TANTO CHRIS COMO PAUL, por no hablar de Carrie, me persuadieron de que volviese a Clairmont para pasar unos días con mi familia. Cuando estuve allí, rodeada de tantas comodidades, el embrujo de la casa y de los jardines a punto estuvo de seducirme otra vez. Me dije que así habría estado si me hubiese casado con Paul. Sin problemas. Una vida dulce y fácil. Después, al preguntarme qué estaría haciendo Julián, pensé en la manera ruin y odiosa que tenía de fastidiarme abriendo las cartas que me escribían Paul o Chris, como si buscase alguna prueba para acusarme. Sin duda, al volver de España, dejaría que se muriesen las plantas de mi casa, como una forma de castigarme.
«Algo extraño debe de haber en mí», pensaba, contemplando desde la galería los magníficos jardines de Paul. No era tan hermosa, ni tan inolvidable, ni tan indispensable para ningún hombre. Mientras estaba allí, Chris se acercó a mí desde atrás y echó un brazo sobre mis hombros. Yo recliné mi cabeza en él y suspiró, contemplando la luna. La misma vieja luna, testigo antaño de nuestra vergüenza, seguía allí dispuesta a presenciar más cosas. Yo no hice nada, salvo no apartar el brazo de él. Quizá me arrimé un poco más al apretar él su brazo.
—Cathy, Cathy —gimió, besándome los cabellos—, a veces pienso que, sin ti, la vida no tiene para mí ningún sentido. Tiraría mi título de médico y me iría al sur del Pacífico, si tú me acompañases…
—¿Y dejarías a Carrie?
—Podríamos llevarla con nosotros. —Pensé que estaba jugando al juego de los deseos, como cuando éramos pequeños—. Compraría una barca de vela y llevaría en ella a los turistas, y, si alguien se hacía daño, tendría los conocimientos suficientes para vendar sus heridas.
Me besó con el fervor del hombre enloquecido por la negativa. Yo no quise corresponderle, pero lo hice, y él jadeó y quiso llevarme a su habitación.
—¡Alto! —le grité—. ¡Sólo te quiero como hermano! ¡Déjame en paz! ¡Búscate otra!
Se echó atrás, confuso y dolido.
—¿Qué clase de mujer eres, Cathy? Respondiste a mis besos, demostraste que me correspondías, y de pronto te echas atrás, ¡y te haces la virtuosa!
—Entonces, ¡ódiame!
—No podría odiarte, Cathy. —Sonrió amargamente—. A veces quisiera hacerlo, a veces pienso que eres igual que nuestra madre; pero cuando he empezado a amar, ¡no puedo dejar de hacerlo!
Entró en su habitación y cerró la puerta de golpe, dejándome sin habla y mirando por dónde se había ido.
¡No! Yo no era como mamá ¡no lo era! Si había respondido era sólo porque buscaba mi identidad perdida. Julián había robado mi reflejo y lo había hecho suyo; quería que yo tomase todas las decisiones, para poder culparme cuando algo salía mal. Yo seguía tratando de demostrar mi valor, para poder, en definitiva, rechazar la condena de mi abuela. Ya lo ves, abuela, no soy tan malvada como dices. Si lo fuese, nadie me querría tanto. Seguía siendo el ratoncito del ático, egoísta, exaltado, exigente, que tenía que demostrar una y otra vez que merecía vivir bajo la luz del sol.
Un día estaba pensando en esto, en la galería de atrás, mientras Carrie trasplantaba unos pensamientos que había sembrado ella misma. Había a su lado unas macetas con brotes de petunias. Chris salió de la casa y me arrojó un periódico de la tarde.
—Aquí hay una noticia que puede interesarte —dijo, en tono despreocupado—. Pensaba no mostrártelo, pero después pensé que debía hacerlo.
«Parece que se ha disuelto la pareja de ballet formada por los consortes Julián Marquet y Catherine Dahl, nuestras celebridades locales. Por primera vez, Julián Marquet actuará con una bailarina que no es su esposa, en una importante representación televisada de Giselle. Ha circulado el rumor de que la señorita Dahl está enferma, pero también se dice que la pareja está a punto de separarse».
Seguían otras cosas, entre ellas el detalle de que Yolanda Lange iba a sustituirme. Era nuestra gran oportunidad, única entre muchas, de convertirnos en estrellas, ¡y él ponía a Yolanda en mi lugar! ¡Maldición! ¿Por qué no podía obrar como una persona mayor? Desperdiciaba todas las ocasiones. Dado el mal estado de su espalda, no podría levantar fácilmente a Yolanda.
Chris me dirigió una mirada extraña antes de preguntarme:
—¿Qué vas a hacer?
—¡Nada! —grité.
Callamos los dos unos momentos.
—Él no quería que vinieses a la ceremonia de mi graduación, ¿verdad, Cathy? Por esto puso a Yolanda en tu lugar. Ya te advertí que no te dejases dirigir por él. Madame Zolta te habría tratado mejor.
Me levanté y empecé a pasear por el porche. Nuestro primitivo contrato con Madame Zolta había terminado hacía dos años, y ahora sólo estábamos obligados a actuar para ella doce veces al año. Aparte esto, Julián y yo actuábamos por nuestra cuenta y podíamos bailar para cualquier compañía.
Julián podía quedarse con Yolanda. ¡Ojalá la dejase caer y se pusiese en ridículo! Podía acostarse con todas las adolescentes que quisiera… A mí me tenía sin cuidado. Pero entré corriendo en la casa, subí a mi habitación, me eché de bruces en la cama y empecé a sollozar.
El hecho de que hubiese visitado en secreto a un ginecólogo el día anterior, empeoraba aún más las cosas. Dos faltas no significaban mucho en una mujer como yo, que menstruaba con tanta irregularidad. Podía no estar embarazada; podía ser otra falsa alarma… y, si no lo era, ojalá tuviese valor para abortar. No me convenía tener un pequeño. Sabía que, si llegaba a tener un hijo, éste se convertiría en el centro de mi mundo, y el amor volvería a estropear a una bailarina que podía haber sido la mejor.
Música de ballet sonaba en mi cabeza cuando tomé el coche de Chris y fui a visitar a Madame Marisha, un cálido día de primavera en que todo el mundo parecía adormilado y perezoso, salvo aquel grupo de jóvenes idiotas que hacían ejercicios bajo las órdenes del pequeño murciélago vestido de negro como siempre. Me senté a la sombra, junto a la pared del fondo del inmenso salón, y observé el baile de los numerosos alumnos de ambos sexos. Me asustaba pensar la rapidez con que crecerían aquellas chicas, para sustituir a las estrellas actuales. Entonces yo me convertiría en otra Madame Marisha, y los años pasarían como segundos, hasta que llegase a ser como Madame Zolta, y toda mí belleza quedase únicamente conservada en viejas y desvaídas fotografías.
—¡Catherine! —gritó alegremente Madame Marisha cuando me vio. Se acercó a mí, de prisa y con graciosos movimientos—. ¿Por qué te has sentado en la oscuridad? —preguntó—. ¡Cuánto me alegro de volver a ver tu linda cara! Y no creas que no sé por qué pareces tan triste. ¡Eres muy tonta, si dejas a Julián! Él es un niño grande; no se le puede dejar solo, pues entonces hace cosas que le perjudican, y, si él sufre, ¡hace sufrir a los demás! ¿Por qué dejaste que dirigiese vuestro negocio? ¿Por qué dejaste que tirase tu dinero con la misma rapidez con que éste entraba en tus bolsillos? Pero te diré una cosa: yo, en tu lugar, ¡nunca habría permitido que pusiera a otra en el papel de Giselle!
¡Señor, qué mujer tan parlanchina!
—No se preocupe por mí, Madame —dije, fríamente—. Si mi marido ya no me quiere como pareja, estoy segura de que encontrará otras.
Ella frunció el ceño, avanzó. Puso sus huesudas manos sobre mis hombros y me sacudió, como para despertarme. Al verla tan de cerca, observé que había envejecido terriblemente desde la muerte de Georges. Sus cabellos negros eran ahora casi blancos, veteados de oscuro. Entonces hizo una mueca, descubriendo unos dientes más blancos y mucho más perfectos que antes.
—¿Dejarás que mi hijo te ponga en ridículo? ¿Dejarás que ponga otra bailarina en tu lugar? ¡Creía que tenías más carácter! Lo que tienes que hacer es volver a Nueva York y echar a esa Yolanda de su vida. El matrimonio es sagrado, ¡y hay que cumplir las promesas hechas en la boda!
Después, su voz se suavizó, y me dijo:
—Ven, Catherine. —Me condujo a su pequeño y atestado despacho—. ¡Vas a contarme qué son esas tonterías entre tú y tu marido!
—¡No creo que eso sea de su incumbencia! Acercó otra silla y se sentó en ella a horcajadas. Apoyó los brazos en el respaldo y me dirigió una de sus miradas penetrantes.
—Todo, todo lo concerniente a mi hijo es de mi incumbencia —declaró, con fuerza—. Ahora, estate quietecita y deja que te cuente algo que no sabes de tu marido. —Su voz se hizo más amable—. Yo era mayor que Georges cuando nos casamos, pero, incluso así, no quise tener hijos hasta que pensé que lo mejor de mi carrera había quedado atrás. Entonces, quedé encinta. Georges no quiso nunca tener un hijo que le sirviese de estorbo, y así, desde el principio, Julián tuvo motivos de resentimiento contra él.
»Afirmo que nosotros no obligamos a nuestro hijo a bailar, pero le tuvimos con nosotros, y así el ballet se convirtió en parte de su mundo, en la parte más importante de su mundo. —Suspiró hondo y se pasó una mano huesuda por la nublada frente—. Confieso que. Fuimos severos con él. Hicimos todo lo posible para hacer de él algo que respondiese a nuestro ideal de perfección, pero, cuanto más nos esforzábamos en ello, más se empeñaba él en ser todo lo contrario de lo que nosotros pretendíamos. Tratamos de enseñarle una dicción perfecta, y él acabó burlándose de nosotros con toda clase de expresiones callejeras; lenguaje de cloaca, lo llamaba Georges. Mira —siguió diciendo, con cierta ansiedad en su expresión—, sólo cuando mi marido estuvo muerto y enterrado, me di cuenta de que éste nunca había hablado a nuestro hijo, salvo para ordenarle hacer alguna cosa o mejorar su técnica de baile. Nunca pensé que Georges podía estar celoso de su hijo, viendo que era mejor y alcanzaría mayor fama que él. Para mí no era fácil convertirme en una simple profesora de ballet, como no lo era para Georges ser solamente un maestro. Muchas noches yacíamos en la cama, abrazados, añorando los aplausos, las lisonjas… Era un hambre que no quedaría satisfecha hasta que oyésemos los aplausos dedicados a nuestro hijo.
Hizo una nueva pausa y dobló el cuello como un pájaro para observarme y ver si le prestaba toda mi atención. ¡Y vaya si se la prestaba! Me estaba diciendo muchas cosas que yo necesitaba saber.
—Julián quería herir a Georges, y lo consiguió al poner en duda la fama de su padre. Un día le dijo que no era más que un artista de segunda clase. ¡Georges estuvo un mes entero sin hablarle! Nunca volvieron a acercarse después de esto. Padre e hijo se fueron apartando más y más…, hasta que, un hermoso día de Navidad, otro prodigio entró en nuestras vidas y se nos ofreció. ¡Tú! Julián había venido a visitarnos, sólo porque yo le había suplicado que tratase de hacer las paces con su padre… y entonces él te vio.
»Nosotros tenemos el deber de comunicar nuestros conocimientos técnicos a la joven generación; pero, a pesar de esto, sentí cierta aprensión en aceptarte, principalmente porque creí que perjudicaría a mi hijo. No sé por qué lo pensé, aunque me pareció evidente, desde el primer momento, que amabas a aquel viejo doctor. Entonces pensé que había en ti algo muy raro, una pasión por la danza que se ve muy pocas veces. Eras, a tu manera, igual que Julián, y, cuando bailabais juntos, erais tan sensacionales que no podía dar crédito a mis ojos. Mi hijo sintió también que había una relación entre vosotros dos. Tú le miraste con tus grandes y dulces ojos llenos de admiración, y así me dijo él más tarde que eras una gatita encelada que caería fácilmente entre sus brazos. Él y yo manteníamos siempre una estrecha relación, y Julián me confesaba cosas que otros chicos habrían mantenido secretas.
Se interrumpió, me miró con sus ojos acerados y siguió diciendo, con voz sofocada.
—Tú llegaste, le admiraste, le quisiste cuando bailabas con él; pero cuando no bailabais los dos, te mostrabas diferente. Cuanto más dura era tu resistencia, más se empeñaba él en conquistarte. Yo pensaba que eras muy lista, que jugabas hábilmente un juego femenino, cuando, en realidad, ¡eras una chiquilla! Y ahora, ahora… vas y lo dejas plantado en un país extranjero, sin conocer el idioma, cuando deberías saber que tiene muchos puntos flacos, ¡y que no puede estar solo!
Se puso en pie de un salto, como un gato negro y flaco, y me miró de arriba abajo.
—Sin Julián, que te inspiró y fomentó tu talento con el suyo, ¿dónde estarías ahora? A no ser por él, ¿estaríais en Nueva York, bailando en una compañía que se está convirtiendo rápidamente en una de las mejores? ¡No! Estaríais aquí, criando hijos para ese médico. Sabe Dios por qué le darías el sí a Julián, y por qué razón no puedes amarle. Porque él me dice que no le amas, ¡ni le has amado nunca! Y ahora vas y le administras una droga. Le abandonas. Huyes para asistir a la graduación de tu hermano, cuando sabes muy bien que tu sitio está al lado de tu marido, ¡haciéndole feliz y atendiendo sus necesidades!
»¡Sí, sí! —chilló—. ¡Me llamó desde larga distancia y me lo contó todo! ¡Ahora cree odiarte! Ahora quiere separarse de ti. Y si lo hace, no tendrá un corazón que mantenga su vida, porque te lo dio hace años, ¡muchos años!
Me levanté despacio; me flaqueaban y temblaban las piernas. Pasé una mano por mi dolorida frente y contuve unas lágrimas cansadas. De pronto lo vi claramente: ¡amaba a Julián! Ahora veía lo mucho que nos parecíamos; él, con su odio a un padre que lo había negado como hijo, y yo, con mi odio a mi madre, que me hacía cometer locuras, como enviarle cartas y postales de Navidad odiosas, para entristecer su vida y hacer que nunca, nunca, pudiese encontrar la paz. Julián, en competencia con su padre, sin saber que había ganado, que era mejor…, y yo, en competencia con mi madre, pero teniendo aún que demostrar que era mejor que ella.
—Madame, voy a decirle algo que Julián no debe saber y que, en realidad, yo no he sabido hasta hoy: amo a su hijo. Quizá le he amado siempre, y no quería aceptarlo.
Ella meneó la cabeza, y sus palabras fueron como proyectiles:
—Si le amas, ¿por qué le abandonaste? ¡Contesta! ¿Le dejaste porque descubriste que le gustan las jovencitas? ¡Tonta! A todos los hombres les gustan las chicas jóvenes, ¡y siguen viviendo con sus esposas! Si dejas que su deseo de carne joven te aparte de él, ¡estás loca! Pégale en la cara, dale patadas en el culo, dile que, si no deja en paz a esas chicas, ¡te divorciarás de él! Díselo, y verás cómo te hace caso. Pero si no dices nada y actúas como si no te importase, ¡es lo mismo que decirle que no le amas, ni le quieres, ni le necesitas!
—Yo no soy su madre, ni un cura, ni Dios —dije, cansadamente, fastidiada por la pasión que ponía ella en sus palabras. Retrocedí hacia la puerta, dispuesta a marcharme—. No sé si podré apartar a Julián de las jovencitas, pero estoy dispuesta a volver con él e intentarlo. Prometo hacerlo mejor. Seré más comprensiva, y le haré saber que le quiero tanto que no puedo tolerar la idea de que se acueste con alguien que no sea yo.
Ella se acercó y me estrechó en sus brazos.
—¡Pobre pequeña! —dijo, con voz mimosa—. Si he sido dura contigo, lo he hecho por tu propio bien. Tienes que impedir que mi hijo se destruya a sí mismo. Debes salvarle, porque te mentí cuando dije que no serías nada sin él. ¡Es él quien nada sería sin ti! Desea la muerte, siempre lo he sabido. Piensa que no merece seguir viviendo, porque su padre no le convenció de lo contrario, y yo soy tan culpable como Georges. Julián esperó años y años que su padre le considerase como a un hijo, digno de ser amado por lo que era. Y esperó también años y años a que Georges le dijese que sí, que era mejor bailarín que él, y que estaba orgulloso de que lo fuese. Pero Georges guardó siempre silencio. Tú debes ir y decir a Julián que Georges le quería. A mí me lo dijo muchas veces. Y dile que su padre estaba orgulloso de él. Díselo, Catherine. Vuelve con él y convéncele de que le necesitas y le amas. Dile que sientes haberle dejado solo. ¡Y ve en seguida, antes de que haga algo terrible!
* * *
Había llegado el momento de decir de nuevo adiós a Carrie, a Paul y a Henny. La única diferencia era que esta vez no tenía que despedirme de Chris. Éste había tomado una determinación.
—¡No! ¡Iré contigo! No dejaré que vuelvas sola junto a un loco. Cuando hayáis hecho las paces y sepa que todo marcha bien…, entonces me iré.
Carrie lloró, como siempre, y Paul se echó atrás y dejó que sus ojos hablasen y me dijesen que sí, que tendría de nuevo un lugar en su corazón.
Miré hacia abajo, al empezar a elevarse el avión, y vi que Paul tenía asida la manita de Carrie y que ésta ladeaba la cabeza para mirar hacia arriba y agitaba la otra mano hasta que la perdimos de vista. Me arrellené cómodamente en el asiento, apoyé la cabeza en el hombro de Chris y le dije que me despertase cuando llegásemos a Nueva York.
—¡Vaya una compañera de viaje! —gruñó. Apoyó la mejilla en mis cabellos y tardó poco en dormirse a su vez.
—Chris —le dije, con voz soñolienta—, ¿recuerdas aquel libro sobre Raymond y Lily, que siempre estaban buscando el lugar encantado donde crecía la hierba purpúrea que había de hacer que se cumpliesen todos sus deseos? ¿No sería maravilloso mirar hacia abajo y ver la hierba púrpura?
—Sí —admitió él, tan soñoliento como yo—. También yo la estoy buscando.
* * *
El avión aterrizó en La Guardia a eso de las tres. Hacía un día cálido y bochornoso. El sol jugaba al escondite, asomándose de vez en cuando entre las nubes de tormenta. Chris y yo estábamos cansados.
—A esta hora, Julián estará ensayando en el teatro. Aprovechan los ensayos para rodar una película de propaganda. Tiene que haber muchos ensayos; yo no he bailado nunca en este teatro, y es importante tener sentido del espacio donde hay que moverse.
Chris acarreaba mis dos pesadas maletas, mientras yo llevaba su bolsa mucho más ligera. Reí para mis adentros y le sonreí, contenta de que estuviese conmigo, aunque Julián se pondría furioso.
—Permanece en la sombra —le dije— y, si ves que todo va bien, no dejes siquiera que él te vea. En realidad, Chris, estoy segura de que se alegrará de verme. No es peligroso.
—Claro —replicó él, frunciendo el ceño. Entramos de puntillas en el teatro, a oscuras. Sólo el escenario estaba brillantemente iluminado. Las cámaras de Televisión estaban en su sitio, dispuestas a grabar los ejercicios. El director, el productor y algunos otros ocupaban butacas de la primera fila.
El calor del día era neutralizado por el ambiente frío del enorme espacio. Chris abrió una de mis maletas y me echó un suéter sobre los hombros; después nos sentamos los dos cerca del pasillo, aproximadamente a la mitad de la platea. Automáticamente levanté las dos piernas y las apoyé en el respaldo de la butaca de delante. Aunque yo temblaba, el corps de ballet estaba sudando a causa del calor de los focos. La cámara estaba preparada. Busqué a Julián con la mirada, pero no le vi.
Mas pareció que el mero hecho de pensar en él le hiciese salir de entre bastidores al escenario, en una serie de jetes vertiginosos. Estaba formidable, con sus ajustados leotardos blancos y unas brillantes fundas verdes en las piernas para darle calor.
—¡Huy! —murmuró Chris a mi oído—. A veces olvido lo sensacional que puede ser en el escenario. No es de extrañar que todos los críticos de ballet digan que será la estrella de esta década cuando aprenda un poco de disciplina. Ojalá sea pronto… y lo mismo te digo a ti, Cathy.
Le sonreí, porque también yo necesitaba disciplina.
—Sí —admití—. También yo, desde luego.
En cuanto hubo terminado Julián su solo, salió Yolanda Lange al escenario, vestida de rojo, haciendo unas piruetas. ¡Estaba más hermosa que nunca! Bailaba extraordinariamente, a pesar de su estatura. Bueno, bailó bien hasta que Julián se emparejó con ella; entonces, todo fue de mal en peor. Él alargó los brazos para asirla por la cintura y le agarró las nalgas; entonces, ella tuvo que desprenderse rápidamente del agarrón y resbaló y estuvo a punto de caerse, y él la sujetó de nuevo. Un bailarín que dejase caer a una bailarina se encontraría pronto sin pareja a la que levantar. Probaron otra vez el mismo salto, elevación y caída hacia atrás, y el resultado no fue mucho mejor, haciendo que Yolanda pareciese desgarbada, y Julián, poco hábil.
Incluso yo, sentada en mitad de la platea pude oír la voz ronca de Yolanda.
—¡Maldito seas! —gritó—. Has hecho que pareciese torpe. Si me dejas caer, ¡te juro que no volverás a bailar!
—¡Corten! —gritó el director, poniéndose en pie y mirando con impaciencia a los otros.
El corps de ballet rebulló y gruñó, mirando con irritación a la pareja central que les hacía perder tanto tiempo. A juzgar por el sudor y por las miradas acaloradas de todos ellos, esto se había repetido varias veces, y siempre mal.
—¡Marquet! —gritó el director, famoso por su poca paciencia con aquellos que le obligaban a repetir las tomas—. ¿Qué le pasa? Creo que dijo usted que conocía bien este ballet. No ha dado una a derechas en los últimos tres días.
—¿Yo? —replicó Julián—. No soy yo… Es ella, que salta demasiado pronto.
—Muy bien —dijo sarcásticamente el director—, siempre es ella, y no usted, quien tiene la culpa. —Trató de dominar su impaciencia, sabiendo que Julián les dejaría plantados si se excedía en sus críticas—. ¿Cuándo estará su esposa en condiciones de volver a bailar?
—¡Eh, un momento! —chilló Yolanda—. Me hicieron venir de Los Ángeles, y ahora parece que quiere sustituirme por Catherine. ¡No lo consentiré! ¡Estoy aquí bajo contrato! ¡Acudiré a los tribunales!
—Señorita Lange —dijo suavemente el director—, usted está aquí como suplente, pero, de todos modos, probaremos otra vez. Marquet, esté atento a la señal. Lange, prepárese y pídanle a Dios que su actuación pueda mostrarse a un público que tiene derecho a esperar lo mejor de los profesionales.
Yo sonreía al oír que ella sólo estaba allí como suplente; había creído que la habían contratado en firme.
Sentí una satisfacción maligna al ver cómo Julián y Yolanda se ponían en ridículo. Sin embargo, cuando los bailarines del escenario gruñeron, gruñí con ellos, percibiendo su fatiga, y, a pesar mío, empecé a compadecerme de Julián, que hacía todo lo posible para que Yolanda mantuviese su equilibrio. De un momento a otro, el director diría «toma diez», y entonces me pondría en movimiento.
Delante de mí, en la primera fila, Madame Zolta torció su flaco cuello de jirafa en mi dirección, y sus vivos ojillos, como abalorios, se fijaron en mí, sentada muy tiesa, acechando como un águila.
—¡Eh, Catherine! —me llamó, con gran entusiasmo. Y añadió con señas: Ven, siéntate a mi lado.
—Discúlpame un momento, Chris —murmuré—. Tengo que subir allí y salvar a Julián antes de que arruine nuestras carreras. No temas. No puede hacerme gran cosa delante de tanto público.
Cuando me hube sentado al lado de Madame Zolta, ésta susurró:
—Bueno, ¡veo que no estás tan enferma como pensábamos! Demos gracias a Dios. Tu marido está arruinando mi reputación, junto con la suya y la tuya. No debí hacer que bailase siempre contigo, pues ahora no sabe hacerlo con las otras.
—Madame —le pregunté—, ¿quién hizo que Yolanda me sustituyese?
—Tu marido, querida —murmuró, agriamente—. Hiciste una tontería cuando dejaste en sus manos el control. ¡Es un hombre imposible! Es tempestuoso, diabólico, incapaz de razonar. Si no te ve pronto, se volverá loco… y nos volverá locos a todos. Y ahora ve, ponte el traje de baile, ¡y sálvame de la ruina!
En cuestión de segundos me puse la ropa adecuada y me recogí el cabello; después, até las cintas de mis pointes. Hice unos breves ejercicios en la barra del vestuario, con pliés y rond de jambes para que afluyese la sangre a mis miembros. Pronto estuve a punto. Por algo hacía varias horas de ejercicios cada día.
En la oscuridad de los bastidores, vacilé. «Estaba preparada para todo», pensé; pero ¿qué haría Julián cuando me viese? Mientras observaba a Julián en el escenario, alguien me empujó brutalmente a un lado, desde atrás.
—Has sido sustituida —silbó Yolanda—. Con que, ¡lárgate y no vuelvas a acercarte aquí! Tuviste tu oportunidad y la desperdiciaste. ¡Ahora Julián es mío! ¿Lo oyes? ¡Mío! He dormido en tu cama, he usado tus cremas y llevado tus joyas; te he sustituido en todo.
Me esforcé en prescindir de ella, en no creer nada de lo que decía. Cuando dieron la señal para la entrada de Giselle, Yolanda trató de detenerme; entonces la empujé furiosamente, con tanta fuerza que la hice caer. Su cara palideció de dolor, mientras yo salía en pointe al escenario, deslizándome ligeramente en lo que llamábamos un hilo de perlas… Si hubiesen medido cada pasito, se habría visto que las distancias eran exactas. Yo era la tímida muchacha aldeana, dulce y sinceramente enamorada de Loys. Algunos de los que estaban en el escenario se quedaron boquiabiertos al verme. Una expresión de alivio se pintó en los ojos negros de Julián…, por un momento.
—Hola —dijo, fríamente, al acercarme a él moviendo las negras pestañas para aumentar mi hechizo—. ¿Por qué has vuelto? ¿Te han echado tus médicos de casa? ¿Se han cansado ya de ti?
—Eres un bruto, Julián, desconsiderado y cruel, al sustituirme por Yolanda. ¡Sabes que la desprecio!
Estaba de espaldas a los espectadores y sonrió con malevolencia, sin dejar de mantener el ritmo.
—Sí; sé que la odias; por eso la llamé. —Torció los bellos labios rojos, de modo que parecieron feos—. Oye bien esto, muñeca danzante. Nadie, y menos mi esposa, me deja plantado y vuelve después, como si aún pudiese caber en mi vida. Ya no te quiero, amor mío, ya no te necesito. ¡Puedes ir a putear con quien te dé la gana! ¡Vete al diablo y sal para siempre de mi vida!
—No lo dices en serio —murmuré, mientras seguíamos bailando perfectamente. Nadie cortó la escena. ¿Cómo podían hacerlo, si nuestra actuación era exquisita?
—No me amas —dijo, amargamente—. Nunca me has amado. Era inútil cuanto hiciese y cuanto te dijese. ¡Pero ya no me importa! Te di lo mejor que podía darte, y no fue bastante para ti. Por consiguiente, querida Catherine, ¡toma ahora esto!
Y, dichas estas súbitas palabras, rompió la rutina del baile, dio un gran salto en el aire y se dejó caer con toda su fuerza sobre mis pies. Todo su peso, con el empuje de un ariete, ¡sobre los dedos de mis pies! Lancé un débil grito de dolor, y Julián se volvió a mí para acariciarme la barbilla.
—Ahora, amor, veremos quién bailará Giselle conmigo. No serás tú, ¿verdad?
—¡Corten! —gritó el director, demasiado tarde para salvarme.
Julián me agarró de los hombros y me sacudió como a una muñeca de trapo. Miré sus ojos extraviados, esperando cualquier cosa. Entonces se alejó rápidamente, dejándome en el centro del escenario, sola, sobre unos pies que me dolían tanto que tenía ganas de chillar. Pero me contuve y me senté en el suelo, contemplando mis pies, que se hinchaban de prisa.
Desde la oscura platea, Chris vino corriendo en mi ayuda.
—¡Maldito sea por hacerle eso! —gritó, poniéndose de rodillas y quitándome las zapatillas para examinarme los pies. Trató delicadamente de mover los dedos, pero lancé un grito de dolor. Entonces me levantó y me estrechó en sus brazos.
—Te pondrás bien, Cathy. Haré que sanen los dedos de tus pies. Temo que algunos estén rotos. Ahora necesitas un traumatólogo.
—Llevad a Catherine a nuestro traumatólogo —ordenó Madame Zolta, acercándose y mirando mis amoratados e hinchados pies. Después se fijó en Chris, al que había visto pocas veces—. Usted es el hermano de Catherine, causante de todo este jaleo, ¿no? —le preguntó—. Llévela rápidamente al médico. Está asegurada. En cuanto al imbécil de su marido, se acabó. ¡Queda despedido!