Los últimos preparativos

—¡ME DIJISTE QUE NO HABÍA necesidad de tomar precauciones, Cathy!

—No las había. Quiero un hijo tuyo.

—¿Quieres un hijo mío? ¿Qué diablos crees que puedo hacer? ¿Casarme contigo?

—No. Actué por mi cuenta. Presumí que querías divertirte conmigo y que, cuando esto hubiese terminado, volverías con tu mujer y te buscarías otra distracción. Pero yo tendría lo que me había propuesto: un hijo tuyo. Ahora ya puedo marcharme. Dame el beso de despedida, Bart, como si esto no hubiese sido más que una de tus pequeñas aventuras extramatrimoniales.

Parecía furioso. Nos hallábamos en mi cuarto de estar, mientras rugía una fuerte ventisca en el exterior. La nieve se arremolinaba hasta la altura de las ventanas, y yo estaba delante de la chimenea, haciendo labor de punto para unos zapatitos infantiles. Me disponía a unir dos puntos cuando Bart me quitó la labor de las manos y la arrojó lejos.

—¡Se van a escapar los puntos! —exclamé, contrariada.

—¿Qué diablos estás tratando de hacerme, Cathy? ¡Sabes que no puedo casarme contigo! Nunca te mentí diciendo que lo haría. Estás jugando un juego conmigo. —Se interrumpió y se tapó la cara con las manos; después las bajó y dijo, en tono suplicante—: Te amo. Es algo superior a mí. Quiero tenerte siempre cerca, y también a mi hijo. ¿A qué estás jugando ahora?

—Es un juego de mujer. El único que puede jugar una mujer con la seguridad de ganar.

—Escucha —dijo, tratando de recobrar su dominio de la situación—, explícame qué quieres decir, déjate de frases con doble sentido. Nada tiene que cambiar porque mi esposa haya regresado. Tú tendrás siempre un lugar en mi vida.

—¿En tu vida? ¿No sería más exacto decir en los bordes de tu vida?

Por primera vez, percibí humildad en su voz.

—Sé razonable, Cathy. Te amo, pero amo también a mi esposa. A veces no puedo separarte de ella. Como te dije, ha vuelto cambiada, y ahora es como cuando la conocí. Quizá su figura y su cara rejuvenecidas le han devuelto parte de la confianza que había perdido, y por eso se muestra más cariñosa. Sea cual fuere la causa, yo se lo agradezco. Incluso cuando la aborrecía, la amaba. Cuando se mostraba odiosa, trataba de vengarme yendo con otras mujeres, pero seguía amándola. Lo único que provocaba fuertes disputas entre nosotros era su negativa a tener un hijo, aunque fuese adoptivo. Naturalmente, ahora es ya demasiado vieja para tenerlo. Por favor, Cathy, ¡quédate! ¡No te vayas! No te lleves a mi hijo, de modo que nunca vuelva a saber de él… o ella, y de ti.

Puse las cartas sobre la mesa.

—Está bien, me quedaré, con una condición. Sólo si te divorcias de ella y te casas conmigo, tendrás el hijo que siempre has deseado. Si no es así, me marcharé muy lejos, y esto incluye naturalmente a tu hijo. Quizá te escriba para decirte si ha sido niño o niña, o quizá no lo haga. De todos modos, cuando me haya marchado, habremos salido de tu vida para siempre.

«Mírale —pensé—, actúa como si no hubiese una cláusula que impide que su esposa tenga hijos. ¡La está protegiendo! Lo mismo que Chris, a pesar de lo que sabe. Porque él redactó los testamentos. Tiene que saberlo».

Ahora estaba delante de la chimenea, con un brazo doblado sobre la repisa; después, apoyó la cabeza en el brazo y contempló fijamente el suelo. Tenía la mano libre detrás de la espalda, con los dedos apretados. Sus pensamientos eran tan confusos que yo percibía esta confusión y sentía lástima. Entonces se volvió de cara a mí y me miró a los ojos.

—¡Dios mío! —exclamó, trastornado por su descubrimiento—. Tenías proyectado esto desde el principio, ¿no es cierto? Viniste aquí con este propósito; pero ¿por qué? ¿Por qué me elegiste a mí? ¿Qué te he hecho yo, Cathy, salvo amarte? Cierto que al principio sólo me impulsó el sexo, y en esto quería que quedase la cosa. Pero se convirtió en algo mucho más importante. Me gusta estar contigo, sentados y charlando, o paseando por el bosque. Me siento bien en tu compañía. Me gusta tu manera de tratarme, cuando me tocas la mejilla al pasar, y me despeinas y me besas en el cuello, y cuando te despiertas y sonríes dulce y tímidamente al verme a tu lado. Me gustan tus hábiles juegos, que me tienen a la espera y me divierten siempre. Siento que tengo diez mujeres en una, y que por esto no puedo vivir sin ti. Pero no puedo abandonar a mi esposa y casarme contigo. ¡Ella me necesita!

—Tendrías que haber sido actor, Bart. ¡Tus palabras me dan ganas de llorar!

—¡Vete al diablo si lo tomas tan a la ligera! —rugió—. Me tienes en el potro del tormento, ¡y aprietas las clavijas! ¡No hagas que te odie, arruinando los mejores meses de mi vida!

Dicho lo cual, salió furiosamente de mi casa, y me quedé sola, lamentando mi invencible tendencia a hablar demasiado, porque estaba resuelta a quedarme mientras él me necesitase.

Emma, Jory y yo, pensamos que sería una idea magnífica hacer una excursión a Richmond para las compras de Navidad. Jory no recordaba haber visto nunca a Santa Claus, y se acercó temeroso al hombre de barba blanca y vestido rojo, que le tendió los brazos para animarle. Subió indeciso a las rodillas del Santa Claus del «Thalhimers Department Store» y miró con incredulidad los sonrientes ojos azules, mientras yo tomaba fotos desde todos los ángulos, incluso agachándome para obtener lo que quería.

Después visitamos una tienda de modas, donde mostré un diseño que había hecho de memoria. Escogí el tono exacto de terciopelo verde y el chiffón ligeramente más claro para la falda.

—Los tirantes deben ser hileras de piedras de imitación, y recuerden que las tablas flotantes deben llegar hasta el dobladillo.

Mientras Jory y Emma veían una película de Walt Disney, me hice cortar los cabellos y peinarlos de un modo diferente. No cortar las puntas, como solía hacer, sino dejarlos más cortos que nunca. Era un estilo que me caía muy bien, y así debía ser, porque era el mismo peinado que tanto había favorecido a mi madre, quince años atrás.

—¡Oh, mamaíta! —gritó Jory, con desconsuelo—. ¡Has perdido tus cabellos! —Empezó a llorar—. Ponte otra vez los cabellos largos. ¡Ahora no pareces mi mamá!

No lo parecía, y este era mi propósito. No quería parecer la misma esta Navidad, esta Navidad especial en que tenía que ser una copia exacta de lo que había sido mi madre la primera vez que la vi bailar con Bart. Ahora, por fin, había llegado mi oportunidad: con un vestido como el suyo, con un peinado como el suyo, con la cara de cuando ella era joven, me enfrentaría con mi madre en su propia casa y en las condiciones elegidas por mí. De mujer a mujer… ¡y que ganase la mejor! Ella tenía cuarenta y ocho años, y recientemente, le habían hecho una operación estética en la cara; pero yo sabía que era todavía muy hermosa. Sin embargo, ¡no podría competir con su hija, que era veintiún años más joven! Me eché a reír cuando me miré al espejo después de ponerme el nuevo vestido verde. ¡Oh, sí! Me había transformado en lo que había sido ella, una mujer a quien los hombres no podían resistirse. Tenía su fuerza, su belleza… y era diez veces más inteligente que ella. ¿Cómo podía derrotarme?

Tres días antes de Navidad, telefoneé a Chris y le pregunté si quería ir conmigo a Richmond. Había olvidado unos cuantos artículos necesarios, y las pequeñas tiendas locales no los tenían.

—Cathy —dijo gravemente él, con voz fría y hostil—, cuando dejes a Bart Winslow, volverás a verme; pero, mientras no lo hagas, ¡no quiero estar cerca de ti!

—¡Está bien! —grité—. ¡Quédate donde estás! Puedes desentenderte de nuestra venganza, ¡pero no voy a renunciar a la mía! Adiós, Christopher Doll, ¡y así te piquen todas las chinches! —exclamé, y colgué.

Ahora no daba clases de ballet tan a menudo como solía, pero, en la época de los recitales, estaba siempre allí. Mis pequeños alumnos disfrutaban disfrazándose, exhibiéndose ante sus padres, sus abuelos y sus amigos. Estaban deliciosos en sus trajes para Cascanueces.

Incluso Jory iba a representar dos pequeños papeles, de copo de nieve y de confite. En mi opinión, no había mejor diversión familiar que asistir, al menos una vez en Nochebuena, a una representación de Cascanueces. Y era todavía más maravilloso cuando uno de los graciosos y hábiles chiquillos era mi propio hijo, a quien faltaban aún cincuenta y dos días para cumplir los cuatro años. Su dulzura infantil, al bailar con tanta pasión en el escenario, provocó repetidos aplausos del público, que hasta se puso en pie para aclamar un solo que yo había montado especialmente para él.

Pero lo mejor fue que había hecho prometer a Bart que obligaría a mi madre a asistir a la representación…, y allí estaban los dos; así lo comprobé al atisbar entre los cortinajes y ver, en primera fila, a Señor y Señora Bartholomew Winslow. Él parecía contento; ella, ceñuda. Esto demostraba que yo ejercía aún algún dominio sobre Bart. Y fue confirmado por un enorme ramo de rosas para la maestra y un gran paquete para el bailarín copo de nieve.

—¿Qué será? —preguntó Jory, con el rostro enrojecido y rezumando dicha por todos sus poros—. ¿Puedo abrirlo ahora?

—En cuanto lleguemos a casa, y mañana por la mañana, Santa Claus, te traerá muchos juguetes más.

—¿Por qué?

—Porque te quiere.

—¿Por qué? —preguntó Jory.

—Porque no puede dejar de quererte. Ésa es la razón.

—¡Ah!

Antes de las cinco de la mañana, Jory estaba ya levantado y jugando con el tren eléctrico que Bart le había enviado. Todo el suelo del cuarto de estar hallábase repleto de brillantes envoltorios de regalos de Paul, Henny, Chris, Bart y Santa Claus. Emma le ofreció una caja de dulces de confección casera, que Jory despachó mientras abría los paquetes.

—¡Oh, mamaíta! —exclamó—. Creí que estaría solo sin mis tíos; pero no lo estoy. Me divierto mucho.

Él no se sentía solo; pero yo, sí. Quería que Bart estuviese conmigo, no allí, con ella. Confiaba en que encontraría alguna excusa para ir al drugstore y pasar a vernos, a mí y a Jory. Pero lo único que vi de Bart en la mañana de Navidad fue un brazalete de cinco centímetros de ancho, con incrustaciones de diamantes, en una caja con dos docenas de rosas rojas. La tarjeta decía: «Te amo, Ballerina».

* * *

Si alguna mujer se vistió un día con más cuidado del que puse yo aquella noche, debió de ser María Antonieta. Emma se quejó de que aquello no terminaba nunca. Me pinté la cara como si fueran a tomarme un primer plano para la portada de una revista. Emma reprodujo el peinado que había llevado mi madre hacía mucho tiempo.

—Ondúlalo hacia atrás, apartándolo de la cara, Emma; después, recógelo sobre la coronilla en un haz de rizos, y asegúrate de que algunos de ellos cuelguen lo bastante para rozar mis hombros.

Cuando hubo terminado, me quedé boquiabierta al comprobar que era casi una copia exacta de lo que había sido mi madre cuando yo tenía doce años. Mi peinado hacía resaltar mis pómulos, de la misma manera que había hecho resaltar los suyos. Como en un sueño que nunca había esperado que se hiciese realidad, me puse el traje verde, de cuerpo de terciopelo y falda de chiffon. Era uno de esos vestidos que nunca pasan de moda. Di unas vueltas delante del espejo y sentí que era mi madre, con su poder para dominar a los hombres, mientras Emma se echaba atrás y me prodigaba sus cumplidos.

Incluso el perfume era el mismo. Almizcleño, con un aroma de jardín oriental. Mis zapatos eran de cintas de plata, con tacones de diez centímetros. Llevaba también un bolso de plata haciendo juego. Lo único que necesitaba ahora eran las joyas de brillantes y esmeraldas que ella había llevado. Pronto las tendría también. Sin duda el destino no permitiría que ella vistiese de verde esta noche. En algún momento de mi vida, el destino debía ponerse de mi parte. Presumí que sería esta noche.

Esta noche daría yo las sorpresas y los golpes. ¡Ella sentiría el dolor de los vencidos! Lástima que Chris no viniese a gozar del final del largo, larguísimo drama, iniciado el día en que nuestro padre murió en la carretera.

Dirigí a mi imagen otra mirada de aprobación, recogí la estola de piel que Bart me había regalado, hice acopio de valor, miré a Jory, que estaba acurrucado de costado y parecía un angelito. Me incliné para besar cariñosamente la redonda y sonrosada mejilla.

—Te quiero, Jory —murmuré.

Él se despertó a medias de su hermoso sueño y me miró fijamente, como si yo formase parte de éste.

—¡Oh, mamaíta, qué bonita estás! —Sus oscuros ojos castaños brillaron de admiración infantil, y me preguntó, con toda seriedad—: ¿Vas a una fiesta? ¿Me traerás un nuevo papá?

Sonreí y le besé de nuevo, y dije que sí, que en cierto modo era así.

—Gracias, querido, por llamarme bonita. Ahora, duerme y ten hermosos sueños. Mañana construiremos un hombre de nieve.

—Trae un papá para que nos ayude.

* * *

Sobre la mesa próxima a la puerta de la entrada había una nota de Paul.

«Henny está muy enferma. Es una lástima que no puedas suspender tus planes para visitarla antes de que sea demasiado tarde. Te deseo suerte, Catherine».

Suspiré, dejé la nota a un lado y tomé la que Henny había adjuntado a aquélla, escrita en papel de alegre color de rosa, con caracteres torcidos a causa del doloroso artritismo de sus dedos.

«Mi Hada querida:

»Henny es vieja; Henny está cansada; Henny está contenta de tener a su lado al doctor, que es como un hijo para ella, pero está triste porque los otros están lejos. Lo único que necesitas es despedirte de los amores de ayer y dar la bienvenida al nuevo. Mira a tu alrededor y ve quién te necesita más, y no te equivocarás. Olvida a los que te necesitaron ayer.

»Dices que tienes otro hijo en tu seno, engendrado por el marido de tu madre. Alégrate en el hijo, aunque el padre siga casado con ella. Perdona a tu madre, aunque se portase mal en el pasado. Nadie es malo del todo, y mucho de lo bueno que tienen sus hijos debió de venirles de ella. Cuando puedas perdonar y olvidar el pasado, volverás a tener paz y amor, y durarán para siempre.

»Y si no vuelves a ver a Henny en este mundo, recuerda que Henny te quiso mucho, como a una hija, como a tu hermanita-ángel, con la que espero reunirme pronto en el cielo.

»HENNY».

Dejé la nota, sintiendo un peso enorme en el pecho, y después, me encogí de hombros. Lo que tuviese que ser, sería. Hacía mucho tiempo que había emprendido este camino, y lo seguiría hasta el fin, pasara lo que pasara.

Era extraño que no soplase el viento cuando salí de casa y me volví para saludar a Emma, que pasaría la noche con Jory. Me había puesto unos chanclos sobre los zapatos de plata, y me dirigí a mi coche. El silencio era absoluto, como si la Naturaleza, en suspenso, tuviese centrada su atención en mí.

Empezaron a caer copos de nieve, ligeros como plumones. Levanté la cabeza para mirar el cielo gris, plomizo como los ojos de mi abuela. Decidida, hice girar la llave de contacto y arranqué en dirección a Foxworth Hall, aunque no había sido invitada a la fiesta. Había disputado con Bart por esta razón.

—¿Por qué no insististe y la obligaste a invitarme?

—Realmente, Cathy, ¿no crees que te pasas de la raya? ¿Podía insultar a mi esposa, pidiéndole que invitase a mi amante a su fiesta? Puedo estar un poco loco, Cathy, pero no ser tan cruel.

La primera Navidad de mi encierro, cuando tenía doce años, había reclinado la cabeza sobre el pecho adolescente de Chris, y deseado ardientemente ser una mujer mayor, con las curvas graciosas de mi madre, una cara tan hermosa como la suya y un atavío tan deslumbrante como el que llevaba ella. Y, sobre todo, había deseado ser dueña de mi propia vida.

A veces, los deseos navideños se hacían realidad.