SI HUBO ALGUNA VEZ un niño que nació en un palacio de fieles adoradores, éste fue mi Jory, con sus rizos azules de tan negros, su piel blanca y cremosa, y sus ojos de un azul oscuro, muy oscuro. Era la viva imagen de Julián, y yo podía prodigarle todo el cariño que había sido incapaz de darle a su padre.
Jory pareció saber, desde el primer momento, que yo era su madre. Parecía conocer mi voz, mi tacto, incluso el ruido de mis pisadas. Sin embargo, sentía un amor casi tan grande por Carrie, que todas las noches volvía directamente a casa desde el consultorio de Paul y le cogía en brazos y jugaba con él durante horas.
—Tenemos que instalarnos en una casa propia —me dijo Chris, empeñado en erigirse en padre de Jory. En la casa de Paul, eso era imposible.
Yo no supe qué responderle. Adoraba la casa grande de Paul, y me gustaba estar con él y con Henny. Quería que Jory tuviese el jardín por cuyos senderos podía yo pasearle en su cochecito, rodeado de cosas bellas. Y Chris nunca podría darle tanto. Además, Chris nada sabía de mis importantes deudas.
Paul había montado habitación infantil en el piso de arriba, con su cuna, un parque para jugar, una sillita alta y docenas de animales de felpa con los que un niño pequeño podía divertirse sin hacerse daño. A veces, Paul y Chris llegaban a casa trayendo el mismo juguete. Entonces se miraban y sonreían para disimular su contrariedad. Y yo tenía que adelantarme corriendo y exclamar:
—¡Dos hombres con la misma idea!
Naturalmente, había que devolver uno de los dos juguetes…, pero yo me las ingeniaba siempre para que ellos no supieran cuál era el que devolvía.
Carrie se graduó en la escuela superior en el mes de junio, en que cumplió sus diecisiete años. No quería ir a la Universidad; estaba más que contenta con su puesto de secretaria particular de Paul. Sus deditos volaban sobre el teclado de la máquina de escribir; escribía al dictado con notable rapidez y sin incurrir en faltas…, pero seguía deseando que alguien se enamorase de ella, a pesar de su pequeña estatura.
Al verla desgraciada, yo me enfurecía contra mi madre… ¡más y más! Empecé a reflexionar a fondo sobre lo que le haría cuando se presentase la ocasión. Ahora era libre, no tenía un marido que me contuviese… Tenía que hacerle pagar, ¡como estaba pagando Carrie!
Ésta veía diariamente cómo se disputaban Chris y Paul mi atención, deseándome los dos, empezando los dos a mirarse como enemigos. Yo tenía que encontrar la manera de poner fin a una situación que habría debido de terminar hace tiempo. Si Julián no se hubiese interpuesto en mi camino, yo sería la esposa de Paul, y Jory sería hijo de Paul…, y, sin embargo… Yo quería a Jory por ser quien era, pero, pensándolo bien, me alegraba de haber tenido a Julián algún tiempo. No era ya una virgen dulce e inocente: dos hombres me habían enseñado bien. Tendría el conocimiento necesario para salirme con la mía cuando llegase el momento de robarle el marido a mi madre. Sería como ella había sido con papá. Lanzaría a Bart Winslow miradas tímidas, significativamente largas. Alargaría la mano para acariciarle la mejilla… Y mi mayor ventaja era que me parecía a ella, ¡pero mucho más joven! ¿Cómo podría él resistirse? Me propuse aumentar un poco de peso para acentuar mis curvas…, como ella.
Llegó la Navidad, y Jory, que aún no tenía un año, estaba sentado entre sus regalos, pasmado y con los ojos muy abiertos, sin saber qué hacer ni qué juguete coger primero. Chas, chas, chas, hicieron los disparadores de las tres cámaras. Pero sólo Paul tenía una cámara de cine.
—Buenas noches, mi amor… —canturreó dulcemente Carrie a mi hijo, meciéndole para hacerle dormir en la Nochebuena—, que los ángeles del cielo te guarden en sus brazos.
Me dio mucha pena verla allí, como una niña, pero ansiando tener un hijo propio. Chris se plantó detrás de mí y me rodeó la cintura con los brazos, y yo me eché para atrás apoyándome en él.
—Tendría que correr en busca de una cámara —murmuró—; están deliciosos, los dos juntos; pero no quiero romper el encanto. Carrie se parece mucho a ti, Cathy, salvo en la estatura.
«Salvo». Una breve palabra. Una breve palabra que hacía que nunca pudiese sentirse Carrie realmente feliz.
Sonaron pisadas en la escalera. Me desprendí rápidamente de los brazos de Chris y fui a llevar a mi hijito a la cuna. Cuando Chris se hubo ido a su habitación, sentí la presencia de Paul en el umbral.
—Cathy —murmuró Carrie, para no despertar a Jory—, ¿crees que algún día podré tener un hijo?
—Sí, claro que lo tendrás.
—Yo no lo creo —replicó, y salió y yo la seguí con la mirada.
Paul entró en la habitación del bebé, besó a Jory y se volvió a mí, como si fuese a tomarme en sus brazos.
—No —le dije, con voz débil—, no, mientras Chris esté en casa.
Él asintió con la cabeza, rígidamente; después me dio las buenas noches y yo me tumbé en la cama, donde permanecí despierta hasta poco antes del amanecer, preguntándome cómo podría resolver el dilema en que me hallaba.
Jory parecía completamente feliz en su situación; no era un niño mimado; no gemía ni lloraba, ni hacía innecesarias peticiones; se limitaba a aceptar. A veces permanecía largos minutos mirándonos, como si quisiera averiguar nuestra relación con él. Tenía la paciencia de Chris, la tranquila dulzura de Cory, y, sólo en ocasiones, la impetuosidad de su padre… y de su madre. Pero nada en Jory me recordaba a Carrie; sonreía mucho más que ella. Cuando Carrie paseaba por los jardines de Paul, con Jory en brazos, explicaba a éste las diferencias entre los varios árboles. No paraba de darle explicaciones. Y de este modo obligó a Jory a imitar las palabras con mayor rapidez de la que habría conseguido sin su ayuda.
—Mira esa hoja de roble —dijo un día Carrie, cuando Jory había aprendido ya a andar, y la brisa primaveral agitaba el aire—. Cada hoja tiene su forma, su consistencia y su olor propios. Todas las flores se abren para que entren las abejas; todas, menos las rosas. Pero las margaritas no huelen tan bien como las rosas, y por eso las abejas pasan de largo Y se dirigen a las rosas, que las atraen con su néctar y mantienen erguida la cabeza en la punta de sus altos tallos.
Señaló una rosa y me miró. Después mostró a Jory las margaritas y los pensamientos.
—Pero si yo fuese una abeja, iría directamente a las violetas, y también a los pensamientos, aunque estén a ras de tierra. —Levantó los ojos hacia mí y dijo, con voz extraña, tensa y débil—: Tú eres como una rosa, Cathy. Todas las abejas acuden a ti, mientras que yo soy tan bajita que ni siquiera me ven. Por favor, no vuelvas a casarte antes de que yo tenga una oportunidad. Por favor, apártate si algún hombre mira en mi dirección… No le sonrías, por favor.
¡Oh, cuan de prisa pasan los años, cuando se tiene un hijo que llena todas las horas! Todos nos volvíamos locos sacándole fotografías: la primera sonrisa de Jory; su primer diente; sus primeros pasos desde mí hacia Chris y, después, hacia Paul y hacia Carrie.
Paul empezó un galanteo que debía durar dos años; los dos años que Chris estuvo de interno en el Clairmont Hospital. No podían herirse el uno al otro, porque se querían y respetaban. Ni siquiera podían hablar de la barrera que les separaba, salvo por mi mediación.
—Es este pueblo —indicó Chris—. Creo que Carrie estaría mejor en otra ciudad. Todos estaríamos mejor.
La luz del crepúsculo envolvía los jardines; era nuestra hora predilecta en ellos. Paul había salido para hacer sus visitas en tres hospitales. Carrie distraía a Jory antes de acostarse. Henny lavaba las ollas y las cacerolas con mucho ruido, para que supiésemos que aún estaba levantada… y ocupada.
Chris había terminado sus dos años de internado y empezado su período de residencia, que duraría otros tres. Cuando me dijo que estaba pensando en otro hospital, mucho más famoso, para adiestrarse mejor, sentí una profunda impresión. ¡Iba a dejarme!
—Lo siento, Cathy, pero la Clínica Mayo me ha aceptado, y eso es un gran honor. Sólo estaré nueve meses allí, y después volveré para terminar mis prácticas. ¿Por qué no vienes conmigo, tú y Jory? —Sus ojos brillaban ahora, lanzando chispas—. Carrie podría quedarse, para hacer compañía a Paul.
—¡Oh, Chris! ¡Sabes que no puedo hacerlo!
—¿Vas a quedarte aquí, cuando yo me haya ido? —preguntó con amargura.
—Si la compañía de seguros de Julián se aviniese a pagar, podría tener una casa propia, iniciar mi propia escuela de baile. Pero insisten en que la muerte fue por suicidio. Sé que hay una cláusula en la póliza por la que ésta sólo entra en vigor a los dos años en caso de suicidio, pero, como él la suscribió cuando nos casamos, la cláusula no surtía ya efecto cuando él murió. Sin embargo, se niegan a pagar.
—Necesitas un buen abogado. El corazón me dio un salto.
—Sí. Es verdad. Ve tú solo a la Clínica Mayo, Chris. Yo me apañaré, y te juro que no me casaré con nadie hasta que tú regreses y des tu aprobación. Y procura buscarte alguien para ti. A fin de cuentas, no soy la única mujer que se parece a nuestra madre.
Él se puso furioso.
—¿Por qué diablos dices esto? Eres tú, ¡no ella! Precisamente es todo aquello que te diferencia de ella lo que hace que te necesite y te quiera tanto.
—Yo quiero un hombre, Chris, con el que pueda acostarme, que me estreche en sus brazos cuando esté asustada, que me bese y me haga creer que no soy mala o indigna. —Mi voz se quebró, al llenarse de lágrimas mis ojos—. Yo quería demostrar a mamá lo que era capaz de hacer, y llegar a ser la mejor primera bailarina del mundo; pero, ahora que no está Julián, la música de ballet sólo me da ganas de llorar. Le echo mucho en falta, Chris. —Apoyé la cabeza en su pecho y sollocé—. Hubiese debido ser más buena con él; entonces, él no se habría enfurecido. Me necesitaba, y le defraudé. Tú no me necesitas. Tú eres más fuerte de lo que era él. En realidad, Paul tampoco me necesita, o habría insistido en casarse conmigo en seguida…
—Podríamos vivir juntos y… y…
Titubeó y su rostro se puso colorado. Yo terminé por él:
—¡No! ¿No ves que no daría resultado?
—No, creo que no lo daría… para ti —replicó, secamente—. Soy un estúpido; siempre he sido un estúpido, por querer lo imposible. Incluso soy lo bastante imbécil para añorar los días en que estábamos encerrados allí, viviendo como vivíamos allí…, ¡donde yo era para ti el único varón!
—¡No puedes hablar en serio!
Me agarró con fuerza.
—¿Ah, no? ¡Lo he dicho completamente en serio! Entonces, tú me pertenecías y, aunque resulte extraño, nuestra vida juntos hizo que yo fuese mejor de lo que habría sido… ¡y que te necesitase, Cathy! Podrías haber hecho que te odiase; pero, en vez de eso, hiciste que te quisiera.
Sacudí la cabeza, para negarlo; yo sólo había hecho lo que era natural después de observar la actitud de mi madre con los hombres. Le miré fijamente, temblando, y él me soltó. Me tambaleé al volverme Para correr hacia la casa. ¡Y di de manos a boca con Paul! Sobresaltada, farfullé algo, con aire culpable, y me quedé mirándole al volverse él bruscamente y echar a andar en dirección contraria. ¡Oh! ¡Había estado observando y escuchando! Giré sobre mis talones y corrí de nuevo hacia Chris, que tenía la cabeza apoyada en el tronco del roble más viejo.
—¡Mira lo que has hecho! —le grité—. ¡Olvídame, Chris! ¡No soy la única mujer en este mundo!
Hubiérase dicho que estaba ciego cuando volvió la cabeza y me respondió:
—Para mí, eres la única mujer en este mundo.
* * *
Llegó octubre, la fecha de la partida de Chris. Verle hacer su equipaje, saber que se marchaba, despedirme como si no me importase el tiempo que estaría fuera, todo esto me ponía mortalmente enferma, aunque no dejaba de sonreír.
Lloré en la rosaleda. Ahora todo sería más fácil. No tendría que alejar a Paul para que Chris no se sintiese herido. No tendría que medir cada sonrisa, ni compensar las que dedicaba a cada uno de los dos. El camino que me conducía a Paul estaba ahora libre y despejado…, pero algo se metió en mis ojos. La imagen de mi madre al bajar del avión, con su marido pisándole los talones. ¡Volvía a Greenglenna! Recorté la foto y la noticia del periódico y las puse en mi álbum. Tal vez si ella hubiese permanecido lejos, me habría casado con Paul sin perder tiempo. Tal como se pusieron las cosas, hice algo completamente impremeditado.
* * *
Madame Marisha «iba tirando» y necesitaba una ayudante; por consiguiente, fui a verla y traté de convencerla de que yo era la persona adecuada para hacer que su escuela siguiese funcionando, en el caso de que…, bueno…, nunca podía saberse.
—No pienso morirme aún —saltó ella. Después, asintió con la cabeza, con expresión dolida y ojos recelosos—. Sí; supongo que tú me consideras vieja, aunque yo no me siento como tal. Pero no trates de mandar, ni de imponerte a mí. ¡Sigo siendo el amo aquí, y lo seré hasta que me vaya a la tumba!
Durante el mes de noviembre, me di cuenta de que era imposible trabajar con Madame Marisha. Tenía ideas fijas sobre todo, y yo tenía algunas propias. Pero necesitaba dinero, necesitaba tener mi propia casa. No estaba dispuesta a casarme con Paul, y, si me quedaba con él, aquello ocurriría fatalmente. Había llegado el momento de empezar mi juego. El primer peón a mover sería el Señor Letrado. Pero de nada serviría si me quedaba con Paul, y cuando éste se opuso, diciendo que era un gasto innecesario, le expliqué que debía tener una oportunidad de afirmar mi propia persona y de hacerlo en mi casa, para descubrir lo que en realidad quería. Él me dirigió una mirada confusa, que se hizo en seguida más perspicaz.
—Muy bien, Catherine. Haz lo que tengas que hacer. Lo harás, de todos modos…
—Sólo lo hago porque Chris me pidió que no volviese a casarme antes de que Carrie tenga su oportunidad; además, Chris dice que no está bien que viva aquí contigo… hallándose él ausente…
Un final muy poco convincente, ¡y qué mentira tan grande!
—Lo comprendo —repuso él, con una irónica sonrisa—. Desde que murió Julián, he visto claramente que tu hermano y yo nos disputamos tu afecto. He tratado de hablarle acerca de esto, pero él no me ha dejado. Trato de hablar contigo, y tú no me dejas. Por consiguiente, vete a vivir en tu casa, descubre tu propio yo y, cuando creas que puedes portarte como una persona adulta, vuelve a mí.