La segunda oportunidad

CARRIE DECIDIÓ. Nos quedamos. Pero aunque ella no lo hubiese decidido, nos habríamos quedado igualmente. ¿Cómo podíamos no hacerlo? Quisimos dar al doctor Paul el dinero que nos quedaba. El no lo aceptó.

—Guardaos vuestro dinero. Os costó mucho conseguirlo, ¿no es verdad? También os diré que he visto a mi abogado y que éste cuidará de que vuestra madre sea citada para su comparecencia en Clairmont. Sé que creéis que no vendrá, pero nunca se sabe. Si tengo la suerte de que me confíen la custodia permanente, os daré una asignación semanal a cada uno. Nadie puede sentirse libre y dichoso sin un poco de dinero en el bolsillo. La mayoría de mis colegas dan cinco dólares a la semana a sus hijos adolescentes. Supongo que tres serán bastante para una niña de ocho años como Carrie.

También pensaba comprarnos ropa y todo lo demás que necesitásemos para ir al colegio. Nosotros le mirábamos fijamente, asombrados de que pudiese ser, una vez más, tan generoso. Pocos días antes de Navidad, nos llevó a unos almacenes alfombrados de rojo; el techo era una cúpula de cristal. Había allí muchísima gente, y sonaba una música pop navideña. ¡Era como un país encantado! Yo estaba entusiasmada, y también lo estaban Carrie y Chris… y nuestro doctor. Éste asía con su manaza la manita de Carrie, y Chris y yo andábamos también asidos de la mano. Vi que el médico nos observaba, disfrutando con nuestras miradas de asombro. Todo nos encantaba. Estábamos pasmados, impresionados, deseosos, pero temerosos de que él adivinase nuestros deseos y quisiera satisfacerlos. Cuando llegamos al departamento de trajes para jovencitas, empecé a dar vueltas, deslumbrada y aturdida al ver tantas cosas, y miraba a un lado y a otro, sin saber lo que quería, ya que era todo tan bonito y nunca había tenido ocasión, antes de ahora, de comprar algo por mi cuenta. Chris se rió de mi indecisión.

—Vamos —me apremió—, ahora que puedes probarte los vestidos, elige el que más te guste.

Sabía lo que él estaba pensando, porque yo me quejaba siempre de que mamá no me compraba nada que me estuviese a la medida. Con gran cuidado y parsimonia, elegí las prendas que creía más adecuadas para el colegio, que empezaría para nosotros en enero. Y necesitaba un abrigo, unos zapatos de verdad, un impermeable, un sombrero y un paraguas. Pero todo lo que aquel hombre amable y generoso me permitía comprar hacía que me sintiese culpable, como si nos aprovechásemos indebidamente de él. Para recompensar mi lentitud y mi miedo a comprar demasiado, Paul me dijo, en tono impaciente.

—¡Por el amor de Dios, Cathy, no te imagines que vamos a comprar así cada semana! Quiero que compres hoy lo necesario para pasar todo el invierno. Chris, mientras nosotros arreglamos esto, ve a la sección de hombres y empieza a escoger lo que necesites. Entretanto, Cathy y yo veremos la ropa que necesita Carrie.

Advertí que todas las muchachas que estaban en el almacén se volvían a mirar a mi hermano al dirigirse a la sección de hombres jóvenes. Al fin íbamos a ser chicos normales. Pero entonces, cuando empezaba a sentirme relativamente segura, Carrie lanzó un aullido capaz de hacer añicos un palacio de cristal de Londres. Sus gritos sobresaltaron a la dependencia y asustaron a los parroquianos, y una dama empujó inadvertidamente el cochecito de niño que llevaba y derribó un maniquí con gran estruendo. El niño que iba en el cochecito sumó sus chillidos a los de Carrie. Chris llegó corriendo, para ver quién estaba matando a su hermana pequeña. Ésta permanecía en pie, con las piernas separadas y la cabeza echada atrás, mientras lágrimas de frustración resbalaban por sus mejillas.

—Dios mío, ¿qué pasa ahora? —preguntó Chris, mientras nuestro doctor parecía totalmente desorientado.

Los hombres…, ¿qué saben ellos? Era evidente que Carrie se sentía ofendida por los lindos vestidos de colores suaves que le mostraban para que escogiese. Vestidos de niña…, aquí estaba la cuestión. A pesar de esto, todos eran demasiado grandes para ella, y no había ninguno rojo o granate, ¡que eran los colores que gustaban a Carrie!

—Prueben en el departamento de ropa infantil —sugirió la cruel y altiva rubia, de peinado en forma de colmena, sonriendo al mismo tiempo a nuestro doctor, que parecía confuso.

Carrie tenía ocho años. ¡La simple mención de «ropa infantil» era un insulto! Frunció la cara como una ciruela pasa.

—¡No puedo llevar ropa infantil al colegio! —gimió. Apoyó la carita en mi muslo y se abrazó a mis piernas—. Cathy, no me hagas llevar vestidos de niña pequeña, de color de rosa o azul celeste. ¡Todos se reirían de mí! ¡Lo sé! Quiero rojo, granate…, ¡no colores de niña pequeña!

El doctor Paul procuró calmarla.

—Yo adoro las niñas rubias y de ojos azules con vestidos de colores suaves. ¿Por qué no esperas a ser mayor para ponerte colores brillantes?

Pero Carrie, con lo terca que era, no iba a dejarse convencer por frases almibaradas. Echó chispas por los ojos, apretó los puños y se estaba apercibiendo para patalear y chillar de nuevo, cuando una mujer rolliza y madura, que debía de tener alguna nieta como Carrie, sugirió tranquilamente que lo mejor era hacerle la ropa a la medida. Carrie vaciló indecisa, mirándome primero a mí y después al doctor, y después a Chris y a la vendedora.

—¡Una solución magnífica! —exclamó con entusiasmo el doctor Paul, visiblemente aliviado—. Compraré una máquina de coser; Cathy podrá hacerte vestidos de color granate, o rojo, o azul eléctrico, y tú darás el golpe.

—No quiero dar el golpe…, sólo quiero colores brillantes —gimoteó Carrie, mientras yo me quedaba boquiabierta. Yo era bailarina, ¡no modista! (Algo que tampoco escapó a Carrie)—. Cathy no sabe hacer buenos vestidos —dijo—. Cathy sólo sabe bailar. Esto era fidelidad hacia mí, que les había enseñado a leer, a ella y a Cory, con un poco de ayuda de Chris.

—¿Qué te pasa, Carrie? —saltó Chris—. Te estás portando como una chiquilla. Cathy puede hacer todo lo que se proponga, ¡no lo olvides! El doctor le dio en seguida la razón. Yo no dije nada, y compramos la máquina de coser eléctrica.

—Pero, mientras tanto, compraremos unos cuantos vestidos amarillos, azules y de color de rosa, ¿verdad, Carrie? —El doctor Paul hizo un guiño burlón—. Y Cathy puede ahorrarme montones de dinero si cose también sus propios vestidos.

A pesar de que tendría que aprender a coser, el cielo nos sonrió aquel día. Volvimos a casa cargados de paquetes, y nos embellecieron en la peluquería; todos teníamos zapatos nuevos, de suela de cuero. Yo tuve mis primeros zapatos con tacón alto… ¡y doce pares de medias de nilón! Mis primeras medias de nilón, mi primer sujetador y, para colmo, una bolsa llena de artículos de tocador. Había tardado una eternidad en elegir los afeites, mientras el doctor permanecía alejado, mirándome con una expresión extraña. Chris había gruñido un poco, diciendo que yo no necesitaba colorete ni lápiz de labios, ni sombreado de ojos, ni pomadas.

—Tú no sabes nada de las chicas —le respondí, con aire de superioridad.

Era mi primera salida de compras, ¡y a fe que la aprovechaba! Tenía que tener todo lo que había visto en el fabuloso tocador de mamá. Incluso su crema para las arrugas y pasta para el cutis.

En cuanto nos hubimos apeado y descargado el coche, Chris, Carrie y yo corrimos escaleras arriba para probarnos nuestros nuevos vestidos. Era curioso pensar que todos los vestidos nuevos que habíamos tenido antes, con tanta facilidad, no nos habían hecho felices como éstos. Y es que antes no podíamos lucirlos delante de nadie. Sin embargo, como yo era así, pensé en mamá al ponerme el traje de terciopelo azul con pequeños botones en la parte delantera.

No dejaba de ser irónico que sintiese ganas de llorar por una madre a la que habíamos perdido y a la que estaba resuelta a odiar eternamente. Me senté en el borde de la cama, reflexionando sobre esto. Mamá nos había dado ropa nueva y juegos y juguetes, porque se sentía culpable de lo que hacía, de privarnos de una infancia normal. Una infancia que no habíamos tenido oportunidad de recobrar. Habíamos perdido años, los años mejores, y Cory estaba en una tumba y no habría trajes nuevos para él.

Su guitarra estaba en un rincón donde Carrie podía verla, como el banjo, al despertar.

¿Por qué habíamos de ser siempre nosotros, y no ella, los que teníamos que sufrir? Entonces, de pronto, ¡me di cuenta de algo! ¡Bart Winslow era de Carolina del Sur! Bajé corriendo al estudio de nuestro doctor, cogí su gran atlas, volví a subir a toda prisa y, ya en mi habitación, busqué el mapa de Carolina del Sur. Encontré Clairmont…, pero no podía dar crédito a mis ojos cuando vi que era una ciudad gemela de Greenglenna. Era demasiada coincidencia…, pero ¿era realmente coincidencia? Levanté la cabeza y miré al espacio. Dios había querido que viniésemos aquí y estuviésemos cerca de mamá… si ésta visitaba alguna vez la ciudad natal de su segundo marido. Dios quería darme la oportunidad de infligir un poco de dolor por mi cuenta. En cuanto pudiese, iría a Greenglenna y recogería toda la información posible sobre aquel hombre y su familia. Tenía cinco dólares a la semana, y podría suscribirme al periódico local que contaba todas las actividades sociales de las personas ricas que vivían cerca de Foxworth Hall.

Sí; yo había huido de Foxworth Hall, pero iba a enterarme de todos los movimientos de ella, y, cuando viniese por aquí, ¡sabría lo que tenía que hacer! . Más pronto o más tarde, mamá sabría de mí, y sabría que nunca, nunca, olvidaría yo ni perdonaría. Algún: día, de alguna manera, ¡tendría que sufrir diez veces más de lo que habíamos sufrido nosotros!

Una vez decidido esto, pude reunirme con Chris y Carrie en el cuarto de estar, para desfilar con todos nuestros vestidos nuevos ante nuestro doctor y Henny. La sonrisa de Henny resplandecía como un sol deslumbrante. En cambio, al observar los bellos ojos de nuestro bienhechor, sólo vi en ellos una sombra, al fruncir él el ceño, reflexivamente. No vi admiración ni aprobación en su semblante. De pronto, se levantó y salió de la estancia, murmurando la frágil excusa de que tenía que despachar unos papeles. Henny se convirtió muy pronto en mi maestra en todas las tareas domésticas. Me enseñó a hacer bizcochos y panecillos ligeros y esponjosos:

¡Chas!, hizo la mano de Henny al caer sobre la mesa. Henny se quitó la harina de las manos y me tendió una nota.

«Henny tiene mala vista para ver cosas pequeñas como el ojo de una aguja. Tú tienes buena vista para coser botones en la camisa del doctor, ¿verdad que sí?».

—Desde luego —convine, sin entusiasmo—. Puedo ver el ojo de una aguja, y también hacer labor de punto y de ganchillo y de bolillos. Mi madre me enseñó a hacer todas estas cosas, para tenerme ocupada.

De pronto no pude seguir hablando. Tenía ganas de llorar. Veía el rostro adorable de mi madre. Veía a papá. Veía a Chris y a mí misma, de pequeños, corriendo a casa al salir de la escuela y entrando en aquella con nieve en los hombros, y encontrando a mamá que hacía pequeñas prendas de punto para los mellizos. Y hundí la cabeza en la falda de Henny y me eché a llorar, sollozando ruidosamente. Henny no podía hablar, pero su mano dulce sobre mi hombro me dijo que me comprendía. Cuando la miré, estaba llorando también. Unas lágrimas grandes, redondas, resbalaban por sus mejillas y caían sobre su vestido rojo.

—No llores, Henny. Coseré con gusto los botones al doctor Paul. Él nos salvó la vida, y yo lo haría todo por él.

Me miró de un modo extraño; después, se levantó y fue a buscar cosas que necesitaban un remiendo desde hacía años y quizás una docena de camisas a las que faltaban botones.

Chris pasaba todo el tiempo posible con el doctor Paul, el cual le instruía para que pudiese ingresar en una escuela preparatoria a mitad de curso. Carrie era nuestro mayor problema. Sabía leer y escribir, pero ¡era tan menuda! ¿Cómo se las apañaría en un colegio público, donde los niños no se mostraban siempre amables?

—Estoy pensando en un colegio particular para Carrie —explicó nuestro doctor—. Un buen colegio para jovencitas, dotado de excelente personal. Como yo pertenezco a la junta directiva, creo que Carrie recibiría una atención especial y estaría libre de tensiones —aclaró, mirándome significativamente.

Lo que más temía yo era que se burlasen de Carrie e hiciesen que se avergonzase de su cabeza demasiado grande y de su cuerpo demasiado chico. Hubo un tiempo en que Carrie estaba muy bien proporcionada; era perfecta. La culpa de que después se hubiese quedado tan pequeña era de los años en que se nos había negado el sol. ¡Estaba segura de ello!

* * *

Tenía un miedo horrible de que mamá se presentase el día de su comparecencia ante el tribunal. Pero estaba segura de que no vendría. ¿Cómo podía hacerlo? Tenía demasiado que perder y nada que ganar. ¿Qué éramos nosotros, sino cargas para ella? Y se expondría a la cárcel, a una acusación de asesinato…

Estábamos sentados en silencio junto a Paul, luciendo nuestros mejores vestidos para comparecer en la sala de la audiencia del juez, y esperamos, esperamos. Yo me sentía tensa como un alambre en mi interior, un alambre tan tirante, que amenazaba con romperse. Ella no quería saber nada de nosotros. Al no presentarse, ¡nos decía una vez más lo poco que le importábamos! El juez nos miró con demasiada compasión, y sentí piedad por todos nosotros… ¡y odio por ella! ¡Oh, merecía el infierno! ¡Nos había puesto en el mundo, y decía que había amado a nuestro padre! ¿Cómo podía hacer esto a sus hijos, a sus propios hijos? ¿Qué clase de madre era? Yo no quería que el juez, ni Paul, me compadeciesen. Mantuve erguida la cabeza y me mordí la lengua para no chillar. Me atreví a mirar a Chris y vi sus ojos inexpresivos, aunque sabía que su corazón sangraba igual que el mío. Carrie estaba acurrucada sobre la falda del doctor, el cual la acariciaba para tranquilizarla y le murmuraba algo al oído. Creo que le decía: «No temas; todo irá bien. Me tendrás a mí por padre y a Henny por madre. Mientras yo viva, no te faltará nada».

* * *

Aquella noche lloré. Empapé la almohada con lágrimas vertidas por una madre a la que había amado tanto, que me dolía recordar los días en que papá vivía y nuestra vida de hogar era perfecta. Lloré por todas las cosas buenas que había hecho entonces por nosotros y, sobre todo, por el amor que nos había prodigado entonces. Y lloré aún más por Cory, que era como mi propio hijo. Entonces dejé de llorar y volví a los amargos y duros proyectos de venganza. Cuando una se proponía derrotar a alguien, lo mejor era pensar como pensaba éste. ¿Qué era lo que más la heriría a ella? No querría pensar en nosotros. Trataría de olvidar que hubiésemos existido. Pues bien, no lo olvidaría. ¡Yo cuidaría de que no lo olvidase! Esta misma Navidad le enviaría una postal con esta firma: «Los cuatro muñecos de Dresde a los que no quisiste». Aunque sería mejor poner: «Los tres muñecos vivos de Dresde, a los que no quisiste, más el muñeco muerto que te llevaste y nunca volvió». Podía imaginármela mirando la tarjeta y pensando: «Sólo hice lo que tenía que hacer».

Habíamos soltado nuestros escudos y podíamos ser de nuevo vulnerables. Dejábamos que la fe, la esperanza y la confianza bailasen dulcemente en nuestras cabezas.

Los cuentos de hadas podían hacerse reales. Al menos, para nosotros. La reina malvada había salido de nuestras vidas, y Blancanieves reinaría un día. No sería ésta quien comiese la roja manzana envenenada. Pero en todos los cuentos de hadas había que matar un dragón, vencer a una bruja o derribar algún obstáculo que dificultaba las cosas. Yo procuraba ver el futuro e imaginar quién sería el dragón y cuáles serían los obstáculos. Siempre había sabido quién era la bruja. Y, lo más triste, es que era yo misma.

Me levanté y salí a la galería superior para contemplar la luna. Vi a Chris de pie junto a la baranda, mirando también la luna. Por sus hombros encorvados, cuando siempre los llevaba erguidos, comprendí que estaba sangrando por dentro, lo mismo que yo. Avancé de puntillas para sorprenderle. Pero él se volvió, al acercarme yo, y abrió los brazos. Sin pensarlo, me eché en ellos y rodeé su cuello con los míos. Chris llevaba la bata de abrigo que le había regalado mamá la Navidad pasada, aunque le estaba muy estrecha. Encontraría otra, regalada por mí, cuando mirase debajo del árbol en la mañana del día de Navidad; con sus iniciales, «C.F.S.», porque ya no quería que le llamasen Foxworth, sino Sheffield.

Sus ojos azules se fijaron en los míos. Los dos los teníamos iguales. Yo le amaba a él como amaba a la mejor parte de mí misma, la parte más brillante y más feliz.

—Cathy —murmuró, dándome palmadas en la espalda y brillándole los ojos—, si tienes ganas de llorar, puedes hacerlo; lo comprenderé. Llora también por mí. Esperaba, rezaba para que mamá viniese y nos diese una explicación razonable de sus actos.

—¿Una excusa razonable, para un asesinato? —pregunté, amargamente—. ¿Cómo podía inventar una que fuese lo bastante lógica? Ella no es tan lista.

Él parecía tan afligido, que estreché su cuello con más fuerza. Deslicé una mano hasta sus cabellos y le acaricié la mejilla con la otra. Amor: he aquí una palabra de amplísimo sentido, distinta de la sexualidad y diez veces más coercitiva. Cuando bajó la cabeza lloró sobre mis cabellos, me sentí llena de amor por él. Murmuró mi nombre una y otra vez, como si yo fuese la única persona en el mundo que tuviese realidad y solidez y fuese digna de confianza.

De alguna manera, nuestros labios se encontraron y nos besamos, con tanta pasión, que él trató de llevarme a su dormitorio.

—Sólo quiero tenerte entre mis brazos. Nada más, Cuando me marche, para seguir mis estudios, necesitaré algo que me sostenga. Cede un poco, Cathy, por favor.

Antes de que pudiese responderle, me estrechó de nuevo en sus brazos y me besó con una furia que me dio espanto.

—¡Basta! ¡No hagas esto! —grité. Pero él continuó y quiso abrirme la bata para besarme en el pecho—. ¡Chris! —silbé entre dientes, ahora irritada de veras—. Tú no me quieres, Chris. Cuando te hayas marchado, lo que sientes por mí se desvanecerá como si nunca lo hubiese sentido. Nos esforzaremos en amar a otros, para sentirnos limpios. No podemos ser una copia de nuestros padres. No podemos cometer el mismo error.

Él me estrechó con más fuerza, sin decir nada; pero yo sabía lo que estaba pensando. No habría otras. Él no lo permitiría. Una mujer le había herido tan profundamente, le había traicionado de un modo tan monstruoso, cuando él era más joven y más vulnerable, que sólo en mí podría confiar.

Se echó atrás; dos lágrimas brillaban en las comisuras de sus párpados. Era yo quien debía romper el lazo, aquí y ahora. Y por su propio bien. Todo el mundo lo hacía siempre todo por el bien de alguien.

* * *

No podía dormir. Oía que él me llamaba una y otra vez. Me levanté, recorrí el pasillo y me metí en su cama, donde yacía él, esperándome.

—¡Nunca te librarás de mí, Cathy. Mientras vivas, estarás conmigo!

—¡No! .

—¡Sí!

—¡No!

Pero le besé, y salté de su cama y volví corriendo a mi habitación, cerrando la puerta y echando el cerrojo. ¿Qué me pasaba? No debía haber ido a su habitación y a su cama. ¿Acaso era tan malvada como decía la abuela?

No, no lo era. ¡No podía serlo!