La hora de la venganza

LA PREMATURA MUERTE de Carrie dejó un vacío en las vidas de todos los que la queríamos. Ahora, los muñequitos de porcelana eran míos; podía mimarlos y guardarlos. Chris se marchó, para actuar como residente en la Universidad de Virginia, de modo que no estaría muy lejos de mí.

—Quédate, Catherine —me suplicó Paul, cuando le dije que iba a mi lugar de las montañas para reemprender mi vida como maestra de baile—. ¡No vuelvas a dejarme solo! Jory necesita un padre; yo necesito una esposa; él necesita un hombre al que emular. Estoy harto de poder amarte sólo un poco de vez en cuando.

—Más tarde —le dije, con fría determinación, desprendiéndome de sus brazos—. Un día volveré a ti y nos casaremos, pero antes tengo que resolver un asunto que aún está pendiente.

* * *

Pronto volví a mi trabajo rutinario, no lejos de la mansión donde vivían los Foxworth. Empecé a hacer planes. Ahora que no tenía a Carrie, Jory era un problema para mí. Se cansaba en la academia de baile y quería jugar con niños de su edad. Le inscribí en un parvulario especial y contraté a una doncella que me ayudase en las labores de la casa y se quedase con Jory cuando yo estaba ausente. Por la noche, yo salía de ronda, buscando, naturalmente, a un hombre en particular. Hasta ahora, él me había eludido; pero, más pronto o más tarde, el destino haría que nos encontrásemos, y entonces… ¡que Dios te ayude, mamá!

El periódico local dedicó un largo artículo a Bartholomew Winslow, cuando abrió éste su bufete de abogado de Hillendale, dejando el de Greenglenna a cargo de un socio más joven. «Dos bufetes», pensé. ¡Hay que ver lo que puede comprarse con dinero! No pensaba ser tan audaz como para abordarle directamente; nuestro encuentro tenía que ser «casual». Dejando a Jory al cuidado de Emma Lindstrom, mientras el niño jugaba en el recinto vallado con otros dos pequeños, me dirigía en mi coche a unos bosques no muy alejados de Foxworth Hall.

Bart Winslow era un hombre muy célebre, y por eso se observaban todos los detalles de su vida; así pude saber, por el susodicho artículo, que tenía la costumbre de correr unas cuantas millas todos los días, antes del desayuno. Y hacía bien, porque le convenía tener fuerte el corazón para enfrentarse con lo que había de ocurrir en un futuro próximo. Durante varios días troté a mi vez por el bosque, empleando senderos sinuosos, llenos de hojas secas y muertas que crujían bajo mis pies. Era setiembre, y hacía un mes que había muerto Carrie. Tristes pensamientos pasaban por mi mente, mientras olía el penetrante aroma de las fogatas y oía el ruido de los leñadores al talar los árboles.

Sonidos y olores que habrían gustado mucho a Carrie… «Pero no temas, Carrie, ¡nos las van a pagar! Yo les haré pagar», pensaba, olvidándome de que Bart Winslow no había tenido nada que ver con ello. Él no era culpable, ¡sólo lo era ella! Pero el tiempo pasaba de prisa y yo no llegaba a ninguna parte. ¿Dónde estaba él? No podía recorrer los bares en su busca; habría sido demasiado vulgar, y mi intención, demasiado evidente. Cuando nos encontrásemos, y algún día nos encontraríamos, él diría cualquier tópico, o lo diría yo, y esto sería el principio… o el final que bullía en mi cabeza desde el día en que había visto a Bartholomew Winslow bailando con mi madre en Nochebuena.

Pero como la vida está llena de sorpresas, no lo encontré en mis correrías por el bosque. Un domingo, al mediodía, estaba yo sentada en un pequeño café, ¡cuando Bart Winslow apareció en la puerta! Miró a su alrededor, me vio sentada junto a la ventana y avanzó en mi dirección, con su terno de abogado que debía de haberle costado una fortuna. Con su cartera en la mano, tenía un aire un poco fanfarrón. Sonreía ampliamente, pero su rostro enjuto y curtido tenía una expresión ligeramente siniestra… o quizás era cosa de mi imaginación.

—¡Vaya, vaya! —dijo lentamente—, que me aspen, no es Catherine Dahl, la mujer que esperaba encontrar desde hace meses. —Dejó su cartera de documentos en el suelo, se sentó delante de mí sin previa invitación y, apoyando los codos en la mesa, me miró con vivo interés—. ¿Dónde diablos se había escondido? —preguntó, acercándose la cartera con el pie.

—¡No me he escondido! —dije, sintiéndome nerviosa y confiando en disimularlo.

Se echó a reír, mientras sus ojos oscuros reseguían mi ceñido suéter y mi falda y lo que alcanzaba a ver de un pie que se agitaba nerviosamente. Después, su semblante adquirió una expresión solemne.

—Me enteré por el periódico de la muerte de su hermana. Lo siento mucho. Siempre es dolorosa la muerte de una persona tan joven. Si no es indiscreción, ¿puedo preguntarle de qué murió? ¿De alguna enfermedad? ¿De accidente?

Abrí mucho los ojos. ¿De qué había muerto? ¡Oh! ¡Hubiese podido escribir un libro acerca de esto!

—¿Por qué no se lo pregunta a su esposa? —repliqué secamente.

Pareció sorprendido, y después dijo:

—¿Cómo puede ella saberlo, si no la conoce a usted ni conocía a su hermana? Sin embargo, vi que tenía en la mano el recorte de la página necrológica, y estaba llorando cuando yo se lo quité. Le pedí una explicación, pero ella se levantó y echó a correr escaleras arriba. Y sigue negándose a contestar mis preguntas. En todo caso, ¿quién diablos es usted?

Volví a morder mi bocadillo de jamón, tomate y lechuga, y mastiqué con irritante lentitud, sólo para contemplar su enojo.

—¿Por qué no se lo pregunta a ella? —repetí.

—Odio a las personas que contestan las preguntas con otras preguntas —se encrespó. Después, hizo una señal a una camarera pelirroja y, al acercarse ésta, le pidió un bocadillo como el mío—. Veamos —dijo, acercando su silla—, hace algún tiempo estuve en su academia de baile y le mostré las cartas de chantaje que había dirigido a mi esposa.

Metió la mano en un bolsillo y sacó tres cartas que yo había escrito hacía años. A juzgar por su mugriento aspecto y por los muchos sellos y notas de los sobres, debieron seguirla por todo el mundo hasta volver a mi alcance. Él casi gritó al preguntar de nuevo.

—¿Quién diablos es usted?

Le sonreí, con zalamería. La sonrisa de mi madre. Ladeé la cabeza, como hacía ella, y moví una mano para jugar con mi collar de perlas falsas.

—¿De veras tiene que preguntarlo? ¿No lo adivina?

—¡No trate de engatusarme! ¿Quién es usted, en realidad? ¿Cuál es su relación con mi esposa? Sé que se parece a ella, en los cabellos, en los ojos e incluso en algunos de sus modales. Debe de existir algún parentesco.

—Sí. Ha acertado usted.

—Entonces, ¿cómo no nos conocimos antes? ¿Es sobrina de ella? ¿Prima?

Tenía un fuerte magnetismo animal, que casi me asustaba al pensar en el juego que me había propuesto jugar con él. No era un adolescente tímido, capaz de sentirse impresionado por una ex bailarina. Su sombrío atractivo era intenso, casi abrumador. Debía de ser maravilloso como amante. Comprendí que, si me sumergía en sus ojos y llegaba a acostarme con él, ningún otro hombre podría hacerme suya. Tenía demasiada virilidad, demasiado aplomo. Podía sonreír y mostrarse tranquilo, mientras yo rebullía y sentía deseos de escapar, antes de que él volviese a llevarme al camino precisamente buscado por mí hasta aquel instante.

—Vamos —dijo, alargando una mano para detenerme, al levantarme yo para alejarme de allí—, no ponga cara de susto y continúe con el juego que empezó hace ya tiempo. —Levantó las cartas y las sostuvo delante de mis ojos. Aparté la mirada, furiosa conmigo misma—. No vuelva los ojos. Mientras mi mujer y yo estábamos en Europa, llegaron cinco o seis cartas suyas, y ella palidecía al verlas. Tragaba saliva, nerviosamente, lo mismo que usted ahora. Jugueteaba con su collar, igual que juguetea usted ahora con sus abalorios. En dos ocasiones, vi que escribía en el sobre: «Dirección desconocida». Después, un día, recogí yo el correo y encontré estas tres cartas que usted le había escrito. Las abrí y las leí. —Hizo una pausa y se inclinó hacia delante, de modo que sus labios quedaron a sólo unos centímetros de los míos. Su voz sonó dura y fría, pero dominando perfectamente la irritación que podía sentir—. ¿Qué derecho le asiste, para tratar de coaccionar a mi esposa?

Estoy segura de que palidecí intensamente. Sé que me sentí mareada y débil, deseando solamente huir de allí y de él. Creí escuchar la voz de Chris, que me decía:

«Deja que el pasado descanse en paz. Déjale, Cathy. Dios, a su manera, le infligirá el castigo que tu pretendes darle. A su manera y cuando le plazca. Él te descargará de esta responsabilidad».

Ahora tenía la oportunidad de contarlo todo… ¡todo! ¡Así sabría él con qué mujer se había casado! ¿Por qué no permitir a mi lengua decir la verdad?

—¿Por qué no pregunta a su esposa quién soy yo? ¿Por qué me pregunta a mí, si ella tiene todas las respuestas?

Se retrepó en la silla tapizada de plástico con un chillón color naranja, y sacó una pitillera de plata con sus iniciales en brillantes. Tenía que ser un regalo de mi madre…, correspondía exactamente a su estilo. Él me tendió la pitillera. Rehusé con la cabeza. Golpeó una punta del cigarrillo sobre la mesa, y encendió la otra con un mechero de plata, también con incrustaciones de brillantes. Mientras tanto, sus ojos oscuros y entornados seguían fijos en los míos, y yo, como una mosca atrapada en una red de mi propia confección, esperaba que se lanzase sobre mí.

—En todas sus cartas decía usted que necesitaba desesperadamente un millón de dólares —dijo, en voz llana y monótona, echándome a la cara el humo del cigarrillo. Tosí y abaniqué el aire. En todas las paredes había rótulos de NO FUMAR—. ¿Por qué necesita un millón?

Yo observaba el humo; éste formaba remolinos y venía hacia mí, envolviéndome la cabeza y el cuello.

—Mire —dije, tratando de recobrar mi aplomo—, sabe usted que mi marido murió. Yo estaba esperando un hijo y cargada de deudas que no podía pagar; incluso después de cobrar de la Compañía de seguros, con alguna ayuda por su parte, me estoy hundiendo. La academia de baile tiene déficit. Tengo un hijo al que mantener; he de comprarle cosas y ahorrar para sus estudios cuando sea mayor. ¡Y su esposa tiene tantos millones! Pensé que podría desprenderse de uno.

Sonrió, débil y cínicamente. Expelió unos anillos de humo, haciendo que yo tosiera y me apartase de nuevo.

—¿Por qué pensó una mujer inteligente como usted que mi esposa sería tan generosa como para dar algo a una parienta a la que ni siquiera conoce?

—¡Pregúnteselo a ella!

—Ya se lo pregunté. Cogí sus cartas, se las mostré y le pedí que me dijese qué significaba todo esto. Doce veces le he preguntado quién es usted y qué relación tiene con ella. Y siempre me ha contestado que no la conoce, salvo como bailarina a la que ha visto actuar. Ahora quiero una respuesta franca y clara. —Para asegurarse de que yo no volvería la cabeza y ocultaría mis ojos, alargó una mano y me sujetó con fuerza la barbilla—. ¿Quién diablos es usted? ¿Cuál es su relación con mi mujer? ¿Por qué pensó que cedería a su chantaje? ¿Por qué, al recibir sus cartas, se apresuraba ella a sacar un álbum de fotos que tiene siempre guardado en un cajón cerrado o en una caja fuerte? Un álbum que volvía a ocultar rápidamente cuando yo entraba en la habitación.

—Ella sacaba el álbum… ¿el álbum azul con un águila de oro en la tapa de cuero? —murmuré, asombrada de que hiciese tal cosa.

—Dondequiera que vayamos, se lleva el álbum azul en una de sus maletas cerradas. —Sus ojos oscuros se fruncieron amenazadores—. Ha descrito usted perfectamente el álbum azul y dorado, aunque ahora está viejo y gastado. Mientras mi esposa contempla las fotos, mi suegra lee su manoseada Biblia. A veces, he observado que mi esposa llora al mirar las fotos del álbum azul; supongo que contiene fotografías de su primer marido.

Suspiré profundamente y cerré los ojos. ¡No quería saber que ella era capaz de llorar!

—Respóndame, Cathy. ¿Quién es usted?

Sentí que él no soltaría mi barbilla y me tendría así una eternidad si no hablaba y le decía algo, y, por alguna estúpida razón, mentí:

—Henrietta Beech era medio hermana de la esposa de usted. Malcolm Foxworth tuvo unas relaciones extramatrimoniales cuyo fruto fueron tres hijos. Yo soy uno de éstos. Su esposa es medio tía mía.

—¡Ah! —suspiró, soltando mi mentón y retrepándose en su silla, como convencido de que le había dicho la verdad—. Malcolm tuvo amores con Henrietta Beech, y ésta le dio tres hijos ilegítimos. ¡Extraordinaria información! —Soltó una risa burlona—. Jamás pensé que fuese tan picarón, sobre todo después del ataque al corazón que sufrió poco después de casarse mi esposa por primera vez. Es algo muy alentador. —Después volvió a ponerse serio y me dirigió una mirada larga y escrutadora—. ¿Dónde está ahora su madre? Quisiera verla y hablar con ella.

—Murió —dije, escondiendo las manos debajo de la mesa y cruzando los dedos, como una niña tonta y supersticiosa—. Hace mucho tiempo.

—Muy bien, creo haberlo comprendido todo. Tres jóvenes Foxworth ilegítimos trataban de sacar dinero a la familia, haciendo chantaje a mi esposa, ¿eh?

—¡Se equivoca! Fue cosa mía. Mi hermano y mi hermana nada tuvieron que ver con esto. ¡Y yo sólo pido lo que se nos debe! Cuando escribí esas cartas, estaba en una situación desesperada, y ahora no estoy mucho mejor. Los cien mil dólares del seguro no alcanzaron para mucho. Mi marido había contraído grandes deudas, y estábamos atrasados en el pago del alquiler y en los plazos del coche; además, debía las facturas del hospital y del entierro, y también las del hospital donde di a luz. Podría pasarme la noche contándole los problemas de mi academia de baile, porque me engañaron al hacerme pensar que era un negocio próspero.

—¿No lo es?

—No, porque la mayoría de los alumnos son niñas ricas que se van de vacaciones dos o tres veces al año y a quienes, por lo demás, importa muy poco la danza. Lo único que pretenden es tener buen aspecto y sentirse agraciadas. Si tuviese una sola alumna realmente buena, daría por bien empleados todos mis esfuerzos. Pero no tengo ninguna, absolutamente ninguna.

Bart tamborileó sobre la mesa con las puntas de los vigorosos dedos, y pareció sumirse en profunda reflexión. Después, encendió otro cigarrillo, no porque le gustase fumar, sino para tener ocupados los nerviosos dedos. Aspiró profundamente el humo y me miró a los ojos.

—Voy a serle absolutamente franco, Catherine Dahl. En primer lugar, no sé si está mintiendo o diciendo la verdad, aunque tiene todo el aspecto de pertenecer al clan de los Foxworth. Segundo: no me gusta que trate de hacer chantaje a mi mujer. Tercero: no me gusta que mi esposa esté triste, hasta el punto de llorar. Y cuarto: estoy muy enamorado de ella, aunque confieso que, a veces, me dan ganas de agarrarla del cuello para hacerle vomitar su pasado. Nunca habla de él; está llena de secretos que jamás escucharé. Y un gran secreto del que no tenía la menor noticia es esa relación amorosa del bueno y piadoso y santurrón Malcolm Neal Foxworth, después de sufrir su ataque al corazón. Sé que quizás había tenido una aventura antes del ataque, pero nada más.

¡Oh! Sabía más cosas que yo. Había disparado un tiro al azar, sin saber que podía dar en el blanco.

Bart Winslow miró a su alrededor. Entraban algunas familias, que sin duda querían comer temprano, y supongo que él temió que le reconociesen y fuesen con el cuento a su mujer, mi madre.

—Vamos, Cathy, salgamos de aquí —dijo, poniéndose en pie y asiéndome del brazo para que yo hiciese lo propio—. Puede invitarme a tomar una copa en su casa, y después hablaremos y podrá contármelo todo con más detalle.

Llegó el crepúsculo, como si cayese rápidamente un telón sobre los montes, y en seguida se hizo de noche. Habíamos estado mucho rato en aquel café, ahora estábamos en la acera, y él sostuvo mi suéter para que introdujese los brazos en las mangas, aunque el aire era tan fresco que una chaqueta o un abrigo habrían sido más adecuados.

—¿Dónde vive?

Se lo dije y pareció desconcertado.

—Será mejor que no vayamos allí… Demasiada gente podría vernos entrar. —Desde luego, él no sabía entonces que yo había elegido aquella casita porque daba por detrás a una zona boscosa y estaba bastante retirada para que un hombre pudiese entrar y salir disimuladamente—. Mi cara aparece demasiado a menudo en los periódicos —siguió diciendo—, y estoy seguro de que sus vecinos me verían. ¿No podría telefonear a la mujer que cuida de su hijo y pedirle que se quede un rato más?

Hice lo que me pedía, hablando primero con Emma Lindstrom y después con Jory, al que pedí que fuese bueno hasta que su mamá volviese a casa.

El coche de Bart era un «Mercedes» negro y reluciente. Ronroneaba suavemente, como los coches de lujo que había tenido Julián, y era tan pesado que no saltaba ni chirriaba, y se agarraba firmemente al suelo en las curvas de las carreteras de montaña.

—¿Adónde me lleva, Señor Winslow?

—A un lugar donde podremos hablar y nadie nos verá.

Me miró e hizo un guiño.

—Ha estado observando mi perfil. ¿Cómo me clasifica?

Una ola de calor invadió mi cara. Y, al sentir que me ruborizaba, enrojecí aún más y empecé a sudar. Mi vida estaba llena de hombres guapos, pero éste era muy distinto de cuantos había conocido. Un tipo de bandido libertino, que hacía funcionar mis señales de alarma. «¡Ten cuidado con ése!», me advirtió mi intuición, mientras estudiaba su semblante. Todo, incluso su traje caro y de perfecto corte, pregonaba que podía ser tan decidido como yo en conseguir lo que quisiera y cuando quisiera.

—Pues… —dije, alargando la palabra, en burlona imitación de su manera de hablar—, ¡sus ojos me dicen que debo echar a correr y cerrar la puerta con llave!

Volvió a hacer un guiño malicioso y pareció satisfecho.

—Así, cree que soy interesante y un poco peligroso. Muy bien. Ser bello y aburrido es peor que ser feo y atractivo, ¿no le parece?

—No lo sé. Si un hombre es lo bastante inteligente y atractivo, suelo prescindir de su aspecto físico y considerarlo bello a pesar de todo.

—Entonces, es fácil de contentar.

Desvié la mirada y me erguí con afectación.

—En realidad, Señor Winslow…

—Bart.

—En realidad, Bart, soy difícil de contentar. Tengo tendencia a colocar a los hombres sobre un pedestal imaginándolos perfectos. En cuanto descubro que tienen los pies de barro, mi amor se desvanece en indiferencia.

—No muchas mujeres se conocen tan bien —murmuró—. La mayoría de ellas andan por ahí sin saber lo que son detrás de su fachada. Al menos sé donde estoy. No en un pedestal.

¡Nooo! Nunca le pondría yo en un pedestal. Sabía lo que era: un Don Juan, un mujeriego fogoso y turbulento, capaz de volver loca a una esposa celosa. Ciertamente, mi madre no había necesitado su manual sexual para enseñarle lo que tenía que hacer. Él debía saberlo todo. Detuvo bruscamente el coche y se volvió a mirarme. Incluso en la oscuridad brillaba el blanco de sus ojos. Demasiado viril, demasiado vibrante para un hombre que debería empezar a dar señales de edad avanzada. Tenía ocho años menos que mi madre. Lo cual quería decir que tenía cuarenta, la edad más atractiva del hombre, y la más vulnerable, porque es cuando empieza a pensar que la juventud terminará pronto. Bart tenía que hacer ahora sus nuevas conquistas, antes de que el dulce y fugaz pájaro de la juventud se alejase volando y llevándose a las jóvenes y lindas mujeres que hubiesen podido ser suyas. Y debía estar cansado de una esposa a la que conocía tan bien, aunque declarase que estaba enamorado de ella. Si no era así, ¿por qué brillaban y me desafiaban sus ojos? ¡Oh, mamá! Dondequiera que estés, ¡híncate de rodillas y reza! ¡Porque no tendré por ti más compasión de la que tú tuviste por nosotros!

Sin embargo, al calibrarle me di cuenta de que no era un hombre tranquilo y capaz de sacrificio como Paul. No necesitaría seducirle. Él cuidaría de esto cuando creyese llegado el momento. Estaría al acecho, como una pantera negra, hasta conseguir lo que quería, y después se marcharía, me dejaría y todo habría terminado. No iba a poner en peligro la ocasión de heredar muchos millones, ni los placeres que estos millones podían proporcionarle, por una amante casual que se cruzase en su camino. La luz roja centelleó detrás de mis ojos. No te precipites…, haz las cosas bien, porque correrás peligro si te equivocas.

Pero si yo le calibraba a él, él hacía lo propio conmigo. ¿Acaso le recordaba tanto a su esposa que no establecería una verdadera diferencia entre las dos? ¿O era este parecido una ventaja a mi favor? A fin de cuentas, ¿no suelen enamorarse los hombres una y otra vez del mismo tipo de mujer?

—Hermosa noche —dijo—. Ésta es mi estación predilecta. El otoño es incluso más apasionado que la Primavera. Demos un paseo, Cathy. Este lugar me produce una extraña melancolía; como si tuviese que correr para alcanzar lo mejor de mi vida, que, hasta ahora, se me ha escabullido.

—Muy poético —dije, mientras nos apeábamos del coche y él me asía la mano.

Echamos a andar, guiando él mis pasos —¡quién lo hubiera dicho!— a lo largo de una vía férrea en el campo. El lugar me parecía conocido. Sin embargo no podía ser. No podía ser la misma vía férrea que nos había llevado a Foxworth Hall hacía quince años, ¡cuando yo tenía doce!

—Bart, no sé nada de usted; pero tengo la extraña impresión de que hemos hecho este camino juntos, antes de ahora, otra noche.

Déjà vu —dijo él—. Yo tengo la misma impresión. Como si antaño hubiésemos estado muy enamorados y paseado juntos por esos bosques de allí. Nos sentamos en aquel banco verde, junto a la vía del tren. Hoy me he sentido empujado a traerla aquí, aunque en realidad no sabía adonde iba.

Esto hizo que le mirase a la cara, para saber si hablaba en serio. A juzgar por su expresión pasmada y ligeramente inquieta, pienso, incluso ahora, que era sorprendentemente sincero.

—A mí me gusta reflexionar sobre todas las cosas que se consideran imposibles e improbables —dije—. Quiero que todo lo imposible se haga posible, y que todo lo improbable deje de serlo y se convierta en realidad. Entonces, cuando todo es explicable, deseo que surjan nuevos misterios, de modo que tenga siempre algo inexplicable en lo que pensar.

—¡Ya veo que es romántica!

—¿No lo es usted?

—No lo sé. Solía serlo cuando era chico.

—¿Qué le hizo cambiar?

—No se puede seguir siendo un muchacho lleno de ideas románticas, cuando uno ingresa en la Facultad de Derecho y tiene que enfrentarse con las duras realidades del asesinato, la violación, el robo y el cohecho. Los profesores se encargan de atiborrarle a uno de nociones dogmáticas, para expulsar el romanticismo de su mente. Uno ingresa en la Facultad de Derecho fresco y joven, y sale de ella duro y frío, sabiendo lo que le espera y lo mucho que tendrá que luchar para conseguir algo. Pronto se da cuenta de que no es el mejor, y la competencia es espantosa.

Se volvió y sonrió con saleroso encanto.

—Sin embargo, pienso que usted y yo tenemos muchas cosas en común, Catherine Dahl. También yo sentí esta necesidad de lo misterioso, la necesidad de estar confuso y la necesidad de tener alguien a quien adorar. Así, me enamoré de una heredera de millones, pero estos mismos millones que ella quería heredar, entorpecieron mi camino. Me desequilibraron y me ajustaron. Sabía que todos pensarían que me casaba con ella por su dinero. Y creo que ella lo pensó también, hasta que la convencí de lo contrario. Me enamoré locamente de ella, antes de saber quién era. En realidad, me parece que creía que era como es usted.

—¿Cómo podía pensar eso? —pregunté, sintiendo que sus revelaciones me producían una gran tensión interior.

—Porque fue como usted, Cathy, durante un tiempo, pero entonces heredó los millones y empezó a comprar todo lo que se le antojaba, en una verdadera orgía de compras. Pronto tuvo todo lo que podía desear…, salvo un hijo. Y no podía tenerlo. No puede imaginarse el tiempo que pasamos delante de los escaparates de las tiendas que vendían prendas infantiles, juguetes y muebles para niños. Yo me casé con ella sabiendo que no podía tener hijos, y pensé que no me importaba. Pero pronto empezó a importarme demasiado. Aquellas tiendas de artículos infantiles ejercían también cierta fascinación sobre mí.

El estrecho sendero que seguíamos conducía directamente al banco verde, tendido entre dos de los cuatro viejos postes verdes que sostenían un herrumbroso techo de hojalata. Allí nos sentamos, bajo el aire frío de la montaña, con la luna brillando y las estrellas parpadeando en lo alto; zumbaban los insectos, y la sangre cantaba dentro de mí.

—Esto era un pequeño apeadero, Cathy. —Encendió otro cigarrillo—. Ahora ya no pasan trenes por aquí. Las personas ricas que viven en las cercanías ganaron su pleito contra la Compañía del Ferrocarril e impidieron el paso de los trenes que, tan desconsideradamente, silbaban por la noche y turbaban su descanso. A mí me gustaba oír silbar los trenes por la noche. Pero sólo tenía veintisiete años, y vivía como recién casado en Foxworth Hall. Yacía en la cama junto a mi esposa, con un cisne en la cabecera…, increíble, ¿verdad? Ella se dormía con la cabeza apoyada en mi hombro, o pasábamos toda la noche asidos de la mano.

»Mi mujer tomaba píldoras soporíferas, y por eso dormía profundamente. Tanto, que nunca oía la música maravillosa que sonaba arriba. Esta me intrigaba, y, cuando se lo dije, ella me respondió que era fruto de mi imaginación. Entonces, un día dejó de sonar, y pensé que ella tenía razón, Que lo había imaginado. Pero cuando cesó la música, la encontré a faltar. Ansiaba oírla de nuevo. Porque había dado cierto encanto al viejo caserón. Yo solía dormirme y soñar que una niña adorable bailaba allá arriba. Y creía que soñaba en mi esposa cuando ésta era joven. Ella me había dicho que con frecuencia, y como castigo, sus padres la enviaban al estudio emplazado en el ático y la obligaban a quedarse allí durante todo el día, incluso en verano, cuando la temperatura debía de superar allí los treinta y ocho grados. Y también en invierno, cuando el frío era tan intenso que sus dedos se quedaban morados. Decía que entonces pasaba todo el tiempo acurrucada en el suelo, junto a la ventana, llorando porque echaba en falta cosas que sus padres consideraban malas.

—¿Subió usted alguna vez al ático?

—No. Quería hacerlo, pero la puerta al final de la escalera estaba siempre cerrada. Además, todos los áticos son iguales; cuando se ha visto uno, se han visto todos. —Me dirigió una mirada pícara—. Y ahora que le he contado tantas cosas de mí, dígame algo acerca de usted. ¿Dónde nació? ¿Dónde estudió? ¿Por qué se dedicó a la danza? ¿Y por qué no asistió nunca a esos bailes que dan los Foxworth en Nochebuena?

Yo estaba sudando, aunque hacía frío.

—¿Por qué tendría que contárselo? ¿Sólo porque usted me ha contado un poco acerca de sí mismo? En realidad, no me ha dicho nada importante. ¿Dónde nació usted? ¿Por qué decidió usted hacerse abogado? ¿Cómo conoció a su esposa? ¿Fue en verano, en invierno, y en qué año? ¿Sabía que ella había estado casada, o sólo se enteró después de la boda?

—Es muy curiosa, ¿eh? ¿Qué importa el sitio donde nací? Mi vida fue menos emocionante que la suya. Nací en la pequeña ciudad llamada Greenglenna, en Carolina del Sur. La guerra civil había puesto fin a la prosperidad de mis antepasados, y, al igual que todos los amigos de mi familia, ésta había ido cuesta abajo. Pero esto es una vieja historia, que se ha contado muchas veces. Entonces me casé con una Foxworth, y la prosperidad reinó de nuevo en el Sur. Mi esposa se hizo cargo de mi casa solariega y, prácticamente, la reconstruyó, la amuebló de nuevo y gastó en ella más dinero que si hubiese comprado una casa nueva. Y, ¿qué hacía yo mientras tanto? No era más que un graduado en Harvard, que daba la vuelta al mundo con su mujer. Saqué muy poco provecho de mi instrucción; me convertí en una mariposa social. He tenido unos cuantos pleitos, y la saqué a usted de un apuro. A propósito, no le cobré los honorarios que pensaba.

—¡Le envié un cheque de doscientos dólares! —protesté, acaloradamente—. Si no fue bastante, por favor, no me lo diga ahora; no tengo otros doscientos dólares para gastar.

—¿He hablado de dinero? El dinero significa poco para mí, ahora que tengo tanto para gastar. En este caso particular, pensaba en otra clase de honorarios.

—¡Oh, vamos, Bart Winslow! Me ha traído al campo. ¿Quiere que hagamos el amor sobre la hierba? ¿Debí pensar que la gran ambición de su vida es hacerle el amor a una ex bailarina? Yo no malgasto mi sexo, ni pago facturas de esta manera. ¿Y qué hay de tan atractivo en usted, perrillo faldero de una mujer rica, mimada y mal criada, que puede comprar todo lo que quiere…, incluido un marido más joven que ella? Bueno, lo que más me extraña es que no le pusiese una anilla en la nariz, ¡para hacerle bailar, sentarse y pedir!

Entonces me agarró con fuerza y brutalmente, y apretó sus labios contra los míos con una furia que me hizo daño. Traté de apartarle con mis puños, golpeándole los brazos, mientras pugnaba por apartar mi cabeza de la suya; pero, tanto si la volvía a la derecha o a la izquierda, hacia arriba o hacia abajo, mantenía él sus labios sobre los míos, tratando de separarlos. Entonces, dándome cuenta de que no podía librarme de los brazos de acero que ceñían mi cuerpo, rodeé, contra mi voluntad, su cuello con los míos. Mis dedos indóciles me traicionaron, enredándose en sus tupidos y negros cabellos, y el beso se prolongó y se prolongó, hasta que los dos empezamos a jadear… y él me empujó con tanta brusquedad que a punto estuve de caerme del banco.

—Bueno, pequeña, ¿vas a seguir llamándome perrito faldero? ¿O eres Caperucita Roja, que acaba de encontrarse con el lobo feroz?

—¡Lléveme a casa!

—Te llevaré a casa…, pero no antes de haber disfrutado un poco más de lo que acabas de darme.

Se abalanzó sobre mí para agarrarme de nuevo; pero yo me había repuesto ya, y eché a correr hacia el coche y cogí mi bolso, de modo que, cuando él llegó, había sacado mis tijeras de las uñas y le amenazaba con clavárselas.

Él sonrió, alargó una mano y me arrancó las tijeras.

—Podrías hacerme daño —se burló—. No me gusta que me arañen, salvo en la espalda. Cuando te deje en tu casa, te devolveré tus tijeritas.

Y me las devolvió, cuando estuvimos delante de mi casa.

—Ahora, puedes hacer lo que quieras. Vaciarme los ojos, clavarlas en mi corazón…, lo que prefieras. Tu beso ha sido el principio; pero sigo exigiendo el pago total.