CARRIE TENÍA AHORA veinte años; yo tenía veintisiete, y, en noviembre, Chris cumpliría los treinta. Parecía imposible que tuviese esta edad. Pero cuando miraba a mi Jory, me daba cuenta de que el tiempo corría más de prisa al hacerse uno mayor.
El tiempo que antaño discurría despacio pasaba ahora velozmente, ¡ahora que nuestra Carrie se había enamorado de Alex!
Se le veía en los ojos azules y en su manera de bailar cuando quitaba el polvo de la habitación, pasaba el aspirador eléctrico, lavaba los platos o proyectaba la comida para el día siguiente. «¿Verdad que es guapo, Cathy?», me preguntaba, y yo le decía que sí, aunque en realidad era un muchacho corriente, de aspecto simpático, de más o menos metro setenta de estatura y cabellos color castaño, que se desgreñaban fácilmente, dándole un aire de perro callejero bastante conmovedor, porque contrastaba con su pulcritud en todo lo demás. Tenía los ojos de color turquesa, y la expresión del hombre que nunca ha tenido un mal pensamiento.
Carrie se estremecía al oír el timbre del teléfono, y estaba radiante porque muchas veces la llamada era para ella. Escribía a Alex largos y apasionados poemas de amor; después, me los daba a leer y los guardaba, sin enviarlos al único que hubiese debido leerlos.
Yo estaba contenta por ella, y también por mí, porque mi academia de ballet marchaba bien, ¡y porque Chris volvería pronto a casa!
—¡Chris está a punto de terminar sus prácticas! ¿No te parece increíble, Carrie?
Ella se echó a reír y vino corriendo hacia mí, como hacía cuando era pequeña, y se arrojó en mis brazos.
—¡Lo sé! —gritó—. ¡Pronto estará reunida toda la familia! Como antes. Cathy, si tengo un hijito rubio y de ojos azules, ¿adivinas cómo voy a llamarle?
No tenía que adivinarlo; lo sabía. Su primogénito, rubio y de ojos azules, se llamaría Cory.
Era delicioso ver a Carrie enamorada. Dejó de hablar de su pequeña estatura e incluso empezó a olvidar su sentimiento de inferioridad. Por primera vez en su vida empezó a maquillarse. Tenía, como yo, el cabello naturalmente ondulado, pero hizo que se lo cortasen a la altura de los hombros, donde se rizaba en un alegre remolino.
—¡Mira, Cathy! —exclamó, al volver del salón de belleza, con su nuevo y elegante peinado—. Ahora, mi cabeza no parece tan grande, ¿verdad? ¿Y has advertido lo mucho que he crecido?
Me eché a reír. ¡Llevaba unos zapatos con tacones y suelas de varios centímetros! Pero tenía razón. El cabello más corto hacía que su cabeza pareciese más pequeña.
—¡Oh, Cathy! —exclamó Carrie—. Si Alex no me quisiera, ¡preferiría morir! Quiero ser la mejor esposa posible para él. Tendré su casa tan limpia que no bailarán motas de polvo en los rayos de sol. Todas las noches le prepararé platos suculentos, nada de esas porquerías congeladas que anuncian por televisión. Confeccionaré mi propia ropa y la suya y la de nuestros hijos. Ahorraré montones de dinero, él no dice gran cosa; se queda sentado, mirándome dulcemente, de un modo especial. Por consiguiente, interpreto su mirada más que sus palabras…, pues suele pronunciar muy pocas.
Reí y la abracé con fuerza. ¡Deseaba tanto que fuese feliz!
—Los hombres no suelen hablar de amor con tanta libertad como las mujeres, Carrie. Los hay que tratan de inquietarla a una, y esto es señal de que están interesados y de que la cosa puede pasar a mayores. Y la mejor manera de medir este interés es mirándoles a los ojos…, pues los ojos nunca engañan.
Era fácil ver que Alex estaba encandilado con Carrie. Trabajaba a ratos como electricista en un establecimiento de artículos domésticos, mientras seguía cursos de verano en la Universidad; pero pasaba con Carrie todos sus minutos libres. Yo sospechaba que le había pedido o estaba a punto de pedirle que se casara con él. Una semana más tarde, me desperté de pronto y me encontré con que Carrie estaba sentada ante la ventana de mi habitación, contemplando las sombrías montañas. A diferencia de lo que me ocurría a mí, Carrie no padecía nunca de insomnio. Era capaz de dormir durante una tormenta o un tornado, con el teléfono sonando a un palmo de sus oídos o con un incendio en la casa de enfrente. Naturalmente me alarmé al verla allí. Me levanté y me acerqué.
—¿Te encuentras bien, querida? ¿Cómo no estás durmiendo?
—Quería estar cerca de ti —murmuró, sin apartar la mirada de las montañas lejanas, oscuras y misteriosas en la noche. Nos rodeaban por todos lados, amenazadoras, como siempre—. Esta noche, Alex me ha pedido que me casara con él.
Lo dijo en tono liso y llano, apagado, y yo exclamé:
—¡Maravilloso! Me alegro por ti, Carrie, ¡y por él!
—Me dijo algo más, Cathy. Está resuelto a ser ministro de la Iglesia.
Su voz era ahora doliente, pesarosa, y no lo comprendí en absoluto.
—¿No quieres ser esposa de un pastor? —le pregunté, sintiendo un temor profundo, al ver su expresión remota.
—Los ministros quieren que la gente sea perfecta —explicó, con acento temeroso—, y especialmente sus mujeres. Yo recuerdo todo lo que la abuela solía decir de nosotras. Que éramos engendros del diablo, y malas y pecadoras. Entonces no sabía lo que quería decir, pero recuerdo sus palabras. Siempre estaba diciendo que éramos criaturas ruines, malvadas, y que habría sido mejor que no hubiésemos nacido. ¿Crees tú que no hubiésemos debido nacer, Cathy?
Sentí un nudo en la garganta; estaba terriblemente asustada, y tragué saliva para deshacer aquel nudo.
—En primer lugar, Carrie, si Dios no hubiese querido que naciésemos, no nos habría dado la vida.
—Pero… Cathy, Alex quiere una mujer perfecta… y yo no lo soy.
—Nadie lo es, Carrie. Absolutamente nadie. Sólo los muertos son perfectos.
—Alex es perfecto. Nunca hizo una mala acción.
—¿Y cómo lo sabes? ¿Crees que te lo diría, si la hubiese hecho?
Su adorable carita estaba envuelta en sombras. Tartamudeando, explicó:
—Parece como si Alex y yo nos conociésemos desde hace mucho, muchísimo tiempo, pero sólo recientemente me ha hablado mucho de él mismo. Yo le había contado muchas cosas; pero nunca le referí nuestro pasado, salvo que el doctor Paul nos tomó bajo su custodia al morir nuestros padres en un accidente de automóvil. Y eso es mentira, Cathy. No somos huérfanos. Nuestra madre está viva.
—Las mentiras no son pecados mortales, Carrie. Todo el mundo dice pequeñas mentiras de vez en cuando.
—Pero no Alex. Alex se ha sentido siempre impulsado hacia Dios y la religión. Cuando era más joven, quería hacerse católico para ser cura. Pero al hacerse mayor y enterarse de que los sacerdotes católicos deben permanecer célibes, desistió de su propósito. Quiere tener una esposa e hijos. Me dijo que nunca había tenido relaciones sexuales con nadie, porque siempre esperó encontrar la chica adecuada para casarse con ella, una mujer perfecta… como yo. Piadosa, como él. Y, Cathy —gimió, desconsolada—, yo no soy perfecta. ¡Yo soy mala! Como decía siempre nuestra abuela, ¡soy mala y perversa! ¡Tengo malos pensamientos! ¡Odié a aquellas chiquillas ruines que me sacaron al tejado y dijeron que parecía un búho! ¡Deseé que todas se muriesen! Más que a ninguna, ¡odiaba a Sissy Towers! Y ahora, Cathy, ¿sabías que Sissy Towers se ahogó cuando tenía doce años? Nunca te lo escribí, ¡pero pensé que yo tenía la culpa, por odiarla tanto! Odié también a Julián, por haberte arrancado a Paul, ¡y él murió también! Ya ves cómo está la cosa. ¿Cómo puedo contarle todo esto a Alex, y decirle, además, que nuestra madre se casó con un hombre que era tío suyo? Me aborrecería, Cathy. Dejaría de quererme, lo sé. Pensaría que le daría hijos deformes, como yo… ¡Y le quiero tanto!
Me arrodillé junto a su silla y la abracé como lo habría hecho una madre. No sabía qué decir, ni cómo decirlo. Lamenté que Chris no estuviese allí para ayudarme, o Paul, que siempre tenía las palabras adecuadas. Y, recordando esto, recurrí a lo que me había dicho un día y lo repetí a Carrie, aunque sentía una ira terrible contra la abuela que había metido estas locas nociones en la cabeza de una niña de cinco años.
—Querida, querida, yo no sé decir las cosas bien, pero lo intentaré. Quiero que comprendas que lo que para una persona es negro, es blanco para otra. Y nada en este mundo es tan perfecto que tenga una blancura inmaculada, ni tan malo que sea puro negro. Todo lo referente a los seres humanos es una gama de grises, Carrie. Nadie es perfecto, nadie es intachable. Yo tuve antes las mismas dudas que tú ahora.
Sus ojos llorosos se abrieron mucho al oír esto, como si hubiese creído que yo sí era perfecta.
—Fue nuestro doctor Paul quien me hizo verlas claras, Carrie. Me dijo, hace mucho tiempo, que si nuestros padres pecaron al casarse y tener hijos, el pecado fue suyo y no nuestro. Dijo que Dios no pretendía hacernos pagar por lo que hicieron nuestros padres. Además, su parentesco no era tan próximo, Carrie. ¿Sabes que, en el antiguo Egipto, los faraones sólo permitían que sus hijos e hijas se casaran con una hermana o hermano? Como ves, cada sociedad dicta sus normas; y no olvides jamás que nuestros padres tuvieron cuatro hijos y que ninguno resultó un fenómeno… Por consiguiente, Dios no les castigó, y tampoco a nosotros.
Ella me miró fijamente, con sus grandes ojos azules desesperadamente ansiosa de crecer. Aunque yo no hubiese debido pronunciar nunca, nunca, la palabra «fenómeno».
—Tal vez Dios me castigue a mí, Cathy. No crezco, y eso es un castigo.
Reí forzadamente, y la acerqué más a mí.
—Mira a tu alrededor, Carrie. Hay muchas personas más bajitas que tú. No eres enana, lo sabes muy bien. Y, aunque lo fueses, que no lo eres, tendrías que aceptarlo y sacar el mejor partido de ello, como hacen muchos que se consideran demasiado altos, demasiado gordos, demasiado delgados o algo por el estilo. Tienes una cara hermosa, unos cabellos sensacionales, un cutis perfecto y una figurita adorable. Tu voz es bella y cantarina, y tu inteligencia, brillante; mira la rapidez con que escribes a máquina y lo bien que manejas la taquigrafía y los libros de Paul, y piensa que sabes cocinar dos veces mejor que yo. Eres también mejor ama de casa que yo, y hay que ver cómo confeccionas los vestidos. No los he visto iguales en las tiendas. Sumando todo esto, Carrie, ¿cómo puedes pensar que no eres lo bastante buena para Alex o para otro cualquiera?
—Pero, Cathy —gimió, tercamente empeñada en no dejarse convencer—, tú no le conoces como yo. Pasamos por delante de un cine de categoría X, y dijo que todos los que hacían aquellas cosas eran malvados y pervertidos. Tú y el doctor Paul me dijisteis que el sexo y el hecho de tener hijos eran cosas naturales de la vida; pero yo soy mala, Cathy. Una vez, hice una cosa horrible.
La miré fijamente, pillada por sorpresa. ¿Con quién? Pareció que leyese mi pensamiento, porque sacudió la cabeza, mientras rodaban las lágrimas sobre sus mejillas.
—No… nunca me… me acosté con alguien. Pero hice otras cosas que Alex diría que son malas, y que yo hubiese debido saber que eran malas.
—¿Qué fue, querida, esto tan terrible?
Tragó saliva e inclinó la cabeza, avergonzada.
—Fue Julián. Un día en que yo había ido a verte y tú habías salido, él quiso hacer… hacer algo conmigo. Dijo que era divertido y que no era verdadera sexualidad, de esa de la que nacen los niños… Así, pues, hice lo que él quería, y él me besó y me dijo que, después de ti, yo era la persona a quien más quería. Yo no sabía que fue tan malo lo que hice.
Tragué saliva, para deshacer el nudo que se había formado en mi garganta; aparté los sedosos cabellos de su frente febril y le enjugué las lágrimas.
—No llores ni te sientas avergonzada, querida. Hay muchas clases de amor y muchas maneras de expresarlo. Tú quieres al doctor Paul, a Jory y a Chris de tres maneras diferentes, y a mí, de otra…, y si Julián te hizo hacer algo que después pensaste que era malo, el pecado fue suyo, no tuyo. Y mío también, porque tenía que haberte avisado. Él me había prometido no tocarte nunca, ni inducirte a actos sexuales, y yo le había creído. Pero si lo hiciste, no tienes que avergonzarte más… y Alex no tiene que saberlo. Nadie se lo va a decir.
Levantó muy despacio la cabeza, y la luna, que apareció de pronto entre unas nubes negras, brilló en sus ojos torturados.
—Pero yo lo sabré. —Rompió a llorar, con histéricos sollozos—. Y lo peor no es esto, Cathy —chilló—. ¡Lo peor es que me gustaba hacerlo! Me gustaba que él quisiera que lo hiciese…, y procuré disimular el placer que sentía, porque Dios podía estar observándome. ¿Ves ahora por qué Alex no podría comprenderlo? Me odiaría, ¡sé que me odiaría! Y, aunque él no llegue a saberlo nunca, ¡yo me odiaré por haberlo hecho y por haberme gustado!
—Por favor, no llores más. En realidad, lo que hiciste no es tan grave. Olvídate de nuestra abuela, que no paraba de hablar de nuestra mala sangre. Es una fanática, una hipócrita mezquina, incapaz de distinguir el bien del mal. Ella hizo muchas cosas horribles en nombre de la rectitud, y nada en nombre del amor. Tú no eres mala, Carrie. Querías el cariño de Julián, y si aquello os gustó a los dos, fue también algo normal. La gente está hecha de manera que siente el placer sensual y el goce de la sexualidad. Julián hizo mal en pedírtelo, pero eso fue un pecado de él, no tuyo.
—Recuerdo muchas cosas que hice sin saberlo tú —murmuró—. Recuerdo cómo nos las ingeniábamos Cory y yo para hablar, sin que Chris y tú os enteraseis. Sabíamos que éramos fruto del diablo. Así lo había dicho nuestra abuela. Y hablábamos de ello. Sabíamos que nos habían encerrado porque éramos tan malos que no podíamos estar con personas mejores que nosotros.
—¡Basta! —grité—. ¡No pienses más en eso! ¡Olvídalo! Salimos de allí, ¿no? Éramos cuatro chiquillos, y no éramos responsables de los actos de nuestros padres. Aquella odiosa vieja trató de destruir nuestra confianza y nuestro amor propio. ¡No dejes que se salga con la suya! Fíjate en Chris y dime: ¿no estás orgullosa de él? ¿No estabas orgullosa de mí, cuando me veías bailar en el escenario? Y un día, cuando Alex y tú os hayáis casado, él cambiará de manera de pensar sobre lo que es perverso y lo que no lo es…, de la misma manera que cambié yo. Todavía no conoce las dichas del amor.
Carrie se desprendió de mis brazos y volvió a mirar por la ventana las montañas oscuras y lejanas, y la media luna que surcaba como una nave vikinga el negro piélago de la noche.
—Alex no cambiará —dijo tristemente—. Va a ser pastor. Las personas religiosas creen que todo es malo, lo mismo que nuestra abuela. Cuando me dijo que renunciaba a la idea de ser ingeniero, supe que todo había terminado entre nosotros.
—¡Todas las personas cambian! Mira el mundo que nos rodea, Carrie. Mira las revistas y las películas que van a ver las personas decentes, y los escenarios donde se prodigan los desnudos, y la clase de libros que se publican. No sé si es buena cosa, pero sé que el mundo no permanece estático. Todos cambiamos de un día a otro. Quizá, dentro de veinte años, nuestros hijos se escandalizarán al observar nuestra época, o quizá, sonreirán y dirán que éramos muy cándidos. Nadie sabe cómo cambiará el mundo; pero si el mundo puede cambiar, también puede hacerlo un hombre llamado Alex.
—Alex no cambiará. Odia la inmoralidad actual, odia los libros que se publican, las películas sucias y las revistas en las que se ven parejas que hacen cosas malas. Creo que ni siquiera aprueba la manera en que tú bailabas con Julián.
Tuve ganas de mandar al diablo a Alex y su gazmoñería. Pero no podía hablar mal del único hombre que había encontrado Carrie para amar.
—Vete a la cama, querida. Duerme y, por la mañana, recuerda que el mundo está lleno de hombres que estarían encantados de casarse con una personita tan linda, tan dulce y tan buena ama de casa como tú. Piensa en lo que siempre nos dice Chris: «Todo ocurre para bien». Y, si lo tuyo con Alex no da resultado, el tiempo cuidará de que encuentres a otro.
Me lanzó una mirada rápida, llena de desesperación.
—¿Crees que fue para bien que muriese Cory?
Dios mío, ¿cómo contestar a esa pregunta?
—¿Crees que fue para bien que papá se estrellase en la carretera?
—Tú no te acuerdas de eso.
—Sí que me acuerdo. Tengo buena memoria.
—Carrie, nadie es absolutamente perfecto; ni yo, ni tú, ni Chris, ni Alex. Nadie.
—Lo sé —admitió, dirigiéndose a la cama como una niña buena obedeciendo a su madre—. La gente hace cosas malas, y Dios las ve y las castiga más tarde. A veces se vale de una abuela con un látigo, como el que empleaba la nuestra para pegarnos, a ti y a Chris. No soy tonta, Cathy. Sé que tú y Chris os miráis como nos miramos Alex y yo. Pienso que tú y el doctor Paul fuisteis también amantes, y quizá por eso murió Julián, para castigarte. Pero tú eres de esas mujeres que gustan a los hombres, y yo, no. No sé bailar, y no consigo que todos me quieran. Sólo me quiere mi familia, y Alex. Pero cuando le diga todo esto a Alex, no me amará ni me querrá.
—¡No se lo dirás! —le ordené, severamente. Permaneció tumbada, con la mirada fija en el techo, hasta que al fin la invadió el sueño. Y yo fui la única que siguió despierta, sufriendo interiormente, todavía pasmada por el efecto que podía causar una vieja en las vidas de tantas personas. Odié a mamá por habernos llevado a Foxworth Hall. Ella sabía cómo era su madre, y, sin embargo, nos llevó allí. Ella conocía a su madre y a su padre mejor que nadie, y, sin embargo, volvió a casarse y nos dejó solos, quedándose ella con el placer y nosotros con la tortura. ¡Y todavía estábamos sufriendo, mientras ella se divertía!
Una diversión que terminaría pronto, porque yo estaba aquí y Bart estaba aquí, y acabaríamos por encontrarnos. En cuanto a mí, no sabría hasta más tarde la manera en que ella había conseguido evitarme hasta entonces.
Me consolaba pensando en cómo sufriría mamá dentro de poco, por lo que nos había hecho sufrir. Dolor por dolor; ella sabría lo que habíamos sentido cuando nos había dejado solos y aborrecidos. No podría resistirlo… no esta vez. Un golpe más le sería fatal. De algún modo, yo sabía esto…, quizá porque me parecía tanto a ella.
* * *
—¿De veras te encuentras bien? —pregunté a Carrie, pocos días después—. Comes poco. ¿Qué ha sido de tu apetito?
—Estoy bien —me respondió a media voz, con semblante inexpresivo—. Sólo tengo pocas ganas de comer. No te lleves hoy a Jory a tu academia de baile. Déjalo conmigo todo el día. Lo echo de menos cuando se va contigo.
Me inquietó dejarla todo el día con Jory, que podía ponerse pesado; y, a pesar de que dijese lo contrario, Carrie parecía encontrarse mal.
—Por favor, Carrie, dime la verdad. Si no estás bien, te llevaré al médico.
—Voy a tener el período —dijo, bajando los ojos—. Y siempre siento calambres tres o cuatro días antes de que empiece.
Sólo eran las molestias de la menstruación, y, a su edad, eran más fuertes que a la mía. Me despedí con un beso de mi hijo, que empezó a chillar desaforadamente, porque quería ir conmigo y observar a los que bailaban.
—Quiero oír la música, mamá —protestó Jory, que sabía muy bien lo que quería—. ¡Quiero ver los bailarines!
—Daremos un paseo por el parque. Te meceré en el columpio y jugaremos en la arena —se apresuró a decir Carrie, tomando en brazos a mi hijo y estrechándole sobre su pecho—. Quédate conmigo, Jory. Te quiero tanto, que te añoro cuando estás lejos… ¿No quieres a tu tía Carrie?
Él se sonrió y se abrazó a su cuello; sí, Jory quería a todo el mundo.
* * *
Fue un día terriblemente largo para mí. Llamé varias veces a Carrie para ver si estaba bien.
—Estoy bien, Cathy. Jory y yo nos hemos divertido mucho en el parque. Ahora voy a echarme un rato a hacer la siesta; no vuelvas a llamar, porque me despertarías.
Dieron las cuatro, hora en que empezaba mi última clase, y mis alumnos de seis y siete años se plantaron en el centro del estudio. Mientras tocaba la música, yo iba contando: «Un, deux, pliés, un deux, pliés, y ahora, un, deux, tendu, acercaos, un, deux, tendu, acercaos». Entonces, mientras seguía dando mis instrucciones, sentí de pronto que alguien me estaba mirando fijamente. Me volví y vi a un hombre de pie en el fondo del estudio. Era Bart Winslow, ¡el marido de mi madre!
Cuando vio que le había reconocido, avanzó hacia mí a largas zancadas.
—Está usted sensacional en ese ceñido traje púrpura, señorita Dahl. ¿Puede dedicarme unos minutos?
—¡Estoy ocupada! —respondí, molesta de que me pidiese esto, sabiendo que no podía dejar a mis doce pequeños bailarines—. Las clases terminan a las cinco. Si quiere usted sentarse y esperar…
—Me ha costado muchísimo encontrarla, señorita Dahl, a pesar de que estaba tan cerca.
—Señor Winslow —repuse, fríamente—, si la cantidad que le envié en pago de sus honorarios le pareció insuficiente, podía haberme escrito a mi antigua dirección, y su carta me habría sido remitida.
Él frunció sus oscuras y tupidas cejas.
—No he venido a hablar de mis honorarios, aunque no me pagó usted el precio que tenía yo pensado. —Sonriendo con aplomo, metió una mano debajo de su chaqueta y sacó una carta del bolsillo interior. Me quedé boquiabierta al ver mi propia escritura y los matasellos y notas estampados en un sobre que había seguido a mi madre por toda Europa—. Veo que reconoce esta carta —dijo, escrutando mis cambios de expresión con sus astutos ojos castaños.
—Mire, Señor Winslow —dije, sumamente aturrullada—, mi hermana no se encuentra bien y está cuidando de mi hijo, que es poco más que un bebé. Además, puede usted ver el trabajo que tengo aquí. ¿No podríamos hablar de esto en otro momento?
—Cuando usted quiera, señorita Dahl. —Hizo una breve reverencia y me tendió una tarjeta profesional—. Pero procure que sea lo antes posible. Tengo que preguntarle muchas cosas… Y no trate de escurrir el bulto. Esta vez la estoy siguiendo de cerca. No pensará que una cena fue bastante, ¿verdad?
Me trastornó tanto saber que tenía aquella carta que, en cuanto se hubo marchado, despedí a mis alumnos y me encerré en mi despacho. Me senté a examinar mi libro de cuentas, sumé las cifras y vi que tenía aún un déficit. Cuando compré la academia, me dijeron que podía contar con cuarenta alumnos, pero no me dijeron que la mayoría de ellos se ausentaban durante el verano y no volvían hasta el otoño. Los mimados niños ricos asistían a las clases en invierno y, durante el verano, sólo acudían los de la clase media, uno o dos días a la semana. Por mucho que estirase el dinero que ganaba, no podía cubrir el costo de la nueva decoración y de la instalación de espejos nuevos detrás de la larga barra.
Cuando miré mi reloj, eran casi las seis; me cambié rápidamente de ropa y corrí hacia mi casita, distante un par de manzanas. Carrie hubiese debido estar en la cocina, preparando la comida, mientras Jory jugaba en el patio vallado. Pero no vi a Jory, ¡y Carrie no estaba en la cocina!
—¡Carrie! —grité—. Ya estoy en casa. ¿Dónde os habéis metido?
—Estoy aquí —respondió ella, con voz débil. Fui corriendo a su habitación y la encontré todavía en la cama. Me explicó, débilmente, que Jory estaba en casa de nuestra vecina más próxima.
—En realidad, Cathy…, no me encuentro bien. He vomitado cuatro o cinco veces, no sé exactamente cuántas. Tengo muchos calambres, y me siento rara.
Toqué su cabeza con la mano y me pareció extrañamente fría, a pesar de que el día era cálido.
—Llamaré a un médico. En cuanto hube dicho estas palabras, reí amargamente para mis adentros. No había, en aquel pueblo, un solo médico que visitara a domicilio. Corrí de nuevo junto a Carrie y puse un termómetro en su boca. Al ver la cifra, me espanté.
—Voy a buscar a Jory, y después te llevaré al hospital más próximo. Estás a cuarenta grados de temperatura.
Ella asintió distraídamente con la cabeza y se quedó dormida. Corrí a casa de la vecina y vi que Jory jugaba muy contento con una niña que sólo tenía un mes más que él.
—Señora Marquet —dijo la señora Tonwsend, mujer muy dulce y cariñosa, de poco más de cuarenta años, que cuidaba de su nietecita—, si Carrie está enferma, deje a Jory conmigo hasta que usted vuelva a casa. Espero que no sea nada grave. Carrie es una niña encantadora. Sin embargo, la vi algo paliducha estos últimos días.
Yo lo había advertido también, y lo había atribuido a que su relación con Alex tomaba mal cariz.
¡Cuán equivocada estaba!
* * *
El día siguiente telefoneé a Paul.
—¿Qué pasa, Catherine? —inquirió, percibiendo pánico en mi voz.
Le dije que Carrie estaba enferma, que la había llevado al hospital y que le habían hecho varios análisis, pero no sabían aún lo que tenía.
—¡Tiene muy mal aspecto, Paul! Está perdiendo peso con increíble rapidez. Vomita, no acepta el menor alimento, y también tiene diarrea. No para de llamaros, a ti y a Chris.
—Haré que otro médico me sustituya aquí e iré inmediatamente —dijo él, sin vacilar—. Pero no le digas todavía nada a Chris. Los síntomas que has nombrado son comunes a muchas dolencias poco importantes.
Confiando en esto, no intenté comunicar con Chris, que estaba haciendo un viaje de dos semanas por la Costa Occidental, antes de reanudar sus funciones de médico residente. Tres horas más tarde, Paul estaba conmigo en la habitación del hospital, mirando fijamente a Carrie. Ésta sonrió débilmente al verle y le tendió sus flacos bracitos.
—Hola —murmuró, en voz muy baja—. No esperaba verme en una cama de hospital, ¿verdad? —Él la tomó inmediatamente en brazos y empezó a hacerle preguntas. ¿Cuándo y cómo había empezado a encontrarse mal?
—Hace cosa de una semana, empecé a sentirme muy cansada. No se lo dije a Cathy, porque se preocupa demasiado por mí. Después tuve jaqueca y estaba siempre como amodorrada, y vi que tenía grandes moretones, sin saber cómo me los había hecho. Al peinarme, los cabellos me caían a puñados, y entonces empecé a vomitar… y a hacer otras cosas que ya he contado a los médicos. —Su vocecilla susurrante se extinguió—. Quisiera ver a Chris —murmuró al cabo de un rato, antes de cerrar los ojos y quedarse dormida.
Paul había visto ya la hoja clínica de Carrie y hablado con los médicos. Se volvió a mí, con aquella expresión hermética que me llenaba de espanto… por lo que podía significar.
—Tal vez deberías llamar a Chris.
—¡Paul! ¿Quieres decir que…?
—No, no quiero decir esto. Pero si ella quiere verle, será mejor que venga.
* * *
Yo estaba en el pasillo, esperando a que los médicos terminasen ciertas pruebas con Carrie. Me habían echado de la habitación. Mientras paseaba arriba y abajo ante la puerta cerrada, le presentí antes de verle. Giré en redondo, conteniendo el aliento, y allí estaba Chris, avanzando por el largo pasillo y cruzándose con las enfermeras cargadas de bacinas y de bandejas de medicamentos, y que se quedaban boquiabiertas al verle en todo su esplendor.
El tiempo volvió atrás y creí ver a papá, a papá como mejor lo recordaba, con sus blancas prendas de tenis. Chris me abrazó y hundió el tostado rostro en mis cabellos. Oí los latidos de su corazón, fuertes y regulares. Sollocé, a punto de verter un torrente de lágrimas.
—Has venido muy de prisa.
Su cara estaba sobre mis cabellos, y su voz sonó ronca:
—Cathy —preguntó, levantando la cabeza y mirándome a los ojos—, ¿qué le pasa a Carrie?
Su pregunta me pasmó, ¡porque él debía saberlo!
—¿No lo adivinas? Es aquel maldito arsénico, ¡estoy segura! ¿Qué otra cosa puede ser? Estuvo bien hasta hace una semana, y entonces enfermó de pronto. —Gemí, desalentada—: Ella quiere verte. —Pero, antes de conducirle a la pequeña habitación de Carrie, puse en su mano una nota que había encontrado en el diario comenzado por Carrie el día en que había conocido a Alex—. Chris, Carrie sabía desde hace tiempo que algo andaba mal, pero se lo guardaba. Lee esto y dime lo que piensas.
Mientras él leía, mis ojos permanecieron fijos en su cara.
«Queridos Cathy y Chris:
»A veces pienso que vosotros dos sois mis verdaderos padres, pero entonces me acuerdo de mamá y papá, y me parece que es como un sueño, que nunca tuvo realidad, y no puedo imaginarme a papá, a menos que tenga una fotografía suya en mi mano… En cambio, recuerdo a Cory tal como era.
»Os he ocultado algo. Así, si no escribiera esto, os creeríais culpables. Desde hace mucho tiempo, he tenido la impresión de que moriría pronto y, si antes me importaba, ahora ya no me importa. No puedo ser esposa de un pastor. No habría vivido tanto si vosotros dos, Jory, el doctor Paul y Henny, no me hubieseis querido tanto. De no ser por vosotros, que me reteníais, habría ido a reunirme con Cory hace mucho tiempo. Todo el mundo tiene alguien especial a quien amar, excepto yo.
»Todo el mundo tiene algo especial que hacer, excepto yo. Siempre estuve convencida de que nunca me casaría. Sabía que me engañaba cuando hablaba de tener hijos, porque mis caderas son demasiado estrechas, y creo también que soy demasiado menuda para ser una buena esposa. Nunca sería una persona singular, como tú, Cathy, que sabes bailar y puedes tener hijos y otras muchas cosas. Tampoco puedo ser médico, como Chris. Nunca llegaría a ser gran cosa salvo una entrometida que afligiría a todo el mundo con mis desdichas.
»Por consiguiente, ahora mismo, antes de seguir leyendo, debéis prometerme de corazón que no dejaréis que los médicos traten de prolongar mi vida. Dejadme morir, y no lloréis. No os sintáis tristes ni me añoréis, cuando me hayáis enterrado. Nada ha marchado bien, ni he creído que marchase bien, desde que Cory se marchó y me dejó. Lo que más siento es no poder estar aquí cuando Jory baile en el escenario, como hacía Julián. Y ahora debo confesar la verdad: amé a Julián, como amo a Alex. Julián nunca me dijo que era demasiado bajita, y fue el único que por un breve tiempo, hizo que me sintiese una mujer normal. Aunque aquello era pecado; sé que lo era, Cathy, aunque tú digas que no.
»La semana pasada empecé a pensar en la abuela, que siempre nos estaba diciendo que éramos engendros del diablo. Y, cuanto más pensé en ello, más convencida quedé de que ella tenía razón: ¡yo no hubiese debido nacer! ¡Soy mala! Cuando Cory murió, a causa del arsénico que había en los pastelitos azucarados que nos daba la abuela, ¡yo hubiese debido morir también! Vosotros pensabais que no lo sabía, ¿verdad? Creíais, cuando me veíais sentada en el suelo, en un rincón, que no oía ni me enteraba de nada; pero yo veía y oía, aunque entonces no creía que fuese verdad. Ahora lo creo.
»Gracias, Cathy, por ser una madre y la mejor de las hermanas para mí. Y gracias, Chris, por haber sustituido a mi padre y sido para mí el mejor hermano, después de Cathy. También doy las gracias al doctor Paul, por quererme a pesar de mi pequeñez. Gracias a todos vosotros, por no haberos avergonzado de que os viesen conmigo, y decidle a Henny que la quiero. Pienso que tal vez Dios no me querrá, si no crezco más; pero entonces pienso en Alex, que dice que Dios ama a todo el mundo, tanto a los pequeños como a los grandes».
Había firmado la carta con un enorme garabato, para compensar su propia pequeñez.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Chris—. Cathy, ¿qué significa esto?
Sólo entonces pude abrir mi bolso y sacar de él una cosa que había encontrado oculta en el rincón más oscuro del armario del cuarto de Carrie. Los ojos azules de Chris parecieron salirse de sus órbitas y perder el color al ver el marbete del frasco de veneno para las ratas y, después, el paquete de pastelitos, de los que sólo quedaba uno. Corrieron lágrimas por sus mejillas, y rompió en sollozos sobre mi hombro.
—¡Dios mío…! Puso el arsénico en los pastelitos para morir igual que Cory, ¿no crees?
Me desprendí de sus brazos y retrocedí unos pasos, sintiendo como si me hubiesen extraído toda la sangre del cuerpo.
—¡Chris! ¡Lee otra vez esa carta! ¿No has advertido que dice que entonces no lo creía y que ahora «lo cree»? ¿Por qué no había de creerlo entonces y si ahora? ¡Ha ocurrido algo! ¡Algo ha pasado que le ha hecho creer que nuestra madre era capaz de envenenarnos!
Él sacudió la cabeza, como atontado, mientras las lágrimas seguían fluyendo de sus ojos.
—Pero ¿qué puede haber ocurrido para convencerla, si no se había convencido al oír nuestras palabras y al ver morir a Cory?
—¿Cómo puedo saberlo? —grité, desesperada—. ¡Pero los pastelitos fueron rociados con una gran cantidad de arsénico! Paul los ha hecho analizar. Carrie los comió, sabiendo que la matarían. ¿No ves en ello un nuevo asesinato, del cual es también culpable nuestra madre?
—¡Carrie no está muerta aún! —gritó Chris—. ¡La salvaremos! No la dejaremos morir. Hablaremos con ella. ¡Le diremos que tiene que aguantar!
Le abracé, temiendo que fuese demasiado tarde, y ansiando desesperadamente que no lo fuese. Seguíamos abrazados, convertidos nuevamente en padres por nuestro común sufrimiento, cuando Paul salió de la habitación de Carrie. La expresión solemne de su enjuto semblante me lo dijo todo.
—Chris —dijo serenamente Paul—, me alegro de verte. Aunque sea en tan tristes circunstancias.
—Hay esperanza, ¿verdad? —gritó Chris.
—Siempre hay esperanza. Hacemos cuanto podemos. ¡Qué moreno y vigoroso estás! Ve a ver a tu hermana y dale un poco de tu vitalidad. Catherine y yo le hemos dicho ya todo lo que se nos ha ocurrido para hacerle recobrar la voluntad de luchar y de vivir. Pero ella no quiere. Alex está de rodillas junto a su cama, rezando por su vida; pero Carrie mantiene la cabeza vuelta hacia la ventana. No creo que entienda lo que se dice ni lo que se hace. Se ha puesto fuera de nuestro alcance.
Paul y yo seguimos a Chris, que volaba al encuentro de Carrie. Ésta yacía, delgada como un riel, bajo un montón de gruesas mantas, a pesar de que aún era verano. ¡Parecía imposible que hubiese envejecido con tanta rapidez! Las firmes y rosadas redondeces de la juventud habían desaparecido, y su carita aparecía macilenta y descarnada. Sus ojos eran como pozos profundos, que hacían sobresalir los pómulos. Incluso parecía haber menguado de estatura. Chris lanzó una exclamación al verla. Se inclinó para cogerla en brazos, la llamó repetidas veces por su nombre, le acarició los largos cabellos. Para espanto suyo, cientos de hebras de oro quedaron prendidas en sus dedos al retirarlos.
—¡Santo Dios! ¿Qué hacéis por ella?
Cuando se sacudió los cabellos de los dedos, me apresuré a recogerlos de sus manos y guardarlos en una cajita de plástico. La electricidad estática de la cajita los retuvo. Era una idea idiota, pero no podía dejar que los hermosos cabellos fuesen barridos y arrojados a la basura. También había cabellos sobre la almohada, sobre la colcha y sobre el blanco encaje del camisón. Como en el trance de una pesadilla interminable, fui recogiendo y guardando los largos cabellos, mientras Alex seguía con sus rezos. Incluso cuando le presenté a Chris, sólo se interrumpió lo preciso para saludarle con la cabeza.
—¡Contéstame, Paul! ¿Qué hacéis para salvar a Carrie?
—Todo cuanto podemos —respondió Paul, con voz grave y muy baja, como suele hablar la gente al acercarse la muerte—. Un equipo de médicos muy buenos trabaja sin cesar para salvarla. Pero los glóbulos rojos de su sangre perecen tan rápidamente que no podemos remplazarlos debidamente con las transfusiones.
Tres días con sus noches permanecimos todos nosotros junto a la cama de Carrie, mientras mi vecina se encargaba de Jory. Todos los que la queríamos rezábamos por su vida. Telefoneé a Henny y le dije que fuese a la iglesia y que pidiese a su familia y todos los feligreses que rezasen también por Carrie. Ella nos dio unos golpecitos en el micrófono, que querían decir: «Sí, sí».
Todos los días llegaban flores a la habitación de Carrie. Yo no miraba quiénes las enviaban. Permanecía sentada junto a Chris o Paul, o entre los dos, y les asía las manos y rezaba en silencio. Miraba con disgusto a Alex, al que creía en parte responsable de lo que le sucedía a Carrie. Por fin, no pude aguantarme más; me levanté, agarré a Alex y lo llevé a un rincón.
—Alex, ¿por qué quiso Carrie morir en los días más felices de su vida? ¿Qué te dijo, y qué le dijiste tú?
Él se volvió a mirarme, con su cara pasmada, sin afeitar, transida de dolor.
—¿Qué qué le dije? —preguntó.
Tenía los ojos enrojecidos por falta de sueño. Repetí mi pregunta, en un tono aún más duro. Él sacudió la cabeza, como para despejarla, con aire dolido y aturdido, mientras pasaba los dedos por la maraña de sus despeinados mechones castaños.
—Cathy, ¡sabe Dios que hice todo lo posible por convencerla de que la quiero! Pero ella no quería escucharme. Volvía la cara y no decía nada. Le pedí que se casara conmigo y me dijo que sí. Me echó los brazos al cuello y dijo que sí, una y otra vez. Después me dijo: «Oh, Alex, no soy lo bastante buena para ti». Yo me eché a reír y le dije que era perfecta, que era exactamente lo que yo necesitaba. ¿Cuál fue mi error, Cathy? ¿Qué le hice, para que se volviese contra mí hasta el punto de no querer mirarme siquiera?
Alex tenía una de esas caras dulces y piadosas que sólo creemos que pueden esculpirse en las imágenes de mármol de los santos. Y al verle allí, tan abrumado de dolor y desgarrado por un amor que se había vuelto contra él, alargué una mano y le consolé lo mejor que pude, porque él amaba a Carrie. La amaba a su manera.
—Siento haberte hablado con dureza, Alex; perdóname. Pero ¿te confesó algo Carrie?
Sus ojos se nublaron de nuevo.
—Hace una semana, la telefoneé para que nos viésemos, y su voz me pareció extraña, como si hubiese ocurrido algo terrible y no pudiese decir lo que era. Fui a vuestra casa para verla, pero ella no me dejó entrar. ¡Yo la quiero, Cathy! Ella me decía que era demasiado menuda y que tenía la cabeza demasiado grande, pero, a mis ojos, sus proporciones eran normales. Para mí era una linda muñeca que ignoraba su hermosura. Y, si Dios permite que muera, ¡nunca volveré a tener una fe tan firme como antes!
Dicho lo cual, hundió la cara en sus manos y se echó a llorar.
La cuarta noche después de la llegada de Chris, dormitaba yo en la habitación de Carrie. Los otros trataban de dormir un poco para no caer enfermos a su vez, y Alex se había tumbado en una litera del pasillo, cuando oí que Carrie pronunciaba mi nombre. Corrí y me arrodillé junto a su cama, y busqué su manita entre las sábanas. Era una mano ahora huesuda, de piel tan translúcida que podía verse las venas y las arterias.
—Estaba esperando que te despertases, querida —murmuré, con voz ronca—, Alex está en el pasillo, y Chris y Paul están dando unas cabezadas en las habitaciones de los médicos. ¿Quieres que les llame?
—No —murmuró—. Quiero hablar sólo contigo. Voy a morir, Cathy.
Lo dijo tranquilamente, como si no tuviese importancia, como si lo aceptase de buen grado.
—¡No! —protesté enérgicamente—. ¡No vas a morir! ¡Yo no dejaré que te mueras! Te quiero como si fueses hija mía. Y muchas personas te quieren y te necesitan, Carrie. Alex te ama muchísimo y quiere casarse contigo, y ya no será pastor, Carrie, porque le he dicho que esto te inquieta. En realidad, su carrera le importa poco, con tal de que tú vivas y le quieras. Le da igual que seas bajita y que tengáis o no tengáis hijos. Deja que le llame y él te lo contará todo…
—¡Nooo! —murmuró débilmente—. Tengo que contarte un secreto. —Su voz era tan leve que parecía llegar de unos ondulados montes muy lejanos—. Vi a una señora en la calle.
—Ahora tuve que inclinarme para oírla. —Se parecía tanto a mamá que corrí hacia ella. Le así la mano. Ella la retiró y me miró con ojos fríos y duros. «No te conozco», me dijo. ¡Y era nuestra madre, Cathy! Está casi igual que antes; sólo un poco más vieja. Incluso llevaba aquel collar de perlas con una mariposa de brillantes como cierre, que recuerdo tan bien. Y, Cathy, cuando ni tu propia madre te quiere, ¿quién puede quererte? Ella me miró y me reconoció; lo vi en sus ojos; pero me rechazó, porque sabe que soy mala. Por eso dijo lo que dijo…, que no tenía ningún hijo. Tampoco os quiere a ti y a Chris, Cathy, y todas las madres quieren a sus hijos, a menos que éstos sean malos, perversos…, como nosotros.
—¡Oh, Carrie! ¡No permitas que te haga esto! Te rechaza por amor al dinero… no porque seas mala o perversa. ¡Tú no has hecho nada malo! A ella sólo le importa el dinero, Carrie. Pero nosotros no la necesitamos. Y menos tú, que tienes a Alex y a Chris, y a Paul y a mí… y también a Jory y Henny. No destroces nuestros corazones, Carrie; lucha, para que los médicos puedan curarte. No te rindas. Jory quiere que vuelva su tía; cada día me pregunta dónde estás. ¿Cómo voy a decirle… que te importa tan poco que no quieres vivir?
—Jory no me necesita —dijo, en el tono que solía emplear cuando era pequeña—. Jory tiene mucha gente que le quiere y cuidará de él… En cambio, Cory me está esperando, Cathy. Ahora mismo le estoy viendo. Mira hacia atrás por encima del hombro; está de pie junto a papá, y ellos me quieren más que nadie.
—Carrie, ¡no digas eso!
—Iré a un sitio muy bonito, Cathy, lleno de flores y de hermosos pájaros, y me siento crecer… Mira, soy casi tan alta como mamá, como siempre deseé ser. Y, cuando llegue allí, nadie dirá que tengo los ojos grandes y asustados como un búho. Nadie me llamará «enana», ni me dirá que use una máquina de estirar… porque seré tan alta como quería ser.
Su voz temblorosa y débil se extinguió. Sus ojos miraron hacia arriba y quedaron abiertos, sin pestañear. Y sus labios quedaron entreabiertos, como si aún tuviesen algo más que decirme. Dios mío, ¡estaba muerta!
Mamá había empezado todo esto. Mamá, ¡que salía impune de todo! ¡Indemne! Y rica, rica, ¡rica! Todo lo que tenía que hacer era verter unas lagrimitas al llegar a casa, compadeciéndose de sí misma. ¡Entonces chillé! Sé que chillé. Gemí y quise arrancarme los cabellos y la piel de la cara, porque me parecía demasiado a aquella mujer que tenía que pagar, pagar, pagar… ¡y pagar con creces!
Un cálido día de agosto, enterramos a Carrie en la parcela familiar de los Sheffield, a pocas millas del término de Clairmont. Esta vez no llovía. Ni había nieve en el suelo. Ahora, la muerte había llegado en todas las estaciones, menos el invierno, sin duda reservando ésta para mi regocijo. Cubrimos la tumba de Carrie con aquellas flores coloradas que tanto le gustaban, y también con flores granate. El sol tenía un bello color de azafrán, casi anaranjado, que se tornó bermellón al hundirse en el horizonte y teñir el cielo de un rojo rosado.
Mis pensamientos eran como hojas secas girando en el fuerte viento del odio, mientras permanecía sentada en el duro e incómodo banco de mármol. Después reuní estas hojas secas y las retorcí para formar con ellas un cruel palo de bruja, ¡con el que remover el olvidado brebaje de la venganza!
De los cuatro muñecos de Dresde, sólo quedaban dos. Y uno de ellos no haría nada. Había jurado todo lo posible para conservar la vida… incluso a aquellos que no merecían vivir.
No quería dejar a Carrie sola en la noche, la primera noche que pasaría bajo tierra. Tenía que permanecer con ella y consolarla de algún modo desconocido. Eché una mirada al sitio donde dormían también Julia y Scotty, cerca de los padres de Paul y de un hermano mayor que había muerto incluso antes de nacer Amanda. Me pregunté qué estábamos haciendo nosotros, los Foxworth, en la parcela familiar de los Sheffield. ¿Qué significado tenía todo esto?
Si Alex no hubiese intervenido en la vida de Carrie y le hubiese brindado su amor, ¿habría sido mejor para ella? Si Carrie no hubiese visto a mamá en la calle y corrido para alcanzarla, ansiosa de asirle la mano y llamarle mamá, ¿habría sido todo diferente? Sí, lo habría sido. ¡Forzosamente! Al verse rechazada por su madre, había ido a comprar el veneno para las ratas, porque se creyó indigna de vivir, ya que su propia madre la negaba. Y el veneno que había echado en sus pastelitos no había sido una pizca, sino una buena cantidad… ¡de arsénico puro!
Alguien pronunció suavemente mi nombre. Alguien alargó cariñosamente las manos para asirme de los codos y levantarme. Ciñendo mi cintura con su brazo, sosteniéndome, me sacó del cementerio donde yo quería quedarme hasta que saliese el sol.
—Querida —dijo Chris—. Carrie no te necesita ya. Pero hay otro que sí te necesita. Debes olvidar el pasado, Cathy, y tus planes de venganza. Veo la expresión de tu cara y puedo leer tus pensamientos. Te diré mi secreto para encontrar la paz. Quise decírtelo antes de ahora, pero tú te negaste a escucharme. Ahora, ¡tienes que escuchar y creer! Haz como yo, oblígate a olvidar todo lo que te produce dolor y recuerda únicamente lo que te causa alegría. Es el único secreto para una vida feliz, Cathy. Olvidar y perdonar.
Le miré con ojos duros y dije, sarcásticamente:
—Desde luego, te cuesta muy poco perdonar, Christopher… En cuanto a olvidar, ya es otra cosa.
Enrojeció como el sol poniente.
—¡Por favor, Cathy! De las dos cosas, el perdón es la mejor. En cuanto a recordar, sólo recuerdo lo que más me agrada.
—¡No! ¡¡No!
Pero me agarré a él, como se ase a una tabla de salvación el que se encuentra al borde del infierno.
Aunque no estoy segura, creo que vi una mujer vestida de negro, cubiertas la cabeza y la cara con un velo también negro, ocultándose detrás de un árbol al acercarnos nosotros a la carretera y al coche aparcado. Escondiéndose para que no la viésemos. Pero me bastó el breve vistazo para distinguir la sarta de lustrosas perlas que llevaba. Perlas que estaban allí para que una mano fina y blanca las levantase y, fruto de una antigua costumbre, las anudase y desanudase nerviosamente.
Sólo conocía una mujer que hiciese esto…, ¡la mujer perfecta para vestirse de negro y correr a esconderse! ¡Como se escondería siempre!
Yo cuidaría de que los días que le quedasen de vida fuesen bien negros. Más negros que el alquitrán vertido sobre mis cabellos. Más negros que los sombríos rincones de aquel ático en que nos había encerrado cuando éramos tan jóvenes y temerosos, y estábamos tan necesitados de amor. ¡Más negros que la sima más honda del infierno!
Ya había esperado bastante. Demasiado. Y, aunque Chris estuviese aquí para impedírmelo, ¡no podía evitar que yo hiciese lo que tenía que hacer!