Revelaciones

POCO DESPUÉS DE LAS DIEZ, empleé la llave de madera confeccionada por Chris hacía tantos años, para entrar sin ser vista por la puerta trasera de Foxworth Hall. Muchos invitados estaban ya en la casa, y seguían llegando otros. La orquesta tocaba un villancico, que llegaba débilmente a mis oídos. La música era tan suave y llena de añoranza, que me hizo volver a la niñez. Pero ahora estaba sola en territorio enemigo, sin nadie que me apoyase, mientras me deslizaba en silencio por la escalera de atrás, amparándome en las sombras y dispuesta a esconderme rápidamente en caso necesario. Seguí mi ascensión en solitario hasta la gran rotonda central y me detuve cerca de la estancia donde nos habíamos ocultado Chris y yo para observar otra fiesta de Navidad. Miré hacia abajo y vi a Bart Winslow plantado al lado de su esposa, que lucía un brillante vestido rojo lamé. Bart saludaba con voz fuerte y cálida a los invitados que llegaban, estrechaba manos, besaba mejillas, representaba, en fin, el papel de distinguido anfitrión. Mi madre parecía ocupar un lugar secundario en aquella enorme mansión que pronto sería suya.

Sonriendo amargamente para mis adentros, me introduje en la gran suite de habitaciones de mi madre. ¡Retrocedí en el tiempo! ¡Huy, huy! Lancé esta infantil exclamación de sorpresa, de entusiasmo, de desaliento o de frustración, aunque ahora podía disponer de palabras más adecuadas y más exactas. Esta noche no tenía frustraciones; sólo un alentador sentimiento de justificación. Pasara lo que pasara, ella se lo habría buscado. «Mira —pensé—, todavía está ahí la espléndida cama con el cisne, y la pequeña camita a sus pies». Miré a mi alrededor y vi que todo era igual, salvo la tela que revestía las paredes. Esta era ahora de un color suave de ciruela, y no de aquel rojo vivo de cereza. Había una percha metálica de pie, de ésas que se emplean para colgar los trajes de los hombres sin que se arruguen, listos para ponérselos. Esto era nuevo. Rápidamente, entré en el cuarto tocador de mi madre. Poniéndome de rodillas, abrí un cajón especial y busqué a tientas un botoncito que había que hacer girar, según una determinada combinación de números, para que se abriese la complicada cerradura. Parecía increíble, pero mi madre usaba todavía los números del día, el mes y el año de su nacimiento. Por lo visto, se había vuelto muy confiada.

A los pocos momentos tenía delante de mí, en el suelo, el gran estuche forrado de terciopelo. Ahora podría ponerme las esmeraldas y los brillantes que ella había lucido en aquella fiesta de Navidad en que Chris y yo habíamos visto por primera vez a Bartholomew Winslow. ¡Cómo le habíamos aborrecido entonces, cuando aún queríamos mucho a nuestra madre! Estábamos todavía embargados de dolor por la muerte de nuestro padre, y no queríamos que mamá volviese a casarse… ¡nunca!

Como en un sueño, me puse las joyas de brillantes y esmeraldas, que casaban perfectamente con mi traje verde de terciopelo y chiffon. Me miré al espejo, para ver si tenía el mismo aspecto que ella aquella noche. Yo era unos años más joven; pero, sí, me parecía a ella. No exactamente, pero poco menos, y lo bastante para convencer a cualquiera…, porque, ¿cuándo se han visto dos hojas de un mismo árbol que sean idénticas? Volví a dejar el estuche en su sitio, cerré el cajón y lo dejé todo como estaba antes. Salvo que ahora llevaba yo puestas joyas por valor de varios cientos de miles de dólares, y que no me pertenecían. Miré de nuevo mi reloj. Las diez y media. Aún era temprano. Quería hacer mi gran entrada a las doce, como Cenicienta, pero al revés.

Con gran precaución, me deslicé por los largos pasillos hacia el ala norte, y encontré la habitación del fondo con la puerta cerrada. La llave de madera funcionaba todavía. En cambio, mi corazón no parecía funcionar bien dentro de mi pecho. Latía demasiado aprisa, demasiado fuerte, y mi pulso se había disparado. Tenía que conservar la calma, el aplomo; hacerlo todo bien, y no dejarme intimidar por aquel horrible caserón que había estado a punto de destruirnos.

Cuando entré en aquella habitación, con sus dos camas dobles, volví a mi infancia. Los cobertores acolchados, de color del oro, seguían sobre las camas, tirantes, sin una arruga. El aparato de televisión de diez pulgadas estaba aún en el rincón. La casa de muñecas, con sus moradores de porcelana y sus muebles antiguos, confeccionados a escala, esperaban que las manos de Carrie los volviese a la vida. La vieja mecedora que Chris había bajado del ático seguía también allí. ¡Oh, era como si el tiempo se hubiese detenido y no hubiésemos salido nunca de allí!

Incluso el infierno seguía en las paredes, horriblemente representado por tres reproducciones de obras maestras. ¡Oh, Dios mío! No había supuesto que esta habitación me hiciese sentir tan… tan desgarrada por dentro. No podía llorar. Con ello habría estropeado mi maquillaje. Sin embargo, tenía ganas de llorar. Todo lo que había a mi alrededor evocaba los fantasmas de Cory y Carrie, cuando tenían cinco años y reían, o lloraban porque querían salir a la luz del sol, y lo único que podían hacer era empujar diminutos camiones con presunto destino a San Francisco o Los Ángeles. También había vías de ferrocarril que discurrían por todo el suelo de la habitación y por debajo de los muebles. Pero ¿adónde llevaban aquellas vías… y las locomotoras y los vagones de carbón? Saqué un pañuelo de mi pequeño bolso de noche y enjugué con él las comisuras de mis párpados. Me agaché para observar el interior de la casa de muñecas. Las doncellas de porcelana estaban trajinando en la cocina; el mayordomo seguía junto a la puerta de la casa, para dar la bienvenida a los invitados que llegaban en un coche tirado por dos caballos…, y, al mirar el cuarto de los niños, ¡vi que la cuna estaba allí! ¡La cuna que faltaba! Durante semanas la habíamos buscado, temerosos de que la abuela descubriese su falta y castigase a Carrie…, ¡y ahora estaba allí, donde debía estar! Pero el niño no estaba en ella, como tampoco estaban los padres en el salón principal. Señor y Señora Parkins y la pequeña Clara eran ahora míos, y nunca volverían a residir en la casa de muñecas.

¿Había sustraído mi abuela la cuna, para poder echarla en falta y preguntar a Carrie dónde estaba, y castigarla al no poder ésta contestarle? ¿Y castigar también a Cory, porque éste correría automáticamente y sin temor en ayuda de su hermana? Una actitud tan cruel y ruin habría sido propia de ella. Pero si había proyectado esto, ¿por qué se había detenido y no había llegado hasta el fin? Reí amargamente para mis adentros. Había llegado hasta el fin, pero de una manera mejor, es decir, peor. Con veneno. Espolvoreando con arsénico cuatro buñuelos azucarados.

Entonces me sobresalté. Me había parecido oír una risa infantil. Cosa de mi imaginación, naturalmente. Pero, aunque hubiese debido pensarlo mejor, me dirigí a la estrecha y alta puerta del fondo, donde empezaba la estrecha, empinada y oscura escalera. Un millón de veces había subido yo aquellos peldaños. En la oscuridad, sin una vela o una linterna. Cuando me hallé en el negro, fantástico y vasto ático, busqué el sitio donde Chris y yo habíamos escondido nuestras velas y cerillas.

Todavía estaban allí. El tiempo se había parado en este lugar. Teníamos varias palmatorias, todas ellas de peltre y con una pequeña anilla para sujetarlas. Las habíamos encontrado en un viejo baúl, junto con muchas cajas de velas cortas y gruesas, de tosca confección casera. Siempre habíamos presumido de que habían sido hechas en casa, porque olían a rancio y a viejo al arder.

¡Contuve el aliento! ¡Sí! ¡Todo estaba igual! Las flores de papel colgaban todavía de las vigas, y las flores gigantescas aparecían aún en las paredes. Sólo sus colores habían palidecido, confundiéndose en un gris indistinto; eran fantasmas de flores. Los brillantes botones que habíamos pegado en ellas se habían soltado, y sólo unas cuantas margaritas, tenían cequíes, o piedrecitas brillantes, en su centro. La lombriz purpúrea de Carrie seguía en su sitio, pero también había perdido el color. El caracol epiléptico de Cory no parecía ya una brillante y deformada pelotita, sino más bien una naranja descolorida, blanda, medio podrida. Las señales de ALERTA que Chris y yo habíamos pintado en rojo veíanse todavía, y los columpios pendían aún de las vigas del ático. Cerca del tocadiscos estaba la barra que Chris había confeccionado y clavado después en la pared, para que yo pudiese practicar mis posiciones de ballet. Incluso la ropa que me había quedado pequeña pendía, fláccida, de los clavos, así como los leotardos y las gastadas zapatillas pointe, todo desvaído, polvoriento y oliendo a moho.

Como en una pesadilla de la que no pudiese despertar, me encaminé al cuarto de estudio del fondo, a la luz vacilante de una vela. Los fantasmas rebullían inquietos; me seguían recuerdos y espectros, mientras las cosas empezaban a despertar, a bostezar y a murmurar. «No —me dije—, sólo son las tablas flotantes, mis largas alas de chiffon… No hay más». Pero el goteado caballo mecedor se irguió ante mí, espantadizo y amenazador a un mismo tiempo, y llevé una mano a mi garganta para ahogar un grito. La enmohecida carretilla roja parecía moverse, empujada por manos invisibles, y por eso desvié la mirada y la fijé en la pizarra, donde había escrito yo un enigmático mensaje de despedida para aquellos que viniesen aquí en el futuro. ¿Cómo había de pensar entonces que sería yo misma?

«Vivimos en el ático,

Christopher, Cory, Carrie y yo…

Ahora sólo somos tres».

Me encogí detrás del pequeño pupitre que había sido de Cory y traté de meter las piernas debajo de él. Quería sumirme en un trance profundo para evocar el espíritu de Cory y que éste me dijese dónde estaba.

Mientras permanecía sentada allí, esperando, el viento empezó a soplar en el exterior, adquiriendo fuerza, aullando y arremolinando la nieve. Había comenzado otra ventisca, con toda intensidad. Y con la tormenta llegaron unas ráfagas que apagaron mi vela. Se hizo una oscuridad ruidosa, ¡y tuve que echar a correr para salir de allí! ¡Tenía que correr, de prisa…, correr, correr, antes de convertirme en uno de ellos!

* * *

La hora siguiente había sido programada hasta el menor detalle. Cuando el gran reloj de pie empezó a dar las doce, me coloqué en el centro de la galería de la segunda planta. No hice nada espectacular para atraer las miradas en mi dirección; sólo permanecí allí, sintiendo en mi carne el calor de las resplandecientes joyas. Mi madre se volvió ligeramente, en su rojo vestido de lamé, tan alto por delante que le cubría el cuello rodeado por un costoso collar de brillantes. El escote de la espalda compensaba sobradamente la severidad de la parte delantera, hasta el punto de insinuar el arranque de la hendidura entre sus nalgas. Sus rubios cabellos eran aún más cortos de lo acostumbrado, y orlaban su rostro dándole mayor realce. Vista desde donde yo me hallaba, parecía muy joven y muy linda; nadie habría podido imaginar su verdadera edad. Al fin…, sonó la última campanada de las doce.

Algún sexto sentido debió de avisarla, porque volvió despacio la cabeza en mi dirección. Empecé a bajar la escalera. Ella se quedó petrificada. Abrió mucho los ojos, que parecieron más negros, y la mano que sostenía la copa de coctel tembló con tal fuerza que parte del líquido se derramó en el suelo. Bart siguió la dirección de su mirada. Se quedó boquiabierto, como ante una aparición. Y, dado que los anfitriones habían quedado como hipnotizados, todos los invitados se volvieron a mirar hacia el punto donde esperaban sin duda ver aparecer a Santa Claus, y donde sólo estaba yo. Sólo yo, donde había estado mi madre hacía años, llevando un traje como el mío, y ante muchas personas que, estaba segura de ello, se habían encontrado aquí aquel otro día de Navidad, cuando yo tenía doce años. Incluso reconocí a unos cuantos, sin duda más viejos, ¡pero los mismos! ¡Oh, cuánto me alegré de tenerles aquí!

¡Era mi hora triunfal! Moviéndome como sólo podía hacerlo una bailarina, puse toda mi habilidad dramática en la representación de mi papel. Mientras los invitados miraban hacia arriba, claramente subyugados por el retroceso del tiempo, me regocijé al ver la palidez de mi madre. Y también al ver que los ojos de Bart se abrían aún más, y que se echaba hacia atrás, acercándose a su mujer, y avanzaba después hacia mí. Poco a poco, en un silencio mortal, porque había cesado la música, descendí la escalera de la izquierda, imaginándome que era la malvada bruja que había condenado a muerte a Aurora, y que se convertía después en hada hermosa para quitarle a Aurora su príncipe, durante su sueño de cien años. (Fui lo bastante astuta para no pensar en mí como hija de mi madre, presta a destruirla; para convertir la escena en una representación teatral, siendo así que me enfrentaba con la realidad, no con la fantasía, y que podía verterse sangre).

Deslicé graciosamente mis blancos dedos sobre la barandilla de palisandro, sintiendo flotar mis alas verdes de chiffon al bajar cada peldaño y acercarme, lentamente, al sitio donde se hallaban, muy juntos, mi madre y Bart. Ella temblaba de los pies a la cabeza, pero conseguía mantener su aplomo. Creí sorprender un destello de pánico en sus ojos azules de muñeca de Dresde. Me detuve en el penúltimo escalón y, desde allí, le dirigí mi más amable sonrisa. De esta manera, me hallaba en una posición más elevada que todos los demás. A lo cual contribuían mis tacones de diez centímetros y las suelas gruesas de mis zapatos, semejantes a los que había llevado Carrie. De esta manera también, me hallaría a la misma altura de mi madre cuando estuviésemos frente a frente. Podría ver mejor su desconsuelo. Su desesperación. ¡Su hundimiento definitivo!

—¡Feliz Navidad! —exclamé, en voz alta y clara, dirigiéndome a todos y cada uno de los presentes.

Mis palabras resonaron como un toque de trompeta, atrayendo por docenas a los que estaban en otras habitaciones, quizá más por el silencio que se hizo que por mi propia voz.

—Señor Winslow —dije, invitándole—, venga a bailar conmigo, igual que bailó con mi madre hace quince años, cuando yo tenía sólo doce y estaba oculta allá arriba, y ella llevaba un traje como el que llevo yo ahora.

Bart estaba visiblemente trastornado. La indignación y el pasmo oscurecieron aún más sus ojos, ¡pero se negó a apartarse del lado de mi madre!

Esto me obligó a continuar. Mientras todos permanecían expectantes, presintiendo revelaciones aún más explosivas, resolví darles lo que querían.

—Permitan que me presente —dije, elevando la voz para que me oyesen bien—. Soy Catherine Leigh Foxworth, hija primogénita de la señora de Bartholomew Winslow, la cual, como deben ustedes recordar, estuvo casada en primeras nupcias con mi padre, Christopher Foxworth. Recordarán también que él era casi tío de mi madre, hermano menor de Malcolm Neal Foxworth, el cual desheredó a su única hija y única heredera, ¡porque había hecho la barbaridad de casarse con el casi hermano de él! Pero hay más: yo tengo también un hermano mayor llamado Christopher, que es ahora médico. Y tuve un hermano y una hermana, mellizos, siete años menores que yo, Cory y Carrie, que están muertos, porque fueron… —Me interrumpí, por alguna razón, y proseguí—: Aquel día de Navidad, de hace quince años, Chris y yo estábamos ocultos en el arca de la rotonda, mientras los mellizos dormían en la habitación del fondo del ala norte. Nuestro lugar de juego estaba en el ático, y nunca bajábamos aquí. Éramos ratones de desván, y nadie nos quiso desde que el dinero empezó a desempeñar un papel.

Y habría seguido contándolo todo, hasta el último detalle, si Bart no se hubiese acercado a mí.

—¡Bravo, Cathy! —exclamó—. Has representado perfectamente tu papel. Te felicito. —Me rodeó los hombros con un brazo, sonrió con su simpatía habitual y se volvió a los invitados, que parecían no saber lo que pensar, ni a quién creer, ni cómo reaccionar.

—Señoras, caballeros —dijo—, permítanme presentarles a Catherine Dahl, a quien muchos de ustedes habrán visto en escena cuando bailaba con su marido, Julián Marquet. Y, como acaban de ver, es también una notable actriz. Cathy es pariente lejana de mi esposa, y esto explica su parecido. En realidad, la viuda de Julián Marquet es vecina nuestra, como quizá sabrán ustedes. Como su parecido con mi esposa es tan notable, montamos esta pequeña farsa, para animar y dar un aire diferente a nuestra fiesta.

Me pellizcó furiosamente el brazo, antes de asirme la mano y enlazar mi cintura con el otro, invitándome a bailar.

—Vamos, Cathy, supongo que querrás mostrar tu habilidad de bailarina, después de esta magnífica representación dramática.

La música empezó a tocar, y él me obligó a bailar por la fuerza. Al volver la cabeza, vi que mi madre se apoyaba en una amiga y que tenía tan pálido el semblante que el maquillaje formaba manchas lívidas en su cara. Pero ni aun así podía apartar los ojos de mí, en brazos de su marido.

—¡Zorra desvergonzada! —silbó Bart en mi oído—. ¿Cómo te has atrevido a venir y representar esta comedia? Pensé que te quería. Pero desprecio a las gatas de uñas afiladas. ¡No permitiré que arruines mi vida! ¿Cómo pudiste decir tantas mentiras, pequeña idiota?

—Tú eres el idiota, Bart —repliqué con voz tranquila, aunque sentí un pánico atroz. ¿Qué pasaría si él se negaba a creerme?—. Mírame. ¿Cómo hubiese podido saber que llevaba un traje como éste, si no la hubiese visto con él? ¿Cómo podría saber que fuiste con ella a ver su habitación, si mi hermano Chris no hubiese estado escondido y visto y oído todo lo que hicisteis y dijisteis, en la rotonda de la segunda planta?

Me miró a los ojos, y me pareció un ser extraño, lejano y extraño.

—Sí, querido Bart, soy hija de tu esposa, y sé que, si se descubre que ésta tuvo cuatro hijos de su primer matrimonio, tú y ella lo perderéis todo. Todo aquel dinero. Todas vuestras inversiones. Os quitarán todo lo que habéis comprado.

Sólo de pensarlo, me dan ganas de llorar. Seguimos bailando, con su mejilla a varios centímetros de la mía. Él tenía una sonrisa fija en los labios.

—Este vestido que llevas… ¿Cómo averiguaste que ella llevaba uno exactamente igual la primera vez que yo vine a una fiesta en esta casa?

Me eché a reír con falso regocijo.

—Querido Bart, ¡qué tonto eres! ¿Cómo crees que puedo saberlo? Porque la vi con él. Entró en nuestra habitación para que viésemos lo bonita que estaba, y yo envidié sus curvas y la admiración que provocaba en Chris. También iba peinada como yo ahora. Y estas joyas las cogí del compartimiento secreto del cajón de su tocador.

—Estás mintiendo —dijo él, pero ahora había duda en su voz.

—Conozco la combinación —proseguí, en voz baja—. Corresponde a la fecha de su nacimiento. Ella misma me la dijo cuando yo tenía doce años. Es mi madre. Nos tuvo encerrados en aquella habitación, en espera de que su padre se muriese y ella pudiese heredarle. Y sabes perfectamente por qué tenía que guardar secreta nuestra existencia. Tú redactaste el testamento, ¿no es cierto? Recuerda cierta noche en que te quedaste dormido en sus habitaciones y soñaste que una jovencita que llevaba un camisón corto de color azul entraba de puntillas y te besaba. Pues no lo soñaste, Bart. Fui yo quien te besó. Entonces tenía quince años, y había ido allí para hurtar algún dinero… ¿Recuerdas que a veces te faltaba dinero? Los dos pensabais que os robaban los criados; pero era Chris quien lo hacía… y aquel día quise hacerlo yo, pero no pude, porque me asusté al encontrarte allí.

—¡Nooo! —replicó él, y suspiró—. ¡No! ¡Ella no podía hacer eso a sus propios hijos!

—¿Ah, no? Pues lo hizo. Aquella arca grande, junto a la baranda de la galería, tiene en el fondo una tela metálica. Chris y yo podíamos ver muy bien a través de ella. Vimos los reposteros que preparaban los dulces, y los criados vestidos de rojo y de negro, y la fuente que manaba champaña, y los dos grandes cuencos de plata para el ponche. Chris y yo pudimos oler aquellas cosas tan deliciosas, y se nos hacía la boca agua imaginando su sabor. Nuestras comidas eran siempre iguales, y siempre frías o tibias. Los mellizos casi no comían nada. ¿Estuviste en aquella comida del Día de Acción de Gracias, cuando ella se levantó tantas veces de la mesa? ¿Quieres saber la razón? Estaba preparando una bandeja de comida para nosotros, y aprovechando los momentos en que el mayordomo John no estaba en la despensa.

Sacudió la cabeza, como deslumbrado.

—Sí, Bart; la mujer con la que te casaste tenía cuatro hijos, y los mantuvo escondidos durante tres años y casi cinco meses. Nuestro campo de juego estaba en el ático. ¿Jugaste alguna vez en un ático durante el verano? ¿Y en invierno? ¿Crees que era muy agradable? ¿Puedes imaginar lo que sentíamos, esperando año tras año a que un viejo se muriese para poder empezar nosotros a vivir? ¿Te das cuenta del trauma que sufrimos, al ver que a ella le interesaba más el dinero que sus propios hijos? Y los mellizos no crecían. Eran dos enanos de ojos grandes y asustados, y, cuando ella entraba, ¡no les miraba nunca! ¡Fingía no advertir su mal estado de salud!

—¡Por favor, Cathy! Si estás mintiendo, ¡no sigas! ¡No hagas que la odie!

—¿Y por qué no? Se lo merece —seguí diciendo, mientras veía que mi madre se apoyaba en una pared y parecía mareada, a punto de vomitar—. Una vez me tumbé en la cama del cisne, con la camita pequeña a los pies. En el cajón de la mesita de noche había un libro que hablaba de sexualidad, aunque el contenido estaba disimulado por una cubierta en la que se leía. Cómo crear y dibujar tu labor de punto o algo por el estilo.

Cómo crear los dibujos de tus labores de punto —me corrigió él, pareciendo tan pálido y mareado como mi madre, aunque seguía sonriendo, con una sonrisa odiosa—. Estás inventando todo esto —dijo, en tono extraño, desprovisto de sinceridad—. La odias porque me quieres para ti sola, y pretendes engañarme y destruirla.

Sonreí y rocé ligeramente su mejilla con mis labios.

—Te diré algo más para convencerte. Nuestra abuela llevaba siempre vestidos de tafetán gris, con cuello de punto, en el que prendía siempre un broche de diamantes con diecisiete piedras. Cada mañana, muy temprano, antes de las seis y media, nos llevaba la comida y la leche en una cesta. Al principio nos alimentó bastante bien; pero gradualmente, a medida que aumentaba su resentimiento, fue empeorando la comida, hasta quedar reducida a bocadillos, mantequilla de cacahuete y mermelada, y, ocasionalmente, pollo frito y ensalada con patatas. Nos dio una larga lista de normas a seguir, entre ellas la prohibición de descorrer las cortinas para que entrase la luz. Año tras año vivimos en una oscura habitación en la que no entraba nunca la luz del sol. No puedes imaginarte lo horrible que puede ser la vida para unos seres encerrados, sin luz, sintiéndose descuidados, rechazados, faltos de amor. Y había otra regla muy difícil de cumplir. Ni siquiera debíamos mirarnos los unos a los otros, en particular, a los del sexo opuesto.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Bart, y después, suspiró profundamente—. Esto sería muy propio de ella. ¿Y dices que estuvisteis más de tres años encerrados allá arriba?

—Tres años y casi cinco meses, y, si esto te parece mucho tiempo, ¿qué crees que debía parecerles a dos niños de cinco años, uno de doce y otro de catorce? Entonces, cinco minutos nos parecían cinco horas, y los días eran como meses, y los meses, como años.

Se había entablado una clara lucha entre la duda y su mentalidad jurídica, que veía todas las implicaciones de mi historia, si ésta era verídica.

—Sé sincera, Cathy, absolutamente sincera. ¿Quieres hacerme creer que tú y tus tres hermanos estuvisteis todo el tiempo encerrados allá arriba, incluso cuando yo estaba ya aquí?

—Al principio creímos todo lo que ella nos decía, porque la amábamos y confiábamos en ella; era nuestra única esperanza, nuestra salvación. Y queríamos que heredase todo aquel dinero de su padre. Accedimos a permanecer allí arriba hasta que muriese el abuelo, aunque, cuando nuestra madre nos explicó que íbamos a vivir en Foxworth Hall omitió mencionar que seguiríamos escondidos. De momento, creímos que sólo sería cuestión de un par de días, pero después, todo continuó igual. Matábamos el tiempo jugando y rezábamos mucho y dormíamos mucho. Adelgazamos y se debilitó nuestra salud; estábamos mal alimentados, y padecimos hambre durante las dos semanas en que tú y nuestra madre viajasteis por Europa, en vuestra luna de miel. Después fuisteis a Vermont, a visitar a tu hermana, y allí compró nuestra madre una caja de dos libras de caramelos de azúcar de arce. Pero entonces habíamos empezado ya a comer buñuelos con arsénico mezclados en el azúcar en polvo.

Él me dirigió una mirada dura, furiosa, iracunda.

—Sí —dijo—, ella compró una caja de esa clase de caramelos en Vermont. Pero, Cathy, por más que digas, ¡nunca creeré que mi esposa pudo tratar de envenenar a sus propios hijos! —Resiguió mi figura con los ojos, y volvió a mirarme a la cara—. ¡Sí, te pareces a ella! Podrías ser su hija, lo confieso. Pero decir que Corine sería capaz de matar a sus hijos… ¡no puedo creerlo!

Le empujé con fuerza y me volví.

—¡Escuchen todos! —grité—. ¡Soy hija de Corine Foxworth Winslow! Ella encerró a sus cuatro hijos en la habitación del fondo del ala derecha. Nuestra abuela estaba en el ajo, y nos dio el ático para jugar. Nosotros lo decoramos con flores de papel, para que los pequeños mellizos se encontrasen más a gusto. Y todo para que nuestra madre pudiese heredar. Nuestra madre nos dijo que teníamos que escondernos, para que nuestro abuelo la nombrase en su testamento. Todos ustedes saben cuánto la aborrecía por haberse casado con su casi hermano. Nuestra madre nos convenció de que viviésemos arriba, sin hacer ruido, como ratones de desván, y nosotros accedimos, creyendo que cumpliría su palabra y nos sacaría de allí el día en que muriese su padre. ¡Pero no lo hizo! ¡No lo hizo! Dejó que sufriésemos allí otros nueve meses, ¡después de muerto y enterrado aquél!

Aún tenía más cosas que decir. Pero mi madre chilló:

—¡Basta! —Avanzó tambaleándose, extendidos los brazos como si se hubiese quedado ciega.

—¡Mientes! —gritó—. ¡Es la primera vez que te veo! ¡Sal de mi casa! ¡Márchate inmediatamente, si no quieres que llame a la Policía! ¡Vete, y no vuelvas más!

Ahora todos la miraban fijamente. Ella, la mujer serena y arrogante, había perdido todo su dominio; estaba temblando, lívido el semblante, queriendo arrancarme los ojos. Creo que nadie la creía ya, y menos al ver que yo era su viva imagen y que sabía demasiadas cosas.

Bart se apartó de mi lado, se acercó a su esposa y murmuró algo en su oído. La abrazó, consolándola, y la besó en la mejilla. Ella se aferró a él desesperadamente, con manos pálidas y temblorosas, suplicándole con sus grandes ojos lacrimosos, de un azul cerúleo…, como los míos, como los de Chris, como los de los mellizos.

—Gracias de nuevo, Cathy, por tu magnífica representación. Acompáñame a la biblioteca y te pagaré lo convenido. —Miró a los invitados, arracimados a nuestro alrededor, y dijo con voz tranquila—: Debo pedirle disculpas; mi esposa ha estado enferma, y esta broma mía ha sido muy inoportuna. Debí pensarlo mejor, antes de montar esta comedia. Por consiguiente, perdónenme, y que siga la fiesta, diviértanse; coman, beban y alégrense; y quédense todo el tiempo que quieran, pues es posible que Miss Catherine Dahl les tenga reservada alguna nueva sorpresa.

¡Cómo le odié entonces!

Mientras los invitados iban de un lado a otro, murmurando entre ellos y mirándonos, Bart levantó a mi madre en brazos y la llevó a la biblioteca.

Ella había engordado algo, pero, en sus brazos, parecía una pluma. Bart me miró por encima del hombro y me hizo ademán de que le siguiese. Obedecí.

Lamenté que Chris no estuviese conmigo, como habría sido su deber. Ahora tendría que enfrentarme yo sola con ella. Me sentía extrañamente aislada, a la defensiva, como si en definitiva fuese Bart a creerla a ella, y no a mí, por mucho que yo dijese y por muchas pruebas que le presentase. Y éstas no eran pocas. Podría describirle las flores del ático, el caracol, la lombriz, el misterioso mensaje que había escrito yo en la pizarra, y sobre todo, podría mostrarle la llave de madera.

Bart entró en la biblioteca y depositó cuidadosamente a mi madre en uno de los sillones de cuero. Después, lanzó una orden dirigida a mí.

—Cathy, haz el favor de cerrar la puerta.

¡Sólo entonces me di cuenta de que había alguien más en la biblioteca! Mi abuela estaba sentada en la misma silla de ruedas que antaño había usado su marido. Generalmente, las sillas de ruedas no se distinguen entre sí; pero ésta había sido confeccionada por encargo y era mucho más bonita. Mi abuela llevaba una bata de un gris azulado sobre su blusón de hospital, y cubría sus piernas con una manta. La silla había sido colocada cerca de la chimenea, para que la alcanzase el calor de la fogata de leña. La calva de la anciana brilló al volver ésta la cabeza en mi dirección. Sus ojos grises de pedernal chispeaban maliciosamente.

Una enfermera estaba con ella en la habitación. No perdí tiempo en mirarle la cara.

—Señora Mallory —dijo Bart—, tenga la bondad de dejarnos solos.

No era una petición, sino una orden.

—Sí, señor —dijo la enfermera, levantándose en seguida y disponiéndose a salir con la mayor rapidez posible—. Llámeme cuando Señora Foxworth quiera que la lleve a la cama, señor —prosiguió, desde la puerta, y desapareció.

Bart parecía a punto de explotar, mientras paseaba arriba y abajo por la estancia; pero ahora parecía no estar sólo furioso contra mí, sino también contra su esposa.

—Muy bien —dijo, en cuanto hubo salido la enfermera—, acabemos con esto de una vez para siempre. Corine, siempre había sospechado que tenías un secreto, un gran secreto. Muchas veces pensé que no me amabas de verdad, pero nunca se me ocurrió que pudieses tener cuatro hijos y que los hubieses escondido en el ático. ¿Por qué? ¿Por qué no pudiste confiar en mí y decirme la verdad? —Ahora pareció haber perdido su dominio—. ¿Cómo pudiste ser tan egoísta y despiadada, tan brutalmente cruel como para encerrar a tus cuatro hijos y tratar después de envenenarles con arsénico?

Derrumbada en el sillón de cuero castaño, mi madre cerró los ojos. Parecía exangüe.

Preguntó, con voz apagada:

—¿Vas a creerla a ella, y no a mí? Sabes que nunca sería capaz de envenenar a nadie, por mucho que tuviese que ganar con ello. ¡Y sabes que no tengo ningún hijo!

Me pasmó ver que Bart me creía a mí y no a ella; pero en seguida sospeché que en realidad no me creía, que estaba empleando un truco de abogado al atacarla, tratando de sorprenderla y quizá arrancarle la verdad. Pero esto no le daría resultado con ella. Mi madre se había adiestrado durante demasiados años como para dejarse pillar por sorpresa.

Avancé y la miré de arriba abajo, y dije, con voz dura:

—¿Por qué no cuentas a Bart lo de Cory, mamá? Dile que una noche entrasteis, tú y tu madre, y le envolvisteis en una manta verde, diciéndonos que le llevabais al hospital. Dile que volviste el día siguiente y nos dijiste que Cory había muerto de pulmonía. ¡Mentira! ¡Todo mentira! Chris bajó a escondidas la escalera y oyó que el mayordomo, John Amos Jackson, decía a una doncella que la abuela llevaba arsénico al ático para matar los ratones. ¡Pero los ratones que comían aquellos buñuelos azucarados éramos nosotros, madre! Hicimos la prueba. ¿Recuerdas aquel ratoncito mimado que tenía Cory y al que tú no hacías caso? Le dimos una pizca de buñuelo azucarado, ¡y se murió! Ahora puedes seguir sentada y gritar, ¡y decir que no sabes quién soy yo, ni quién es Chris, ni quiénes fueron Cory y Carrie!

—Nunca la había visto en mi vida —repitió ella, con voz fuerte, irguiéndose en el sillón y mirándome a los ojos—, salvo aquella vez que fuimos a ver el ballet en Nueva York.

Bart frunció los párpados, como sopesándonos a las dos. Después volvió a mirar a su esposa, con ojos aún más fruncidos y astutos.

—Cathy —dijo, sin dejar de mirarla a ella—, has hecho unas acusaciones muy graves contra mi esposa. La acusas de asesinato, de asesinato con premeditación. Si fuese verdad, la juzgarían por tal delito. ¿Es eso lo que quieres?

—Sólo quiero que se haga justicia. Pero no, no quiero verla en la cárcel o en la silla eléctrica…, si es que todavía la usan en este Estado.

—Miente —murmuró mi madre—, ¡miente, miente, miente!

Yo venía preparada para acusaciones como ésta y, tranquilamente, saqué de mi bolso fotocopias de los cuatro certificados de nacimiento. Las tendí a Bart, que se acercó a una lámpara para estudiarlos. Cruelmente y con gran satisfacción, sonreí a mi madre.

—Querida mamá, fuiste muy tonta al coser estos certificados de nacimiento en el forro de una de nuestras viejas maletas. Sin ellas, no habría podido mostrar ninguna prueba a tu marido, y, sin duda alguna, éste habría seguido creyéndote, porque, a fin de cuentas, soy actriz y estoy acostumbrada a representar bien mis papeles. Lástima que él no sepa que tú eres una actriz aún mejor. Puedes adularle cuanto quieras, mamá, ¡pues tengo la prueba!

Reí furiosamente, con ganas de llorar, porque vi aflorar lágrimas en sus ojos; porque había habido un tiempo en que la había querido mucho, y ahora, a pesar de la animosidad y el odio que sentía contra ella, todavía centelleaba alguna pavesa de aquel amor innato, y me dolía, sí, ¡me dolía hacerla llorar! Sin embargo lo tenía bien merecido, repetía para mis adentros, una y otra vez.

—Voy a decirte otra cosa, mamá. Carrie me dijo que te había visto en la calle y que tú la habías rechazado… Poco después, se puso tan enferma que murió, ¡y tú contribuiste a su muerte! Y, a no ser por los certificados de nacimiento, te habrías quedado tan campante, porque el Registro Civil de Gladstone, Pensilvania, fue destruido por un incendio hace diez años. ¿Ves lo bueno que fue el destino contigo? Pero tú nunca hiciste las cosas bien. ¿Por qué no quemaste los certificados? ¿Por qué los guardaste…? Conservar las pruebas fue muy importante por tu parte, mi querida madre; pero siempre fuiste descuidada, distraída y caprichosa. Pensabas que, si matabas a tus cuatro hijos, podrías tener otros… Pero tu padre fue más listo, ¿no es verdad?

—¡Cathy! ¡Siéntate y deja que yo arregle esta cuestión! —ordenó Bart—. Mi esposa sufrió recientemente una operación quirúrgica, y no consentiré que pongas en peligro su salud. Ahora, siéntate, ¡si no quieres que te obligue por la fuerza!

Me senté. Él miró a mi madre y, después, a la madre de ésta.

—Corine, si me has querido alguna vez, si me has amado siquiera un poco, dime: ¿hay algo de verdad en lo que dice esta mujer? ¿Es hija tuya?

Mi madre respondió, muy débilmente:

—Sí…

Suspiré. Pensé que oía suspirar toda la casa, y a Bart con ella. Levanté los ojos y vi que mi abuela me miraba de un modo muy extraño.

—Sí —continuó mi madre, fijos en Bart sus ojos empañados—. No podía decírtelo, Bart. Quería hacerlo, pero temí que me rechazaras si te enterabas de que tenía cuatro hijos y ningún dinero, y yo te quería y te necesitaba tanto… Me devané los sesos tratando de hallar una solución que me permitiese conservaros, a ti y a mis hijos, y también el dinero. —Se irguió, tiesa la espina dorsal y alzando majestuosamente la cabeza—. ¡Y la encontré! ¡La encontré! Tardé muchas semanas en hacer mis planes ¡pero encontré la manera!

—Corine —replicó Bart, con voz glacial, mirándola de arriba abajo—, ¡el asesinato no es nunca una solución! Lo único que tenías que hacer era contármelo todo, yo habría encontrado la manera de salvar a tus hijos y tu herencia.

—Pero ¿no lo ves? —gritó ella, muy excitada—. ¡Yo sola encontré la solución! Te quería; quería a mis hijos, y también el dinero. ¡Pensaba que mi padre me debía aquel dinero! —Rió histéricamente, empezando a perder de nuevo su dominio, como si el diablo le pisara los talones y tuviese que hablar de prisa para librarse de su fuego—. Todos pensaban que era una estúpida, una rubia de linda carita y buena figura, pero sin seso. Pues bien, te engañé, madre —dijo a la vieja en la silla de ruedas. Después se volvió al retrato de la pared y gritó—: ¡Y también a ti, Malcolm Foxworth! —Me fulminó con la mirada—. Y a ti también, Catherine. Creías que lo pasabas muy mal, encerrada allá arriba, sin condiscípulas y sin amigos, ¡pero no sabes lo bien que estabas, en comparación con todo lo que mi padre me hizo a mí! Tú, con todas tus acusaciones, siempre contra mí, no sabías que no podía dejaros salir. Aquí abajo, mi padre me ordenaba; haz esto o haz aquello, porque, si no lo haces, no heredarás un penique y, además, ¡le contaré a tu amante que tienes cuatro hijos!

Me quedé boquiabierta. Después, me puse en pie de un salto.

—¿Sabía él de nosotros? ¿Lo sabía el abuelo?

Rió de nuevo, con una risa dura, diamantina.

—Sí, lo sabía, ¡pero yo no se lo dije! El día en que Chris y yo huimos de esta horrible casa, contrató detectives para que nos siguiesen la pista. Después, cuando murió mi marido en aquel accidente, mi abogado me persuadió de que buscase una ayuda. ¡Cómo se regocijó mi padre! ¿No lo ves, Cathy? —dijo, tan de prisa que sus palabras se confundían las unas con las otras—. Él quería tenernos, a mí y a mis hijos, ¡en su casa y en un puño! Había proyectado, con mi madre, engañarme y hacerme creer que no sabía que estabais escondidos allá arriba. ¡Pero lo supo siempre! ¡Su plan era teneros encerrados para el resto de vuestra vida!

Jadeé y la miré fijamente. Dudaba de ella. ¿Cómo podía confiar en lo que decía ahora, después de todo lo que había hecho?

—¿Y se avino la abuela a seguir su plan? —pregunté, sintiendo como si fuesen a paralizarse todos mis miembros.

—¿Ella? —dijo mamá, lanzando a su madre una dura mirada de desprecio—. Habría hecho cualquier cosa que le dijese él, porque me odiaba; siempre me había odiado; él me quería demasiado cuando yo era pequeña, y le importaban un bledo sus hijos, que eran los predilectos de ella. Y, cuando estuvimos aquí, atrapados en su ratonera, se regocijaba al ver a los hijos de su medio hermano capturados como animales en una jaula, presos hasta el día en que muriesen. Así, mientras estabais allá arriba, jugando a vuestros juegos y decorando el ático, él no paraba de acosarme. «No deberían haber nacido, ¿verdad?», me decía taimadamente, y sugería con astucia que era mejor para vosotros estar muertos que permanecer prisioneros hasta que os hicieseis viejos, o enfermaseis y murieseis. Al principio no creí que hablase en serio. Pero él insistía diariamente en que erais malos, perversos, hijos del mal a los que había que destruir. Yo lloraba, suplicaba, me hincaba de rodillas, y él se echaba a reír. Una noche se encolerizó conmigo. «Estúpida —me dijo—, ¿fuiste lo bastante idiota para pensar que te perdonaría alguna vez el haberte acostado con tu tío, que es el pecado más nefasto, y el haberle dado hijos?». Y, a partir de entonces, siguió increpándome, vociferando a veces. Después empezaba a descargar golpes con su bastón, sin mirar adonde pegaba. Y mi madre permanecía sentada, sonriendo satisfecha. Sin embargo, él dejó pasar varias semanas sin decirme que sabía que estabais allá arriba… y, cuando me lo dijo, yo estaba ya atrapada. —Parecía suplicarme que la creyese que tuviese compasión de ella—. ¿No lo ves? ¡Yo no sabía adonde volverme! No tenía dinero, y pensaba que sus terribles ataques de ira acabarían matándole… Incluso le provocaba, para que se muriese pronto… Pero él seguía viviendo, haciéndonos la vida imposible, a mí y a mis hijos. Y cada vez que yo entraba en vuestra habitación, me suplicabais que os dejase salir. Sobre todo tú, Cathy…, sobre todo tú.

—¿Y qué más hizo para que nos tuvieses prisioneros —le pregunté, sarcásticamente—, aparte de gritarte, increparte y pegarte con su bastón? Los golpes no debieron de ser muy fuertes, porque él estaba muy débil, y nunca volvimos a ver señales en tu piel, después de la primera azotaina. Eras libre de entrar y salir cuando querías. Habrías podido encontrar una manera de sacarnos de allí sin que él lo supiera. Querías su dinero, ¡y eras capaz de todo para conseguirlo! ¡Querías aquel dinero más que a tus cuatro hijos!

Ante mis propios ojos, su cara delicada y magníficamente restaurada adquirió el aspecto envejecido de la de su madre. Pareció encogerse y marchitarse ante los largos años que aún tendría que vivir con sus remordimientos. Después alzó locamente la mirada, como buscando un refugio donde esconderse para siempre, no sólo de mí, sino de la furia que veía en los ojos de su marido.

—Cathy —suplicó mi madre—. Sé que me odias, pero…

—Sí, mamá; te odio.

—No lo harías si pudieses comprender…

Me reí, secamente, amargamente.

—Querida mamá, nada de lo que digas podrá hacerme comprender.

—Corine —intervino Bart, en tono estéril, como si le hubiesen quitado el corazón—, tu hija tiene razón. Puedes llorar cuanto quieras, decir que tu padre te obligó a envenenar a tus hijos… Pero ¿cómo puedo creerlo, si recuerdo perfectamente que jamás te miró con malos ojos? Te miraba con amor y con orgullo. Entrabas y salías de casa cuando querías. Tu padre derrochaba su dinero contigo, para que pudieses comprarte vestidos nuevos y todo lo que se te antojase. Y ahora me vienes con esta historia ridícula, diciendo que te torturaba y que te obligaba a matar a tus hijos ocultos. ¡Dios mío! ¡Me das asco!

Los ojos de ella se velaron; sus pálidas y elegantes manos temblaron al subir aleteando de su falda a su garganta, para juguetear con el broche de brillantes que sujetaba su vestido.

—Bart, por favor, debes creerme… Confieso que te mentí en el pasado, que te engañé en lo tocante a mis hijos… Pero ahora te digo la verdad. ¿Por qué no me crees?

Bart estaba plantado sobre sus pies separados, como un marinero apercibido contra un mar encrespado. Apretaba las manos, cruzadas a su espalda.

—¿Qué clase de hombre te imaginas que soy… o que era? —preguntó, amargamente—. Entonces hubieses podido contármelo todo, y lo habría comprendido. Te amaba, Corine. Habría hecho todo lo legalmente posible para desbaratar los planes de tu padre y ayudarte a conseguir tu fortuna, protegiendo al mismo tiempo a tus hijos, de modo que pudiesen tener una vida normal. Yo no soy un monstruo, Corine, y no me casé por tu dinero. ¡Me habría casado contigo aunque no hubieses tenido un centavo!

—¡No habrías podido burlar a mi padre! —gritó ella, poniéndose en pie y empezando a pasear arriba y abajo.

Con su brillante vestido carmesí, mi madre parecía envuelta en una llama, y aquel color daba un tono purpúreo a sus ojos, que nos miraban alternativamente. Por último, cuando yo no podía ya resistir verla en aquel estado, destrozada, enloquecida, perdido todo su aplomo, su mirada se posó en su madre, aquella anciana hundida en la silla de ruedas, como si no tuviese huesos. Sus dedos nudosos se movían débilmente sobre la manta, pero sus ojos grises de fanática ardían con un fuego intenso y maligno. Observé cómo chocaban las miradas de madre e hija. Pero aquellos ojos grises no cambiaron, no se ablandaron Por ser viejos, ni por miedo al infierno que, sin duda, aguardaba a la anciana.

Y, para sorpresa mía, mi madre se irguió después del enfrentamiento, vencedora en aquella lucha de voluntades. Empezó a hablar desapasionadamente, como si se refiriese a un problema ajeno. Tuve la impresión de que era una mujer que hablaba a sabiendas que se estaba matando con cada una de sus hirientes palabras, pero que no le importaba, o había dejado de importarle… A fin de cuentas, yo había triunfado, y se volvió precisamente a mí, su juez más severo, al pronunciar su alegato.

—Está bien, Cathy. Sabía que, más pronto o más tarde, tendría que enfrentarme contigo. Sabía que serías tú quien me obligaría a decir la verdad. Tú parecías ver siempre en mi interior, y no te gustaba lo que veías, porque yo no era como hubieses querido que fuese. Christopher me quería, confiaba en mí. Pero tú, no. Sin embargo, al principio, cuando murió tu padre, traté de hacer cuanto pude por vosotros. Cuando os pedí que vinieseis aquí y permanecieseis escondidos hasta que recobrase el aprecio de mi padre, os dije lo que creí que era verdad. En realidad, pensaba que sería cuestión de un día, o quizá de dos.

Permanecí inmóvil, mirándola fijamente. Sus ojos me dirigían una súplica muda: Por caridad, Cathy, ¡debes creerme! Digo la verdad.

Después dejó de mirarme, y con gran aflicción, se volvió a Bart y habló de su primer encuentro, en la casa de un amigo.

—Yo no quería amarte, Bart, para no meterte en el conflicto en que me hallaba. Quería hablarte de mis hijos y de la amenaza que mi padre significaba para ellos; pero, precisamente cuando iba a hacerlo, la salud de mi padre empeoró y pensé que iba a morir, y por eso guardé silencio. Rezaba para que me comprendieses cuando te lo explicase todo. Fue una estupidez por mi parte, porque los secretos mantenidos demasiado tiempo son después imposibles de explicar. Tú querías casarte conmigo. Mi padre seguía oponiéndose. Mis hijos me suplicaban todos los días que les dejase salir. Y yo, aunque sabía que tenían razón al lamentarse, empecé a sentir resentimiento contra ellos, porque me hostigaban, porque hacían que me sintiese culpable y avergonzada, siendo así que trataba de hacer cuanto podía por ellos. Y era Cathy, siempre Cathy, la que más me atosigaba, aunque yo la colmaba de regalos.

Me dirigió otra mirada larga y atormentada, como si yo la hubiese torturado de un modo inaguantable.

—Cathy —murmuró entonces, y, al volverse a mí de nuevo, se animaron un poco sus ojos lacrimosos y angustiados—, ¡yo hice todo lo que pude! Dije a mis padres que todos vosotros estabais delicados de salud, Cory en particular. Y no les costó creerlo, porque querían pensar que Dios había castigado a mis hijos. Cory se enfriaba continuamente, y tenía alergia. ¿Comprendes ahora mi intención? Quería que todos enfermaseis un poco, para poder sacaros uno a uno de allí y llevaros al hospital, y decir después a mi madre que habíais muerto. Para eso, empleé dosis minúsculas de arsénico, ¡que en modo alguno podían mataros! Lo único que quería era provocar ligeras indisposiciones, ¡sólo lo preciso para sacaros de vuestro encierro!

Me quedé horrorizada ante tamaña estupidez, que le había hecho concebir un plan tan peligroso. Después pensé que todo era mentira, una excusa para congraciarse con Bart, que la estaba mirando de una manera muy extraña.

Entonces le sonreí, aunque mi dolor era tan grande que a duras penas podía contener las lágrimas.

—Mamá —dije, a media voz, interrumpiendo su discurso—, ¿has olvidado que tu padre estaba muerto cuando empezasteis a darnos los buñuelos azucarados? No tenías por qué engañarle en su tumba.

Dirigió su atormentada mirada a la abuela, cuyos ojos severos e imponentes seguían fijos en su hija.

—¡Sí! —gritó mamá—. ¡Lo sé! De no haber sido por aquel codicilo, ¡nunca habría necesitado el arsénico! Pero mi padre confió nuestro secreto al mayordomo, John, encargándole que vigilara hasta que hubieseis muerto todos. Y, si no lo hacía, mi madre cuidaría de que no heredase los cincuenta mil dólares que le había prometido. ¡Además, estaba mi madre, que quería que John lo heredase todo!

Se hizo un terrible silencio, mientras yo trataba de digerir esto. Según ella, el abuelo lo había sabido todo desde el principio y querido tenernos presos toda la vida. Y, como si este castigo no fuese suficiente, ¡había querido obligarla a matarnos! ¡Oh! ¡Tenía que haber sido aún más malvado de lo que me imaginaba! ¡Inhumano! Entonces, al mirarla y observar sus expectantes ojos azules, y sus manos que trataban de enrollar un invisible hilo de perlas, tuve la seguridad de que mentía. Miré a la abuela y vi que había fruncido el ceño y hacía vanos esfuerzos para hablar. Una furiosa indignación brillaba en sus ojos, como si quisiera negar todo lo que mi madre había dicho. Pero ella odiaba a mamá. Debía de querer que yo creyese lo peor… ¡Oh, Dios mío! ¿Cómo iba yo a descubrir la verdad?

Miré a Bart, que estaba en pie delante de la chimenea, contemplando a su esposa como si no la conociese, espantado por lo que veía ahora.

—Mamá —dije, con voz lisa y llana—, ¿qué hiciste realmente con el cadáver de Cory? Hemos mirado en todos los cementerios próximos y examinado sus registros, y ni un solo niño de ocho años fue enterrado en aquella última semana de octubre de 1960.

Ella tragó saliva y después se estrujó las manos, haciendo centellear sus brillantes y otras joyas.

—No sabía qué hacer con él —murmuró—. Cory murió antes de llegar al hospital. De pronto dejó de respirar, y, cuando miré al asiento de atrás, comprendí que estaba muerto. —Sollozó al recordarlo—. Entonces me odié. Sabía que podían acusarme de asesinato, ¡y yo no había querido matarle! ¡Sólo que enfermase un poco! Por consiguiente, arrojé su cuerpo en una profunda barranca, y lo cubrí con hojas secas, ramas y piedras…

Sus grandes ojos desesperados me suplicaban que la creyese. Ahora fui yo quien tragó saliva, pensando en Cory arrojado en una negra barranca y abandonado para que se pudriese allí.

—No, mamá; tú no hiciste eso. —Mi voz suave pareció cortar la helada atmósfera de la gran biblioteca—. Antes de bajar, visité la habitación del fondo del ala norte. —Hice una pausa, para conseguir mayor efecto y para que mis palabras sonasen más dramáticas—. Antes de bajar la escalera para enfrentarme contigo, empleé la otra escalera que conduce directamente al ático y, después, la escalerilla secreta del excusado de nuestra cárcel. Chris y yo, habíamos sospechado siempre que había otra manera de llegar al ático, y deducido correctamente que tenía que haber una puerta oculta detrás del gigantesco armario que no podíamos mover, por muy fuerte que lo empujásemos. Mamá…, descubrí una pequeña habitación que nunca habíamos visto. Y persistía en ella un olor especial, como a muerte y podredumbre.

De momento, ella no pudo moverse. Su rostro se había vuelto totalmente inexpresivo. Me miraba con ojos vacíos. Después, empezó a mover las manos y los labios, pero no pudo hablar. Lo intentaba, pero no podía hablar. Bart empezó a decir algo; pero ella se tapó los oídos con las manos, para no oír nada de lo que cualquiera pudiese decir.

De pronto, se abrió la puerta de la biblioteca. Me volví, furiosa.

Mi madre se volvió también, como en una pesadilla, siguiendo la dirección de mi mirada. Chris se detuvo en seco y la miró fijamente. Entonces ella saltó, presa de terrible espanto, y extendió ambos brazos, como para detenerle. ¿Estaría viendo el fantasma de nuestro padre?

—¿Chris…? —preguntó—. Yo no quería hacerlo, Chris, ¡de veras que no quería! ¡No me mires así, Chris! ¡Yo les amaba! No quería darles el arsénico…, ¡pero mi padre me obligó! ¡Decía que nunca debieron haber nacido! Quería convencerme de que eran tan malos que merecían la muerte, ¡y de que era la única manera que tenía yo de reparar el pecado que había cometido al casarme contigo! —Las lágrimas surcaron sus mejillas, y prosiguió, a pesar de que Chris movía la cabeza—: ¡Yo amaba a mis hijos! ¡A nuestros hijos! Pero ¿qué podía hacer? Sólo quería que enfermasen un poco…, sólo lo preciso para poder salvarles. Y nada más, nada más… ¡No me mires así, Chris! ¡Sabes que nunca habría matado a nuestros hijos!

Los ojos azules de Chris adquirieron la frialdad del hielo, mientras seguía mirándola fijamente.

—Entonces, ¿nos diste deliberadamente arsénico? —preguntó—. Nunca llegué a creerlo del todo, cuando huimos de esta casa y tuve tiempo de reflexionar sobre ello. ¡Pero lo hiciste!

Entonces, ella empezó a chillar. En mi vida había oído unos alaridos como aquéllos, que subían y bajaban de tono histéricamente. ¡Parecían los aullidos de un loco! Después, giró sobre sus talones, echó a correr hacia una puerta que yo ignoraba que estuviese allí, la cruzó y desapareció.

—Cathy —dijo Chris, apartando la mirada de la puerta y recorriendo con ella la biblioteca. Entonces advirtió la presencia de Bart y de la abuela—. He venido a buscarte. He recibido malas noticias. ¡Tenemos que volver inmediatamente a Clairmont!

Antes de que yo pudiese responder, dijo Bart:

—¿Es usted Chris, el hermano mayor de Cathy?

—Sí, desde luego. Y he venido a buscarla. La necesitan en otra parte.

Alargó una mano y me acerqué a él.

—Espere un momento —pidió Bart—. Necesito hacerle unas pocas preguntas. Tengo que saber toda la verdad. La mujer del traje rojo que acaba de salir, ¿es su madre?

Chris me miró antes de responder. Asentí con la cabeza, para indicarle que Bart lo sabía, y sólo entonces contestó, mirando a Bart con cierta hostilidad:

—Sí; es mi madre, y la madre de Cathy, y lo fue de dos mellizos llamados Cory y Carrie.

—¿Y les tuvo encerrados a los cuatro en una habitación durante más de tres años? —preguntó Bart, como si aún se resistiese a creerlo.

—Sí; tres años, cuatro meses y diecisiete días. Una noche se llevó a Cory, y después volvió y nos dijo que había muerto de pulmonía. Y, si quiere más detalles, tendrá que esperar, pues ahora debemos pensar en otras personas. Vamos, Cathy —dijo, tendiéndome de nuevo la mano—. ¡Tenemos que darnos prisa! —Entonces miró a la abuela y le dirigió una irónica sonrisa—. Feliz Navidad, abuela. Había esperado no volverte a ver jamás, pero ahora me alegro, porque veo que el tiempo se ha vengado por su cuenta. —Se volvió de nuevo a mí—. ¿Dónde está tu abrigo, Cathy? Jory y la señora Lindstrom esperan en mi coche.

—¿Por qué? —le pregunté.

De pronto, sentí pánico. ¿Qué sucedía?

—¡No! —terció Bart—. ¡Cathy no puede marcharse! ¡Espera un hijo mío, y quiero que esté aquí conmigo!

Entonces Bart se acercó a mí, me enlazó con sus brazos y me miró amorosamente.

—Has quitado la venda de mis ojos, Cathy. Tenías razón. Yo no fui hecho para una cosa así. Quizá pueda todavía redimirme haciendo algo útil, para variar.

Lancé a la abuela una mirada de triunfo y evité mirar directamente a Chris. Bart rodeó mis hombros con un brazo; salimos de la biblioteca, dejando allí a mi abuela, y cruzamos las otras habitaciones hasta llegar al amplio vestíbulo.

—¡Dios mío, la casa está ardiendo! —gritó Bart, y me empujó hacia Chris—. Llévela fuera y cuide de ella. ¡Yo tengo que encontrar a mi esposa! —Miró furiosamente a su alrededor, gritando—: ¡Corine, Corine!, ¿dónde estás?

Toda aquella multitud se dirigía a la misma salida. Un humo negro bajaba del piso de arriba. Había mujeres que caían y eran pisoteadas. Los alegres invitados a la fiesta sólo pensaban en salir, ¡y ay de aquellos que no tuviesen fuerzas para llegar a la puerta! Frenéticamente, traté de seguir a Bart con la mirada. Vi que cogía el teléfono, sin duda para llamar a los bomberos, y después subió corriendo la escalera de la derecha, ¡hacia el mismo centro del incendio!

—¡No! —grité—. ¡No subas, Bart! ¡Te matarás! No lo hagas, Bart. Vuelve.

Creo que debió de oírme, porque vaciló en mitad de la escalera, se volvió y me sonrió, mientras yo agitaba frenéticamente los brazos. Formó las palabras «Te amo» con los labios, y después señaló hacia el Este. No comprendí lo que quería decir. Pero Chris interpretó que nos indicaba otra salida.

Chris y yo, tosiendo y jadeando, cruzamos corriendo otro salón, y entonces tuvimos la suerte de ver el gran comedor…, aunque también estaba lleno de humo.

—Mira aquellos balcones —dijo Chris, empujándome—. Debe de haber una docena de salidas en la planta baja, ¡y todos esos imbéciles corren hacia la puerta principal!

Salimos y llegamos hasta el coche, que reconocí como el de Chris; allí estaba Emma, con Jory en brazos mirando con espanto la mansión en llamas. Chris alargó una mano y cogió un abrigo de viaje, que echó sobre mis hombros; después me rodeó con un brazo, mientras yo me apoyaba en él y lloraba por Bart… ¿Dónde estaba? ¿Por qué no salía?

Oí las sirenas de los bomberos entre las colinas, aullando en la tormentosa noche de viento y de nieve. Ésta, al caer sobre la casa en llamas, se transformaba en copos rojos, que se fundían inmediatamente. Jory tendió los brazos, porque quería estar conmigo, y yo le estreché en los míos, y Chris nos abrazó a los dos.

—No tengas miedo, Cathy —trató de consolarme—. Bart debe conocer todas las salidas.

Entonces vi a mi madre, con su vestido rojo, sujeta por dos hombres. No paraba de chillar, gritando el nombre de su marido… y después el de la abuela.

—¡Mi madre está allí! —gritó—. ¡Y no puede moverse!

Bart estaba en los peldaños de la entrada cuando oyó su voz. Giró en redondo y entró de nuevo en la casa. ¡Oh, Dios mío! ¡Volvía atrás para salvar a mi abuela, que no merecía vivir! Se jugaba la vida, quizá para demostrar que, a fin de cuentas, no era un perrito faldero.

¡Aquí estaba el fuego de mis pesadillas infantiles! ¡Esto era lo que yo había temido siempre más que a nada! La razón de que hubiese insistido en hacer una escala de cuerdas con jirones de sábanas, para poder escapar y llegar al suelo… en caso necesario.

Observar el enorme caserón ardiendo era aún más horrible para mí, al pensar que hubo un tiempo en que deseé que fuese borrado de la faz de la Tierra. El viento soplaba furiosamente, atizando las llamas, que subían y subían, hasta iluminar la noche y encender el cielo. ¡Con qué facilidad ardía la madera vieja, junto con los muebles antiguos y las piezas de valor inestimable, que nunca podrían remplazarse! Si algo se salvaba, gracias a los heroicos bomberos que corrían como locos, conectando mangueras que vomitaban espuma, sería un verdadero milagro. Alguien gritó:

—¡Hay personas atrapadas dentro! ¡Sáquenlas!

Creo que fui yo. Los bomberos trabajaban con rapidez y agilidad sobrehumanas para sacarles de allí, mientras yo gritaba, enloquecida y frenética:

—¡Bart! ¡Yo no quería matarte! Sólo quería que me amases, Bart, ¡no mueras! ¡No mueras, por favor!

Mi madre lo oyó y vino corriendo, mientras Chris me estrechaba con fuerza entre sus brazos.

—¡Tú! —chilló, con la expresión aturrullada de los locos—. ¿Crees que Bart te quería? ¿Que se hubiese casado contigo? ¡Eres una estúpida! Me traicionaste. Como siempre, me has traicionado. Y ahora, ¡Bart morirá por tu culpa!

—No, madre —dijo Chris, apretándome más fuerte, y con voz glacial—. No fue Cathy quien gritó para recordar a tu marido que la abuela se había quedado dentro. Tú lo hiciste. Debías saber que no podía entrar de nuevo en la casa y salir con vida de ella. Tal vez has preferido ver a tu marido muerto que casado con tu hija.

Ella le miró. Sus manos se crisparon nerviosamente. Los azules ojos cerúleos estaban ensombrecidos por manchas de tinte negro. Y, mientras Chris y yo la observábamos, se desvaneció la última pizca de claridad y de inteligencia que había en ellos, y ella pareció encogerse.

—Christopher, hijo mío, amor mío, ¡soy tu madre! ¿Ya no me quieres, Christopher? ¿Por qué? ¿Acaso no te traigo todo lo que necesitas y todo lo que me pides? ¿Enciclopedias nuevas, juegos y ropa? ¿Qué te falta? Dímelo, por favor, para que pueda ir a buscarlo y traértelo. Haré cualquier cosa, te lo traeré todo, para compensarte de lo que te falta. Tendrás mil veces más, cuando muera mi padre, y él puede morir el día menos pensado, el momento menos pensado, ¡lo sé! ¡Te juro que no tendrás que estar mucho tiempo aquí! No mucho más, no mucho más, no mucho más…

Y siguió repitiendo lo mismo, hasta que pensé que me pondría a gritar. En vez de ello, me tapé los oídos con las manos y apreté la cabeza contra el pecho de Chris.

Éste hizo una señal a un conductor de ambulancia, y los enfermeros se acercaron cansadamente a mi madre, la cual, al verles, se hizo atrás y echó a correr. La vi tambalearse y caer, al engancharse un tacón en el dobladillo de su largo y brillante vestido rojo, y quedó de bruces sobre la nieve, pataleando, chillando y agitando los puños. Le pusieron una camisa de fuerza y se la llevaron, mientras seguía gritando que yo la había traicionado, y Chris y yo, fuertemente abrazados, la mirábamos con ojos desorbitados. Volvíamos a sentirnos en la infancia, impotentes para luchar contra el dolor y la vergüenza que llevábamos dentro. Seguí a Chris, mientras éste procuraba ayudar a los que sufrían quemaduras. En realidad, le estorbaba; pero no podía perderle de vista.

El cuerpo de Bart Winslow fue encontrado en la biblioteca, con mi esquelética abuela agarrada a sus brazos…, ambos asfixiados por el humo, no quemados por las llamas. Me acerqué a él, tambaleándome, y aparté la manta verde y le miré a la cara, para convencerme de que la muerte había entrado una vez más en mi vida. Sí, la muerte venía, ¡una y otra vez! Le besé y lloré sobre su pecho rígido. Levanté la cabeza, y él me estaba mirando, atravesándome con su mirada…, desde un lugar donde nunca podría alcanzarle y confesarle que le había amado desde el principio…, desde hacía quince años.

—Por favor, Cathy —dijo Chris, tirando de mí, cuando empecé a sollozar, al desprenderse la mano de Bart de mi apretón—. ¡Tenemos que marcharnos! No hay motivo para que sigamos aquí, cuando todo ha terminado.

Terminado, terminado… Todo había terminado.

Mis ojos siguieron la ambulancia donde iba el cuerpo de Bart… y también el de mi abuela. No lo sentía por ésta, que sólo había sacado de la vida lo que había sembrado en ella.

Me volví a Chris y lloré de nuevo en sus brazos, porque, ¿quién viviría lo bastante para darme el amor que necesitaba? ¿Quién?

* * *

Pasaron horas y más horas, mientras Chris me suplicaba que nos marchásemos de aquel lugar que sólo nos había traído desgracias y sufrimiento. ¿Cómo no lo había recordado yo? Tristemente me agaché para recoger trocitos de cartulina que antaño habían sido rojos y amarillos, y otros restos de nuestra decoración del ático, arrastrados por el viento: pétalos arrancados, hojas mustias, desprendidas de sus tallos.

Había amanecido cuando se dominó el incendio. La imponente mansión que había sido Foxworth Hall no era más que un montón de ruinas humeantes. Las ocho chimeneas seguían en pie sobre la firme estructura de ladrillos, y, aunque parezca extraño, permanecía en su sitio la doble escalera que ya no conducía a parte alguna.

Chris quería que nos marchásemos de una vez, pero yo tenía que esperar a que se desvaneciese la última voluta de humo para confundirse con la nada. Era mi saludo, el último saludo a Bartholomew Winslow, al que había visto por primera vez cuando yo tenía doce años. Le había dado mi amor a primera vista. Hasta el punto de que había hecho que Paul se dejase crecer el bigote para que se pareciese a Bart. Y me había casado con Julián porque tenía los ojos oscuros, oscuros como los de Bart… ¡Dios mío! ¿Cómo podría yo vivir, sabiendo que había matado al único hombre al que había querido de verdad?

—Vamos, vamos, Cathy; la abuela ha muerto y no puedo decir que lo sienta, aunque sí lamento lo de Bart. Debió ser nuestra madre quien provocó el incendio. Por lo que dice la Policía, empezó en la habitación del ático, al final de la escalera.

Su voz llegaba hasta mí como viniendo de muy lejos, porque yo me había encerrado en una concha de mi propia confección. Sacudí la cabeza, tratando de aclararla. ¿Quién era yo? ¿Quién era el niño que dormía en brazos de una mujer mayor en el asiento de atrás?

—¿Qué te pasa, Cathy? —inquirió Chris, con impaciencia—. Escucha: ¡Henny ha tenido un fuerte ataque esta noche! Al tratar de auxiliarla, ¡Paul ha sufrido a su vez un ataque al corazón! ¡Nos necesita! ¿Vas a estarte aquí sentada, llorando por un hombre que no te pertenecía, y dejando que se muera el que más ha hecho por nosotros?

La abuela había tenido razón en algunas de las cosas que había dicho. Yo era mala; había nacido mala. ¡Todo había sido por mi culpa! ¡Por mi culpa! Nunca debí venir aquí, nunca debí venir aquí, me repetía una y otra vez, mientras vertía amargas lágrimas por Bart.