El canto de sirena de las montañas

EN EL ÚLTIMO MOMENTO, resolví que no podía arriesgarme a ver a Bart Winslow, ni siquiera para pagarle sus honorarios; por lo cual le envié por correo un cheque de doscientos dólares, que, con razón o sin ella, consideré bastante.

Con Carrie sentada junto a mí y Jory en su falda, me dirigí a las Blue Ridge Mountains. Carrie estaba ahora entusiasmada, una vez emprendido el viaje, y, con sus grandes ojos azules abiertos de par en par, comentaba todo lo que veíamos.

—¡Oh, me encanta viajar! —exclamó, satisfecha.

Cuando a Jory le entró sueño, preparó una yacija para él en el asiento posterior del coche y se quedó a su lado, para asegurarse de que no se caería al suelo.

—¡Qué hermoso es, Cathy! Yo voy a tener al menos seis hijos, o tal vez más. Quiero que la mitad se parezcan a Jory, y la otra mitad a ti y a Chris, y dos o tres a Paul.

—Te quiero, Carrie, y también te compadezco. Estás haciendo planes para doce hijos, no para seis.

—No te preocupes —dijo arrellanándose en el asiento para dormir también un poco—. Nadie va a quererme; por consiguiente, sólo podré contar con tus hijos para quererlos.

—No es verdad. Tengo la impresión de que, cuando estemos en nuestra nueva casa, la señorita Carrie Dollanganger encontrará a su amor. Incluso te apuesto cinco dólares. ¿Aceptas?

Sonrió, pero no aceptó la apuesta.

Rodábamos hacia el Nordeste; empezaba a caer la noche, y Carrie estaba muy callada. Miraba por la ventanilla; después me miró a mí y vi pintarse el miedo en sus grandes ojos azules.

—Cathy, ¿vamos a volver allí?

—No, exactamente.

Fue cuanto le dije hasta que encontramos un hotel y resolví pasar allí la noche. A la mañana siguiente vino una corredora de fincas con quien me había puesto al habla de antemano para llevarnos en su coche a ver las «propiedades en venta». Era una mujer alta y hombruna, que iba de cara al negocio.

—Ustedes necesitan algo sólido, utilitario y no demasiado caro. En este sector abundan las casas ricas. Pero hay algunas más pequeñas, que los ricos solían utilizar para sus huéspedes o para alojar a la servidumbre. Hay una muy bonita, con un lindo jardín.

Nos mostró en primer lugar aquella casita de tres habitaciones, que me gustó inmediatamente. Creo que también le gustó a Carrie, pero le advertí que no debía mostrarlo. Observé algunos detalles para desorientar a la agente.

—Parece que la chimenea no funciona.

—Claro que sí, y tiene muy buen tiro.

—El horno, ¿va con petróleo o con gas?

—Hace cinco años que instalaron gas natural; el baño ha sido reformado, y también la cocina. Vivía aquí un matrimonio que trabajaba en Foxworth Hall; pero vendieron la casa para marcharse a Florida. Sin embargo, se encontraban perfectamente en ella. No me cupo duda de que era así. Sólo una casa que había sido muy apreciada podía tener todos aquellos lindos detalles que la hacían excepcional. La compré y firmé todos los documentos, sin intervención de abogados; aunque, como había leído algo sobre estas cosas, hice autenticar el contrato.

—Haré instalar un horno en la pared, con puerta de cristal —dije a Carrie, que era muy aficionada a cocinar…, afortunadamente para mí, pues yo tenía poco tiempo para ello—. Y pintaremos nosotras mismas todo el interior de la casa, para ahorrar dinero.

Empezaba a darme cuenta de que, después de pagar todas mis deudas y el primer plazo de la compra de la casita, los cien mil dólares no iban a durarme mucho. Pero no me había lanzado a ciegas en esta aventura. Dejando a Carrie y Jory en un motel, visité una maestra de ballet que vendía su escuela para retirarse. Era una mujer rubia, muy bajita, y tenía casi setenta años. Pareció alegrarse de verme, mientras nos estrechábamos la mano y hablábamos del precio que pedía.

—Les vi bailar, a usted y a su marido, y, francamente, señorita Dahl, aunque me encanta que le interese mi escuela, considero que es una lástima que se retire en plena juventud. ¡Yo no habría podido dejar de actuar, a los veintisiete años!

Pero ella no era yo. No tenía ni pasado, ni había tenido una infancia como la mía. Cuando vio que estaba resuelta a cerrar el trato, me dio la lista de sus alumnos.

—La mayoría de ellos pertenecen a familias ricas que viven por aquí, y no creo que uno solo piense dedicarse a la danza como profesional. Vienen para complacer a sus padres, que gustaban de ver a sus niñas en traje de baile durante los recitales. Pero no he encontrado un solo alumno con dotes para la danza.

Los tres dormitorios de nuestra casita eran muy pequeños, pero el cuarto de estar tenía forma de L, era de proporciones aceptables y contaba con una chimenea flanqueada de estantes para libros. El brazo corto de la L podía emplearse como comedor. Carrie y yo empuñamos sendas brochas y, en una semana, pintamos todas las habitaciones de un verde pálido. Con la madera pintada de blanco, el efecto era delicioso. Todo parecía más espacioso. Naturalmente, Carrie quiso añadir unos detalles rojos y purpúreos en «su» habitación.

A las tres semanas habíamos iniciado una nueva pauta de vida; yo daba clases en la academia de ballet, instalada sobre la farmacia local, y Carrie hacía las labores de la casa y casi toda la cocina, sin dejar de vigilar a Jory. Siempre que podía, llevaba a Jory a la clase, no sólo para aliviar a Carrie de su responsabilidad, sino también para tenerle cerca de mí. Recordaba lo que había dicho Madame Marisha sobre la conveniencia de que viese, escuchase y captase el sentido de la danza.

Una mañana de domingo, a primeros de junio, me senté junto a una ventana a contemplar las montañas brumosas y azules que nunca cambiaban. La mansión Foxworth seguía siendo la misma. Habría podido hacer retroceder el tiempo y, aquella misma noche, tomar a Jory y Carrie de la mano y llevarlos por los ondulantes senderos desde el apeadero del ferrocarril. Habría sido lo mismo que cuando mamá llevó a sus cuatro hijos a su prisión de esperanza y desesperación, y les dejó allí para ser torturados, azotados, y para pasar hambre. Evoqué una y otra vez todo lo que habíamos pasado: la llave de madera que habíamos confeccionado para escapar de nuestra celda carcelaria; el dinero que habíamos hurtado en el magnífico dormitorio de nuestra madre; la noche en que habíamos encontrado un grueso libro sobre placeres sexuales en el cajón de la mesita de noche. Quizá, si no hubiésemos visto nunca aquel libro…, las cosas habrían seguido otro rumbo.

—¿En qué estás pensando? —me preguntó Carrie—. ¿Tal vez en que deberíamos ir a visitar al doctor Paul y a Henny? Me gustaría que pensaras eso.

—Sabes, Carrie, que esto es imposible ahora. Se acerca la fiesta de final de curso, y los chicos y chicas de mis clases tienen que ensayar todos los días. Los padres pagan por ver esto. Y para poder vanagloriarse ante sus amigos. Pero quizá podríamos invitar a Paul y a Henny a visitarnos.

Carrie lloriqueó un poco, pero, súbitamente, se iluminó su semblante.

—¿Sabes, Cathy? El hombre que vino a instalar el nuevo horno era joven y guapo, y cuando me vio con Jory, me preguntó si era hijo mío. Esto me hizo mucha gracia, y él sonrió también. Se llama Theodore Alexander Rockingham, pero me dijo que le llamase Alex. —Hizo una pausa y me miró, temerosa, pero temblando de esperanza—. Me preguntó si quería salir con él.

—¿Aceptaste?

—No.

—¿Por qué no?

—No lo conozco lo bastante. Dijo que va al college y que trabaja a ratos como electricista para ayudarse a pagar sus estudios. Dice que será ingeniero, especializado en electricidad, o quizá pastor protestante… Todavía no lo ha decidido. —Sonrió débilmente, orgullosa y confusa al mismo tiempo—. No parece importarle lo bajita que soy, Cathy.

Su manera de decirlo me hizo sonreír también.

—Carrie… ¡te has puesto colorada! Dices que no conoces a ese chico, y después me vienes con toda clase de detalles. Le invitaremos a comer. Entonces podré ver si es digno de mi hermanita.

—Es que… —balbuceó, enrojeciendo intensamente—. Alex me pidió que fuese con él a su casa, en Maryland, a pasar un fin de semana. Habló de mí a sus padres… Pero, Cathy, ¡no me siento aún con ánimos para conocer a sus padres!

Sus ojos azules parecían llenos de pánico. Entonces comprendí que Carrie debía de haber visto a aquel muchacho muchas, muchas veces, mientras yo daba mis clases de ballet.

—Escucha, querida, invita a Alex a comer y deja que vaya solo a su casa. Creo que debería conocerle bien, antes de dejar que te marches sola con él.

Ella me miró de una manera extraña y, después, bajó los ojos.

—¿Estarás tú aquí, si viene a comer?

—Pero, bueno, ¡claro que estaré! —Sólo entonces se hizo la luz en mi cerebro. ¡Oh, Dios mío! La estreché en mis brazos—. Mira, querida, pediré a Paul que venga este fin de semana; así, cuando Alex vea que me gustan los hombres maduros, ni siquiera mirará en mi dirección. Además, tú fuiste la primera en verle, y él te vio primero a ti. Y no querrá saber nada de una mujer mayor y con un hijo.

Se abrazó a mi cuello, entusiasmada.

—¡Te quiero, Cathy! Alex sabe arreglar hornillos y planchas de vapor. ¡Puede arreglar cualquier cosa!

* * *

Una semana más tarde, Alex y Paul se sentaron a nuestra mesa. Alex era un joven de simpático aspecto, tenía veintitrés años, y alabó mis dotes culinarias. Me apresuré a decir que Carrie había preparado casi toda la comida.

—No —replicó modestamente ella—, Cathy lo ha hecho casi todo. Yo sólo rellené el pollo, dispuse las guarniciones, hice el puré de patata, los panecillos calientes y el pastel de merengue con limón. Cathy hizo todo lo demás.

De pronto, me di cuenta que yo no había hecho más que poner la mesa. Paul me guiñó un ojo para mostrarme que había comprendido.

Cuando Alex se llevó a Carrie al cine, y Jory estuvo acostado con sus muñecos de felpa predilectos, Paul y yo nos sentamos delante de la chimenea como un viejo matrimonio.

—¿Has visto ya a tu madre? —me preguntó él.

—Mi madre y su marido están aquí —expliqué, sin levantar la voz—. Residen en Foxworth Hall. El periódico local da cuenta de todas sus idas y venidas. Parece que mi querida e impertérrita abuela sufrió un ligero ataque; por consiguiente, los Bartholomew Winslow vivirán en familia con ella…, es decir, hasta que se muera.

Paul guardó silencio durante mucho rato. Estábamos sentados delante del fuego, observando cómo los rojos carbones se convertían en grises cenizas.

—Me gusta lo que has hecho en esta casa —dijo, al fin, Paul—. Es muy acogedora.

Se levantó y vino a sentarse a mi lado en el sofá. Tiernamente, me atrajo a sus brazos, sin estrecharme, sólo mirándome a los ojos.

—¿Qué significo yo aquí? —murmuró—. ¿O ya no significo nada en parte alguna?

Entonces, le abracé con fuerza. Nunca había dejado de amarle, ni siquiera cuando Julián era mi marido. Al parecer, no había un solo hombre que pudiese dármelo todo.

—Quiero amarte, Catherine, antes de que vuelva Carrie.

Nos despojamos rápidamente de nuestras ropas. Nuestra pasión recíproca no había menguado en todos los años transcurridos desde que nos conocimos íntimamente por primera vez. No me parecía que fuese algo malo. Y menos cuando él murmuró:

—¡Oh, Catherine! Mi único deseo es que seas mía durante toda mi vida, y, cuando muera, poder tenerte como ahora entre mis brazos y que tú me abraces también y me mires como en este instante.

—Muy hermoso y muy poético —le dije—. Pero no cumplirás los cincuenta y dos hasta setiembre. Sé que vivirás hasta los ochenta o los noventa. Y entonces, confío en que nuestra pasión se mantendrá como ahora. Él meneó la cabeza.

—No quiero vivir hasta los ochenta, a menos que tú estés conmigo y sigas queriéndome. Cuando no me quieras, la vida habrá terminado para mí.

No supe qué decirle. Pero mis brazos hablaron por mí, acercándole para poder besarle una y otra vez. Entonces sonó el teléfono. Levanté perezosamente el auricular y, de pronto, me incorporé de un salto en la cama.

—¡Hola, mi señora Catherine! —Era Chris—. Una amiga de Henny estaba con ésta cuando llamé a Paul, y la amiga me dio tu número de teléfono. ¿Qué diablos estás haciendo en Virginia, Cathy? Sé que Paul está contigo… y quiera Dios que él pueda hacerte desistir de lo que te propones, sea lo que fuere.

—Paul es mucho más comprensivo que tú. Y tú deberías saber mejor que nadie por qué estoy aquí.

Él lanzó un gruñido de contrariedad.

—Te comprendo, y eso es lo peor. Sé que te vas a perjudicar. Y se trata de mamá. No quiero que la hagas sufrir más de lo que ya está sufriendo, y tú lo sabes. Pero, sobre todo, no quiero que vuelvas a dañarte a ti misma, como lo harás sin duda. Siempre estás huyendo de mí, Cathy; pero, por mucho que corras Y por muy lejos que vayas, yo estaré pisándote los talones, porque te quiero. Siempre que me ocurre algo bueno, te siento a mi lado, asiéndome la mano, queriéndome como yo te quiero, pero negándote a confesarlo, porque crees que es pecado. Si es pecado, el infierno sería el cielo para mí, estando contigo.

Sentí un pánico terrible, me despedí rápidamente y colgué; después, me volví y me acurruqué en los brazos de Paul, confiando en que no adivinase la causa de mi temblor.

* * *

En mitad de la noche, mientras Paul dormía en la pequeña habitación que le había destinado, me desperté. Creí haber oído gritar a las montañas: ¡Engendro del diablo! El viento que venía de los montes silbaba y aullaba y me llamaba perversa, ruin, malvada y todos los demás epítetos con que solía designarme nuestra abuela.

Me levanté y me acerqué a la ventana para mirar los sombríos picachos lejanos. Los mismos picachos que solía mirar tan a menudo desde las ventanas del ático. Y también podía oír, como Cory, el viento que bufaba y gruñía como un lobo que me estuviera buscando para llevarme consigo, como se había llevado a Cory para convertirle en polvo.

Corrí a la habitación de Carrie y me acurruqué a su cama, para protegerla. Porque, como en una pesadilla, tenía la impresión de que el viento la arrastraría a ella antes de alcanzarme a mí.