FOXWORTH HALL ESTABA en el extremo de una calle sin salida; era la mayor y más imponente entre muchas casas grandes y elegantes, y la única que sobresalía a gran altura en la falda de la colina, dominando a las otras como un castillo. Yo iba un día tras otro a contemplarla, mientras hacía mis planes.
Bart y yo no teníamos que escabullirnos furtivamente para encontrarnos. El lugar donde él vivía estaba muy apartado, y nadie podía vernos cuando él entraba en mi casa por la puerta de atrás, que daba a un patio vallado. Detrás de éste, pasaba un camino flanqueado de arbustos y de árboles que lo ocultaban. Otras veces nos encontrábamos en una población lejana, y nuestras expansiones amorosas en una habitación de motel eran furiosas, dulces, tiernas, eróticas y muy satisfactorias. Pero un día me quedé helada cuando él me dijo, después del almuerzo:
—Ella me ha llamado esta mañana, Cathy. Llegará antes de Navidad.
—Muy bien —dije, y seguí comiendo la ensalada y pensando en el Beef Wellington que vendría después.
Él frunció el ceño, y el tenedor se paró a medio camino de su boca.
—Esto quiere decir que no podremos vernos mucho. ¿No lo lamentas?
—Ya encontraremos maneras.
—¡A fe que eres terrible!
—No le des tanta importancia. Todas las mujeres somos monstruos para los hombres, y quizá para nosotras mismas. Somos nuestros peores enemigos. Tú no tienes que divorciarte de ella y perder la oportunidad de heredar una fortuna. Aunque es posible que ella viva más que tú y tenga ocasión de comprar otro marido joven.
—¡A veces eres tan zorra como ella! ¡Ella no me compró! ¡Yo la amaba! ¡Y ella me amaba! Yo estaba loco por ella, tan loco como estoy ahora por ti. Cuando la conocí era dulce, encantadora, tenía todo lo que quería en una mujer y en una esposa; pero después cambió. —Se llevó la ensalada a la boca y masticó furiosamente—. Siempre ha sido un misterio…, igual que tú.
—Bart, querido —le dije—, pronto se derrumbarán todas las murallas del misterio.
Prescindió de mi interrupción y siguió hablando:
—Su padre también era un misterio; le mirabas y veías un digno y viejo caballero, pero detrás de esa fachada había un corazón de acero. Yo creía que era su único abogado; pero tenía seis más, y a cada uno de ellos encargaba una tarea especial. La mía era redactar sus testamentos. Los cambió docenas de veces, ora incluyendo un familiar, ora excluyendo a otro, y añadiendo codicilos como un loco, a pesar de que estuvo perfectamente cuerdo hasta el fin. El último codicilo fue el peor.
Desde luego, los niños no contaban para él.
—Entonces, ¿ejercías realmente la profesión de abogado? Él sonrió amargamente y respondió:
—Claro que sí. Y ahora vuelvo a hacerlo. El hombre necesita hacer algo que sea significativo. ¿Cuántas veces se puede dar la vuelta a Europa sin aburrirse? Siempre viendo las mismas caras, haciendo las mismas cosas, riendo los mismos chistes. La Gente Feliz…, ¡qué risa! Con mucho dinero se compra todo, menos la salud; pero como ya no quedan sueños ni aspiraciones que comprar, al fin uno acaba aburriéndose.
—¿Por qué no te divorcias de ella y das algún sentido a tu vida?
—Ella me ama —respondió, brevemente, con voz dulce.
Así, pues, se quedaba como estaba porque ella le quería. Con esto me obligó a decirle:
—Cuando nos conocimos, me dijiste que la amabas, y ahora dices que no. ¿Cuál es la verdad?
Pensó largo rato antes de responder:
—Sinceramente, ballerina, soy ambivalente y rencoroso. La amo y la odio. Pensé que era como tu pareces ser ahora. Por consiguiente, ten la bondad de disimular tu lado malicioso y dominante, que tanto me recuerda a ella, y no trates de hacerme lo que ella me ha hecho. Estás levantando un muro entre nosotros, porque sabes algo que yo ignoro. No me enamoro fácilmente, y ojalá no me hubiese enamorado de ti.
De pronto pareció un niño pequeño, caprichoso; como si su perrito predilecto pudiese traicionarle y estropear su vida para siempre. Esto me conmovió, y me aventuré a decir:
—Te juro, Bart, que un día conocerás todos mis secretos y los de ella; pero hasta que llegue este día, dime que me quieres, aunque no sea verdad, porque no me gusta estar contigo si no siento que me amas un poco.
—¿Un poco? Tengo la impresión de haberte amado toda la vida. Incluso cuando te besé por primera vez, me pareció que lo había hecho antes de entonces. ¿Por qué será?
—Karma.
Sonreí al ver su expresión de desconcierto.
* * *
Yo tenía que hacer algo, antes de que llegase mi madre. Un día en que no tenía clases y Jory estaba en el parvulario, me dirigí a Foxworth Hall, siguiendo los caminos más disimulados. Al llegar a la puerta de atrás, empleé la vieja llave de madera confeccionada por Chris hacía mucho tiempo. Era un jueves. Toda la servidumbre habría ido a la ciudad. Al contarme Bart su rutina cotidiana, me había dicho también muchas cosas sobre la vida que hacía mi abuela. Sabía que a esta hora la enfermera estaría durmiendo la siesta, porque mi abuela también dormía un rato por la tarde. Ocupaba ésta la misma pequeña habitación, detrás de la biblioteca, en que había estado confinado nuestro abuelo en sus últimos días, mientras nosotros esperábamos arriba que entregase su alma a Dios y que su muerte nos devolviese la libertad.
Crucé las grandes y lujosas estancias, contemplando ávidamente el rico mobiliario, y volví a ver la doble escalera curva que arrancaba de un vestíbulo que, por sus dimensiones, habría podido ser salón de baile. En el sitio de la segunda planta donde se encontraban las dos escaleras había una galería, y, en el otro tramo de escalera que llevaba directamente al ático. Vi el arca enorme donde Chris y yo nos habíamos escondido una vez para observar la fiesta de Navidad que se celebraba en la planta baja. Hacía de esto mucho tiempo, pero me pareció que éste volvía atrás a gran velocidad. Yo tenía doce años y estaba asustada, temerosa de que el gigantesco caserón me devorase si me movía o hablaba en voz alta. Volví a sentir pavor al ver las tres grandes arañas de cristal, suspendidas del techo a doce metros del suelo. Y, como este suelo era de mosaico y adecuado para el baile, di automáticamente unos pasos de danza para ver qué sensación me producía.
Seguí andando de un lado a otro, sin apresurarme, admirando los cuadros, los bustos de mármol, las enormes lámparas y los fabulosos tapices que sólo podían comprar las personas muy ricas, que se mostraban tacañas en otros aspectos. Como mi abuela, que compraba piezas de tafetán para ahorrarse unos pocos dólares, cuando compraba lo mejor para decorar sus habitaciones y tenía millones a su disposición.
Encontré fácilmente la biblioteca. Las lecciones aprendidas en la infancia y en lamentables condiciones no pueden olvidarse nunca. ¡Y qué biblioteca! ¡Ni la de Clairmont podía jactarse de tener tantos libros hermosos! La fotografía de Bart estaba sobre la majestuosa mesa escritorio que había sido de mi abuelo. Muchas cosas indicaban que Bart empleaba esta habitación como estudio y para hacer compañía a su suegra. Sus zapatillas de color castaño estaban debajo de un cómodo sillón, frente a la enorme chimenea de piedra, con su repisa de seis metros de largo. Unos balcones daban a la terraza, que se abría sobre un bien cuidado jardín con una fuente que derramaba el agua sobre unos peldaños de rocalla que la vertían, a su vez, en un estanque. Un lugar agradable y soleado, donde una persona inválida podía sentarse al abrigo del viento.
Cuando hube satisfecho mi curiosidad, alimentada durante años, busqué la pesada puerta del fondo de la biblioteca. Detrás de esta puerta cerrada estaba la abuela-bruja. Imágenes de ella volvieron a mi memoria. La vi como era aquella noche en que llegamos nosotros, erguida e imponente, firme y vigoroso el grueso cuerpo, duros y crueles los ojos, que nos miraban sin mostrar simpatía ni compasión por unos niños sin padre que tanto habían perdido, y que ni siquiera pudo sonreír para darnos la bienvenida, ni acariciar las lindas y redondas mejillas de los encantadores mellizos de cinco años.
Y volví a verla en la segunda noche, cuando ordenó a nuestra madre que descubriese su espalda y nos mostrase los rojos y sangrantes verdugones que la surcaban. Incluso antes de que viésemos aquel horror, había agarrado y levantado a Carrie por los pelos, y Cory se había lanzado contra ella, tratando de darle patadas en la pierna con sus zapatitos blancos y de morderla con sus menudos y afilados dientes…, y ella le había hecho rodar por el suelo de una fuerte bofetada. Y esto sólo porque él había tratado de defender a su querida hermanita gemela, que no paraba de chillar.
Me vi de nuevo desnuda ante el espejo del dormitorio, y recordé el duro y despiadado castigo, cuando trató ella de quitarme lo que yo más admiraba: mis cabellos. Chris había pasado todo un día tratando de eliminar el alquitrán de mis cabellos y salvarlos de las tijeras. Después, ¡dos semanas sin comida ni leche! ¡Sí! ¡Se merecía verme de nuevo! Por algo había jurado yo, el día en que me había azotado, que, cuando llegase el momento en que se viese impotente, ¡sería yo quien levantase el látigo y le quitase la comida de los labios!
¡Ah, qué estupendo sarcasmo! Ella, que debió de gozar al ver muerto a su marido, estaba ahora en la cama de éste, aún más indefensa… ¡y sola! Me quité el grueso abrigo de invierno y me senté en el suelo para descalzarme y ponerme las pointes blancas de satén. Mis leotardos eran blancos y lo bastante finos como para que se transparentase el color rosado de mi piel. Me solté los cabellos, que cayeron sobre mi espalda como una espesa cascada de oro. Ahora vería y envidiaría los cabellos que el alquitrán no había podido destruir.
«¡Prepárate, abuela! ¡Allá voy!».
Me acerqué a la puerta sin hacer ruido. La abrí cuidadosamente. Ella estaba en la alta cama de hospital, con los ojos medio cerrados. El sol que entraba por las ventanas caía sobre su cráneo rosado y brillante, porque la calvicie era casi total. ¡Oh! ¡Y qué vieja parecía! Flaca, y mucho más pequeña. ¿Dónde estaba la gigante que yo recordaba? ¿Por qué no llevaba su vestido de tafetán gris, ni amenazaba como antaño? ¿Por qué tenía un aspecto tan lastimoso?
Endurecí mi corazón, desterré toda piedad, porque ella nunca la había tenido por nosotros. Por lo visto, estaba a punto de dormirse; pero, al entrar yo, sus ojos se abrieron poco a poco. Después, pareció que iban a saltar de las órbitas. Me había reconocido. Sus finos labios empezaron a temblar. ¡Tenía miedo! ¡Aleluya! ¡Había llegado mi hora! Sin embargo, me detuve, espantada, en el umbral. Había venido a vengarme, ¡y el tiempo se me había anticipado! ¿Por qué no era ya el monstruo que yo recordaba? La hubiese querido así, no como era ahora, una mujer vieja y enferma, con tan pocos cabellos que se le veía el cráneo, y con los que le quedaban recogidos en un Bonito sobre la cabeza y sujetos con una cinta de seda colorada. El lazo le daba un horrible aspecto infantil, y los finos mechones, no más gruesos que mi dedo meñique, formaban al unirse un mísero penacho semejante a un viejo y gastado pincel de acuarelista.
Antaño había medido 1,80 m de estatura y pesado unos cien kilos, y sus grandes senos habían sido como bloques de cemento. Ahora, aquellos senos colgaban como calcetines viejos sobre su hinchado abdomen. Sus brazos eran como palos secos; sus manos, como manojos de cuerdas, y sus dedos, nudosos. Sin embargo, mientras nos mirábamos en absoluto silencio, sin más ruido que el tictac implacable de un pequeño reloj, su antigua y ruin personalidad encendió su semblante para expresarme su reprobación. Engendro del diablo —me habría gritado, si hubiese podido—, ¡sal de mi casa! ¡Fuera, fuera, fuera, hija de Satanás! Pero no podía decirlo; no podía decir nada. En cambio, yo podía saludarla amablemente:
—Buenas tardes, querida abuelita. ¡Cuánto me alegro de volver a verte! ¿Te acuerdas de mí? Soy Cathy, uno de los nietos a quienes escondiste, a quienes traías diariamente la comida en una cesta… Todos los días, a las seis y media, te plantabas allí, con tu termo de 5 litros de leche y tu termo de un cuarto de sopa tibia… y de sobre, por añadidura. ¿Por qué no podías traernos sopa caliente, al menos una vez? ¿La preparabas tibia adrede?
Entré en la habitación y cerré la puerta. Sólo entonces vio ella la varilla de sauce que yo había escondido detrás de la espalda.
Golpeé con indiferencia la palma de mi mano con la varilla.
—Abuelita —dije, suavemente—, ¿recuerdas aquella vez en que azotaste a nuestra madre? ¿Recuerdas cómo la obligaste a descubrirse delante de su padre, y entonces la azotaste, a pesar de que era una mujer mayor? ¿No crees que fue una acción malvada, indecente, ruin? Sus ojos aterrorizados no perdían de vista la ramita. Una terrible lucha se estaba desarrollando en su cerebro… y yo me alegraba, me alegraba mucho de que Bart me hubiese dicho que mentalmente no era senil. Sus ojos grises estaban pálidos, acuosos, ribeteados de rojo y tenían unas profundas patas de gallo que parecían cortes que no sangraban. Los finos y torcidos labios se habían encogido hasta quedar en una especie de ojal, del cual irradiaban unas arrugas profundas, que formaban un dibujo de tela de araña bajo la ganchuda nariz. Y, aunque parezca increíble, lucía el broche de brillantes en el severo cuello de su blusón amarillo de algodón. Yo nunca la había visto sin aquel broche prendido en el cuello blanco de punto de sus grises vestidos de tafetán.
—Abuelita —canturreé—, ¿te acuerdas de los mellizos? Los dulces chiquillos de cinco años a los que atrajiste a esta casa y cuyos nombres no pronunciaste nunca…, como ninguno de los nuestros. Cory murió, tú lo sabes; pero ¿te dijo nuestra madre lo de Carrie? Carrie también ha muerto. No creció mucho, porque se vio privada de luz de sol y de aire fresco cuando más los necesitaba. Y también de amor y de seguridad, y, en vez de ser feliz, sufrió un trauma en su carácter. Chris y yo salíamos al tejado para calentarnos al sol, pero los mellizos tenían miedo de la altura. ¿Sabías que nosotros pasábamos muchas horas allá arriba? No lo sabías, ¿verdad?
Se movió un poco, como tratando de hundirse en el fino colchón. Y me regocijé al ver su miedo y al advertir que aún podía moverse un poco. Sus ojos eran ahora como los míos de antaño, espejos que revelaban sus terribles emociones… ¡Y no podía gritar pidiendo auxilio! Estaba a mi merced.
—¿Recuerdas la segunda noche, mi querida y cariñosa abuelita? Levantaste a Carrie tirando de sus cabellos; tenías que saber lo mucho que dolía esto, y, sin embargo, lo hiciste. Después, hiciste rodar a Cory por el suelo de una bofetada, cuando sólo trataba de defender a su hermana, y eso también es doloroso.
»¡Cuánto lloró Carrie por Cory! Nunca se consoló de su muerte; siempre le echó en falta. Un día conoció a un buen chico, llamado Alex. Se enamoraron e iban a casarse, cuando ella se enteró de que iba a hacerse pastor. Esto la trastornó. ¿Lo ves? Tú hiciste que temiésemos a las personas religiosas. Cuando Alex dijo que iba a ser pastor, Carrie se sumió en una depresión desesperada. Había aprendido la lección que tú le enseñaste tan bien. Nos dijiste que nadie puede ser lo bastante perfecto para complacer a Dios. Algo latente en Carrie despertó el día en que se quedó sin fuerzas por la impresión, la depresión y la falta de ánimo para seguir adelante. Ahora, escucha lo que hizo… ¡por tu culpa! ¡Porque tú metiste en su joven cerebro la idea de que había nacido mala y de que seguiría siéndolo por mucho que se esforzara en ser buena! ¡Y te creyó! Cory había muerto. Ella sabía que había muerto a causa del arsénico añadido a los buñuelos azucarados… Por eso, cuando pensó que no podía seguir viviendo en un mundo ansioso de perfección, ¡compró veneno para las ratas. Compró un paquete de doce buñuelos y espolvoreó éstos con el veneno a base de arsénico. Los comió todos menos uno…, e incluso éste mostraba la marca de sus dientes! Ahora, ¡húndete en tu colchón y trata de librarte de una culpa que sólo es tuya! ¡Tú y mi madre la matasteis, igual que matasteis a Cory! ¡Te aborrezco, vieja bruja!
No le dije que aún odiaba más a mi madre. La abuela no nos había querido nunca; por tanto, podía esperarse cualquier cosa de ella. Pero nuestra madre, que nos había parido, que nos había cuidado, que nos quería mucho cuando murió papá…, era harina de otro costal, ¡era un caso de horror insoportable! ¡Y su hora llegaría también!
—Sí, abuelita, Carrie ha muerto también, porque quería morir de la misma manera que Cory y estar con él en el cielo.
Sus ojos pestañearon y un ligero temblor agitó la sábana. Sentí una gran satisfacción. Saqué de detrás de la espalda una cajita que contenía un haz de largos cabellos de Carrie; había pasado horas arreglándolos y cepillándolos, hasta formar un largo y brillante mechón de oro fundido. También había atado un lazo rojo en una de las puntas, y un lazo granate en la otra.
—Mira, vieja, son cabellos de Carrie, una pequeña parte de ellos. Tengo otra caja llena de mechones sueltos, porque no pude desprenderme de ellos. Los guardé no sólo para Chris y para mí, sino también para que tú y mi madre pudieseis verlos…, ¡porque las dos matasteis a Carrie, como matasteis a Cory! ¡Oh! Estaba casi loca de ira.
La venganza encendía mis ojos, mi genio, y hacía temblar mis manos. Me parecía estar viendo a Carrie, ya a las puertas de la muerte, envejecida de pronto, marchitándose, hasta quedar en un pequeño esqueleto revestido de piel pálida y fláccida, tan translúcida que se le veían todas las venas… Después, el cadáver había tenido que ser encerrado a toda prisa en una caja de hermoso metal, a causa del hedor que desprendía.
Me acerqué más a la cama e hice oscilar el brillante mechón de cabellos con sus alegres lazos, ante sus ojos desorbitados y espantados.
—¿No es un cabello hermoso? ¿Fue alguna vez el tuyo tan hermoso y abundante? ¡No, yo sé que no lo fue! Nada podía ser bello en ti, ¡nada! ¡Ni siquiera cuando eras joven! Por eso estabas tan celosa de la madrastra de tu marido. —Me eché a reír, al ver que se estremecía—. Sí, querida abuelita, sé de ti mucho más de lo que te imaginas. Tu yerno me ha contado todos los secretos de familia que le confió mi madre. Tu marido, Malcolm, estaba enamorado de la segunda y joven esposa de su padre, ¡diez veces más hermosa y dulce de lo que tú fuiste jamás! Por eso, cuando Alicia tuvo un hijo, sospechaste que aquél hijo era de tu marido, y por eso odiaste a nuestro padre, y por eso le enviaste a buscar, engañándole y haciéndole creer que había encontrado un buen hogar. Y le educaste y le diste lo mejor, para que se aficionase a la buena vida de los ricos y sufriese más cuando le echases de tu casa y no le dejases nada en el testamento. Pero mi padre te burló, ¿no es cierto? Te quitó a tu única hija, a la que también odiabas, porque su padre la amaba más que a ti. Y el medio tío se casó con la media sobrina. Sin embargo, te engañaste en lo tocante a Malcolm y Alicia, ¡pues la madre de mi padre despreciaba a Malcolm! Le rechazó una y otra vez… ¡y el hijo que tuvo no era de tu marido! Aunque lo hubiese sido, ¡si Malcolm se hubiese salido con la suya!
Ahora me miraba con indiferencia, como si el pasado ya no tuviese importancia para ella. Sólo le importaba el presente, y la varilla que yo tenía en la mano.
—Ahora, vieja, voy a decirte algo que tienes que saber. Nunca hubo un hombre mejor que mi padre, ni una mujer más honrada que su madre. Pero no vayas a engañarte y a pensar que heredé las buenas cualidades de Alicia o de mi padre…, ¡porque soy como tú! ¡No tengo corazón! ¡No olvido ni perdono! ¡Te odio por haber matado a Cory y a Carrie! ¡Te odio por haber hecho de mí lo que soy!
Esto lo dije a gritos, desaforadamente, olvidándome de la enfermera que dormía unas puertas más allá. Hubiese querido darle arsénico a puñados, y sentarme para verla morir y pudrirse ante mis ojos, como había hecho Carrie. Hice unas piruetas en la habitación, para desahogar mis frustraciones, agitando las piernas, haciendo alarde de mi cuerpo joven, y después me detuve y le lancé a la cara:
—En todos los años que nos tuviste encerrados, no pronunciaste nunca nuestros nombres, no miraste una sola vez a Chris, porque era la viva imagen de nuestro padre… y también de tu marido, cuando era joven, antes de que le infundieses tu maldad. Tú achacas todo lo malo de los seres humanos a sus almas malvadas, y nada sabes de la verdad. ¡El dinero es el dios que gobierna en esta casa! ¡El dinero fue el causante de las cosas peores que ocurrieron en ella! Tú te casaste por dinero, ¡y lo sabías! Y la codicia nos trajo aquí, y la codicia nos encerró allá arriba y nos quitó tres años y cuatro meses de nuestras vidas, y nos puso a tu merced, cuando no la tenías para nadie, ni siquiera para tus nietos, tus únicos nietos, que nunca te tocaron, ¿no es cierto? Aunque tratamos de hacerlo al principio, ¿te acuerdas?
Salté sobre la cama y la azoté con el mechón de cabellos de Carrie. Un azote suave que no le dolió, aunque se estremeció al contacto. Entonces tiré los preciosos cabellos de Carrie sobre la mesita de noche e hice chascar la varilla ante sus ojos. Bailé y giré sobre su cama, sobre su cuerpo helado, exhibiendo mi graciosa agilidad y formando con mis largos cabellos un círculo de oro.
—¿Recuerdas cómo castigaste a nuestra madre, antes de que empezásemos a odiarla también? Me debes esto —dije, esparrancada sobre su cuerpo cubierto—. Me lo debes, además de los latigazos que nos diste a Chris y a mí. Y de otras muchas cosas que permanecen grabadas en mi memoria. ¿No te dije que llegaría un día en que sería yo quien empuñase el látigo y en que habría en la cocina alimentos que no comerías nunca? Pues bien…, el día ha llegado, abuelita.
Los ojos grises, hundidos en su cara escuálida, malévolos y firmes, rezumaron odio. Desafiándome a pegarle…, desafiándome ¡a mí!
—¿Qué debo hacer primero? —inquirí como hablando conmigo misma—. ¿Usar el látigo, o el alquitrán caliente sobre tus cabellos? ¿De dónde sacaste el alquitrán, vieja bruja? Siempre me pregunté de dónde lo habrías sacado. ¿Lo tenías planeado de antemano, y sólo esperabas la ocasión para utilizarlo? Ahora voy a confesarte algo que no sabes. Chris no cortó nunca todos mis cabellos; sólo cortó la parte de delante, para engañarte y hacerte creer que me había rapado la cabeza. Debajo de la toalla enrollada en mi cabeza, estaban los largos cabellos que él había salvado. Sí, vieja, el amor salvó mis cabellos de las tijeras. Él me quería lo bastante para pasarse horas y más horas en la tarea de salvar mis cabellos; era, el suyo, un amor que tú nunca conociste…, y sólo era mi hermano.
Sonó un ruido ahogado en lo más hondo de su garganta, ¡y entonces lamenté que no pudiese hablar!
—Querida abuelita —la pinché, poniendo los brazos en jarras e inclinándome sobre ella—, ¿por qué no me dices dónde puedo encontrar alquitrán? No he podido hallarlo en parte alguna. No hay ninguna carretera en reparación por estos andurriales. Por consiguiente, supongo que tendré que usar cera derretida. Tú pudiste emplearla con el mismo éxito. ¿No se te ocurrió derretir unas cuantas velas? —Sonreí, confiando en dar una expresión amenazadora a mi sonrisa—. ¡Oh, querida abuelita, cómo vamos a divertirnos ahora las dos! Y nadie lo sabrá, porque tú no puedes hablar ni escribir; lo único que puedes hacer es estar tumbada y sufrir.
En realidad, no me gustaba lo que hacía ni lo que decía. Mi conciencia me miraba desde arriba, avergonzada de verme convertida en una furia con leotardos blancos. Porque una parte de mí estaba allá arriba y, horrorizada, se apiadaba de la anciana que había sufrido dos ataques…; pero otra estaba aquí, sobre la cama. Una Foxworth cruel, despiadada, vengativa, miraba a la vieja con unos ojos azules tan fríos como habían sido los suyos… Y, de pronto, me incliné ferozmente, arranqué las sábanas y la manta que la cubrían y dejé a mi abuela al descubierto. Llevaba una especie de blusón de hospital, abierto y abrochado en la espalda, sin ninguna abertura por delante. Era como un vulgar saco de algodón amarillo, con un absurdo broche de brillantes en el cuello. Sin duda se lo pondrían también en su atuendo funerario.
Desnudarla. Tenía que desnudarla, como había desnudado ella a mamá y a Chris, y también a mí. Tenía que sufrir la humillación de hallarse desnuda, bajo una mirada desdeñosa que la haría encogerse más y más. Implacablemente, agarré el dobladillo de la basta prenda de algodón, y, sin contemplaciones, la subí hasta sus sobacos. Los pliegues ocultaron en parte su cara, motivo por el cual los aparté cuidadosamente, para no perderme nada de los sentimientos que aquélla pudiese revelar. Después contemplé su cuerpo, manifestando el mismo desprecio y el mismo asco que habían expresado sus ojos duros y sus labios partidos cuando yo tenía catorce años y una figura que nunca había visto desnuda.
El cuerpo joven es hermoso…, algo bello y digno de contemplación, con sus curvas suaves y frescas, su piel inmaculada y lisa, su carne firme y tirante… Pero ¡ay, cuando envejece! Los dos bloques de cemento se habían convertido en fláccidas ubres que le caían hasta la cintura, y los pezones eran grandes y oscuros, manchados y abultados. Las venas azules de los senos se destacaban como finos cordeles envueltos en vainas translúcidas. La blancura pastosa de su piel aparecía pecosa, estriada, arrugada, con marcas dejadas por sus partos, y una larga cicatriz desde el ombligo hasta el casi lampiño monte de Venus mostraba que habría sufrido una histerectomía o una intervención cesárea. Era una cicatriz antigua, más pálida y brillante que la piel blanda, blanca y arrugada que la rodeaba. Sus flacas y largas piernas eran como viejas ramas nudosas de un árbol seco. Suspiré… ¿Llegaría yo a ser así algún día?
Sin la menor compasión ni la menor delicadeza, la volví de bruces en el centro de la cama. Y, mientras tanto, farfullaba recordando cómo Chris y yo nos burlábamos de ella diciendo que debía clavarse o pegarse sus vestidos con cola y que, desde luego, nunca se quitaba la ropa interior si no era con las luces apagadas. Su espalda estaba menos estropeada que su parte anterior, aunque las nalgas eran planas, fláccidas y demasiado blancas.
—Ahora voy a azotarte, abuelita —dije, con voz monótona y carente ya de entusiasmo—. Hace mucho tiempo que prometí hacerlo cuando se me presentase la ocasión, ¡y voy a hacerlo ahora!
Y cerrando los ojos, y pidiendo a Dios que me perdonase por lo que iba a hacer, levanté el brazo y descargué con todas mis fuerzas la varilla de sauce sobre sus nalgas desnudas.
Se estremeció. Un sonido brotó de su garganta. Después, pareció sumirse en la inconsciencia. Se relajó tanto que su vejiga empezó a vaciarse. Rompí en sollozos. Corrí al cuarto de baño, busqué jabón y una toalla y papel higiénico para limpiarla. Entonces la lavé y eché polvos de talco sobre el horrible verdugón que le había producido.
La volví sobre la cama, estiré su blusón para cubrirla modestamente, decentemente, y sólo entonces me decidí a comprobar si estaba viva o muerta. Sus ojos grises estaban abiertos y me miraban inexpresivos, mientras las lágrimas surcaban mi cara. Después, poco a poco, mientras yo seguía sollozando, ¡sus ojos empezaron a brillar en muda expresión de triunfo! Sin palabras, ¡me llamaba cobarde! Sabía —me decía— que eres blanda y enclenque, ¡No tienes agallas! Mátame. Vamos, ¡mátame! Te desafío a que lo hagas. ¡Adelante!
Salté de la cama, corrí a la biblioteca y al salón que había visto antes. En un arrebato de ira, agarré el primer candelabro que se puso a mi alcance y volví junto a ella… ¡Pero no tenía cerillas! Corrí de nuevo a la biblioteca y revolví el escritorio de Bart. Él fumaba; debía de tener cerillas o un encendedor. Encontré un estuche de cerillas de una discoteca local.
Las velas eran de color de marfil, serias, como toda la casa. Ahora había terror en sus ojos acerados. No quería perder aquel mechón de cabellos sujetos con una cinta colorada. Encendí una vela y observé la llama; después, la incliné sobre su cabeza, de manera que la cera fundida cayese gota a gota sobre sus cabellos y su cráneo. Después de seis o siete gotas, no pude aguantar más. Ella tenía razón. Era cobarde; no podía hacerle lo que ella nos había hecho a nosotros. Era una Foxworth por partida doble, pero Dios había alterado el molde, de manera que no me adaptaba a él.
Apagué la vela marfileña, la coloqué de nuevo en el candelabro y salí. Cuando llegué al salón de baile, me di cuenta de que había olvidado el precioso mechón de cabellos de Carrie. Volví corriendo en su busca. Mi abuela yacía tal como la había dejado, pero había vuelto la cabeza y dos lagrimones brillaban en sus ojos, que miraban fijamente aquel haz de hermosos cabellos de Carrie. ¡Ah! ¡Por fin me había salido del todo con la mía!
* * *
Bart pasaba más tiempo en mi casita que en su gran mansión. Me llenaba de obsequios, y también a mi hijo. Desayunaba, almorzaba y comía con nosotros los días que no iba a su despacho, respecto al cual creía yo que era más una fachada que un verdadero bufete de abogado. Mi academia de baile salía perjudicada de sus atenciones, pero no me importaba. Ahora yo era una entretenida. Cobraba por ser su amante.
Jory estaba entusiasmado con las botitas de cuero que le había regalado Bart.
—¿Eres tú mi papá? —preguntó mi hijo, que cumpliría cuatro años en febrero.
—No, pero me gustaría serlo o poder serlo.
Cuando Jory hubo salido al patio, tambaleándose y contemplando con ojos pasmados sus pies calzados con botas de cowboy, Bart se volvió a mí y se dejó caer cansadamente en un sillón.
—Nunca adivinarías lo que ha pasado en nuestra casa. Algún sádico idiota vertió cera en los cabellos de mi suegra. Y ésta tiene un verdugón en las nalgas que no se cicatriza. La enfermera no se lo explica. Pregunté a Olivia si había sido un conocido, alguien de la servidumbre, y pestañeó dos veces, para decir que no. Un solo pestañeo quiere decir que si. ¡Esto me tiene loco! Tiene que haber sido uno de los criados, pero no comprendo que haya alguien tan cruel como para atormentar a una anciana inválida que no puede defenderse ni moverse. Ella se niega a identificar a cualquiera de las personas que le nombro. Yo había prometido a Corine cuidar de ella, y ahora tiene el trasero tan mal herido que ha de yacer de bruces dos o tres horas al día, y hay que volverla durante la noche.
—¡Oh! —suspiré, sintiéndome un poco mareada—. Es horrible… ¿Por qué no cicatriza la herida?
—Su circulación es mala. Por fuerza tiene que serlo ya que no puede moverse con normalidad, ¿no crees? —Después sonrió, radiante, como el sol después de la tormenta—. Pero no te preocupes, querida. No es tu problema; sólo me afecta a mí… y a ella, naturalmente.
Me tendió los brazos, y me acurruqué en su regazo, y me besó ardientemente antes de llevarme a la habitación. Me tendió en la cama y empezó a desnudarse.
—¡Le retorcería el cuello al diablo que hizo eso! —exclamó.
* * *
Yacimos abrazados, escuchando el viento que se confundía con las risas de Jory, que corría detrás del perro de juguete que Bart le había regalado. Empezaban a caer algunos copos de nieve. Comprendí que tenía que levantarme pronto, para que Jory no nos sorprendiese al venir a decirnos que estaba nevando. No recordaba otras nevadas, y querría hacer un muñeco de nieve en cuanto ésta cuajase en el suelo. Besé a Bart, suspirando, y me desprendí de su abrazo a regañadientes. Me volví de espalda para ponerme los panties, y él se incorporó sobre un codo.
—Tienes una espalda preciosa —dijo. Le di las gracias.
—¿Y qué me dices de mi fachada?
Él contestó que no estaba mal. Le tiré un zapato.
—Cathy, ¿por qué no dices que me amas?
Giré en redondo, sorprendida.
—¿Me lo has dicho tú en serio alguna vez? —le repliqué.
—¿Cómo sabes que no lo decía en serio? —preguntó, irritado.
—Voy a decirte cómo lo sé. Cuando se ama, se quiere que la persona amada esté siempre con uno. El mero hecho de que eludas la cuestión del divorcio, es un indicio de lo que te intereso y del lugar que ocupo en tu vida.
—Has sufrido mucho, Cathy, ¿no es cierto? Yo no quiero herirte más. Pero tú juegas conmigo. Lo he sabido siempre. ¿Qué importa si sólo es sexualidad y no amor? ¿Puedes decirme dónde termina aquélla y empieza éste?
Sus palabras se clavaron como un cuchillo en mi corazón, porque, de alguna manera, contra mi voluntad, me había enamorado locamente, estúpidamente, de él.
* * *
Según el entusiasta informe de Bart, su esposa había vuelto sorprendentemente joven y hermosa de su largo viaje de rejuvenecimiento.
—Ha perdido diez kilos. ¡Y la estética ha hecho maravillas en su cara! Tiene un aspecto sensacional, ¡maldita sea!, se parece extraordinariamente a ti.
Era fácil ver lo impresionado que estaba por su nueva y rejuvenecida esposa, y, si trataba de debilitar mi excesiva confianza, fingí no darme cuenta. Después afirmó que me necesitaba igual que antes, pero lo dijo en un tono que desmentía sus palabras.
—En Texas ha cambiado, Cathy. Ahora vuelve a ser la de antes, la mujer dulce y amante con quien me casé.
¡Hombres! ¡Qué crédulos eran! Claro que mi madre se mostraba más dulce y cariñosa con él…, ahora que sabía que su marido tenía una amante siempre dispuesta a complacerle, y que esta otra mujer era su propia hija. Tenía que saberlo, porque había cundido el rumor… y ahora todo el mundo lo sabía.
—Entonces, ¿por qué estás aquí conmigo, si tu esposa ha vuelto y se parece tanto a mí? ¿Por qué no te vistes y me dices adiós para siempre? Dime que fue algo estupendo mientras duró, pero que ahora ha terminado, y yo te daré las gracias por los buenos ratos que me hiciste pasar y te despediré con un beso.
—Bue-no —dijo, arrastrando las sílabas y estrechándome con fuerza—, yo no he dicho que fuese tan extraordinaria. Además, tú tienes algo especial. No acierto a definirlo. No puedo comprenderlo. Pero creo que no podría vivir sin ti.
Lo dijo seriamente, brillando en sus ojos la verdad.
Había triunfado, ¡yo había triunfado!
* * *
Mi madre y yo nos encontramos un día, por pura casualidad, en la oficina de Correos. Ella me vio y se estremeció. Irguió la adorable cabeza al volverla ligeramente, fingiendo que no me había visto. Me negaría como había negado a Carrie, aunque saltaba a la vista que éramos madre e hija, y no un par de extrañas. Pero yo no era Carrie. Por consiguiente, la traté como ella me trataba a mí, con indiferencia, como si no fuese alguien especial, ni hubiese de volver a serlo nunca. Pero mientras esperaba con impaciencia que me diesen los sellos, vi que mi madre desviaba la mirada para seguir los movimientos de mi hijito, que tenía que mirarlo todo. Era un chiquillo guapo, gracioso, encantador, que atraía las miradas de la gente, haciendo que ésta se parase para admirarle y acariciarle la cabeza. Jory se movía con un estilo innato, natural y tranquilo, dondequiera que estuviese, porque pensaba que el mundo era suyo y que todos le querían. Se volvió al sentir la larga mirada de mi madre, y sonrió.
—Hola —le dijo—. Eres muy guapa…, como mi mamá.
¡Oh, las cosas que dicen los niños! En su inocente sabiduría, ven cosas que otros se niegan instintivamente a reconocer. Se acercó, alargó una mano y tocó, atrevidamente, el abrigo de pieles.
—Mi mamá también tiene un abrigo de pieles. Mi mamá es bailarina. ¿Y usted?
Ella suspiró, y yo contuve el aliento. «Mira, mamá, ése es tu nieto al que nunca tendrás en brazos. Nunca le oirás decir tu nombre…, ¡nunca!».
—No —murmuró—, no soy bailarina.
Las lágrimas humedecieron sus ojos.
—Mi mamá puede enseñarte.
—Soy demasiado vieja para aprender —murmuró ella, apartándose un poco. .
—No, no lo eres —dijo Jory, alargando una mano como para asir la de ella y mostrarle el camino. Pero ella se echó atrás, me lanzó una mirada, enrojeció y hurgó en su bolso, buscando un pañuelo—. ¿Tienes un niño pequeño con el que yo pueda jugar? —preguntó mi hijo, preocupado al ver sus lágrimas y como si el hecho de tener un hijo compensara el defecto de no saber bailar.
—No —contestó ella, en voz baja y temblorosa—, no tengo ningún niño.
Entonces me acerqué y dije, con voz dura y fría:
—Algunas mujeres no merecen tener hijos. —Pagué los sellos y los metí en mi bolso—. Las mujeres como usted, Señora Winslow, prefieren el dinero a tener hijos que puedan estropear su buena vida. Pero el tiempo dirá, más pronto o más tarde, si acertó en su decisión.
Ella se volvió de espaldas y tembló de nuevo, como si todas sus pieles fuesen insuficientes para darle calor. Después salió de la oficina de Correos y se dirigió a su automóvil negro, donde la esperaba el chófer. Y se alejó como una reina, erguida la cabeza, mientras Jory me preguntaba:
—Mamá, ¿por qué no quieres a esa guapa señora? A mí me gusta mucho. Se parece a ti, aunque tú eres más bonita.
No le respondí, aunque tuve en la punta de la lengua algo tan horrible que no habría podido olvidarlo jamás.
* * *
Al anochecer de aquel día estaba yo sentada detrás de la ventana, mirando hacia Foxworth Hall y preguntándome qué estarían haciendo Bart y mi madre. Tenía las manos cruzadas sobre el abdomen, que aún estaba plano, pero pronto empezaría a hincharse. Una falta no demostraba nada…, pero yo quería un hijo de Bart, y algunos pequeños detalles me daban el convencimiento de que la criatura estaba en camino. Después me dejé vencer por el desánimo. Él no renunciaría a su mujer y al dinero de ésta para casarse conmigo, y yo tendría otro hijo sin padre. ¡Qué tonta había sido al empezar todo esto! Pero siempre había hecho tonterías.
Entonces vi que un hombre se deslizaba en el bosque y venía hacia mí, y me eché a reír y recobré la confianza. ¡Él me amaba! Me amaba, y… cuando estuviese segura, le anunciaría que iba a ser padre.
Al entrar Bart, entró con él una ráfaga de viento que derribó el jarrón lleno de rosas de la mesa. Me levanté y contemplé los trozos de cristal y los pétalos desparramados en el suelo. ¿Por qué trataba siempre el viento de decirme algo? ¡Algo que yo no quería oír!