ME EXAMINARON LOS PIES por rayos X; tenía tres dedos rotos en el pie izquierdo y uno, el pequeño, en el derecho. Afortunadamente, los dos dedos gordos estaban ilesos; de no haber sido así, ¡nunca habría podido volver a bailar! Una hora más tarde, Chris me sacó del consultorio del médico, con un pie escayolado en un molde que me llegaba a la rodilla, mientras que el dedo pequeño había sido solamente protegido con esparadrapo para que sanase por sí solo. Cada uno de los dedos quedó fijado en su respectivo y pequeño compartimiento almohadillado del molde, de modo que no podía mover ninguno de ellos, y dejados al descubierto para que todos pudiesen admirar sus lindos tonos negruzcos, azules y purpúreos. Las últimas y ácidas palabras del doctor persistían en mi mente, sin contribuir en modo alguno a endulzar mis perspectivas. «Puede que vuelva a bailar, y puede que no. Depende». Pero no había dicho de qué dependería. Por consiguiente, pregunté a Chris.
—Claro que volverás a bailar —dijo confiadamente éste—. Algunos médicos se muestran excesivamente pesimistas, para darse tono cuando todo acaba bien… gracias a su «habilidad especial».
Me sostuvo desmañadamente, mientras abría con mi llave la puerta del apartamento que yo compartía con Julián. Después me alzó de nuevo con todo cuidado, y me introdujo en el piso, cerrando la puerta de una patada. Trató de colocarme lo más cómodamente posible en uno de los blandos canapés. Yo cerraba con fuerza los ojos, tratando de vencer el dolor que sentía a cada movimiento.
Chris alzó delicadamente mis dos piernas, para poder introducir cojines debajo de ellas y mantenerlas levantadas para reducir la hinchazón. Después, puso una abultada almohada debajo de mi espalda y mi cabeza…, sin decir una palabra…, ni una sola palabra.
Extrañada por este silencio, abrí los ojos y estudié su cara, encima de mí. Se esforzaba por adoptar un aire profesional, indiferente, pero no lo conseguía. Miraba de un lado a otro, y parecía horrorizado. Temerosa, miré a mi alrededor. Mis ojos estuvieron a punto de salirse de sus órbitas. Me quedé boquiabierta. ¡La habitación! ¡Todo patas arriba! ¡Dios mío! ¡Era horrible!
¡Nuestro apartamento era una ruina! Todos los cuadros que Julián y yo habíamos escogido con tanto cuidado habían sido arrancados de las paredes y hechos trizas en el suelo. Incluso las dos acuarelas pintadas por Chris y que eran retratos míos en traje de baile. Todos los caros objetos de adorno aparecían rotos en la chimenea. Las lámparas estaban caídas en el suelo, y las cortinas habían sido rasgadas. Los cojines de punto confeccionados por mí, durante los largos y tediosos vuelos, cuando íbamos de un lugar a otro, estaban desgarrados, ¡destruidos! Las plantas habían sido arrancadas de las macetas y dejadas con las raíces al aire, para que muriesen. Dos jarrones esmaltados, regalo de boda de Paul, habían sido también destrozados. Todos los objetos finos y costosos, que tanto apreciábamos, que Julián y yo habíamos pensado guardar toda la vida y dejarlos a nuestros hijos…, habían sido rotos sin posibilidad de arreglo.
—¡Vándalos! —murmuró Chris, a media voz—. ¡Son unos vándalos! —Sonrió y me besó en la frente y me estrechó la mano, mientras mis ojos se llenaban de lágrimas—. Conserva la calma —dijo, y fue a echar un vistazo a las otras tres habitaciones.
Yo me dejé caer de nuevo sobre los cojines, reprimiendo los sollozos. ¡Oh, cómo debía de odiarme él, para hacer aquello! Al poco rato, Chris volvió, grave el semblante, con aquella expresión anunciadora de tormenta que había visto pocas veces en su rostro.
—Cathy —empezó a decir, sentándose cuidadosamente en el borde del sofá y asiéndome la mano—, no sé qué pensar de esto. Todos tus vestidos y zapatos han sido destrozados. Tus joyas están desparramadas en el suelo del dormitorio; los collares, rotos; los anillos, pisoteados; los brazaletes, deformados a martillazos. Parece como si alguien se hubiese empeñado en destruir todas tus cosas, dejando las de Julián en perfectas condiciones.
Me dirigió una mirada confusa, turbada, y quizá las lágrimas que yo trataba de contener pasaron de mis ojos a los suyos. Brillándole los ojos azules, mostró en la palma de su mano la montura del que había sido exquisito anillo de noviazgo y que Paul me había regalado. El aro de platino era ahora un óvalo retorcido. Las grapas ya no sostenían el claro y perfecto brillante de dos quilates.
Me habían inyectado sedantes para que no sintiese dolor en los dedos rotos. Me sentía aturdida y desorientada, y bastante desapegada de todo. Alguien gritaba y gritaba dentro de mí —el odio volvía a estar cerca—, y soplaba el viento, y, al cerrar los ojos, me vi rodeada de montañas nimbadas de azul, que tapaban el sol…, como allá arriba, como en el ático.
—Julián… —dije, débilmente—. Debió de hacerlo él. Habrá venido y descargado su furor en todas mis cosas. Las únicas que ha dejado enteras son las que compró para él mismo.
—¡Que se vaya al infierno! —gritó Chris—. ¿Cuántas veces descargó su furia en ti? Un día vi que tenías un ojo amoratado. ¿Cuántas veces más lo hizo?
—Calla, por favor —dije, aturdida, soñolienta—. Si alguna vez me pegó, siempre lloró después y me pidió perdón.
«Sí, cuánto lo siento, corazón mío, mi único amor… ¡no sé cómo puedo portarme así, queriéndote como te quiero!».
—Cathy —dijo Chris en tono vacilante, metiéndose el aro de platino en el bolsillo—, ¿estás bien? Parece como si fueses a desmayarte. Te arreglaré la cama para que puedas descansar. Pronto te dormirás y te olvidarás de todo esto, y, cuando te despiertes, te sacaré de aquí. No llores por la ropa y por las cosas que él te dio, pues yo te las compraré mejores. En cuanto a este anillo que te regaló Paul, registraré el dormitorio hasta que encuentre el brillante.
Buscó, pero no encontró el brillante, y, cuando me quedé dormida, debió de llevarme a la cama que él mismo había preparado con sábanas limpias. Estaba cubierta con una sábana y una manta delgada cuando abrí los ojos, y él estaba sentado en el borde del lecho, observando mi cara. Miré hacia la ventana y vi que estaba oscureciendo. Julián podía llegar en cualquier momento, y encontraría a Chris conmigo… ¡Y se armaría la de todos los diablos!
—Chris…, ¿me desnudaste y me pusiste esta bata? —pregunté tontamente, viendo la manga de una bata azul que era una de mis preferidas.
—Sí. Pensé que estarías más cómoda que con aquellos pantalones descosidos. Y no olvides que soy médico. Estoy acostumbrado a verlo todo, y cuidé muy bien de no mirar.
La oscuridad del crepúsculo había invadido la habitación, suavizando y tiñendo de púrpura las sombras. Vagamente, volví a ver a Chris como era antaño, cuando la atmósfera del ático era parecida a ésta, púrpura, triste, amenazadora, y nosotros estábamos solos, enfrentándonos a algún futuro horror desconocido. Siempre hallaba yo consuelo en él, cuando no podía encontrarlo en parte alguna. Siempre estaba a mi lado, cuando yo necesitaba que hiciese y dijese lo adecuado.
—¿Recuerdas el día en que mamá recibió la carta de la abuela diciendo que podíamos quedarnos en su casa? Entonces pensamos que nos esperaban cosas maravillosas, y después pensamos que todo el gozo residía en el pasado. Nunca, nunca en el presente.
—Sí —confirmó él, en voz baja—. Lo recuerdo. Pensamos que seríamos tan ricos como el rey Midas, y que todo lo que tocásemos se convertiría en oro. Sólo tendríamos que dominarnos, para que aquellos a quienes amábamos siguiesen siendo de carne y hueso. Entonces éramos muy jóvenes y muy tontos, y demasiado confiados.
—¿Tontos? No creo que lo fuésemos; éramos normales. Tú conseguiste tu título de médico. Pero yo todavía no soy una prima ballerina.
Esto último lo dije con cierta amargura.
—No te achiques, Cathy. ¡Serás una prima ballerina! Lo serías desde hace tiempo, si Julián pudiese dominar ese mal genio que hace que todos los directores de compañía teman contrataros. Continúas atascada en una compañía modesta, porque te niegas a dejarle.
Suspiré, lamentando que hubiese dicho esto. Era verdad que los berrinches de Julián habían impedido más de una oferta que nos habría colocado en compañías más prestigiosas.
—Tienes que marcharte, Chris. No quiero que él te encuentre conmigo cuando vuelva a casa. No quiere que estés cerca de mí. Y yo no puedo dejarle. A su manera, me quiere y me necesita. Si yo no le contuviese, sería diez veces más violento, y, a fin de cuentas, le amo. Si a veces se pasó de la raya, fue para hacerme ver esto. Ahora lo veo.
—¿Lo ves? —gritó—. ¡Tú no ves nada! Dejas que la compasión te quite el sentido común. Mira a tu alrededor, Cathy. Sólo un chiflado ha podido hacer esto. ¡No voy a dejarte sola con un loco! Me quedaré para protegerte. Dime qué podrías hacer si él quisiera hacerte pagar por abandonarle en España. ¿Podrías levantarte y echar a correr? ¡No te dejaré aquí, indefensa, cuando él puede volver borracho o drogado…!
—¡No toma drogas!
Con esto quería defender lo que había de bueno en Julián, y olvidar, por alguna razón, todo lo que tenía de malo.
—Te aplastó los dedos de los pies, sabiendo que los necesitas para seguir bailando… Por consiguiente, no me digas que está bien de la cabeza. Cuando te estabas vistiendo, oí que alguien decía que, desde que empezó a ir con Yolanda, Julián es un hombre completamente distinto. Todos sospechan que toma drogas; por eso lo he dicho. —Hizo una pausa—. Además, sé por experiencia que Yolanda toma todo lo que se pone a su alcance.
Estaba adormilada, dolorida y preocupada por Julián, que ya debería estar en casa. Además, había un hijo incipiente, cuyo destino debía yo decidir.
—Bueno, puedes quedarte, Chris. Pero cuando él llegue, déjame hablar a mí… y mantente escondido. ¿Me lo prometes?
Asintió con la cabeza, mientras me invadía de nuevo el sopor y tenía la impresión de que nada era real, salvo la cama en la que descansaba y el sueño que tanta falta me hacía. Perezosamente, sin pensarlo, traté de volverme, y mis piernas resbalaron de los almohadones, haciéndome lanzar un grito.
—Cathy…, no te muevas —dijo Chris, volviendo a colocar rápidamente mis piernas sobre los cojines—. Deja que me tienda a tu lado hasta que él llegue. Te prometo que no me dormiré y que, en cuanto él abra la puerta, me levantaré de un salto y desapareceré.
Y como en sueños sentí el suave contacto de sus labios en mi mejilla, en mis cabellos y después en mis párpados, y, por último, en mis labios. «Te quiero tanto, ¡oh, cuánto te quiero!», le oí decir, y, en un momento de confusión, pensé que era Julián que había llegado para pedirme perdón por haberme hecho daño y por haberme humillado…, porque él era así, me causaba dolor y se disculpaba después, y me hacía el amor apasionadamente. Por esto me volví un poco y correspondí a sus besos, y le abracé y hundí los dedos entre sus gruesos y negros cabellos. Entonces comprendí. Los cabellos que tocaba no eran gruesos y crespos, sino finos y sedosos, como los míos.
—¡Chris! —grité—. ¡Basta!
Pero él había perdido todo su dominio y besaba furiosamente mi cara, mi cuello y mi pecho.
—No digas eso —murmuró, acariciándome—. Sólo he conocido frustraciones en mi vida. Trato de amar a otras, pero siempre eres tú…, tú, ¡que me estás vedada! Cathy… ¡deja a Julián! ¡Vente conmigo! Iremos a algún lugar lejano, donde nadie nos conozca, y podremos vivir juntos como marido y mujer. No tendremos hijos… Yo cuidaré de esto. Podremos adoptar algún niño… Sabes que seríamos unos buenos padres… y sabes que nos amamos y siempre nos amaremos. ¡Esto no lo cambiará nadie! Puedes huir de mí y casarte doce veces, pero tu corazón está en tus ojos cuando me miras, y es a mí a quien quieres, ¡cómo yo te quiero a ti!
Estaba exaltado con sus propios argumentos y no quería escuchar mis débiles palabras.
—Quiero abrazarte, Cathy, ¡tenerte de nuevo! Te daré todas las satisfacciones que antes no supe darte… Por favor, si me amaste alguna vez, ¡apártate de Julián antes de que él nos destruya a los dos!
Sacudí la cabeza, tratando de ver bien lo que hacía y lo que decía. Sus cabellos estaban debajo de mi mentón; tenía la cabeza apoyada en mi pecho y no podía ver mi negativa, pero sí oír mi voz.
—Christopher, voy a tener un hijo de Julián. Consulté a un ginecólogo cuando estuve en Clairmont; por esto me quedé más tiempo de lo que había proyectado. Julián y yo vamos a tener un hijo.
Pareció que le había dado una bofetada, por su manera de echarse atrás y renunciar al dulce éxtasis de sus besos prohibidos. Se sentó en el borde de la cama y hundió la cabeza entre las manos. Después, gimió:
—¡Siempre consigues derrotarme, Cathy! Primero Paul, después Julián y ahora… un hijo.
—Entonces se volvió de cara a mí. —Vente conmigo y deja que sea yo el padre de ese hijo. ¡Julián no sirve para eso! Aunque no dejes que te toque, te tendré cerca de mí y te veré y oiré tu voz todos los días. A veces quisiera que todo volviese a ser como antes…, solos tú y yo, y nuestros mellizos.
Un silencio que ambos conocíamos bien nos envolvió y nos encerró en nuestro mundo secreto, donde vivía el pecado y moraban pensamientos infames, por los que tendríamos que pagar, pagar, pagar, si algún día…, pero ¡no!, ¡no habría ningún «si algún día»!
—Chris, voy a tener el hijo con Julián —dije, con una firmeza que me sorprendió—. Quiero el hijo de Julián…, porque le amo, Chris… y le defraudé de muchas maneras. Le defraudé porque tú y Paul os metisteis por mis ojos y no supe ver lo que podía tener con él. Si hubiese sido una esposa mejor, él no habría necesitado a todas esas chicas. Yo te querré siempre, pero este amor no puede llevarnos a ninguna parte, y por esto renuncio a él. ¡Renuncia tú también! Despídete del ayer y de una Catherine Doll que ha dejado de existir.
—¿Le perdonas que te rompiese los dedos de los pies? —preguntó él, con asombro.
—Él no paraba de suplicarme que le dijese que le amaba, y yo nunca quise hacerlo. Mantenía una engañosa sombrilla abierta sobre mi cabeza, para guardar sombras oscuras en mi mente, y me negaba a ver en él cuanto pudiese tener de noble y bello aparte de la danza. No me daba cuenta de que su amor para mí, incluso cuando yo lo rechazaba, era algo noble y bello en sí mismo. Por consiguiente, déjame ir con él, Chris, aunque no vuelva a bailar jamás… Tendré su hijo… y él se hará famoso sin mí.
Chris cerró la puerta de golpe y me dejó sola, y pronto me quedé dormida y soñé con Bart Winslow, segundo marido de mi madre. Bailábamos en el gran salón de Foxworth Hall, y arriba, junto a la balaustrada de la galería, dos niños estaban escondidos dentro del arca maciza con la reja de alambre como fondo. El árbol de Navidad, colocado en un rincón, se elevaba hasta el cielo, y cientos de personas bailaban con nosotros, pero todas ellas eran de celofán transparente, no de carne y hueso como Bart y yo. De pronto, Bart dejaba de bailar y me llevaba arriba, por la ancha escalinata, y me depositaba sobre el suntuoso lecho. Mi hermoso vestido de terciopelo verde y de gasa de un verde más claro se fundía al contacto de sus manos ardientes…, y, al poseerme el vigoroso varón, yo empezaba a chillar y a gritar, y cada grito sonaba igual que el timbre de un teléfono.
Me desperté… ¿Por qué un teléfono sonando en mitad de la noche tiene siempre un tono amenazador? Todavía adormilada, levanté el auricular.
—¡Diga! —¿La señora de Julián Marquet?
Me desperté un poco más y me froté los ojos.
—Sí, soy yo.
La voz femenina nombró un hospital al otro extremo de la ciudad.
—Tendría usted que venir lo antes posible, Señora Marquet. Y mejor que otra persona la traiga en su coche. Su marido ha sufrido un accidente de automóvil; ahora está todavía en el quirófano. Traiga la póliza de seguro de él, sus documentos de identidad y su historia clínica, si la tiene… Señora Marquet… ¿está usted ahí?
No. Yo no estaba allí. Estaba en Gladstone, Pensilvania, y tenía doce años. Dos agentes del Estado estaban en el paseo, con un automóvil blanco aparcado… y entraban rápidamente para interrumpir una fiesta de cumpleaños y decirnos que papá había muerto. En un accidente de automóvil en la carretera de Greenfield.
—¡Chris! ¡Chris! —grité, temiendo que se hubiese marchado.
—Sí. Ya voy. Sabía que me necesitarías.
* * *
En la hora triste y solitaria que precede al amanecer, Chris y yo llegamos al hospital. Nos sentamos en una de las salas de espera esterilizadas, para saber si Julián sobreviviría al accidente y a la operación quirúrgica. Por último, a eso del mediodía, le bajaron de la sala de recuperación, donde había pasado muchas horas.
Le instalaron en lo que llamaban una «cama de fractura», que, más que cama, parecía un instrumento de tortura que mantenía levantada y suspendida su pierna derecha, escayolada desde los dedos del pie hasta la cadera. El brazo derecho estaba también roto, escayolado y suspendido de una manera extraña. La pálida cara estaba llena de cortes y de contusiones. Los labios, de ordinario llenos y rojos, estaban tan pálidos como la piel. Pero esto no era nada en comparación con su cabeza. ¡Me estremecí al mirarla! La habían afeitado y taladrado en ella unos agujeritos diminutos donde habían insertado unos sujetadores metálicos que mantenían la cabeza levantada e inclinada hacia atrás. Un collar de cuero, forrado de algodón, le ceñía el cuello. ¡El cuello roto! Además de una pierna fracturada, una fractura conminuta del antebrazo…, por no hablar de las lesiones internas que le habían tenido tres horas en la mesa de operaciones.
—¿Vivirá? —exclamé.
—Su estado es crítico, Señora Marquet —me respondieron, tranquilamente—. Si tiene otros parientes próximos, le aconsejo que les avise.
Chris telefoneó a Madame Marisha, pues yo temía que Julián expirase en cualquier momento y no quería perder la última oportunidad de decirle que le amaba. En otro caso, me habría maldecido todo el resto de mi vida.
Pasaron días. Julián tenía ratos de lucidez y ratos de inconsciencia. Me miraba con ojos empañados, desenfocados. Hablaba, pero su voz era tan espesa y confusa que no podía entender lo que decía. Yo le perdonaba sus pequeños pecados, y también los grandes, cosa fácil cuando la muerte acecha en un rincón. Alquilé una habitación del hospital contigua a la suya, para dormir a ratos; pero nunca pude descansar toda una noche. Tenía que estar al lado de él cuando recobrase el conocimiento, para que me viese y me conociese, para pedirle que luchase por su vida y, sobre todo, para pronunciar todas las palabras que siempre le había negado.
—Julián —murmuraba, con voz ronca a fuerza de repetir lo mismo—, ¡no te mueras, por favor!
Los compañeros de baile y los músicos acudieron al hospital para ofrecerme su consuelo. La habitación de Julián se llenó de flores de cientos de admiradores. Madame Marisha vino de Carolina del Sur y entró en la habitación llevando un horrible vestido negro. Contempló el rostro inconsciente de su único hijo sin la menor expresión de dolor.
—Es preferible que muera —dijo, lisa y llanamente—, a que se despierte y se encuentre inválido para toda la vida.
—¿Cómo puede decir eso? —grité, sintiendo ganas de pegarle—. Está vivo, y no le han desahuciado. ¡La médula espinal no sufrió daño! Volverá a andar, ¡y también a bailar! Ahora, sus ojos de azabache brillaron compasivos e incrédulos… y, un momento después, rompió a llorar. Ella, que se jactaba de no llorar jamás, de no lamentarse nunca, lloró entre mis brazos.
—Dilo otra vez; dime que volverá a bailar… ¡Oh, no mientas! ¡Tiene que volver a bailar!
Cinco horribles días transcurrieron antes de que Julián pudiese enfocar los ojos y ver en realidad. Incapaz de mover la cabeza, volvió los ojos en mi dirección.
—Hola.
—Hola, dormilón —le dije—. Pensé que no ibas a despertar nunca.
Él sonrió débilmente, con ironía.
—No he tenido tanta suerte, Cathy, amor mío. —Miró su pierna suspendida—. Preferiría estar muerto a verme así.
Me levanté y acerqué a la cama, que en realidad no era más que dos tiras de lona gruesa sujetas a fuertes barras, y debajo de las cuales se había extendido un colchón que podía bajarse lo bastante para introducir la silleta. Era un lecho duro e incómodo, pero conseguí tenderme en él, al lado de Julián con mucho cuidado, y acaricié la maraña de sus cabellos despeinados… o, mejor dicho, los que le habían dejado. Con la otra mano le di una palmadita en el pecho.
—No estás paralizado, Jule. No tienes la médula espinal rota, ni aplastada, ni siquiera lesionada. Está sólo en shock, por decirlo de algún modo.
Tenía un brazo indemne, que habría podido estirar para abrazarme, pero lo mantuvo junto a su costado.
—Mientes —dijo amargamente—. No siento nada de la cintura para abajo. Y tampoco tu mano sobre mi pecho. Ahora, ¡lárgate de aquí! ¡Tú no me quieres! ¡Has tenido que esperar a que esté dando las últimas boqueadas para decirme palabras dulces! No necesito ni quiero tu compasión… Por consiguiente, ¡lárgate y no vuelvas!
Bajé de la cama y busqué mi bolso. Llorando, mientras él lloraba también y contemplaba el techo.
—¡Maldito seas por arruinar nuestro apartamento! —grité, cuando fui capaz de hablar—. ¡Rasgaste todos mis vestidos! —gruñí, furiosa ahora, con ganas de abofetear su cara contusa e hinchada—. ¡Maldito seas por romper todas las cosas bellas que teníamos! Sabías con qué empeño escogimos las lámparas y aquellos objetos de adorno que costaron una fortuna: Sabes que queríamos conservarlo para nuestros hijos. ¡Ahora no tenemos nada que dejar!
Él sonrió, satisfecho.
—Sí; nada para dejar a nadie. —Bostezó, como despidiéndome; pero yo no estaba dispuesta a marcharme—. Gracias a Dios, no tenemos hijos. Nunca los tendremos. Puedes obtener el divorcio. Casarte con algún hijo de perra, y hacer también su vida desdichada.
—Julián —repuse, con enorme tristeza—, ¿he hecho tu vida desdichada?
Él pestañeó, como no queriendo contestar a esto; pero yo repetí mi pregunta una y otra vez, hasta que le obligué a decir:
—No del todo… Tuvimos unos pocos momentos buenos.
—¿Sólo unos pocos?
—Bueno…, tal vez más de unos pocos. Pero no tienes por qué quedarte a cuidar de un inválido. Lárgate, mientras estás a tiempo. Sabes que no soy bueno. Te he sido infiel muchísimas veces.
—Si vuelves a serlo, ¡te arrancaré el corazón!
—Vete, Cathy. Estoy cansado. —Parecía soñoliento, a causa de los muchos sedantes que le administraban—. En todo caso, los hijos no se han hecho para gente como nosotros.
—¿Gente como nosotros…?
—Sí; gente como nosotros.
—¿En qué somos diferentes de los demás?
Adormilado, lanzó una risita burlona, pero también amarga.
—No somos reales. No pertenecemos a la raza humana.
—Entonces, ¿qué somos? —Muñecos bailarines, nada más. Tontos que bailan, temerosos de las personas reales y de vivir en el mundo real. Por eso preferimos la fantasía. ¿No lo sabías?
—No, no lo sabía. Siempre pensé que éramos reales.
—Yo no rompí tus cosas; fue Yolanda. Sin embargo, vi cómo lo hacía.
Sentí vértigo, miedo de que él dijese la verdad. ¿Era yo, solamente, una muñeca que bailaba? ¿No podía caminar por el mundo real, fuera del teatro? ¿No era, a fin de cuentas, mejor que mamá?
—Julián… Yo te amo, palabra de honor. A veces pensaba que amaba a otro, porque me parecía antinatural cambiar el objeto de mi amor. Cuando era pequeña, creía que el amor sólo se presentaba una vez en la vida, y que no podía haber otro como él. Pensaba que, si se quería a una persona, nunca se podría querer a otra. Pero estaba equivocada.
—Vete y déjame solo. No quiero oír nada de lo que tienes que decirme, no ahora. Ahora me importa un bledo.
Unas lágrimas rodaron por mis mejillas y cayeron sobre él. Julián cerró los ojos, no queriendo ver ni oír. Me incliné para besar sus labios, pero éstos permanecieron apretados, duros, indiferentes. Después, él me lanzó:
—¡Basta! ¡Me mareas!
—Te amo, Julián —gemí—, y siento haberme dado cuenta demasiado tarde y haberlo dicho demasiado tarde… Pero hagamos que no sea tarde. Estoy esperando un hijo tuyo, el decimocuarto de una larga estirpe de bailarines…, y tienes que vivir para este hijo, aunque hayas dejado de quererme a mí. No cierres los ojos ni finjas que no me oyes, porque vas a ser padre, tanto si quieres como si no quieres.
Él volvió hacia mí sus ojos negros y brillantes, y vi que brillaban porque estaban llenos de lágrimas. Lágrimas de compasión por él mismo, o lágrimas de frustración, no pude saberlo. Pero me habló más amablemente y creí percibir un poco de amor en su voz.
—Te aconsejo que te libres de él, Cathy. El catorce no es un número más afortunado que el trece.
* * *
En la habitación contigua, Chris me cobijó en sus brazos durante toda la noche.
Me desperté temprano por la mañana. Yolanda había salido despedida del coche en aquel accidente, y hoy iban a enterrarla. Con mucho cuidado, me desprendí de los brazos de Chris y coloqué más cómodamente su cabeza sobre la almohada, antes de ir a echar un vistazo a la habitación de Julián. Éste tenía una enfermera de noche para cuidarle, pero la enfermera dormía profundamente al lado de la cama. Me quedé plantada en el umbral y observé a Julián, a la pálida luz de la bombilla envuelta en una toalla verde. Él también dormía, profundamente. El tubo endovenoso se deslizaba debajo de la sábana para insertarse en la vena. Por alguna razón, fijé la mirada en el frasco de líquido ligeramente amarillento que parecía agua y que se estaba vaciando de prisa; corrí y sacudí a Chris para despertarle.
—Chris —le dije, mientras él trataba de salir de su sopor—, ¿verdad que el suero debe penetrar gota a gota en el brazo? El frasco se está vaciando rápidamente, demasiado de prisa, creo yo. Apenas había terminado de pronunciar estas palabras cuando Chris corría ya hacia la habitación de Julián. Encendió la luz del techo al entrar y sacudió a la enfermera dormida.
—¡Maldita sea por quedarse dormida! ¡Está aquí para vigilarle! —Mientras decía esto, retiró la sábana, poniendo al descubierto el brazo escayolado de Julián, con una abertura en el yeso para la aguja. La aguja seguía allí clavada, en posición correcta…, ¡pero el tubo había sido cortado!
—¡Dios mío! —suspiró Chris—. Una burbuja de aire ha debido llegar a su corazón.
Contemplé fijamente las brillantes tijeras en la inerte mano derecha de Julián.
—Él mismo cortó el tubo —murmuré—, cortó el tubo, y ahora está muerto, muerto, muerto…
—¿De dónde sacó esas tijeras? —preguntó Chris.
La enfermera empezó a temblar. Eran las tijeritas que ella empleaba para cortar el hilo de su labor.
—Debieron de caerse de mi bolsillo —dijo débilmente ella—. Juro que no recuerdo haberlas perdido… O quizás él las cogió al inclinarme yo sobre la cama…
—Está bien —dije, con voz apagada—. Si no lo hubiese hecho así, habría empleado otro medio. Debí sospecharlo y prevenirla. La vida no valía nada para él, si no podía volver a bailar. Nada en absoluto.
Julián fue enterrado al lado de su padre. Con autorización de Madame Marisha, hice poner en la lápida:
«Julián Marquet Rosencoff, esposo amado de Catherine, y decimotercero en una larga estirpe de astros rusos del ballet».
Tal vez resultaba un poco ostentoso y delataba mi propio fracaso en amarle lo bastante mientras vivió, pero quise que todo se hiciese como él quería… o como yo pensaba que él quería.
Chris, Paul, Carrie y yo nos detuvimos también al pie de la tumba de Georges, e incliné la cabeza en señal de respeto por el padre de Julián. Un respeto que también hubiese debido mostrar por él. ¡Cómo odié aquellas tumbas, con sus santos o sus ángeles de mármol sonriendo dulcemente, tan piadosos o tan serios! Protegían a los que vivíamos; a nosotros, hechos de tejido frágil y de sangre, que podíamos lamentarnos y llorar, mientras ellos permanecerían allí durante siglos, sonriendo compasivamente a todos. Y yo volvía a encontrarme donde había empezado.
—Catherine —dijo Paul, cuando nos hubimos sentado en el largo automóvil negro—, tu habitación está igual que antes, a tu entera disposición. Ven a casa y quédate con Carrie y conmigo hasta que nazca tu hijo. Chris estará también allí, haciendo su internado en el Clairmont Hospital.
Miré fijamente a Chris, sentado en el traspuntín, pues sabía que se había ganado un puesto mucho mejor en un hospital muy importante. ¿Por qué trabajar como interno en otro hospital, pequeño y modesto?
—Duke está demasiado lejos, Cathy —dijo, eludiendo mi mirada—. Ya viajé demasiado cuando iba al college y a la Facultad de Medicina… Así, si no te importa, prefiero estar cerca cuando nazca mi sobrino o mi sobrina.
Madame Marisha dio un salto que hizo que su cabeza casi tocara el techo del automóvil.
—¿Vas a tener un hijo de Julián? —exclamó—. ¿Por qué no me lo dijiste antes? —Su entusiasmo fue tal, que su tristeza se desprendió de ella como una capa lúgubre cayendo al suelo—. Ahora, Julián no habrá muerto, porque va a tener un hijo… ¡que será exactamente igual que él!
—Puede ser una niña, Madame —repuso suavemente Paul, asiéndome una mano—. Sé que usted desea un varón como su hijo, y yo ansío una niña como Cathy o Carrie… Pero si es un muchacho, nada tendré que oponer.
—¿Oponer? —exclamó Madame—. Dios, en su infinita sabiduría y misericordia, ¡enviará a Catherine una copia exacta de Julián! Y el niño bailará y alcanzará la fama que esperaba al hijo de mi Georges.
* * *
La medianoche me sorprendió a solas en la galería de atrás, meciéndome en el sillón predilecto de Paul. Mi cabeza estaba llena de ideas sobre el futuro. Pero recuerdos del pasado chocaban con ellas y a punto estaban de ahogarme. Las tablas del suelo crujían débilmente; eran viejas y sabían de dolores; gemían conmigo. Las estrellas y la luna brillaban en lo alto; incluso unas cuantas luciérnagas revoloteaban en la oscuridad del jardín.
Detrás de mí, la puerta se abrió y cerró sin ruido. No miré, porque sabía quién era. Yo era muy hábil en discernir la presencia de la gente, incluso en la oscuridad. Él se sentó en el sillón contiguo al mío y se meció en él, siguiendo mi ritmo.
—Cathy —dijo, duramente—. ¡No quiero verte sentada ahí, con esa expresión perdida y desolada! No pienses que todo lo bueno de tu vida se ha acabado. Todavía eres muy joven y muy hermosa, y, cuando tu hijo haya nacido, te recobrarás rápidamente y volverás a bailar, hasta que creas llegado el momento de retirarte y dedicarte a la enseñanza.
No volví la cabeza. ¿Bailar de nuevo? ¿Cómo podría hacerlo, con Julián yaciendo bajo tierra? Mi hijo era lo único que tenía. Haría de él el centro de mi vida. Enseñaría a mi hijo a bailar, y él, o ella, alcanzaría la fama que Julián y yo habíamos perseguido para nosotros. Yo daría a mi hijo todo lo que mamá no había dado a los suyos. Mi hijo no se sentiría nunca descuidado. Cuando me tendiese los brazos, allí estaría yo. Cuando llamase a mamá, no tendría que contentarse con una hermana mayor. No… Yo sería como mamá, cuando ésta tenía a papá. Esto había sido lo más doloroso, que, habiendo sido una persona amable y cariñosa, hubiese podido transformarse en lo que era ahora, en un monstruo. Nunca, ¡nunca trataría yo a mi hijo como ella había tratado a los suyos!
—Buenas noches, Paul —dije, levantándome—. No estés aquí demasiado rato. Tienes que levantarte temprano y, durante la cena, parecías cansado.
—Catherine…
—Ahora no. Más adelante. Necesito tiempo.
Subí por la escalera de atrás, pensando en el hijo que llevaba en mi seno, en el cuidado que debía tener y en el régimen que debía seguir; tenía que beber mucha leche; tomar vitaminas, pensar cosas agradables…, no tener ideas vengativas. A partir de ahora, tocaría diariamente música de ballet. La criatura la oiría desde mi seno, e incluso antes de nacer estaría predispuesta para la danza. Sonreí, pensando en las lindas faldas de bailarina que compraría a mi pequeña. Y sonreí aún más, pensando en que, si era chico, tendría los mismos rizos negros de su padre. Se llamaría Julián Jano Marquet. Jano, porque miraría en ambas direcciones, hacia delante y hacia atrás.
Me crucé con Chris, que iba a bajar por la escalera. Me tocó. Me estremecí, sabiendo lo que él quería. No hacía falta que pronunciase las palabras. Yo las sabía, dichas del derecho o del revés, articuladas o calladas. Las conocía… como le conocía a él.
Aunque me esforcé en pensar sólo en la inocente criatura que crecía en mi seno, mis pensamientos volvieron a mi madre, llenándome de odio, de planes de venganza no deseados. Porque, de alguna manera, ella había sido también responsable de la muerte de Julián. En primer lugar, si sus hijos no hubiésemos estado encerrados y necesitado escapar y correr, yo no me habría enamorado de Chris ni de Paul, y tal vez Julián y yo nos habríamos encontrado inevitablemente en Nueva York. Entonces podría haberle querido como él necesitaba y quería ser amado. Podría haberme acercado a él como «virgen pura, intacta».
«¿Habría sido todo diferente?», me preguntaba, una y otra vez… ¡Sí! ¡Sí! ¡Me convencí de que todo habría sido muy distinto!