POCOS DÍAS MÁS TARDE, una mañana de domingo, hacía yo ejercicio en la barra instalada en mi habitación. Mi hijito trataba de imitarme. Me gustaba mirarle en el espejo que yo había trasladado del armario a la barra.
—¿Bailo? —preguntó Jory.
—Sí, Jory. ¡Estás bailando!
—¿Lo hago bien?
—Sí, Jory. ¡Eres estupendo!
Se echó a reír, se abrazó a mis piernas y levantó la cabeza para mirarme a la cara con ese arrobamiento estático que sólo los pequeños pueden expresar. Toda la maravilla de vivir se reflejaba en sus ojos, todo el asombro de aprender algo nuevo cada día.
—¡Te quiero, mamaíta! —Era una declaración que nos hacíamos mutuamente al menos doce veces al día—. Mary tiene un papá. ¿Por qué no tengo yo un papá?
Esto me dolió de veras.
—No tienes papá, Jory, porque se fue al cielo. Pero quizás, algún día, mamá te traiga un papá nuevo.
Sonrió complacido. El papá tenía grandísima importancia en su mundo, pues todos los niños del parvulario lo tenían…, menos él.
Precisamente entonces oí cerrarse de golpe la puerta de la entrada. Una voz familiar gritó mi nombre. ¡Chris! Sus pasos sonaron en la casita, mientras yo iba hacia él, con mis ceñidos leotardos azules y mis zapatillas de pointe. Nuestras miradas se encontraron. Él me tendió los brazos, sin decir palabra, y yo me arrojé en ellos sin vacilación; pero al buscar mis labios para besarme, sólo encontró mi mejilla. Jory tiraba de sus pantalones grises de franela, para que le levantase en sus vigorosos y varoniles brazos.
—¿Cómo está mi Jory? —preguntó Chris, después de besarle en las redondas y sonrosadas mejillas.
Mi hijo le miró con ojos muy abiertos.
—Tío Chris, ¿eres tú mi papá?
—No —dijo con voz ronca Chris, dejando de nuevo a Jory en el suelo—, pero me gustaría tener un hijo como tú.
Esto hizo que me volviese, incómoda, para que él no pudiese ver mis ojos; después le pregunté qué estaba haciendo aquí, cuando hubiese debido de estar cuidando a sus pacientes.
—Tenía libre este fin de semana, y pensé que podía pasarlo contigo; es decir, si tú me dejas.
Asentí débilmente con la cabeza, pensando en otra persona que podía venir también aquel fin de semana.
—Me porté tan bien como residente, que me recompensaron con un fin de semana de vacaciones —me explicó, con una de sus cautivadoras sonrisas.
—¿Tienes noticias de Paul? —le pregunté—. No viene tan a menudo como solía, y tampoco escribe mucho.
—Se fue a otro congreso médico. Pensaba que te tenía siempre al corriente —dijo él, recalcando ligeramente el «te».
—Estoy preocupada por Paul, Chris. Es impropio de él no contestar todas mis cartas.
Se echó a reír, se dejó caer en un sillón, y puso a Jory sobre sus rodillas.
—Quizá, querida hermana, has encontrado al fin un hombre que puede dejar de amarte.
Ahora no supe qué decir, ni qué hacer de mis pies y de mis manos. Me senté y me quedé mirando fijamente el suelo, sintiendo la larga y firme mirada con que trataba Chris de leer mis pensamientos. Pero el me preguntaba ya:
—¿Qué estás haciendo en la montaña, Cathy? ¿Qué estás tramando? ¿Pretendes quitarle a nuestra madre su Bart Winslow?
Levanté vivamente la cabeza. Vi sus ojos azules medio cerrados, y sentí una ola de calor brotando de mi corazón.
—No me interrogues como si fuese una niña tonta. Hago lo que debo hacer…, igual que tú.
—Claro. No tenía que preguntártelo, porque lo sé. No se necesita una bola de cristal para leer tu pensamiento. Conozco tus móviles y tus propósitos… ¡Pero deja a Bart Winslow en paz! ¡Él nunca la abandonará por ti! Ella tiene los millones, y tú sólo tienes la juventud. Él puede elegir entre miles de chicas jóvenes; ¿por qué habría de elegirte precisamente a ti?
De momento no dije nada; me limité a responder a su mirada severa con una confiada sonrisa, forzándole a ruborizarse y a volver la cara. Me sentía ruin, cruel y avergonzada.
—Chris —dije al fin—, no discutamos. Seamos amigos y aliados. Tú y yo somos lo único que queda de los cuatro.
Sus ojos azules se suavizaron, mientras me observaban.
—Sólo quería probar —se disculpó—, como siempre. —Miró a su alrededor—. En el hospital comparto una habitación con otro residente. Me gustaría poder vivir aquí, contigo y con Jory. Sería como en los viejos tiempos.
Sus palabras hicieron que me pusiese rígida.
—Sería un trayecto demasiado largo todas las mañanas, y no podrías acudir en casos de urgencia.
Suspiró.
—Lo sé, pero… ¿y los fines de semana? Tengo un fin de semana libre cada quince días. ¿Sería demasiado engorro para ti?
—Sí, sería demasiado. Tengo que vivir mi propia vida, Christopher.
Vi que se mordía el labio inferior, antes de sonreír forzadamente.
—Está bien, sigue tu camino…, haz lo que tengas que hacer. ¡Sólo le pido a Dios que no tengas que arrepentirte un día!
—¿Quieres hacerme el favor de no hablar más de esto? —Sonreí, me acerqué a él y le abracé con fuerza—. Sé bueno. Acéptame como soy, terca como Carrie. Y ahora, ¿qué quieres para almorzar?
—Todavía no he desayunado.
—Entonces, adelantaré la hora del almuerzo, y éste servirá, además, de desayuno.
Después, el día pasó rápidamente. El domingo por la mañana, Chris se sentó a la mesa, dispuesto a engullir la tortilla de queso que tanto le gustaba. Jory, gracias a Dios, comía de todo. Sin querer, yo pensaba en Chris como un padre para Jory. Me parecía natural tenerle en la mesa, como antaño…, y jugando los dos a ser padres. Haciendo lo que podíamos, lo mejor que podíamos, como cuando éramos niños.
Paseamos por los bosques después del desayuno, siguiendo todos los senderos que conocía de mis carreras por el campo. Jory cabalgaba sobre los hombros de Chris. Contemplábamos el mundo que rodeaba Foxworth Hall, todos los lugares que no habíamos podido visitar cuando estábamos en el tejado o encerrados en el ático. Nos detuvimos y contemplamos la enorme mansión.
—¿Está mamá allí? —preguntó él, con voz tensa y ronca.
—No. He oído decir que está en Texas, en uno de esos balnearios de lujo para mujeres ricas, tratando de perder los siete kilos que le sobran.
Él meneó la cabeza, alarmado.
—¿Quién te lo ha dicho?
—¿Quién te imaginas?
Ahora sacudió violentamente la cabeza, bajó a Jory de sus hombros y le dejó en el suelo.
—¡No juegues con él, Cathy! Le he visto. Es peligroso… Déjale en paz. Vuelve a Paul y cásate con él, si ha de haber siempre un hombre en tu vida. Deja que nuestra madre viva la suya en paz. No vas a creer que ella no sufre, ¿eh? ¿Crees que puede ser feliz, sabiendo lo que hizo? Con todo el dinero del mundo no podría comprar lo que perdió…, ¡nosotros! Conténtate con esta venganza.
—No es bastante. Quiero enfrentarme con ella y cantarle la verdad en presencia de Bart. Y aunque tú vivas cien años y me supliques de rodillas hasta quedarte sin voz…, ¡seguiré adelante y haré lo que debo hacer!
* * *
Chris durmió en la habitación que había sido de Carrie. Hablamos muy poco, aunque él seguía todos mis movimientos con los ojos. Parecía agotado, perdido… y, sobre todo, dolido. Yo tenía ganas de decirle que, cuando hubiese hecho lo que tenía que hacer, volvería con Paul y viviría una vida segura con él, y Jory tendría el padre que necesitaba; pero no se lo dije.
Las noches eran frías en la montaña, incluso en setiembre, cuando aún hacía calor durante el día. En aquel ático casi nos habíamos derretido de calor, y creo que ambos pensábamos en esto, sentados ante el fuego de la chimenea, la noche antes de la partida de Chris. Mi hijo llevaba ya varias horas acostado cuando me levanté, bostecé, estiré los brazos y miré el reloj colocado encima de la repisa del hogar, que marcaba las once.
—Es hora de ir a dormir, Chris. Sobre todo para ti, que tienes que levantarte muy temprano.
Me siguió hasta la habitación de Jory, sin decir palabra, y ambos contemplamos al niño que dormía de costado, húmedos los negros rizos y arrebolado el semblante. Tenía en sus brazos un caballito de felpa, parecido al de verdad que, según decía, debería yo comprarle cuando tuviese cuatro años.
—Cuando duerme, se parece más a ti que a Julián —murmuró Chris. Paul me había dicho lo mismo.
—Buenas noches, Christopher Doll —dije, al detenernos ante la puerta del cuarto de Chris—. Que duermas bien; no dejes que te piquen las chinches.
Esto hizo que su rostro se contrajese de dolor. Se apartó de mí, abrió la puerta y se volvió de nuevo hacia mí.
—Así nos dábamos las buenas noches cuando dormíamos en la misma habitación —recordó, y entró en el cuarto y cerró la puerta.
Cuando me levanté, a las siete de la mañana, Chris se había marchado. Lloré un poco. Jory me miró con ojos muy abiertos, sorprendidos.
—¿Mamá…? —preguntó, temeroso.
—No pasa nada. Mamá añora un poco al tío Chris, Y mamá no irá hoy a trabajar.
No. ¿Por qué había de ir? Hoy sólo habría tres alumnos, y podría enseñarles mañana, cuando la clase estuviera llena. Mis planes se desarrollaban con demasiada lentitud. Para acelerarlos, pedí a Emma que viniese y cuidase de Jory, mientras iba yo a correr un poco por los bosques.
—No estaré fuera más de una hora. Déjale jugar hasta la hora del almuerzo; entonces estaré ya de vuelta.
Con un traje de jogging azul brillante, ribeteado de blanco, me dirigí a los senderos del bosque. Esta vez seguí un ramal hacia la derecha, por el que no había pasado nunca, y corrí por un sector en que los pinos eran más espesos. El sendero era poco marcado y muy irregular, obligándome a mantener la vista fija en el suelo, para no tropezar con alguna raíz. Los árboles de montaña que crecían entre los pinos tenían ya los vivos colores del otoño, y eran como fuego entre el verde esmeralda de los pinos y de los abetos. Y era, como me había dicho yo hacía tiempo, la última aventura amorosa y apasionada del año, antes de envejecer éste y morir en las fauces heladas del invierno.
Alguien corría detrás de mí. No me volví a mirar. El seco crujido de las hojas muertas sonaba gratamente en mis oídos, y por esto corrí deprisa, más deprisa, dejando que el viento jugase con mis cabellos sueltos, mientras la hermosura del día se llevaba mi dolor, mi remordimiento, mi vergüenza y mi sentimiento de culpa, convirtiéndolos en sombras transparentes que se desvanecían bajo el sol.
—¡Para, Cathy! —gritó una fuerte voz de hombre—. ¡Vas demasiado aprisa!
Desde luego, era Bart Winslow. Había tenido que encontrarle, más pronto o más tarde. El destino no podía chasquearme siempre, y mi madre no podía ganar siempre. Miré por encima del hombro y sonreí al verle jadear mientras corría con su elegante traje de jogging color tostado de azúcar de arce, con franjas de punto, anaranjadas y amarillas, en los puños, el cuello y la cintura. Dos rayas verticales de los mismos colores bajaban por los lados de los anchos pantalones.
Exactamente lo que llevaría un corredor local para ir de ronda.
—Hola, Señor Winslow —le grité, aumentando mi velocidad—. Si un hombre no puede alcanzar a una mujer, ¡es que no es hombre!
Aceptó el reto e imprimió más velocidad a sus largas piernas y tuve que hacer un verdadero esfuerzo para mantenerme en cabeza. Volaba, con mis largos cabellos ondeando al viento. Las ardillas que habían salido en busca de piñones escapaban corriendo del camino. Y yo me reía, sintiéndome tan fuerte, y abrí los brazos e hice unas piruetas, sintiéndome como si estuviese en el escenario representando el mejor papel de mi vida. Entonces, una raíz nudosa que no había visto se enganchó en el tacón de mi zapato deportivo, y caí de bruces. Afortunadamente, las hojas muertas me sirvieron de colchón.
Me levanté inmediatamente y corrí de nuevo, pero mi caída había dado oportunidad a Bart de acercarse un poco. Jadeando, boqueando, demostrando claramente que tenía menos resistencia que yo, a pesar de la ventaja de sus piernas más largas, volvió a gritar:
—¡Detente, Cathy! ¡Ten compasión! ¡Me estás matando! ¡Tengo otras maneras de demostrar que soy un hombre!
¡No me apiadé de él! Tenía que correr más que yo, o no me alcanzaría nunca. Así se lo grité, y seguí corriendo, gozando con el vigor de mis piernas de bailarina, de mis ágiles y largos músculos, y con la destreza alcanzada en el ballet, que hacía que me sintiese como un rayo de luz azul.
Pero en el momento en que esta vanidosa idea pasaba por mi mente, me flaqueó la estúpida rodilla y volví a caer de bruces sobre las hojas muertas. Y esta vez me hice daño, verdadero daño. ¿Me habría fracturado un hueso, dislocado un tobillo o roto un ligamento… otra vez?
Un instante después, Bart estaba a mi lado, hincado de rodillas y dándome la vuelta para poder ver mi cara, antes de preguntarme con gran preocupación:
—¿Te has hecho daño? Estás muy pálida… ¿Dónde te duele?
Yo quería decirle que estaba bien, pues las bailarinas sabíamos caer, salvo cuando no sabíamos que íbamos a caernos… Y, ¿por qué me dolía tanto la rodilla? La miré, sintiéndome traicionada por una rodilla que siempre me engañaba y me dolía de varias maneras.
—Fue esta estúpida rodilla. Si me doy un golpe en el codo con la puerta de la ducha, me duele la rodilla. Cuando tengo jaqueca, la rodilla me duele también para hacerle compañía a mi cabeza. Una vez me empastaron un diente; el dentista se descuidó, se le escapó la broca y me cortó la encía, y mi rodilla derecha se disparó y le dio en el estómago.
—Bromeas.
—Hablo en serio. ¿No tiene usted alguna peculiaridad en su constitución física?
—Nada de lo que me atreva a hablar ahora. —Sonrió, sus ojos brillaron maliciosamente, y me ayudó a ponerme en pie y palpó mi rodilla, como si entendiese algo de esto—. Parece una rodilla sana, funcional.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque las mías son funcionalmente buenas, y lo conozco por el tacto; aunque si pudiese ver tu rodilla, estaría más seguro.
—Váyase a casa y mire la rodilla funcional de su mujer.
—¿Por qué eres tan antipática conmigo? —Frunció los párpados—. Me sentía contento de haberte encontrado, y te comportas con hostilidad.
—El dolor siempre hace que me sienta hostil. ¿No le pasa a usted lo mismo?
—Yo soy dulce y humilde cuando sufro, lo cual no ocurre muy a menudo. De esta manera le prodigas a uno más atenciones… Y recuerda que fuiste tú quien lanzó el reto, no yo.
—No tenía por qué aceptarlo. Podía haber seguido alegremente su camino y dejar que yo siguiese el mío.
—Ya estamos discutiendo —dijo, contrariado—. Quieres que nos peleemos, cuando yo quiero mostrarme amistoso. Sé buena conmigo. Dime que te alegras de verme. Dime que tengo mejor aspecto que la última vez que nos vimos, y que te parezco atractivo Aunque no pueda correr como el viento, tengo mis trucos.
—Apuesto a que sí.
—Mi esposa está aún en el balneario, y yo estoy solo desde hace meses, mortalmente aburrido por tener que vivir con una anciana que no puede hablar ni andar, pero que me mira con ceño cada vez que me ve. Una noche, sentado ante el fuego, llegué a desear que se cometiese un asesinato por estos andurriales, a fin de tener un caso interesante, para variar. Es desconsolador para un abogado verse rodeado de gente normal y feliz, sin emociones reprimidas y que puedan estallar súbitamente.
—¡Pues está de suerte, Bart! Tiene delante a una persona llena de rencor agresivo, de odio y de afán de venganza, que estallará un día… ¡Puede contar con ello!
Pensó que estaba bromeando, jugando al gato y el ratón, que es juego propio de hombres y mujeres, y recogió también este reto, sin sospechar en absoluto mis verdaderas intenciones. Me miró largamente, desnudándome de mi traje de zafiro con los ojos sensuales del hombre que esperaba ansiosamente mis favores.
—¿Por qué vino a vivir cerca de mí?
Me eché a reír.
—Es muy vanidoso, ¿eh? Vine a explotar una academia de danza.
—Claro que sí… Podía estar en Nueva York o en su población natal, sea cual fuere; pero vino aquí… ¿Quizá, también, a hacer deportes de invierno?
Sus ojos insinuaron la clase de deporte de invierno, de puertas adentro, en que estaba pensando, por si no me había dado cuenta.
—Sí; me gustan todos los deportes, al aire libre y en lugar cerrado —respondí, cándidamente.
Él rió entre dientes confiadamente, presumiendo, como todos los hombres vanidosos, que se había apuntado un tanto en el único juego de puertas adentro que gusta de jugar un hombre con las mujeres.
—Esa anciana que no puede hablar, ¿se mueve aún por la casa? —le pregunté.
—Un poco. Es la madre de mi esposa. Y también habla un poco, pero sus palabras son confusas e ininteligibles, salvo para mi mujer.
—La deja usted sola… ¿No es peligroso?
—No está sola. Una enfermera particular la acompaña continuamente, y hay varios criados en la casa.
Frunció el ceño, como si no le gustasen mis preguntas, pero yo insistí:
—Entonces, ¿por qué se queda usted allí? ¿Por qué no va a divertirse, mientras el gato está lejos?
—Tienes una manera muy cruda de plantear las cosas. Aunque nunca sentí gran aprecio por mi suegra, me da pena su estado actual. Y, como conozco la naturaleza humana, no me fío de que los sirvientes la atiendan como es debido, si no hay en la casa un miembro de la familia que vigile lo que hacen por ella. No puede valerse; no puede levantarse de un sillón sin ayuda, ni bajar de la cama sin que le presten auxilio. Por consiguiente, y hasta que regrese mi esposa, soy el encargado de velar por Señora Malcolm Foxworth, para que no la descuiden o maltraten, o la despojen de algo.
Entonces sentí una enorme curiosidad. Quería saber el nombre de pila de mi abuela, pues no lo había oído nunca.
—¿La llama usted Señora Foxworth?
Él no comprendía mi interés por una anciana y trató de desviar la conversación; pero yo insistí.
—La llamo Olivia —respondió, secamente—. Cuando me casé, traté de no hablar nunca con ella, de olvidar que existía. Pero ahora la llamo por su nombre de pila; creo que le gusta, aunque no estoy seguro. Su cara parece de piedra, fijada en una expresión… helada.
Podía imaginármela, toda ella petrificada, a excepción de sus ojos grises de pedernal. Él me había dicho ya todo lo que quería saber. Ahora podría hacer mis planes…, en cuanto hubiese averiguado un pequeño detalle.
—¿Cuándo regresará su esposa?
—¿Por qué quieres saberlo?
—También yo me siento sola, Bart. Cuando se marcha Emma, sólo quedamos en casa mi hijo y yo. Por eso…, pensé que quizás alguna noche querría venir a cenar con nosotros.
—Iré esta misma noche —respondió él, inmediatamente, brillantes los oscuros ojos.
—Nuestro horario depende de mi hijo. En verano cenamos a las cinco y media; pero, ahora que los días son más cortos, lo hacemos a las cinco.
—Magnífico. Dale de cenar a las cinco y llévalo a la cama. Yo iré a las siete y media, para el aperitivo. Después de cenar, quizá podremos conocernos mejor. Respondió a mi mirada inquisitiva con grave intensidad, como correspondía a un buen abogado. Después, dado que aquella mirada duraba ya demasiado, ambos nos echamos a reír al mismo tiempo.
—A propósito, Señor Winslow, si pasa por el bosque de detrás de su casa, podrá llegar a la mía sin que nadie le vea; salvo, naturalmente, que se exhiba demasiado.
Levantó la mano y asintió con la cabeza, como si fuésemos dos conspiradores.
—En todo este asunto, la discreción es la consigna señorita Dahl.