A LAS SIETE Y MEDIA en punto sonó el timbre de la puerta, pulsado por un dedo impaciente, obligándome a abrir a toda prisa para que no se despertase Jory, que había protestado por tener que acostarse temprano. Si había cuidado yo de acicalarme, lo propio había hecho Bart. Entró en la casa como si fuese ya el amo. Dejaba tras él una ráfaga de loción que olía a pino, y sus cabellos aparecían tan ordenados que pregunté si encubrirían alguna calvicie…, cosa que me propuse averiguar más pronto o más tarde. Tomé su abrigo y lo colgué en el armario del recibidor; después me dirigí al bar y empecé a trajinar allí, mientras él se sentaba ante el fuego que había yo encendido en la chimenea (no había olvidado nada; incluso había puesto una suave música de fondo). Ahora conocía a los hombres lo bastante como para saber lo que más les gustaba. Nada encantaba más a un hombre que ver a una mujer bonita atrafagada por servirle, mimarle y darle de comer y de beber.
—¿Qué te apetece, Bart?
—Whisky escocés.
—¿Con hielo?
—A palo seco.
Observaba todos mis movimientos, deliberadamente eficaces y graciosos. Volviéndole la espalda, mezclé una bebida a base de fruta para mí, reforzándola ligeramente con vodka. Y, con las dos copas de alto pie sobre una bandeja de plata, me acerqué seductoramente a él, inclinándome para ofrecerle una buena vista de mi escote. Me senté delante de él y crucé las piernas, de manera que la larga abertura de mi vestido de color de rosa se abriese y dejase al descubierto una pierna, desde la sandalia plateada hasta medio muslo. Él no podía apartar de ella la mirada.
—Disculpe las copas —dije delicadamente, complacida por la expresión de su semblante—. En esta casita falta sitio para colocar todas mis cosas. Casi toda mi cristalería está guardada, y no he sacado casi nada más que los vasos de vino y de agua.
—El whisky es whisky, sin que importe la manera de servirlo. ¿Y qué diablos es eso que estás bebiendo tú? —preguntó, volviendo la mirada a la acentuada V de mi vestido.
—Pues verás, se toma zumo de naranja recién exprimido, se le echa un chorro de limón, un poco de vodka, un poco de aceite de coco, y se le añade un chorrito de jerez. Yo lo llamo Delicia de Doncella.
Después de conversar unos minutos, pasamos a la mesa, no lejos de la chimenea, para comer a la luz de unas velas. Con frecuencia se le caía el tenedor o la cuchara, o yo los dejaba caer, y ambos nos agachábamos para recogerlos, a ver quién llegaba antes. Yo ganaba siempre. Él estaba demasiado distraído para dar con el tenedor o la cuchara, teniendo un escote ante sus narices.
—Este pollo está delicioso —me confesó Bart, después de destruir en diez minutos el fruto de cinco horas de duro trabajo—. Y esto que, por lo general, no me gusta el pollo. ¿Dónde aprendiste a preparar este plato?
Le dije la verdad:
—Me lo enseñó una bailarina rusa, que vino de tournée. Ella y su marido fueron huéspedes de Julián y míos, y cocinábamos juntos cuando no estábamos bailando, o de compras, o dando vueltas por la ciudad. Se necesitaban cuatro pollitos para cuatro personas. Ahora ya sabes una fea verdad sobre los bailarines; cuando se trata de comer, no nos andamos con remilgos. Bueno, me refiero a después de la actuación. Antes de ésta, tenemos que comer muy poco.
Él sonrió y se inclinó sobre la mesita plegable. La luz de las velas brillaba en sus ojos, con destellos diabólicos.
—Cathy, dime sinceramente por qué viniste a vivir en este poblacho y por qué te has empeñado en que sea tu amante.
—No te halagues —le repliqué, en mi tono más altivo, pensando que me las apañaba muy bien para parecer fría en mi exterior, cuando por dentro estaba hecha un lío de emociones conflictivas.
Casi como si estuviese entre bastidores llena de miedo, antes de salir a escena. Y esta era la representación más importante de mi vida.
Entonces, casi por arte de magia, sentí que estaba en el escenario. No tenía que pensar en lo que había de hacer o de decir para hechizarle y hacerle mío para siempre. El libreto había sido escrito hacía mucho tiempo, cuando yo tenía quince años y estaba encerrada allá arriba. Si, mamá, va a empezar el primer acto. Escrito por alguien que le conocía bien a través de las respuestas dadas a mis muchas preguntas. ¿Cómo podía fracasar?
Después de comer desafié a Bart a una partida de ajedrez, y aceptó. Me apresuré a sacar el tablero y a despejar la mesa, dejando los platos en el fregadero. Empezamos a montar los dos ejércitos de guerreros medievales.
—He aquí lo que vine a hacer —dijo él, lanzándome una dura mirada—. ¡Jugar al ajedrez! Me duché, me afeité y me puse mi mejor traje… ¡para jugar al ajedrez! —Después, sonrió con zalamería—. Si gano, ¿cuál será el premio?
—Una segunda partida.
—¿Y cuando gane la segunda partida?
—Si ganas las dos, jugaremos después la decisiva. Y no me mires con ese aire de superioridad. Me enseñó a jugar un maestro.
Este era Chris naturalmente.
—Cuando haya ganado la partida decisiva, ¿qué premio tendré? —insistió.
—Podrás irte a tu casa y echarte a dormir, satisfecho de ti mismo.
Deliberadamente, levantó el tablero con sus figuritas de marfil talladas a mano y lo colocó sobre el frigorífico. Asió mi mano y me condujo al cuarto de estar.
—Pon un poco de música, ballerina —pidió, con voz dulce—, y bailemos. No una pieza de fantasía; algo sencillo y romántico.
Yo sólo oía música popular en la radio del coche, para distraerme en los largos trayectos solitarios; en cambio, cuando quería gastarme el dinero en discos, compraba siempre música clásica o de ballet. Sin embargo, hoy había comprado algo especial: The Night was Made for Love. Y, mientras bailábamos en la penumbra del cuarto de estar, sin más luz que la de la chimenea, recordé el ático seco y polvoriento, y a Chris.
—¿Por qué lloras, Cathy? —preguntó suavemente Bart, obligándome a volver la cabeza, de modo que mis lágrimas mojaron su mejilla.
—No lo sé —gemí, y era verdad.
—Claro que lo sabes —dijo él, frotando su suave mejilla contra la mía, mientras seguíamos bailando—. Eres una combinación muy intrigante de niña, vampiresa y ángel.
Lancé una risita breve y amarga.
—Es lo que todos los hombres quieren pensar de las mujeres. Que son niñas que necesitan sus cuidados… aunque la verdad es que son los hombres quienes son niños en el fondo.
—Entonces, saluda al primer hombre adulto de tu vida.
—¡Tú no eres el primer hombre engreído y porfiado de mi vida! —Pero seré el último. El más importante…, el único al que nunca olvidarás. ¡Oh! ¿Por qué tenía que decir esto? Chris tenía razón. Éste era un hueso duro de roer.
—Cathy, ¿pensaste realmente que podrías chantajear a mi mujer?
—No, pero quise intentarlo. Soy tonta. Espero demasiado, y después me enfado porque nada sale como yo quisiera. Cuando era jovencita y estaba llena de esperanzas y de aspiraciones, no sabía que tendría que sufrir tan a menudo. Pienso que me endureceré y no volveré a padecer, pero mi frágil concha se rompe y, una vez más, simbólicamente, mi sangre fluye con las lágrimas que vierto. Después, vuelvo a ponerme sobre mí, sigo adelante, me convenzo de que todo tiene una razón y de que la descubriré en algún momento de mi vida. Y, cuando consigo algo que quiero, pido a Dios que dure lo bastante para darme cuenta de que lo tengo, y que no me duela cuando lo pierda, pues no puedo esperar que permanezca. Soy como un buñuelo, siempre horadado en el centro, y ando buscando constantemente el trozo que falta, y es el cuento de nunca acabar…
—No eres sincera contigo misma —repuso Bart, a media voz—. Sabes mejor que nadie lo que te falta, o yo no estaría aquí.
Su voz era tan baja y seductora que apoyé la cabeza sobre su hombro mientras seguíamos bailando.
—Te equivocas, Bart; no sé por qué estás aquí. No sé cómo llenar mis días. Cuando doy lecciones y cuando estoy con mi hijo, me siento vivir; pero cuando él se ha ido a la cama y me quedo sola, no sé qué hacer. Sé que Jory necesita un padre, y, cuando pienso en su padre, me doy cuenta de que siempre hice lo que no debía. Los críticos pregonaban mis grandes facultades…, pero, en mi vida personal, sólo hice disparates; hasta el punto de que mis logros profesionales no me servían para nada.
Dejé de mover los pies, sorbí y traté de ocultar la cara; pero él me obligó a levantarla, enjugó mis lágrimas y me ofreció el pañuelo para que me sonase.
Después se hizo el silencio. Un largo, largo silencio. Nuestros ojos se encontraron, y mi corazón empezó a latir más de prisa.
—Tus problemas son tan sencillos, Cathy —empezó a decir él—, que lo único que necesitas es alguien como yo, que necesita alguien como tú. Si Jory necesita un padre, yo necesito un hijo. ¿Ves con qué sencillez se resuelven las cuestiones complicadas?
«Demasiada sencillez», pensé, teniendo él una esposa, y siendo yo lo bastante avisada y cínica para saber que no podía interesarle hasta tal punto.
—Tienes una esposa a la que amas —repliqué, con acritud.
Le empujé. No quería conquistarle con demasiada facilidad, sino sólo después de una larga y difícil lucha contra mi madre, y ella no estaba ahora aquí para enterarse.
—Los hombres también mentimos —dijo, lisa y llanamente, con menos animación en sus ojos—. Tengo una esposa y, ocasionalmente, dormimos juntos; pero el fuego se ha apagado ya. No la conozco. Creo que nadie la conoce. Es una caja de secretos, cerrada herméticamente, en la que no me permite mirar. Pero ahora, después de tanto tiempo, ya no me importa. Puede quedarse con sus secretos y sus lágrimas, y con la angustia que la corroe, sea por lo que fuere, y que hace que se levante por la noche y vaya a mirar su maldito álbum azul. Ahora ha engordado, y me ha escrito diciendo que le han hecho en la cara una operación de cirugía plástica y que no la conoceré cuando regrese. ¡Cómo si la hubiese conocido de veras alguna vez!
Sentí pánico, ¡no me convenía esta indiferencia! ¿Cómo podría romper un matrimonio que ya se estaba derrumbando? ¡Necesitaba lograr mi propósito contra tremendos obstáculos!
—¡Vete a casa! —exclamé, empujándole—. No te conozco lo bastante para escuchar tus problemas…, y no te creo. ¡No me fío de ti!
Se echó a reír, burlón, excitado por mis débiles esfuerzos en alejarle. Su libido se había disparado… Ardía en sus ojos al agarrarme de los brazos y atraerme hacia él.
—¡Déjate de historias! Mira cómo te has vestido. Me hiciste venir por una razón. Y aquí estoy, dispuesto a dejarme seducir. En realidad, me sedujiste ya la primera vez que te vi… y por mi vida que tengo la impresión de conocerte desde mucho antes. Conmigo, la partida no termina nunca en tablas. Ganas tú o gano yo, aunque, si nos acostamos juntos, quizá descubriremos, al despertarnos por la mañana, que hemos ganado los dos.
Se encendió la luz roja: ¡Alto! ¡Resiste! ¡Lucha! Pero no hice nada de eso. Golpeé su pecho con mis pequeños puños, mientras él se reía, me levantaba del suelo y me cargaba sobre su hombro. Con una mano, agarró mis dos piernas para que no pudiese darle patadas, y con la otra, apagó las luces. En la oscuridad, mientras yo seguía pegándole en la espalda me llevó a mi cuarto y me arrojó sobre la colcha. Quise levantarme, ¡pero él fue más rápido! No pude usar la rodilla que tenía preparada. Él percibió que, con mi habilidad de bailarina, podría derrotarle, y por esto se arrojó sobre mí, me asió de la cintura, ¡y ambos caímos al suelo! Abrí la boca para gritar. Él puso la mano sobre mis labios abiertos; después, me sujetó los brazos con su fuerza hercúlea y se sentó sobre mis piernas, haciendo inútiles mis esfuerzos por liberarme.
—Cathy, mi adorable seductora, ¿por qué te has tomado tanto trabajo? Me sedujiste hace mucho tiempo, ballerina. Hasta la semana anterior a Navidad, serás mía. Entonces, volverá mi esposa… y ya no te necesitaré.
Apartó la mano de mi boca, y pensé gritar; pero, en vez de esto, le escupí:
—Al menos, ¡yo no he tenido que comprarte con los millones de mi padre!
Fue el fulminante. Él apretó brutalmente sus labios contra los míos, antes de que me diese cuenta de lo que pasaba. ¡No era esto lo que yo quería! Quería tentarle, inflamarle, hacer que me persiguiese, y sólo ceder después de un largo y empeñado acoso, que mi madre tendría que ver y aguantar, sufriendo horrores, porque nada podría hacer para impedirlo, so pena de que yo lo revelase todo. Y, sin embargo, él se apoderaba de mí despiadadamente, ¡con más brutalidad que Julián en sus peores momentos! Se arrojó salvajemente sobre mí, retorciéndose, mientras me arrancaba el ceñido vestido rosa. Me quedé con sólo mis panties, y pronto tiró de ellos hacia abajo, arrastrando de paso mis zapatillas plateadas.
Apretando brutalmente mis labios con los suyos, me sujetó la mano con tal fuerza que crujieron los nudillos. ¡Tuve que ceder para que no me rompiese los dedos! Todavía no sé cómo se despojó de su ropa, mientras me sujetaba, desnuda, debajo de él. Yo seguía luchando, retorciéndome, esquivándole, tratando de arañarle o de morderle, mientras él me besaba y acariciaba. Pude gritar varias veces; pero también yo respiraba de prisa, fatigosamente, y me encorvaba hacia arriba para desprenderme de él. Pero él lo tomó como una invitación. Me penetró, terminó rápidamente y se apartó, sin darme el menor placer.
—¡Vete! —chillé—. ¡Llamaré a la Policía! Haré que te metan en la cárcel, ¡acusado de violación!
Rió desdeñosamente, me dio unas palmadas en el mentón y se levantó para vestirse.
—¡Oh! —dijo, burlón, imitando mi voz—. ¡Qué miedo me das! —Después, se puso serio—. No estás contenta, ¿verdad? La cosa no ha salido como habías planeado. Pero no te preocupes; volveré mañana por la noche, y quizás entonces estarás dispuesta a complacerme y harás que acceda a complacerte a ti.
—¡Tengo una pistola! —No era verdad—. Y, si te atreves a poner de nuevo los pies en esta casa, ¡eres hombre muerto! Aunque no eres un hombre. ¡Los seres humanos no son tan brutos!
—Mi esposa dice a menudo lo mismo —admitió él, tranquilamente, abrochándose descaradamente el pantalón, sin tener siquiera la delicadeza de volverse de espaldas—. Pero le gusta de todos modos, igual que a ti. Para mañana por la noche puedes preparar Beef Wellington con ensalada, y batido de chocolate para postre. Si crees que esto engorda, quemaremos las calorías sobrantes de la manera más agradable posible…, y no me refiero a las carreras por el bosque. —Hizo un guiño, me saludó, puso un pie detrás del otro, para dar media vuelta al estilo militar, y se detuvo en el umbral, mientras yo me sentaba en el suelo y me cubría con los restos de mi vestido—. Hasta mañana. No sé a qué hora llegaré, pero me quedaré a pasar la noche…, es decir, si me tratas bien.
Se marchó, y oí que la puerta de la entrada se cerraba de golpe. ¡Al infierno con él! Empecé a llorar, pero no compadeciéndome a mí misma. Era un sentimiento de frustración tan enorme, ¡que habría descuartizado a aquel hombre! ¡Beef Wellington! ¡Lo aderezaría con arsénico!
Una vocecilla tímida sonó detrás de mi puerta.
—Mamaíta…, tengo miedo. ¿Estás llorando, mamaíta?
Me puse rápidamente una bata y le hice entrar; después, le estreché en mis brazos.
—Mamá está bien, querido. Has tenido una pesadilla. Mamá no llora…, ¿lo ves?
Me enjugué las lágrimas, para no contradecirme.
* * *
Mientras desayunaba con Jory, llegaron tres docenas de rosas rojas de la floristería, de la variedad de tallo largo. Iban acompañadas de una tarjetita blanca que decía:
«Te envío un gran ramo de rosas; una para cada noche en que tendrás mi corazón».
Sin firma. ¿Y qué diablos iba a hacer yo con tres docenas de rosas, en una casa pequeña como una caja de cerillas? No podía enviarlas a una guardería infantil, y el hospital estaba a millas de distancia. Jory decidió lo que había que hacer con ellas.
—¡Oh, mamá, qué bonitas! ¡Son rosas del tío Paul!
Por Jory, guardé las rosas en vez de tirarlas, y las distribuí entre muchos floreros por toda la casa. Él se puso muy contento, y, cuando le llevé conmigo, a la academia de baile, dijo a todos mis alumnos que su casa estaba llena de rosas…, incluso el cuarto de baño. Después del almuerzo llevé a Jory al parvulario que tanto le gustaba. Era un colegio Montessori, donde fomentaban sus ganas de aprender apelando a sus sentidos. Ya sabía escribir su nombre, ¡y sólo tenía tres años! Era como Chris —me dije—, brillante, guapo, inteligente… ¡Oh! Mi Jory lo tenía todo…, menos un padre. Sus brillantes ojos castaños sentían una curiosidad por todo que habría de durar toda su vida.
—Te quiero, Jory.
—Lo sé, mamá.
Se despidió agitando la mano, mientras yo arrancaba.
Cuando volví a buscarle, vi rubor y turbación en su carita.
—Mamaíta —dijo, en cuanto se hubo sentado a mi lado en el coche—, Johnny Stoneman me ha dicho que su mamá le pegaba si la tocaba… ahí. —Señaló tímidamente mi pecho—. Tú no me pegas cuando yo lo hago.
—Pero tú no me tocas aquí; no lo has hecho desde que eras pequeñín y te di de mamar durante un breve tiempo.
—¿Y me pegabas entonces? —preguntó, muy preocupado.
—No, claro que no. Los niños muy pequeños tienen que chupar del pecho de su madre, yo no te pegaría nunca por tocarme aquí. Si quieres, puedes probar. —Alargó una manita indecisa, mientras observaba mi cara para ver si me enfadaba. ¡Oh, cuán de prisa aprendían los niños los tabúes! Y, cuando me hubo tocado, sin que le fulminase un rayo, sonrió con alivio—. ¡Oh, qué blando es! —Había hecho un agradable descubrimiento, y se abrazó a mi cuello.
Yo también te quiero, mamaíta. Porque tú me quieres incluso cuando soy malo.
—Siempre te querré, Jory. Y, si alguna vez eres malo, trataré de comprenderte.
Sí; no sería como mi abuela…, ni como mi madre. Iba a ser la madre perfecta, y, algún día, también él tendría un padre. ¿Cómo era posible que los niños tan pequeños hablasen ya de pecado, y recibiesen azotes sólo por tocar? ¿Quizá porque esta tierra era tan alta que estaba muy cerca de los ojos de Dios? ¿Por eso vivían todos como hechizados, temerosos, obrando externamente con rectitud, mientras cometían en secreto todos los pecados? Honrarás a tu padre y a tu madre. Haz a los otros lo que quisieras que te hiciesen a ti. Ojo por ojo.
Sí…, ojo por ojo; por eso estaba yo aquí.
Me detuve a comprar unos sellos antes de llegar a mi casita, y dejé a Jory dormitando en el asiento delantero del coche. Él estaba en la oficina de Correos —que no era mayor que mi cuarto de estar—, comprando también sellos. Me sonrió amablemente, como si no hubiera pasado nada entre nosotros la noche anterior. Incluso tuvo la cara dura de seguirme hasta el coche, para preguntarme si me habían gustado las rosas.
—No su clase de rosas —le respondí, subiendo muy tiesa al coche y cerrando la portezuela en sus narices.
Se quedó mirándome, sin sonreír; en realidad parecía bastante afligido.
A las cinco y media, un mensajero trajo un paquetito a mi casa. Era un paquete certificado, por lo cual tuve que firmar recibo. Dentro de una caja, había otra más pequeña, y dentro de ésta, un estuche que abrí rápidamente, mientras Jory observaba con los ojos muy abiertos. Sobre un forro de terciopelo negro había una sola rosa, compuesta de muchos diamantes. También había una tarjeta que decía:
«Espero que esta clase de rosa te guste más».
Aparté la rosa a un lado, como una chuchería comprada con dinero de ella, no de él…, igual que las rosas naturales.
* * *
Tuvo la desfachatez de presentarse aquella tarde, a las siete y media, tal como había anunciado. Sin embargo, le hice entrar en seguida y le conduje a la mesa, prescindiendo del aperitivo y de otras nimiedades. Había preparado la mesa incluso con más cuidado que la noche anterior. Había abierto algunos paquetes y sacado mi mejor mantelería bordada y los platos chapados en plata. De momento, ninguno de los dos habló. Yo había recogido todas sus rosas y las había puesto de nuevo en la caja, al lado de su plato. Y, sobre el plato vacío, estaba el estuche forrado de terciopelo, con la rosa de diamantes en su interior. Me senté y observé su expresión, mientras él quitaba el estuche del plato con naturalidad, y apartaba la caja de las flores con la misma indiferencia. Entonces, sacó un papel doblado del bolsillo interior de su chaqueta y me lo dio. En él había escrito, con firmes caracteres:
«Te amo por razones que no tienen principio ni fin. Te amaba incluso antes de conocerte; por eso mi amor no tiene causa ni motivo. Dime que me vaya, y me iré. Pero antes tienes que saber que, si me rechazas, recordaré toda mi vida un amor que pudo ser nuestro, y que te amaré aún más después de muerto».
Levanté la cabeza y le miré a los ojos, por primera vez desde que había llegado.
—Muy poético, pero hay en ello algo familiar, un poco extraño.
—Lo redacté hace unos minutos; ¿cómo puede sonarte familiar? —Alargó la mano hacia la tapa de plata en forma de cúpula, que cubría ostensiblemente el Beef Wellington—. Ya te dije que era abogado, no poeta, y sin duda esto explica que te parezca extraño. En el colegio no me distinguí por la poesía.
—Ya lo veo. —Me interesaba mucho su expresión—. Elizabeth Barrett Browning es muy dulce, pero no es tu tipo.
—Lo hice lo mejor que pude —dijo, con maliciosa sonrisa, lanzándome una mirada desafiante, antes de bajarla hacia la enorme fuente, que contenía un perro caliente y una pequeña porción de alubias en conserva frías.
La incredulidad que se pintó en sus ojos y su expresión pasmada y ofendida me dieron tal satisfacción que casi sentí simpatía por él.
—Estás viendo el plato predilecto de Jory —le dije, regocijándome en su desconcierto—. Es lo mismo que él y yo comimos esta tarde; como nos gustó, pensé que también te gustaría a ti y te guardé un poco. Como yo he comido ya, todo te pertenece; sírvete tu mismo, por favor.
Frunció el ceño, me fulminó con la mirada y mordió furiosamente el perro caliente, que sin duda estaba ya tan frío como las alubias. Pero lo comió todo y bebió su vaso de leche, y, para postre, le ofrecí una caja de galletas con formas de animales. Primero miró la caja con otra expresión de pasmado asombro; pero después la abrió, cogió un león y lo decapitó de un mordisco.
Sólo después de comer todas las galletas y de recoger incluso las migajas, se tomó la molestia de mirarme, con tanta altivez que pareció reducirme al tamaño de una hormiga.
—Supongo que eres una de esas despreciables mujeres liberadas que se niegan a hacer cualquier cosa para complacer a un hombre.
—Te equivocas. Sólo me siento liberada con respecto a algunos hombres. A otros, puedo adorarles y servirles como una esclava.
—¡Tú me obligaste a hacer lo que hice! —replicó, enérgicamente—. ¿Crees que lo había proyectado así? Quería entablar nuestra relación sobre una base de igualdad. ¿Por qué te pusiste aquel vestido?
—¡Es la clase de vestido que prefieren todos los machistas!
—Yo no soy machista… ¡y odio esos vestidos!
—¿Te gusta más el que llevo ahora?
Me erguí para que pudiese ver mejor el viejo suéter que me había puesto. Con él llevaba unos descoloridos vaqueros azules y unos zapatos deportivos sucios, y había peinado mis cabellos hacia atrás, anudándolos en un moño de abuelita. Deliberadamente, había dejado unos mechones sueltos, que, en su desaliño, me daban cierto atractivo. Y no me había pintado en absoluto. En cambio, él parecía un figurín.
—Al menos ahora pareces sincera y dispuesta a dejarme la iniciativa. Nada aborrezco tanto como las mujeres que se las dan de fuertes, como tú la noche pasada. Esperaba de ti algo mejor que aquel ligero vestido que lo mostraba todo y me privaba de la satisfacción de descubrirlo por mí mismo. —Frunció las cejas y murmuró—. De un vestido rojo de ramera a unos vaqueros azules. En un solo día, has vuelto a la adolescencia.
—Era un vestido color de rosa, ¡no rojo! Además, Bart, los hombres fuertes como tú suelen gustar de las mujeres débiles, pasivas y estúpidas, porque, en el fondo, ¡os sentís también débiles y teméis a las mujeres agresivas!
—Yo no soy débil ni nada parecido, sino un hombre que desea sentirse hombre, y no un mero instrumento para tus fines. En cuanto a las mujeres pasivas, las desprecio tanto como a las agresivas. Pero no me gusta sentirme víctima de una cazadora que me quiere hacer caer en una trampa. ¿Qué diablos pretendes hacerme? ¿Por qué me aborreces tanto? Te envío rosas, diamantes, poesía de imitación, y ni siquiera puedes peinarte y quitarte el brillo de la nariz.
—Me estás viendo tal como soy, y, ahora que lo has visto, puedes marcharte. —Me levanté, me dirigí a la puerta de la entrada y la abrí—. No nos convenimos. Vuelve con tu esposa. Puede quedarse contigo, porque yo no te quiero.
Se acercó rápidamente, como disponiéndose a obedecer, pero entonces me tomó en sus brazos y cerró la puerta de una patada.
—Te amo, no sé por qué; pero tengo la impresión de haberte amado siempre.
Le miré a la cara, con incredulidad, mientras él extraía las horquillas de mis cabellos, dejándolos sueltos. Fruto de un largo hábito, los sacudí de manera que se arreglaron por sí solos, y él, sonriendo un poco, me hizo volver la cara en su dirección.
—¿Puedo besar tus labios sin carmín? Son muy hermosos…
Sin esperar que le diese permiso, rozó delicadamente mis labios con los suyos. ¡Deliciosa sensación, la de un beso suave como una pluma! ¿Cómo puede haber mujeres que quieren que se las coman vivas, a bocados furiosos? Yo no soy de ésas; quiero que me toquen como un violín, empezando pianissimo, con ritmo lento, e ir in crescendo poco a poco. Esperé con ilusión llegar a las cumbres del éxtasis, que sólo podía alcanzar cuando se pronunciaban las palabras adecuadas y se daban los besos adecuados antes de pasar a mayores. Y, si la noche pasada había escatimado él estas cosas, hoy puso en juego toda su habilidad. Esta vez me elevó hasta las estrellas, donde explotamos los dos, fuertemente abrazados, deseosos de repetir el experimento.
Él tenía vello en todo el cuerpo, a diferencia de Julián, que era lampiño, salvo una fina línea de pelitos del ombligo para arriba. Y Julián nunca me había besado los pies, que olían a rosas después del largo baño perfumado que tomaba antes de ponerme mi ropa de trabajo. En cambio, Bart besó los dedos de mis pies, uno a uno, como prólogo de lo que vendría después. Tuve la impresión de que la abuela nos observaba, con sus ojos duros y grises, fulminándonos con ellos. Pero la aparté de mi mente, la eché fuera, y me entregué con todos mis sentidos al hombre que ahora se comportaba como un verdadero amante.
Pero sabía que él no me amaba. Bart me empleaba como sustituta de su esposa, y, cuando ésta regresase, no volvería a verle. Lo sabía, y, sin embargo, tomé y le di cuanto pude hasta que nos quedamos dormidos, en brazos el uno del otro.
Y soñé. Soñé que Julián estaba en la cajita de música que mi padre me había regalado cuando yo tenía seis años. Daba vueltas y más vueltas, pero no dejaba de mirarme y de acusarme con sus ojos de azabache. Después, le crecía el bigote, y era Paul, que sólo parecía triste. Yo corría para salvarle de la muerte en una caja de música que se había convertido en ataúd…, pero era Chris quien estaba dentro de él con los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el pecho…, muerto, muerto. ¡Chris!
Me desperté y vi que Bart se había marchado y que mi almohada estaba mojada de lágrimas. Mamá, ¿por qué empezaste todo esto? ¿Por qué?
Asiendo la manita de mi hijo, le saqué al aire frío de la mañana al dirigirme a mi trabajo. Débil y lejana, oí una voz que me llamaba por mi nombre, y con ella llegó un perfume de rosas de otros tiempos. ¿Por qué no vienes, Paul, y me salvas de mí misma? ¿Por qué me llamas sólo con el pensamiento?
Había terminado el primer acto. El segundo empezaría cuando mi madre supiese que tenía un hijo de Bart… Además, estaba la abuela, que también tenía que pagar. Y, al mirar hacia arriba, me pareció que las montañas sonreían satisfechas. Al fin había respondido a su llamada. A su vengativo y atormentador gemido.