AL CRECER EL HIJO en mi seno, empecé a encontrar la identidad que había perdido, pues el ballet mantenía siempre mi verdadero yo en un estado embrionario, encerrado en mi deseo de bailar y triunfar. Ahora tocaba de pies en el suelo, y la fantasía de una vida esplendorosa quedaba relegada a segundo término. Y no era que no ansiara, de vez en cuando, el escenario y los aplausos. Sí; tenía momentos de aflicción…, pero también tenía una manera segura de vencerlos. Pensaba en mi madre, en lo que ella nos había hecho. ¡Otra muerte en tu historia, mamá!
«Querida Señora Winslow:
»¿Todavía huye usted de mí? ¿Todavía no sabe que no puede correr lo bastante de prisa, ni alejarse lo bastante? Algún día la alcanzaré y volveremos a encontrarnos. Quizás entonces sufrirá usted tanto como me hizo sufrir a mí, o tres veces más, si se cumple mi deseo.
»Mi marido acaba de morir en un accidente de automóvil, como murió el suyo hace muchos años. Espero un hijo, pero no haré nada tan horrible como lo que hizo usted. Encontraré la manera de mantenerle, o de mantenerlos, aunque tenga trillizos… ¡o cuatrillizos!».
Envié la carta, dirigida a su casa de Greenglenna; pero después supe por el periódico que mi madre estaba en el Japón. ¡En el Japón! ¡Uf! Siempre corriendo de un lado a otro.
Yo me estaba convirtiendo en una mujer distinta. Los espejos demostraban que había perdido mi esbeltez y mi agilidad. Y eso espantaba. Veía que mis senos se volvían más redondos, más llenos, de la misma manera que se hinchaba mi cintura. Me fastidiaba mi manera de andar nada graciosa, pero me gustaba acariciar la redondez producida por el cuerpecito de mi hijo.
Un día comprendí que era más afortunada que la mayoría de las viudas. Tenía dos hombres que me necesitaban. Hombres que me daban a entender, de manera sutil, que estaban dispuestos a ocupar el sitio de Julián. Y tenía a Carrie, que me consideraba como un modelo que podía servirle para orientar su propia vida. La dulce y pequeña Carrie, que tenía ahora dieciséis años y nunca había salido con un chico, ni tenido un amiguito, ni asistido a un baile de gala de estudiantes. Y no era que no hubiese podido hacerlo, si hubiese olvidado su pequeñez. Chris pedía a sus amigos que invitasen a una hermana menor que se estaba muriendo de tedio por falta de compañía. Pero ella se lamentaba, diciéndome:
—¡Chris no tiene que concertar citas para mí! A ese estudiante no le intereso. Sólo viene para estar cerca de ti.
Me eché a reír, porque eso era ridículo. Nadie podía quererme en el estado en que me hallaba, embarazada, viuda, demasiado mayor para un estudiante. Así lo dije a Carrie, pero ésta puso cara hosca, junto a la ventana.
—Desde que has vuelto, el doctor Paul no me lleva al cine y a comer fuera de casa, como solía hacer. Entonces yo me imaginaba que no era mi tutor, sino mi novio, y esto me daba una satisfacción interior, porque todas las señoras le miraban, aunque sea viejo.
Suspiré; para mí, Paul nunca sería viejo. Parecía extraordinariamente joven, a pesar de sus cuarenta y ocho años. Abracé a Carrie y la consolé, diciéndole que el amor la estaba esperando a la vuelta de la esquina.
—Será un chico joven, Carrie, aproximadamente de tu edad. Y cuando te vea y sepa cómo eres, no hará falta que nadie le apremie, porque te querrá con entusiasmo.
Ella se levantó en silencio y se metió en su habitación, nada convencida por lo que acababa de decirle.
Madame Marisha venía a menudo, para interesarse por mi estado y prodigarme autoritarios consejos:
—Sigue practicando; toca música de ballet, para que el hijo de Julián aprenda a amar la belleza antes de nacer; dentro de tu seno, sabrá que la danza le está esperando. —Miraba mis pies, que al fin habían cicatrizado—. ¿Cómo están esos dedos?
—Bien —le respondía, en tono apagado, porque aún me dolían en los días de lluvia.
Henny se desvivía por cuidarme, cuando Carrie no andaba por allí. Estaba envejeciendo con rapidez asombrosa. Me tenía preocupada. Trataba de observar la severa dieta que le imponían sus dos «médicos», pero se dejaba vencer por el apetito y se olvidaba de las calorías y del colesterol.
* * *
Los largos días de duelo pasaron más de prisa, porque llevaba dentro de mí al hijo de Julián, que era como si fuese parte de él. Se acercaba la Navidad, y yo había aumentado tanto de volumen que no me atrevía a mostrarme en público. Pero Chris y Paul insistieron en que salir de compras sería bueno para mi salud.
Compré un broche antiguo de oro para enviarlo a Madame Zolta, y puse dentro de él dos pequeñas fotos, de Julián y mía, luciendo los trajes de Romeo y Julieta.
Poco después de Navidad llegó su carta dándome las gracias.
«Querida Catherine:
»Tu regalo ha sido el mejor de todos. El recuerdo de tu bello marido y pareja de baile me llena de pesadumbre. Y lloro también por ti, sobre todo si resuelves no volver a bailar porque vas a ser madre. Hace tiempo que habrías sido una prima ballerina, si tu marido hubiese mostrado menos arrogancia y más respeto por nuestros superiores. Mantente en forma, haz ejercicio, trae a tu hijo contigo y viviremos juntos en mi casa hasta que encuentres un nuevo danseur a quien amar. La vida brinda muchas oportunidades, no una sola. Vuelve».
Su nota puso una sonrisa pensativa en mi semblante.
—¿Por qué sonríes así? —me preguntó Paul, dejando a un lado la revista médica que sólo había retenido en parte su interés.
Me incliné con dificultad para alargar la carta. Él la leyó y después me tendió los brazos, invitándome a acurrucarme en sus rodillas. Me apresuré a aceptar la invitación, porque estaba sedienta de afecto. La vida me parecía desprovista de sentido sin un hombre.
—Puedes continuar tu carrera —dijo él, a media voz—. Aunque pido a Dios que no vuelvas a Nueva York y me abandones de nuevo.
—Érase una vez —empecé diciendo—, una bella pareja rubia que tuvo cuatro hijos que no hubiesen debido venir al mundo. Los padres los adoraban con locura. Un día, el padre murió, y la madre cambió y olvidó todo el amor, el afecto y los cuidados que los cuatro hijos necesitaban desesperadamente. Por tanto ahora que ha muerto otro soberbio marido, no quiero que mi hijo se sienta olvidado, huérfano de padre, o aborrecido e innecesario. Cuando mi hijo llore, estaré junto a él. Estaré siempre con él, para que se sienta seguro y muy querido, y leeré y cantaré para él, y nunca se sentirá abandonado o traicionado…, como se sintió traicionado Chris por el ser a quien más quería.
—¿Él? Hablas como si lo supieses. —Sus ojos iridiscentes parecieron tristes—. ¿Y vas a hacer de madre y de padre para ese hijo? ¿Vas a cerrar las puertas a todo hombre que desee compartir tu vida? Catherine, espero que no te conviertas en una de esas mujeres que se sienten amargadas porque la vida no satisface siempre sus deseos.
Eché la cabeza atrás para mirarle a los ojos.
—No vas a decirme que todavía me quieres, ¿verdad?
—¿Crees que no?
—Eso no es una respuesta.
—No creo que necesite responder. Pensaba que lo sabías. Y también pensaba, por tu manera de mirarme, que podrías volver a mí. Te amo, Catherine… Te amo desde el día en que subiste por primera vez a mi galería. Adoro tu manera de hablar, tu manera de sonreír, tu manera de andar…, es decir, antes de que quedases encinta y empezases a echar el cuerpo atrás… ¿Tanto te duele la espalda?
—¡Oh! —exclamé, disgustada—. ¿Por qué tienes que dejar de decir palabras dulces, para preguntarme si me duele la espalda? Claro que me molesta. No estoy acostumbrada a cargar con este peso adicional en la barriga… Sigue con lo que estabas diciendo antes de acordarte que eres médico.
Él bajó despacio los labios para rozar los míos, ligeramente, hasta que la pasión le obligó a apretarlos con fuerza. Yo le rodeé el cuello con mis brazos y devolví ardientemente todos sus besos.
La puerta de la entrada se abrió y se cerró de golpe. Me separé rápidamente de Paul y traté de ponerme en pie antes de que Chris entrase en la estancia…, Pero me faltó rapidez. Él entró; se había puesto el gabán sobre su traje blanco de interno. Traía una bolsa con un helado de alfóncigo que yo había mostrado deseo de comer como postre de la cena.
—Pensaba que estabas de guardia —dije, demasiado aprisa, para disimular mi turbación y mi sorpresa. Él puso el helado en mis manos y me miró fríamente.
—Estoy de guardia. Pero la noche es tranquila y pensé que podía tomarme unos minutos para traerte el postre que tanto parecías desear. —Miró a Paul—. Siento haber llegado en mal momento. Seguid con lo que estabais haciendo.
Giró sobre sus talones y salió de la habitación; después, cerró la puerta de golpe por segunda vez.
—Cathy —dijo Paul, levantándose para tomar el helado de mis manos—. Tenemos que hacer algo por Chris. Lo que él quiere es imposible. He tratado de hablar de esto con él, pero no quiere escucharme. Cierra los oídos y se va. Tienes que hacerle comprender que está arruinando su vida al negarse a aceptar a otra mujer en su corazón.
Se dirigió a la cocina y volvió al cabo de unos minutos, trayendo dos platitos con aquel helado verde que ya no me apetecía.
Paul tenía razón. Había que hacer algo por Chris… Pero ¿qué? Yo no podía herirle; tampoco podía herir a Paul. Era como una batalla en la que yo hubiese querido que ambos bandos saliesen vencedores.
—Catherine —dijo suavemente Paul, como si hubiese observado mi reacción—, nada me debes, si no me amas. Pero desengaña a Chris, hazle ver que tiene que encontrar a otra. A otra que no seas tú…
—Me resulta muy difícil decirle eso —respondí, en voz baja, avergonzándome de confesar que no deseaba que Chris encontrase a otra.
Quería que Chris estuviese siempre conmigo; sólo para tenerle cerca, por la confianza que me daba…, por nada más. Trataba de repartir mi tiempo entre Chris y Paul, dar bastante a cada uno de ellos, pero no demasiado. Veía crecer los celos entre ellos, y sentía que la culpa no era mía…, ¡sino sólo de mamá! Ella tenía la culpa, como la tenía de todo lo malo que ocurría en mi vida.
* * *
Era una fría noche de febrero cuando sentí la primera contracción. Jadeé a causa del vivo dolor. Sabía que sentiría dolor, ¡pero no tanto! Miré el reloj: las dos de la mañana del día de San Valentín. ¡Oh, qué maravilla! ¡Mi hijo nacería en el que habría sido sexto aniversario de mi boda!
—¡Julián! —grité, como si él pudiese oírme—. ¡Vas a ser padre!
Me levanté, me vestí lo más rápidamente que pude y crucé el pasillo para llamar a la puerta de Paul. Él murmuró algo que sonó como una pregunta.
—¡Paul! —grité—. Creo que acabo de tener la primera contracción.
—¡Gracias a Dios! —gritó él desde el otro lado, inmediatamente despierto—. ¿Estás preparada para salir?
—Claro. Lo estoy desde hace un mes.
—Llamaré a tu médico y, después, avisaré a Chris. Siéntate y tranquilízate.
—¿No puedo entrar?
Él abrió la puerta. Llevaba sólo el pantalón. Su pecho estaba descubierto.
—Eres la futura madre más serena que he visto jamás —dijo, ayudándome a sentarme.
Entonces se pasó rápidamente por la cara la maquinilla eléctrica y se puso la camisa y la corbata.
—¿Has tenido más contracciones?
Iba a responderle que no, cuando tuve otra. Me encogí.
—Quince minutos desde la última —balbuceé.
Me pareció que él estaba pálido al ponerse la chaqueta. Después me ayudó a levantarme.
—Muy bien. Te llevaré primero al coche y después volveré a buscar tu maleta. Conserva la calma, no te preocupes; esa criatura tendrá tres médicos que harán cuanto puedan…
—Para estorbarse —concluí.
—Para que tengas los mejores cuidados médicos —me corrigió, y después gritó, en dirección a la cocina—: ¡Henny! ¡Voy a llevar a Catherine al hospital! Díselo a Carrie cuando se despierte. Después, llama por teléfono a Madame Marisha y haz que oiga la cinta que grabamos para ella.
Habíamos pensado en todo. Cuando Paul abrió la puerta de la entrada, después de haber sacado el coche, oí la cinta y mi propia voz hablando a Madame Marisha: «Madame —había grabado, hacía semanas—, su nieto está en camino».
El tiempo que tardamos en llegar al hospital me pareció una eternidad. Bajo el toldo protector de la entrada de Urgencias, un interno solitario paseaba inquieto arriba y abajo. Era Chris.
—¡Gracias a Dios que habéis llegado! —exclamó—. Estaba imaginando toda suerte de calamidades.
Me ayudó a apearme del coche, mientras acudía rápidamente otra persona con una silla de ruedas, y, sin ninguno de los requisitos preliminares que tenían que soportar otros pacientes, me metieron en la cama en un santiamén…, en el momento en que otra contracción me hacía lanzar un grito.
Tres horas más tarde nació mi hijo. Chris y Paul estaban allí, ambos con lágrimas en los ojos, pero fue Chris quien levantó a mi hijo, todavía sujeto por el cordón umbilical, sucio y sanguinolento. Lo puso sobre mi vientre y lo sostuvo allí, mientras otro médico hacía lo que tenía que hacer.
—Cathy…, ¿puedes verle?
—Es hermoso —suspiré, pasmada, viendo los negros y rizados cabellos, y el cuerpecito rojo y perfecto.
Con furia parecida a la de su padre, agitó los puños diminutos y pataleó, protestando por los ultrajes que le infligían…, y sus ojos brillaron súbitamente, colocándole en el centro del escenario, por decirlo así.
—Su nombre es Julián Jano Marquet, pero yo voy a llamarle Jory.
Chris y Paul oyeron mi débil murmullo. Estaba cansada, soñolienta.
—¿Por qué quieres llamarle Jory? —preguntó Paul.
Me faltaron fuerzas para contestarle. Lo hizo Chris, que había comprendido la razón.
—Si hubiese sido rubio, le habría llamado Cory. Ahora, la «J» es de Julián, y el resto, de Cory.
Nuestras miradas se encontraron, y sonreí. Era maravilloso que la comprendieran a una, sin necesidad de dar explicaciones.