Gambito de apertura

EN CUANTO ME HUBE instalado en una casita de campo de alquiler, a medio camino entre Clairmont y Greenglenna, me senté a redactar una carta de chantaje dirigida a mi madre. Yo tenía muchas deudas, un hijo, y tenía que pensar también en Carrie. Enormes facturas de almacenes de Nueva York, a cargo de Julián, estaban todavía por pagar; estaban también las cuentas del hospital y de su entierro, y las de mi propio hospital, de cuando nació Jory. Las cartas de crédito no lo resolvían todo. Y no quería aceptar más dinero de Paul. Ya había hecho bastante.

Además, quería demostrar que era mejor que mamá, más hábil, más lista… Para ello, sólo tenía que escribir una carta, como había escrito ella a su madre después de la muerte de papá. ¿Por qué no pedirle un vil milloncejo? ¿Por qué no? ¡Ella estaba en deuda con nosotros! ¡Su dinero era también nuestro! Y con él podría pagar todas mis deudas, reintegrar a Paul y hacer algo para que Carrie fuese más feliz. Y, si me avergonzaba un poco hacer lo que había hecho ella —en cierto modo—, me disculpaba pensando que también esto era por su culpa. Siendo ella tan rica. ¡Jory no viviría en la indigencia!

Por fin, después de muchos intentos vanos, pergeñé la que consideraba carta perfecta de chantaje:

«Querida Señora Winslow:

»Érase una vez, en Gladstone, Pensilvania, un matrimonio que tenía cuatro hijos a los que todos llamaban los muñecos de Dresde. Ahora, uno de estos muñecos yace en una tumba olvidada y una muñeca no ha crecido como lo hubiese hecho si hubiese tenido luz de sol y aire fresco y el amor de una madre cuando más lo necesitaba.

»Ahora, la muñeca bailarina tiene su propio hijito, y muy poco dinero. Sé, Señora Winslow, que no siente usted mucha compasión por los niños capaces de proyectar sombras sobre sus días radiantes; por tanto, iré directamente al grano. La muñeca bailarina exige el pago de un millón de dólares, si quiere usted conservar alguno de sus millones… o miles de millones. Puede enviar esta cantidad al apartado de correos que le indico, en la seguridad, Señora Winslow, de que, si no lo hiciera, llegarán a oídos de Señor Bartholomew Winslow, abogado, unos relatos de horror que supongo que usted prefiere que no lleguen a su conocimiento.

»Cordialmente suya, la muñeca bailarina,

»CATHERINE DOLLANGANGER MARQUET».

Cada día esperaba que llegase un cheque por correo. Y cada día me sentía más chasqueada. Entonces escribí otra carta, y otra, y otra. Diariamente, durante siete días, deposité una carta en el correo, sintiendo crecer mi furiosa irritación. ¿Qué era un mezquino millón para ella, que tenía tantos? No le pedía mucho. Y, en todo caso, parte de este dinero nos pertenecía.

Por fin, después de aguardar inútilmente durante varios meses y de dejar atrás la Navidad y el Año Nuevo, decidí que ya había esperado bastante. Por lo visto, no quería hacerme caso. Busqué un número en la guía telefónica de Greenglenna y pedí y me dieron hora para visitar a Bartholomew Winslow, abogado.

Corría el mes de febrero y Jory tenía ya tres años. Pasaría la tarde con Henny y Carrie, mientras yo, luciendo mi ropa mejor y peinada a la última moda, me plantaba en el elegante despacho para mirar de frente al marido de mi madre. Por fin le veía de cerca, y, esta vez, él tenía los ojos bien abiertos. Se levantó despacio, con expresión indecisa, como si me hubiese visto alguna vez y no supiese dónde. Recordé aquella noche en que me había deslizado en las grandes habitaciones de mamá, en Foxworth Hall, y encontrado a Bart Winslow dormido en un sillón. Él llevaba un grueso bigote negro, y yo había tenido la audacia de darle un beso mientras dormía. Creyendo que estaba profundamente dormido… ¡cuando por lo visto no había sido así! Me había visto y pensado que era parte de su sueño. Debido a un beso furtivo, del que Chris habría de enterarse más tarde, mi hermano y yo nos habíamos visto empujados por un sendero que habíamos resuelto no seguir jamás. Ahora estábamos pagando el precio…, y era culpa de ella que Chris viviese ahora apartado de mí, tratando de negar lo que ella había provocado. Yo no podía aceptar a Paul como marido hasta que ella hubiese pagado… y no sólo en dinero.

Bart, el gallardo esposo de mi madre, sonrió, y entonces me di cuenta de su enorme atractivo. Un destello de reconocimiento pasó por sus oscuros ojos castaños.

—¡Qué me aspen si no es la señorita Catherine Dahl, la adorable bailarina que me deja sin resuello incluso antes de empezar la danza! Me encanta que necesite un abogado y que me haya elegido a mí, aunque no tengo idea del motivo de su visita.

—¿Me ha visto usted bailar? —le pregunté pasmada. Porque, si él me había visto, ¡mamá debió de verme también! Y yo, ¡sin enterarme! ¡Sin saberlo! Sentí calor, frío, tristeza, confusión. En alguna parte, en lo más hondo de mi ser, y a pesar de todo el odio que bullía en la superficie, aún sentía un poco de aquel amor que había tenido por ella cuando era joven y confiada.

—Mi esposa es una entusiasta del ballet —siguió diciendo él—. En realidad, a mí no me interesaba mucho cuando ella empezó a llevarme a todas sus actuaciones. Pero pronto aprendí a apreciarlo, sobre todo cuando usted y su marido representaban los primeros papeles. La verdad es que también mi esposa parecía interesarse solamente en el ballet cuando actuaban su marido y usted. Llegué a temer que se hubiese encaprichado de su esposo…, que se parece un poco a mí. —Tomó mi mano y la llevó a sus labios, levantando los ojos y sonriendo con la fácil simpatía del hombre convencido de tener a las damas en un puño—. Usted es todavía más hermosa fuera del escenario que dentro de él. Pero ¿qué está haciendo en esta parte del país?

—Vivo aquí.

Acercó un sillón para que me sentase, tan cerca que pudo observar bien mis piernas al cruzarlas yo. Se sentó en el borde de su mesa y me ofreció un cigarrillo, que yo rehusé. Encendió uno para él y preguntó:

—¿Está usted de vacaciones? ¿Ha venido a visitar a la madre de su esposo?

Comprendí que no sabía lo de Julián.

—Señor Winslow, mi marido murió de las lesiones sufridas en un accidente de automóvil, hace más de tres años. ¿No lo sabía?

Pareció impresionado y un poco confuso.

—No, no lo sabía. Lo lamento mucho. Sírvase aceptar mi tardío pésame. —Suspiró y aplastó su cigarrillo consumido a medias—. Ustedes dos eran sensacionales en el escenario… Es una verdadera lástima. He visto llorar a mi mujer, de la emoción que ustedes le causaban.

¡Sí! Apuesto a que estaba emocionada. Me encogí de hombros, eludiendo más preguntas, y fui directamente al objeto de mi visita, tendiéndole la póliza de seguro de Julián.

—Él firmó esta póliza poco después de casarnos, y ahora los de la Compañía no quieren pagar, porque se imaginan que él cortó el tubo endovenoso que le alimentaba. Pero, como puede usted ver, la cláusula del suicidio queda sin efecto al cabo de dos años.

Él se sentó, leyó cuidadosamente el documento y levantó a continuación la cabeza.

—Veré lo que puedo hacer. ¿Necesita usted inmediatamente este dinero?

—¿Quién no necesita dinero, Señor Winslow, a menos que sea millonario? —Sonreí e incliné la cabeza, como solía hacer mi madre—. Tengo cientos de facturas pendientes y un hijo pequeño al que mantener.

Me preguntó qué edad tenía mi hijo; se lo dije. Pareció intrigado y confuso en más de un sentido, mientras yo le miraba con ojos soñolientos, medio cerrados, ligeramente inclinada la cabeza atrás y hacia un lado, que era la manera en que mi madre miraba antaño a los hombres. Yo sólo tenía quince años cuando le había besado. Él era ahora mucho más guapo. Su rostro maduro era largo y delgado; los huesos de su cara, demasiado salientes; pero tenía una belleza masculina, varonil, realmente sorprendente. Algo había en él que sugería una sensualidad exagerada. Y no era de extrañar que mi madre no me hubiese enviado un cheque. Probablemente, todas mis cartas apremiantes la seguían todavía de un lugar a otro.

Bart Winslow me hizo unas cuantas preguntas más y repitió que vería lo que podía hacer.

—Soy un abogado bastante bueno, cuando mi esposa me deja estar en casa y dedicarme a mi bufete.

—Su esposa es muy rica, ¿verdad?

Esto pareció molestarle.

—Supongo que puede decirlo así —respondió, secamente, dándome a entender que no quería hablar del asunto.

Me levanté, disponiéndome a salir.

—Apuesto a que su rica esposa le lleva por ahí como a un perrito mimado, sujeto a una correa incrustada de piedras preciosas, Señor Winslow. Las mujeres ricas son así. No saben lo que es tener que trabajar para vivir, y me pregunto si usted lo sabe.

—¡Por mil diablos! —exclamó él, levantándose de un salto y quedándose plantado, con las piernas separadas—. Si piensa así, ¿por qué ha venido? Búsquese otro abogado, señorita Dahl. No quiero clientes que me insulten y pongan en duda mi competencia.

—No, Señor Winslow; le necesito a usted. Quiero que demuestre que conoce su oficio tan bien como afirma. Tal vez, de este modo podrá también demostrarse a sí mismo que, a fin de cuentas, es algo más que el juguete de una mujer rica.

—Tiene usted cara de ángel, señorita Dahl, ¡pero también la lengua de una víbora! Haré que la Compañía de seguros de su marido pague la indemnización. Les demandaré de conciliación y les amenazaré con entablar un pleito. Apuesto diez contra uno a que pagarán antes de diez días.

—Muy bien —dije—. Avíseme cuando tenga el dinero, pues, en cuanto lo reciba, voy a trasladarme.

—¿Adónde? —preguntó, avanzando un paso y asiéndome de un brazo. Me eché a reír, mirándole a la cara y poniendo en juego los recursos que tenemos las mujeres para interesar a los hombres.

—Cuando me vaya, se lo haré saber, por si desea usted que mantengamos el contacto.

* * *

A los diez días, fiel a su palabra, Bartholomew Winslow pasó por la escuela de baile para entregarme el cheque de cien mil dólares.

—¿Sus honorarios? —le pregunté, despidiendo a los chicos y chicas que se habían agrupado a mi alrededor. Yo llevaba un ceñido traje de ejercicio, y él era todo ojos.

—Cene conmigo el próximo martes, a las ocho. Póngase un traje azul que haga juego con sus ojos. Entonces discutiremos mis honorarios —dijo, y se marchó, sin esperar siquiera mi respuesta.

Cuando se hubo ido, me volví a mirar a los chiquillos que hacían sus ejercicios y, por alguna razón, les miré de arriba abajo, mofándome de su inocencia, que hacía que admirasen tanto a un ser tan lamentable como yo. Me compadecía de ellos y de mí.

—¿Quién era ese hombre que te dio un cheque? —me preguntó Madame Marisha, cuando terminó la clase.

—Un abogado al que encargué la reclamación del seguro de Julián. Han pagado.

—¡Ah! —exclamó ella, dejándose caer en el viejo sillón giratorio de detrás de su mesa—. Ahora tienes dinero y podrás pagar tus deudas… Supongo que dejarás de trabajar para mí y te irás a otra parte, ¿no?

—Todavía no sé bien lo que voy a hacer. Pero tiene usted que reconocer, Madame, que no nos llevamos muy bien, ¿verdad?

—Tienes demasiadas ideas que no me gustan. ¡Crees saber más que yo! Piensas que, después de trabajar aquí unos meses, ¡podrás largarte y abrir una escuela por tu cuenta! —Sonrió maliciosamente ante mi sobresaltada sorpresa, que confirmaba la verdad de algo que ella sólo presumía—. Conque… ¡también piensas que soy una estúpida! Pero te será difícil encontrar alguien más lista que yo. Leo tu pensamiento, Catherine. No me tienes simpatía, nunca me la has tenido… y, sin embargo, vienes a trabajar conmigo para aprender el negocio, ¿verdad? No me importa. Las academias de danza aparecen y desaparecen, ¡pero la Rosencoff School of Ballet seguirá funcionando siempre! Había pensado dejarla a Julián, pero éste murió, y entonces pensé dejártela a ti cuando me muera… ¡Pero no lo haré si te llevas a tu hijo y no puedo enseñarle!

—Usted es libre de hacer lo que quiera, Madame; pero yo voy a llevarme a Jory.

—¿Por qué? ¿Crees que puedes enseñarle tan bien como yo?

—No estoy segura, pero creo que sí. Es posible que mi hijo no quiera ser bailarín —proseguí, prescindiendo de su dura mirada—. Pero, si resuelve serlo, creo que podré ser una buena maestra…, tan buena como cualquiera.

—¡Si resuelve serlo! —La frase retumbó como un cañonazo—. ¿Qué puede hacer el hijo de Julián sino bailar? Lo lleva en sus huesos, en su cerebro y, sobre todo, en su sangre y en su corazón. Bailará… ¡o morirá!

Me levanté para marcharme. Había pretendido ser amable con ella, dejarla intervenir en la vida de Jory pero la ruindad que vi en sus ojos me hizo cambiar de idea. Quería apoderarse de mi hijo y hacer de él lo que había hecho de Julián, alguien que nunca podría realizarse plenamente porque la vida solo le ofrecía un camino.

—No pensaba decirle esto hoy, Madame, pero usted me obliga a hacerlo. Hizo usted creer a Julián que, si no podía bailar, la vida no sería nada para él. Se habría recobrado de sus roturas y de sus lesiones internas; pero usted dijo que no podría volver a bailar… y él lo oyó. No estaba durmiendo. ¡Y por eso resolvió morir! El mero hecho de que pudiese mover el brazo que tenía libre y sacar las tijeras del bolsillo de la enfermera, demuestra que ya se estaba recobrando, ¡pero sólo pudo ver un árido desierto en el que no existía el ballet! Pues bien, Madame, ¡no va a hacerle lo mismo a mi hijo! Mi hijo podrá elegir la vida que prefiera… ¡y pido a Dios que no sea la del ballet!

—¡Estúpida! —me escupió, levantándose y paseando arriba y abajo, delante de su vieja y arruinada mesa—. ¡No hay nada mejor que la adulación de los admiradores, el sonido de los aplausos estruendosos, el contacto de las rosas en tus brazos! ¡No tardarás en descubrirlo por ti misma! ¿Crees que te llevarás al hijo de mi marido y le tendrás apartado del escenario? Jory bailará y viviré hasta verle en el escenario, haciendo lo que debe hacer…, ¡o morirá él también!

»¿Quieres jugar a hacer de «mamaíta»? —se burló, torciendo los labios con desdén— ¿y quizá, también, de «buena esposa» de ese médico alto y bien plantado? ¿Y tener otro hijo, esta vez de él? Bueno…, al diablo contigo, Catherine, si sólo quieres esto de la vida. —Entonces se interrumpió y estalló en hondos sollozos, que hicieron que, al volver a hablar, su voz fuese grave y ronca, y no aguda y estridente como antes—. Sí, adelante…, cásate con ese médico que te tenía ya chiflada cuando viniste a mí por vez primera, con tus ojitos de niña cándida…, ¡y arruina también su vida!

—¿Que arruine también su vida? —repetí, torpemente.

Ella giró en redondo.

—¡Tienes algo que te corroe, Catherine! Algo que roe tus entrañas. ¡Algo tan amargo que enciende tus ojos y hace rechinar tus dientes! Conozco a las de tu clase. Arruinas a todos los que se ponen en tu camino, ¡y que Dios proteja al próximo hombre que te ame como te amó mi hijo!

Inesperadamente, una capa enigmática, invisible, me envolvió para darme el aplomo frío, indiferente, de mi madre. Nunca me había sentido tan invulnerable.

—Gracias por iluminarme, Madame. Adiós, y buena suerte. No volverá a verme, y tampoco a Jory.

Me volví y salí. Dispuesta a no volver.

* * *

El martes por la noche, Bart Winslow llamó a la puerta de mi casita. Vestía elegantemente, y yo me había puesto un traje azul; sonrió, satisfecho de que hubiese seguido sus instrucciones. Me llevó a un restaurante chino donde comimos con palillos y todo era negro y rojo.

—Eres la mujer más hermosa que jamás haya visto a excepción de mi esposa —dijo, mientras yo leía mí buenaventura en el envoltorio de un pastelito: «Cuidado con los actos impulsivos».

—La mayoría de los hombres no mencionan a sus esposas cuando salen con otra mujer…

Él me interrumpió:

—Yo no soy un hombre corriente, Y sólo quería hacerle saber que no es usted la mujer más hermosa que conozco.

Le sonreí afablemente, mirándolo a los ojos. Vi que le irritaba, le atraía y, sobre todo, le intrigaba, y, mientras bailábamos, me di también cuenta de que le excitaba.

—¿Qué es la belleza sin inteligencia? —le pregunté, rozándole la oreja con los labios al ponerme de puntillas—. ¿Qué es una belleza que envejece, que engorda y que ya no es retadora?

—¡Es usted la mujer más endiablada que conozco! —Sus negros ojos echaron chispas—. ¿Cómo se atreve a insinuar que mi esposa es estúpida, vieja y gorda? ¡Parece muy joven, para la edad que tiene!

—También usted lo parece —dije, con una risita burlona, y él se puso colorado—. Pero no se preocupe, señor letrado… No voy a competir con ella, no quiero tener un perrito faldero.

—Señora mía —replicó fríamente—, no lo tendrá, al menos en mí. Pronto me marcharé de aquí para instalar mi bufete en Virginia. La madre de mi esposa está delicada de salud y necesita cuidados. En cuanto haya liquidado usted mi cuenta, despídase de un hombre que, por lo visto, despierta sus peores instintos.

—No me ha dicho el importe de sus honorarios.

—Todavía no lo he fijado.

* * *

Ahora sabía yo adonde iba a ir. Volvería a Virginia y viviría cerca de Foxworth Hall. Ahora podía iniciar mi verdadera venganza.

—Pero Cathy —gimió Carrie, llorosa y trastornada Porque íbamos a separarnos de Paul y de Henny—. ¡No quiero marcharme! ¡Quiero al doctor Paul y a Henny! Ve tú adonde quieras, ¡pero déjame aquí! ¿No ves que el doctor Paul no quiere que nos vayamos? ¿No te importa hacerle daño? ¡Siempre le estás haciendo daño! ¡Yo no quiero hacérselo!

—Yo aprecio muchísimo al doctor Paul, Carrie, y no quiero hacerle daño. Pero hay ciertas cosas que debo hacer, y debo hacerlas ahora. Tú has de estar conmigo y con Jory, Carrie. Paul debe tener la oportunidad de encontrar una esposa, y nosotros somos un estorbo, ¿no lo comprendes?

Se echó atrás y me miró, furiosa.

—¡Él te quiere a ti por esposa, Cathy!

—No me lo ha dicho desde hace mucho, muchísimo tiempo.

—Porque tú te has empeñado en marcharte y seguir otro camino. Él me dijo que desea que hagas lo que quieras. Te ama demasiado. Si yo estuviese en su lugar, te obligaría a quedarte, sin importarme lo que quisieras hacer.

Entonces rompió en sollozos, echó a correr y cerró de golpe la puerta de su habitación.

Fui a decirle a Paul adonde iba, y el porqué. Su expresión feliz se volvió triste, y una mirada vaga se pintó en sus ojos.

—Sí; siempre sospeché que considerarías necesario volver allí y enfrentarte cara a cara con tu madre. Te vi hacer planes, pero esperaba que me pedirías que fuese contigo.

—Es algo que tengo que hacer yo sola —dije, estrechando ahora sus dos manos—. Compréndelo, y comprende, por favor, que todavía te quiero y siempre te querré.

—Comprendo —respondió simplemente él—. Te deseo suerte, Catherine. Deseo que seas feliz. Deseo que todos tus días sean brillantes y luminosos, y que obtengas todo lo que quieras, tanto si me incluyes como si no me incluyes en tus planes. Cuando me necesites, si alguna vez me necesitas, aquí me encontrarás, dispuesto a hacer todo lo que pueda. Siempre te he amado y te he echado en falta… Sólo recuerda que, cuando me necesites, estaré aquí.

No era digna de él. Era demasiado bueno para una mujer como yo.

Yo no quería que Chris o Carrie supiesen a qué parte de Virginia iba a dirigirme. Chris me escribía una o dos veces todas las semanas y yo contestaba todas sus cartas, pero sin decirle una palabra de esto… Ya se enteraría cuando viese el cambio en mi dirección.

Corría el mes de mayo, y el día siguiente a la celebración del vigésimo cumpleaños de Carrie, al que Chris no asistió, Carrie, Jory y yo partimos en mi coche, rumbo a Virginia. Paul había bajado a despedirnos, agitando la mano. Cuando miré por el espejo retrovisor, vi que sacaba un pañuelo del bolsillo superior de su chaqueta. Se enjugó las comisuras de los párpados, sin dejar de agitar la mano.

Henny nos miraba fijamente, y me pareció ver escrito en sus expresivos ojos castaños: Tonta, tonta, ¡qué tonta eres al marcharte y abandonar a un hombre bueno!

Nada mostraba mejor lo tonta que era, que el día soleado en que partí hacia las montañas de Virginia, con mi hermana menor y mi hijo sentados en el asiento delantero a mi lado. Pero tenía que hacerlo…, obligada por mi propio carácter a buscar la venganza en el lugar de nuestro encarcelamiento.