su madre. Entonces fue leído el testamento de mi abuela, y toda su fortuna, más lo que quedaba de Foxworth Hall, pertenecía ahora a una mujer recluida en una institución mental, donde sólo podía contemplar las cuatro paredes de su habitación. ¡Oh, mamá! ¡Si hubieses podido ver el futuro, cuando se te ocurrió llevar a tus cuatro hijos a Foxworth Hall! Cargada de millones… y sin poder gastar un centavo. Por nuestra parte, no recibiríamos ni un penique. Cuando muriese nuestra madre, su fortuna sería repartida entre varias instituciones caritativas.

* * *

En la primavera del año siguiente estábamos sentados en la orilla del río donde Julia había llevado a Scotty y le había sumergido hasta ahogarle en las nada profundas aguas verdosas, y donde mis hijitos hacían navegar sus barquitos de vela y chapaleaban en una corriente que sólo les llegaba a los tobillos.

—Chris —dije, tartamudeando un poco, confusa y sin embargo, también contenta—. Paul me hizo el amor la noche pasada, por primera vez. Fuimos tan felices los dos, que tuve que llorar. No fue peligroso, ¿verdad?

Él agachó la cabeza para ocultar su expresión, y el sol arrancó destellos de sus cabellos de oro.

—Me alegro por los dos. Sí, el acto sexual es ahora bastante inofensivo, con tal que no le excites demasiado.

—Lo tomamos con calma. Así debía ser, después de cuatro ataques cardíacos graves.

—Bien.

Jory empezó a gritar, diciendo que había capturado un pez. ¿Era demasiado pequeño? ¿Tenía que devolverlo también al agua?

—Sí —le gritó Chris—. Es muy pequeñín. Y nosotros no comemos pescados tan menudos; sólo los grandes.

—Bueno —les dije yo—, ya es hora de volver a casa para comer.

Mis dos hijos vinieron corriendo, riendo; se parecían tanto que nadie habría dicho que sólo fuesen hermanos por parte de madre. Hasta entonces, no les habíamos dicho esto. Jory no lo había preguntado, y Bart era demasiado pequeño para hacerlo. Pero cuando lo preguntasen, les diríamos la verdad, por mucho que nos costara.

—Nosotros tenemos dos papás —gritó Jory, arrojándose en los brazos de Chris, mientras yo levantaba a Bart—. No hay nadie más en el colegio que tenga dos papás, como yo, y, cuando se lo digo, no lo entienden… Quizá no se lo explico bien.

—Estoy seguro de que no lo explicas bien —confirmó Chris, sonriendo débilmente.

En el nuevo coche azul de Chris volvimos a la casa grande y blanca a la que tanto debíamos. Como la primera vez que habíamos llegado a ella, vimos a un hombre sentado en la galería de delante, con los pies calzados de blanco apoyados en la balaustrada. Mientras Chris se disponía a llevar a mis hijos a la casa, me acerqué a Paul y sonreí al ver que dormía plácidamente, con una sonrisa feliz plasmada en el rostro. El periódico que había estado leyendo había resbalado de su mano al suelo de la galería.

—Voy a bañar a los chicos —murmuró Chris—, y tú puedes recoger los periódicos, antes de que el viento los lleve a los jardines de nuestros vecinos.

—Hola —saludó, con voz soñolienta—. ¿Lo habéis pasado bien? ¿Habéis pescado algo?

—Jory pescó dos pececillos, pero tuvo que soltarlos. ¿En qué estabas soñando cuando te despertaste? —le pregunté, inclinándome para besarle—. Parecías feliz. ¿Era un sueño libidinoso?

Sonrió de nuevo, aunque un poco reflexivamente.

—Estaba soñando con Julia —relató—. Tenía a Scotty con ella, y ambos me sonreían. Ella me sonrió muy pocas veces después de casarnos, ¿sabes?

—¡Pobre Julia! —exclamé, besándole de nuevo—. Echaba en falta muchas cosas. Te prometo que mis sonrisas compensarán las que ella dejó de ofrecerte.

—Ya lo has hecho. —Alargó una mano para acariciarme la mejilla y los cabellos—. Aquel domingo en que subisteis los peldaños de esta galería fue una suerte para mí.

—Aquel maldito domingo —le corregí.

Él sonrió.

—Dame diez minutos antes de llamarme para comer. Me gustaría pillar a aquel conductor y decirle que no hay domingos malditos cuando tú vas en su autobús.

Fui a ayudar a Chris con los chicos y, mientras él abrochaba el pijama de Jory, yo ayudaba a Bart Scott Winslow Sheffield a ponerse el suyo amarillo. Comíamos temprano, para poder hacerlo con los niños.

Pasaron los diez minutos y salí para despertar de nuevo a Paul. Tres veces pronuncié su nombre en voz baja y acaricié suavemente su mejilla. Pero él siguió durmiendo. Iba a llamarle de nuevo, ahora más fuerte, cuando emitió un débil sonido, en el que pareció que murmuraba mi nombre. Le miré, temblorosa y asustada. La extraña manera en que lo había pronunciado me llenó de espanto.

—¡Chris! —grité, débilmente—. ¡Ven en seguida, algo le ocurre a Paul!

Debía de estar en el vestíbulo, enviado por Emma para ver por qué tardaba yo tanto, porque salió inmediatamente de la casa y corrió al lado de Paul. Le levantó una mano para tomarle el pulso; un segundo después, le echó la cabeza atrás y, sujetándole la nariz, empezó a hacerle el boca a boca. Al ver que esto no daba resultado, golpeó varias veces su pecho, fuertemente. Yo corrí a la casa y telefoneé pidiendo una ambulancia.

Pero, desde luego, esto tampoco sirvió de nada. Nuestro bienhechor, nuestro salvador, mi marido, había muerto. Chris rodeó mis hombros con un brazo y me atrajo sobre su pecho.

—Se ha ido, Cathy, como quisiera irme yo; mientras dormía, sintiéndose tranquilo y feliz. Una buena muerte para un hombre bueno, sin dolor ni sufrimientos… Y no pongas esa cara, ¡no ha sido por tu culpa!

Nada era nunca por mi culpa. Detrás de mí había una hilera de hombres muertos. Pero yo no era responsable de la muerte de todos ellos, ¿verdad? No, claro que no. Era magnífico que Chris tuviese agallas para subir al coche y sentarse a mi lado, conduciéndolo hacia el Oeste. Arrastrábamos un remolque, con todas nuestras pertenencias, íbamos hacia el Oeste, como los pioneros, en busca de un nuevo futuro y de estilos de vida diferentes. Paul me había dejado todo lo que tenía, incluso su casa familiar. Pero había declarado en su testamento que, si yo quería vender, Amanda tendría el derecho de tanteo.

Por eso se había hecho Amanda con la casa ancestral que siempre había deseado…, aunque me aseguré de que fuese a un alto precio.

En espera de tener un rancho propio, construido según nuestras instrucciones, Chris y yo alquilamos una casa en California, con cuatro dormitorios, dos cuartos de baño y un aseo. Además, había otra habitación y otro baño para nuestra doncella, Emma Lindstrom. Mis hijos llamaban papá a mi hermano. Ambos sabían que sus verdaderos padres habían subido al cielo antes de nacer ellos. Hasta ahora, no se han dado cuenta de que Chris es sólo tío suyo. Jory lo olvidó hace ya tiempo. Tal vez los niños olvidan también cuando quieren, y no hacen preguntas que sería molesto responder.

Al menos una vez al año, viajamos al Este para visitar a los amigos, incluidas Madame Marisha y Madame Zolta. Ambas encomian las dotes de bailarín de Jory, y ambas tratan, con abnegado empeño, de hacer también de Bart un bailarín. Pero, hasta ahora, éste sólo ha mostrado afición a la Medicina. Visitamos todas las tumbas de los seres queridos, y les llevamos flores. Siempre purpúreas y rosas para Carrie, y rosas y de otros colores para Paul y Henny. Incluso buscamos la tumba de nuestro padre en Gladstone y le ofrecimos flores en prueba de respeto. Tampoco olvidamos a Julián, ni a Georges.

En último lugar, visitamos a mamá.

Ésta vive en una casa enorme, que trata inútilmente de parecer hogareña.

En general, chilla cuando me ve. Después, se pone en pie de un salto y trata de arrancarme los cabellos. Cuando la sujetan, vuelve su odio contra ella misma, tratando una y otra vez de mutilarse la cara y de librarse para siempre de todo parecido conmigo. Como si no se mirase ya al espejo y éste no le dijese que aquel parecido dejó de existir. El remordimiento le ha dado un aspecto terrible. ¡Con lo hermosa que había sido antaño! Ahora, los médicos sólo permiten a Chris visitarla durante una hora, mientras yo espero fuera con mis hijos. Él me ha dicho que, si se recupera, no la juzgarán por asesinato, pues Chris y yo negamos que hubiese existido nunca un cuarto hijo, llamado Cory. Ella no confía plenamente en Chris, pues cree que yo ejerzo una malévola influencia sobre él y que, si renuncia a hacerse la loca, tendrá que enfrentarse con una sentencia de muerte. O quizá, y eso es más probable, trata de atormentarme a través de Chris y de la compasión que éste se empeña en sentir por ella. En todo caso ella es el único factor que impide que nuestra relación sea perfecta.

Por eso he renunciado a los sueños de perfección, de fama, de fortuna, de amor eterno y sin mácula, como juegos y juguetes de antaño, y a todas las demás fantasías de mi juventud. Con frecuencia miro a Chris y me pregunto qué ve en mí. ¿Qué es lo que le ata a mí de una manera tan permanente? También me pregunto por qué no teme por su futuro y por la duración de éste, ya que nunca me distinguí por conservar con vida a mis maridos. Pero él llega a casa tan garboso, sonriendo satisfecho, y se echa en mis brazos, que responden con presteza a su saludo.

—Ven y dame un beso, si me quieres.

Como médico tiene una buena clientela, aunque no demasiado numerosa; por consiguiente, le queda tiempo para cuidar de nuestras dos hectáreas de jardines, con las estatuas de mármol que trajimos de los de Paul. En todo lo posible, hemos reproducido las plantas que él tenía, salvo aquella enredadera que se agarraba y agarraba, y acababa matando.

Emma Lindstrom, cocinera, ama de llaves, amiga, vive con nosotros, como Henny vivía con Paul. Nunca hace preguntas. Somos su única familia, nos es fiel y no se mete en nuestros asuntos.

Pragmático, jovial, siempre optimista, Chris canta cuando trabaja en el jardín. Cuando se afeita por la mañana, tararea alguna tonada de ballet sin nerviosismo, sin añoranza, como si hiciera mucho, mucho tiempo, hubiese sido el hombre que bailaba en la sombra del ático, sin dejarme ver su cara. ¿Sabía desde entonces que, de la misma manera que me ganaba en todos los juegos, vencería también en éste?

¿Cómo no lo había comprendido yo? ¿Quién había cerrado mis ojos?

Debió de ser mamá, que me dijo una vez: «Cásate con un hombre de ojos negros, Cathy. Los ojos negros revelan una gran intensidad en todo». ¡Qué tontería! Como si los ojos azules careciesen de estabilidad profunda; y ella debía de saber que no era así.

Y yo también debí saberlo. Esto me preocupa, porque ayer subí al ático. En una pequeña alcoba, en uno de los lados, encontré dos camas individuales, lo bastante largas para que dos niños las usasen al convertirse en hombres.

—¡Oh, Dios mío! —pensé—, ¿quién hizo esto? Yo nunca encerraría a mis dos hijos, aunque Jory recordase un día que Chris no era su padrastro, sino su tío. No lo haría nunca, aunque él se lo dijese al pequeño Bart. Podía hacer frente a la vergüenza, a las incomodidades, incluso a la publicidad que arruinaría profesionalmente a Chris. Sin embargo…, sin embargo, hoy he comprado una cesta, de ésas que llevan tapas que se abren hacia arriba; igual que la que empleaba la abuela para subirnos la comida.

Así, me acuesto inquieta y permanezco despierta en la cama, temiendo lo peor que hay en mí y luchando por aferrarme a lo mejor. Tengo la impresión, cuando doy vueltas en la cama y me arrimo más al hombre a quien amo, de que puedo oír el viento frío que sopla desde las lejanas montañas envueltas en brumas azules.

Y es que no puedo olvidar el pasado, que proyecta sombras sobre todos mis días y se oculta disimuladamente en los rincones cuando Chris está en casa. Me esfuerzo en ser como él, siempre optimista, siendo así que soy de esas personas que encuentran manchas en el reverso de la moneda más brillante.

Pero… ¡yo no soy como mi madre! Puedo parecerme a ella, pero, en el fondo, ¡soy una mujer digna! Y más fuerte, más resuelta que ella. Lo que hay de mejor en mí triunfará al final. Ya ha triunfado alguna vez…, ¿no es cierto?

Fin