Los sueños se hacen realidad

MIENTRAS JULIÁN Y YO trabajábamos como esclavos para alcanzar la cima del mundo del ballet, Chris seguía velozmente su camino en el college, hasta el punto de que, al llegar al cuarto año, ingresó en un programa acelerado para estudiantes de Medicina que le permitió alcanzar, simultáneamente, el primer curso en la Facultad.

Voló a Nueva York y me explicó esto, mientras paseábamos, asidos de la mano, por Central Park. Era primavera, y los pájaros piaban y recogían alegremente las briznas que necesitaban para construir sus nidos.

—Chris, Julián no sabe que estás aquí, y yo preferiría que no se enterase. Tiene unos celos terribles de ti, y también de Paul. ¿Te enfadarás si no te invito a comer?

—Sí —respondió tercamente él—. He venido a visitar a mi hermana, y visitaré a mi hermana. Y no a hurtadillas. Puedes decirle que he venido a ver a Yolanda. Además, sólo pienso estar aquí el fin de semana.

Julián tenía un sentido obsesivo de posesión en lo que a mí se refería. Era como un hijo único que necesitaba ser mimado constantemente, y a mí no me importaba hacerlo, salvo cuando trataba de alejarme de mi familia.

—Está bien —dije—. Ahora está ensayando y se imagina que estoy en casa, haciendo las labores domésticas, hasta que vaya a buscarle esta tarde. Pero apártate de Yolanda, Chris. Sólo te traería disgustos, todo lo que hace con los hombres se sabe en la clase al día siguiente.

Él me miró de un modo extraño.

—Yolanda me importa un bledo, Cathy. Sólo la utilicé como pretexto para verte; sé que tu marido me odia.

—Yo no lo llamaría odio…, no exactamente.

—Está bien, llámalo celos; pero, sea lo que fuere, no me apartará de ti. —Su voz y su mirada eran ahora serias—. Mira, Cathy, Julián y tú parecéis estar siempre a punto de hacer algo grande, pero entonces ocurre alguna cosa, y nunca os convertís en las estrellas que deberíais ser. ¿Qué es ello? Me encogí de hombros. No sabía qué era. Pensaba que Julián y yo nos entregábamos a la danza como cualesquiera otros, o aún más, y sin embargo, Chris tenía razón… Realizábamos una interpretación espectacular que nos valía críticas entusiastas y, después, perdíamos terreno. Tal vez Madame Zolta no quería que nos convirtiésemos en superestrellas, para que no abandonásemos su compañía y pasáramos a otra.

—¿Cómo está Paul? —pregunté, al sentarnos en un banco entre sol y sombra. Chris había asido mi mano y no la soltaba.

—Paul es Paul… Nunca cambia. Carrie le adora, y él la adora. A mí me trata como a un hermano menor del que está muy orgulloso. Y realmente, Cathy, no creo que las cosas me hubiesen ido tan bien sin las lecciones que él me dio.

—¿Ha encontrado a alguien a quien amar? —pregunté, con voz ahogada, pues no acababa de creer las cartas de Paul, que me decían que no le importaba ninguna mujer.

—Cathy —dijo Chris, poniendo cariñosamente los dedos debajo de mi barbilla para que levantase la cabeza—, ¿cómo puede encontrar Paul a alguien que te iguale?

La expresión de sus ojos me dio ganas de llorar. ¿Acaso no podría librarme del pasado?

* * *

En cuanto Julián vio a Chris, se armó la marimorena.

—¡No quiero que duermas bajo mi techo! —rugió Julián—. No me gustas, ni me has gustado nunca, ni me gustarás jamás… Conque, ¡lárgate y olvida que tienes una hermana!

Chris se fue a un hotel, y nos vimos a hurtadillas un par de veces, antes de que él volviese a sus estudios. Yo asistí sumisamente a las clases con Julián, y a los ensayos de tarde y a las funciones de noche. A veces representábamos los primeros papeles; otras, papeles secundarios, y algunas, como castigo por alguna impertinencia de Julián a Madame Zolta, teníamos que bailar en el corps. Chris estuvo tres años sin volver a Nueva York.

* * *

Cuando Carrie tuvo quince años, vino a pasar su primer verano con nosotros en Nueva York. Vacilando y con aire asustado, después del largo vuelo que había hecho sola, avanzó despacio entre la bulliciosa y ruidosa multitud de la terminal del aeropuerto. Julián fue el primero en verla, y la llamó a gritos y corrió hacia ella para levantarla en brazos.

—¡Hola, guapísima cuñada! —la saludó, plantando un fuerte beso en su mejilla—. ¡Dios mío! Has crecido tanto que te pareces a Cathy. Casi no puedo distinguiros; conque, ¡ándate con cuidado! ¿Estás segura de que la vida de la danza no se ha hecho para ti?

Carrie se sintió dichosa y segura por la satisfacción que mostraba él al volver a verla, y le correspondió en seguida, echándole los brazos al cuello. En los tres años que Julián y yo llevábamos casados, Carrie había aprendido a quererle por lo que él aparentaba ser.

—¡No te atrevas a llamarme Tinkerbelle! —exclamó riendo. Era una broma sabida, porque Julián pensaba que Carrie tenía la estatura adecuada para representar el papel de una hada enanita… y no paraba de decirle que no era demasiado tarde para hacerse bailarina. Si otra persona hubiese sugerido una cosa así, se habría sentido profundamente ofendida; pero, tratándose de Julián, al que admiraba de veras, era capaz de hacer de enanita, dando vueltas y moviendo los brazos. Sabía que él le decía aquello como cumplido, y no como crítica de su pequeña estatura.

Entonces me tocó el turno de coger a Carrie en brazos. La quería tanto, que me sentía abrumada por una fuerza superior a mí y que me daba la impresión de que sostenía una criatura nacida de mi propia carne. Aunque no podía mirar nunca a Carrie sin añorar a Cory, que hubiese debido estar a su lado. Y me preguntaba: si él hubiese vivido, ¿habría medido también un metro cuarenta? Carrie y yo reímos y lloramos, e intercambiamos noticias, y entonces ella murmuró bajito, para que Julián no lo oyese:

—Ya no llevo sujetadores postizos. Ahora son de verdad.

—Lo sé —murmuré a mi vez—. Lo primero que he advertido ha sido tu pecho.

—¿De veras? —Parecía entusiasmada—. ¿Puedes verlos? No creía que se me notase tanto.

—Pues claro que se nota —dijo Julián, que no hubiese debido acercarse a espiar las confidencias de las dos hermanas—. Es lo primero que advertí después de mirar tu fabulosa cara. ¿Te das cuenta de que tienes una cara fabulosa, Carrie? A lo mejor le doy la patada a mi esposa y me caso contigo.

No me gustó esta observación. Muchas de nuestras discusiones se debían a que le interesaban demasiado las chicas muy jóvenes. Sin embargo, estaba resuelta a que nada estropease las vacaciones de Carrie en Nueva York; era la primera vez que venía sola, y Julián y yo habíamos trazado un programa para mostrárselo todo. Al menos había un miembro de mi familia que merecía la aceptación de Julián.

* * *

Los meses pasaron rápidamente, y llegó la primavera que tanto habíamos esperado. Julián y yo estábamos en Barcelona, disfrutando de nuestras primeras vacaciones verdaderas desde que nos habíamos casado. Llevábamos cinco años y tres meses de matrimonio, y aún había veces en que Julián me parecía un extraño. Madame Zolta había sugerido estas vacaciones, pensando que nos convenía visitar España y estudiar el estilo del baile flamenco. En un coche alquilado, íbamos de una población a otra, admirando el hermoso paisaje. Nos gustaban las cenas a hora avanzada de la noche, y dormir la siesta por la tarde en las rocosas playas de la Costa Brava; pero, sobre todo, nos encantaban la música y el baile españoles.

Madame Zolta había programado nuestro viaje por España, anotando los sitios donde la pensión era barata. Era muy ahorrativa y enseñaba sus trucos a todos sus bailarines. Había casitas, cerca de los hoteles, donde, si uno se hacía la comida, el precio era aún más reducido. Julián y yo estábamos en una de éstas, cuando llegó la invitación de Chris para la ceremonia de su graduación. La carta nos había seguido a través de toda España, antes de que la recibiésemos allí.

El corazón me dio un vuelco cuando vi el grueso sobre de color crema y adiviné que contenía el anuncio de la obtención, por Chris, de su título de médico. Era casi como si yo misma hubiese realizado los estudios en el college y en la Facultad de Medicina, en aquellos siete años. Abrí cuidadosamente el sobre con una espátula para poder guardar aquel recuerdo en mi álbum de sueños, algunos de los cuales se estaban convirtiendo en realidad. El sobre contenía, no sólo el anuncio oficial, sino también una nota en la que Chris decía modestamente:

«Me da vergüenza decirte esto, pero me he graduado con el número uno en una clase de doscientos. No te atrevas a excusar tu asistencia. Tienes que estar aquí para compartir mi emoción, y para que pueda bañarme en los rayos de tu admiración. No podría aceptar mi título de médico, si tú no estuvieses aquí para verlo. Puedes decírselo a Julián, cuando éste trate de impedir que vengas».

Lo malo era que Julián y yo habíamos firmado un contrato, hacía algún tiempo, para grabar Giselle para la Televisión. La emisión estaba programada para junio, pero ellos requerían ya nuestra presencia en mayo. Y estábamos seguros de que nuestra actuación en la Televisión nos daría la fama de estrellas por la que tanto habíamos luchado.

Parecía el momento oportuno para darle la noticia a Julián. Habíamos vuelto a nuestra casita después de visitar unos viejos castillos. En cuanto hubimos cenado, nos sentamos en la terraza a beber unos vasos de un vino tinto que volvía loco a Julián, pero que a mí me daba dolor de cabeza. Sólo entonces me atreví a pedir tímidamente que volviésemos a los Estados Unidos a tiempo de asistir a la graduación de Chris, en mayo.

—Podemos ir en avión y volver con tiempo sobrado para los ensayos de Giselle.

—¡Oh, vamos, Cathy! —exclamó él, con impaciencia—. Tu papel es muy difícil, y te vas a cansar cuando más descanso necesitas.

Insistí. Dos semanas eran mucho tiempo… Y una grabación para la Televisión no requería un tiempo largo.

—Te lo pido por favor, querido. Para mí sería terrible no poder ver cómo obtiene mi hermano su título de médico; tú sentirías lo mismo si un hermano tuyo fuese a conseguir un objetivo por el que hubiese luchado durante muchos años.

—¡Pues no! —gritó, frunciendo los párpados y echando chispas por sus ojos negros—. Ya estoy harto de oír que Chris esto o Chris aquello, y cuando no martillas mis oídos con su nombre, lo haces con el de Paul. ¡No irás!

Le supliqué que fuese razonable.

—Es mi único hermano; el día de su graduación es tan importante para mí como para él. ¡No puedes saber lo que eso significa, no sólo para él, sino también para mí! Te imaginas que él y yo llevamos una vida de lujo, comparada con la tuya; pero puedes estar tranquilo, no fue ningún camino de rosas.

—Tú no me hablas nunca de tu pasado —saltó él—. Es exactamente como si hubieses nacido el día en que encontraste a tu precioso doctor Paul. Pero ahora eres mi esposa, Cathy, y tu lugar está aquí, conmigo. Tu Paul tiene a Carrie, y los dos estarán allí, de modo que no le faltarán aplausos a tu hermano cuando le den su maldito título de médico.

—No puedes decirme lo que puedo y lo que no puedo hacer. Soy tu esposa, ¡no tu esclava!

—No quiero hablar más de esto —dijo, poniéndose en pie y asiéndome de un brazo—. Bueno, vayamos a dormir. Estoy cansado.

Sin replicar, dejé que me llevase al dormitorio, donde empecé a desnudarme. Pero él vino a ayudarme, y así supe que me esperaba una noche de amor o, más bien, de sexo. Aparté sus manos. Él gruñó y las apoyó en mis hombros y se inclinó para besarme en el cuello; manipuló para soltar mi sujetador. Le golpeé las manos y grité, ¡no! Pero él insistió. Con la misma facilidad con que se habría quitado una careta, trocó su expresión irritada por otra romántica y soñadora.

Había habido un tiempo en que Julián me había parecido un compendio de todo lo refinado, mundano y elegante, pero, desde la muerte de su padre, se manifestaba como un grosero patán. Había veces en que le detestaba de veras. Y ésta era una de ellas.

—Voy a ir, Julián. Puedes venir conmigo, o esperarme en Nueva York a mi regreso de la ceremonia de graduación. O puedes quedarte aquí, rumiando. Yo iré de todos modos. Quisiera que vinieses conmigo y compartieses la celebración familiar, pues nunca participas en nada e incluso impides que participe yo; pero esta vez, ¡no podrás detenerme! ¡Es demasiado importante!

Él me escuchó en silencio y sonrió de un modo que me produjo escalofríos en la espina dorsal. ¡Qué perverso podía parecer!

—Escucha, querida esposa: cuando te casaste conmigo, me convertí en tu dueño, y estarás a mi lado hasta que te dé la patada. Cosa que todavía no estoy dispuesto a hacer. No vas a dejarme solo en España, sabiendo que no hablo español. Tal vez tú puedas aprender con discos; pero yo no puedo.

—No me amenaces, Julián —repliqué fríamente, aunque me eché atrás y sentí una terrible oleada de pánico—. Sin mí no tendrías a nadie que te cuidase, salvo tu madre; pero como a ésta no la quieres, ¿quién te quedaría?

Él alargó la mano y me abofeteó en ambas mejillas. Cerré los ojos, dispuesta a aceptar cuanto él hiciera, con tal de poder ir junto a Chris. Dejé que me desnudase y me hiciese lo que quisiera, aunque me agarró tan fuerte que me hizo daño en las nalgas. Yo podía retraerme hasta el punto de salir de mí misma, y aguantar, sin importarme en realidad cuanto él hiciese, pues me encontraba lejos…, a menos que el dolor fuese demasiado intenso, cosa que ocurría a veces.

—No trates de escaparte —me advirtió, con voz ahogada, pues me estaba besando y jugando conmigo, como hacen los gatos con los ratones, cuando no están hambrientos—. Dame tu palabra de honor de que te quedarás y no irás a la fiesta de graduación de tu querido hermano; de que permanecerás con el marido que te necesita, que te adora, que no puede vivir sin ti.

Lo decía en son de burla, aunque me necesitaba tanto como un chiquillo a su madre. Y en esto me había convertido: en su madre, salvo en lo tocante al sexo. Tenía que elegir sus trajes, sus calcetines y sus camisas, su ropa de baile y sus equipos de ejercicios, aunque él se negaba siempre a dejarme llevar las cuentas de la casa.

—No puedo jurártelo, porque sería injusto. Chris vino a verte actuar y tú te sentiste orgulloso de mostrarle tu mérito. Ahora le toca el turno a él. Le ha costado mucho conseguirlo.

Entonces me desprendí de él y fui a ponerme un salto de cama negro, de blonda, que a él le gustaba mucho. Yo odiaba las batas y las prendas interiores negras; me recordaba a las prostitutas… y a mi propia madre, que tenía gran afición a la ropa interior negra.

—Levántate, Julián. No seas ridículo. Si quiero ir, nada podrás hacerme para impedirlo. Una moradura se vería demasiado, y, además, estás tan acostumbrado a mi peso y a mi equilibrio, que no podrías levantar debidamente a otra bailarina.

Se acercó, furioso.

—Estás enloquecida porque no hemos llegado a la cima, ¿verdad? Me echas la culpa de que se cancelase nuestro contrato con Madame Zolta. Y ahora Madame Zolta nos ha dado unas vacaciones para que pueda serenarme y volver completamente repuesto, después de divertirme con mi esposa. El baile lo es todo para mí, Cathy; no me interesan los libros ni los museos, como a ti, y tengo muchas maneras de hacerte daño y de humillarte sin dejar moraduras, salvo en tu amor propio. Deberías saberlo.

Sonreí tontamente, sin pensar que no me convenía desafiarle cuando se sentía inseguro.

—¿Qué te pasa, Julián? ¿Acaso no te basto para satisfacer tus perversas aficiones? Tendrías que ir en busca de una colegiala, porque no voy a colaborar.

Nunca le había echado en cara sus devaneos con chicas muy jovencitas. Al principio, cuando lo descubrí, me había dolido mucho; pero ahora sabía que sólo empleaba aquellas muchachas como servilletas de papel, que se tiran una vez utilizadas, y que volvería a mí para decirme que me amaba, que me necesitaba, que yo era la única para él.

Se acercó despacio, con aquella marcha de pantera que me decía lo cruel que podía ser; pero mantuvo erguida la cabeza, sabiendo que podía escapar corriendo un velo ante mi mente, y que él no podía darse el lujo de pegarme. Se detuvo a un palmo de mí. Oí el tictac del reloj sobre la mesita de noche.

Aquella noche se mostró cruel, malvado y odioso. Me impuso cosas que sólo pueden hacerse por amor. Me desafió a que le mordiese. Y me dijo que esta vez acabaría no con un ojo amoratado, sino con los dos, o quizás algo peor.

—Y diré a todo el mundo que estás enferma, que el período te produce unos calambres tan fuertes, que no puedes bailar…, y no podrás escaparte ni llamar por teléfono, porque te ataré a la cama y esconderé tu pasaporte. —Hizo un guiño y me dio una ligera palmada en la mejilla—. Bueno, cariño, ¿qué vas a hacer ahora?

* * *

Sonriendo de nuevo, como si nada hubiese pasado, Julián se acercó, desnudo, a la mesa del desayuno, se sentó, estirando sus largas y bien formadas piernas, y preguntó con naturalidad:

—¿Qué hay para desayunar?

Me tendió los brazos, invitándome a besarle, y yo lo hice. Le sonreí, aparté un mechón de cabellos de su frente, le serví el café y le dije:

—Buenos días, querido. Para ti, lo de siempre: huevos fritos con jamón. Yo comeré una tortilla de queso.

—Lo siento, Cathy —murmuró—. ¿Por qué provocas lo peor que llevo en mí? Sólo empleo esas chicas para no abusar de ti.

—Si no te importan, tampoco me importan a mí… Pero no me obligues a hacer lo que hice la noche pasada. Yo sé odiar, Julián. Soy tan hábil en esto como tú en imponer tu voluntad. ¡Y soy experta en preparar la venganza!

Puse dos huevos fritos y dos lonchas de jamón en su plato. Sin tostadas ni mantequilla. Ambos comimos en silencio. Él estaba al otro lado de la mesa cubierta con un tapete a cuadros rojos y blancos, recién afeitado, pulcro y oliendo a jabón y a loción para la cara. A su manera un poco agitanada y ligeramente exótica, era el hombre más guapo que hubiese visto jamás.

—Cathy…, hoy no me has dicho que me amas.

—Te amo, Julián.

Una hora después del desayuno registraba yo furiosamente las habitaciones en busca de mi pasaporte, mientras Julián dormía en la cama. Yo le había arrastrado hasta allí desde la cocina, donde se había quedado dormido a causa de los sedantes que había echado en su café. Julián era menos hábil en esconder cosas que yo en encontrarlas. Y, así, encontré mi pasaporte debajo de la alfombra azul, debajo de la cama. Rápidamente, eché mi ropa en las maletas. Después me vestí y, antes de salir, me incliné sobre Julián y le di un beso de despedida. Él respiraba profundamente, con regularidad, y sonreía un poco; quizá las drogas le producían sueños agradables. Vacilé, preguntándome si habría hecho bien en drogarle. Después, me encogí de hombros, para librarme de mi indecisión, y me dirigí al garaje. Sí, había hecho lo que debía. Si él hubiese estado despierto, se habría pegado todo el día a mí, con mi pasaporte en su bolsillo. Le había dejado una nota, diciéndole adonde iba.

* * *

Paul y Carrie me esperaban en el aeropuerto de Carolina del Norte. Hacía tres años que no veía a Paul. Al bajar la rampa, nuestras miradas se encontraron. Él tenía la cabeza un poco levantada y el sol le daba en los ojos, provocando un fruncimiento de sus párpados.

—Me alegro de que hayas podido venir —dijo—, aunque siento que Julián no haya podido hacerlo.

—También él lo siente —dije, mirándole a la cara.

Era de esos hombres que mejoraban con la edad. Todavía llevaba el bigote que se había dejado crecer a sugerencia mía, y, cuando sonreía, se formaban unos hoyuelos en sus mejillas.

—¿Estás buscando algún cabello blanco? —bromeó, al ver que yo le miraba demasiado rato y quizá con demasiada admiración—. Si ves alguno, dímelo y lo haré teñir por mi peluquero. Todavía no los quiero. Me gusta tu nuevo estilo de peinado; te hace parecer aún más hermosa. Pero estás demasiado delgada. Necesitas unas buenas raciones de los platos caseros de Henny. Ella se encuentra ahora en una cocinita de un motel, preparando esos bollos que tanto gustan a tu hermano. Es su regalo al nuevo y joven doctor.

—¿Recibió Chris mi telegrama? ¿Está enterado de mi llegada?

—¡Claro que sí! Estaba nerviosísimo, temiendo que Julián no te dejase venir y sabiendo que éste no vendría. Sinceramente, Cathy, te diré que, si no hubieses venido, creo que Chris habría rechazado el título.

Sentada al lado de Paul, con Henny al otro lado de éste y Carrie junto a mí, vi a mi Christopher bajar por el pasillo y subir al estrado para recibir su diploma. Después se colocó detrás del atril y pronunció su discurso de despedida de la Universidad, y yo sentí lágrimas en los ojos y una enorme dicha en mi corazón. Lo hizo tan bien, que no pude contener el llanto. Paul, Henny y Carrie vertieron también algunas lágrimas. Ni mis triunfos en el escenario podían compararse con el orgullo que sentía ahora. Lástima que no estuviese también aquí Julián, para integrarse en mi familia, en vez de resistirse tercamente a ello.

También pensé en nuestra madre, que hubiese debido presenciar esto. Sabía que estaba en Londres, pues aún seguía sus andanzas por el mundo. Esperando, siempre esperando verla de nuevo. Pero ¿qué haría cuando la viese? ¿Volvería a rajarme y la dejaría marchar? De una cosa estaba segura: ella se enteraría de que su hijo mayor era ahora doctor en Medicina, pues yo cuidaría de hacérselo saber, de la misma manera que la tenía informada de lo que hacíamos Julián y yo.

Desde luego, ahora sabía por qué andaba siempre mi madre de un lado a otro: tenía miedo, ¡miedo de que yo diese con ella! Cuando Julián y yo llegamos a España, ella estaba allí. Varios diarios habían publicado la noticia, y, poco después, vi en un periódico español la adorable cara de Señora Bartholomew Winslow, que no había perdido el tiempo en volar a Londres.

Apartándola de mi pensamiento, miré a mi alrededor los miles de familiares que llenaban el inmenso salón. Cuando volví a mirar hacia el estrado, vi a Chris plantado allí, disponiéndose a colocarme detrás del atril. No sé cómo consiguió encontrarme, pero lo hizo. Nuestras miradas se cruzaron y se trabaron, y, sobre las cabezas de los que estaban sentados entre los dos, establecimos una comunicación silenciosa y compartimos un júbilo insuperable. ¡Lo habíamos conseguido! ¡Los dos! Habíamos alcanzado nuestros objetivos; éramos lo que nos habíamos propuesto en nuestra infancia. Los meses y años que habíamos perdido no habrían significado nada, si Cory no hubiese muerto, si nuestra madre no nos hubiese traicionado, si Carrie hubiese alcanzado la estatura que le correspondía y que habría tenido si mamá hubiese encontrado otra solución. Quizá yo no era aún una prima ballerina, pero algún día lo sería, y Chris sería el mejor médico del mundo.

Al observar a Chris, creí que éste compartía los mismos pensamientos. Le vi batear, cuando tenía diez años, y lanzar una pelota por encima de la valla, para correr después como un loco y tocar todas las bases en el menor tiempo posible, cuando habría podido conseguir el home run andando. Pero a él no le gustaban las cosas demasiado fáciles. Le vi pedaleando en su bicicleta, con muchos metros de ventaja sobre mí, y reduciendo la velocidad para que pudiese alcanzarle y llegar a casa al mismo tiempo que él. Le vi en la habitación cerrada, en su cama a cuatro palmos de la mía, sonriendo para darme ánimo. Le vi de nuevo en las sombras del ático, casi oculto en el enorme espacio, con aire perdido y pasmado, al alejarse de la madre a quien amaba para volverse… a mí. A falta de algo mejor, habíamos compartido muchas novelas, tumbados en un sucio colchón en el ático, mientras la lluvia caía y nos separaba de toda la Humanidad. ¿Era ésta la causa? ¿Era ésta la causa de que él no pudiese pensar en otra chica, sino solamente en mí? ¡Qué triste para él… y para mí!

* * *

La Universidad ofreció un gran almuerzo de celebración; en nuestra mesa, Carrie hablaba por los codos; en cambio, Chris y yo sólo nos mirábamos, tratando de encontrar algo adecuado que decir.

—El doctor Paul ha trasladado su consultorio a una casa nueva, Cathy —jadeó Carrie—. No me gustó que se fuese tan lejos, ¡pero voy a ser su secretaria! ¡Tendrá una nueva máquina de escribir eléctrica, de color rojo! El doctor Paul creyó que una máquina de color granate sería demasiado chillona; yo no lo creía, pero me conformé con la roja. ¡Y nadie va a tener una secretaria mejor que la suya! Responderé al teléfono, daré las horas a los clientes, cuidaré del fichero y llevaré la contabilidad, ¡y todos los días almorzaremos juntos!

Dirigió una sonrisa resplandeciente a Paul. Parecía que éste le había devuelto la confianza en sí misma que había perdido. Pero más tarde habría de descubrir, para mi pesar, que esto no era más que una falsa fachada, para que la viésemos Paul, Chris y yo, y que, cuando estaba sola, la cosa era muy diferente.

Entonces, Chris frunció el ceño y me preguntó por qué no había venido Julián.

—Él quería venir, Chris —mentí—. Pero tiene obligaciones que absorben todo su tiempo. Me pidió que te felicitase de su parte. Tenemos un programa muy apretado. En realidad, sólo podré quedarme un par de días. El mes próximo vamos a grabar Giselle para la Televisión.

Más tarde hicimos otra celebración en un elegante restaurante de hotel. Era el momento de dar a Chris nuestros regalos. Cuando éramos pequeños, teníamos la costumbre de sacudir los paquetes de los regalos antes de abrirlos, pero la caja que entregó Paul a Chris pesaba demasiado para sacudirla.

—¡Libros! —exclamó Chris, y acertó. Eran seis gruesos volúmenes de consulta médica, parte de una colección que debió de costarle una fortuna a Paul.

—Sólo he podido traer seis —explicó éste—. El resto de la colección lo encontrarás en casa.

Le miré fijamente, pensando que su casa era nuestra única casa verdadera.

Chris guardó deliberadamente mi regalo para el final, pensando que sería el mejor y tratando así, como solíamos hacer antaño, de alargar lo más posible el regocijo. También era demasiado grande y pesado para sacudirlo, y, además, le advertí que era frágil; pero él se echó a reír, porque, cuando éramos chicos, tratábamos siempre de engañarnos.

—No; son más libros. Ninguna otra cosa podría pesar tanto. —Me dirigió una sonrisa divertida y curiosa, que hizo que de nuevo pareciese un chiquillo—. Voy a darte una indicación: Christopher Doll. Dentro de esa caja hay una cosa que tú dijiste una vez que deseabas más que nada en el mundo… y que nuestro padre prometió regalarte el día en que tuvieses tu maletín negro de médico.

¿Por qué lo dije en una voz tan dulce, que hizo que Paul frunciese los párpados y que la sangre acudiese a las mejillas de mi hermano? ¿Acaso nunca olvidaríamos, y cambiaríamos? ¿Acaso sentiríamos siempre demasiado? Chris deshizo las cintas con cuidado, para no romper el papel de fantasía. Y, cuando rasgó el papel, los recuerdos llenaron de lágrimas sus ojos. Sus manos temblaron al sacar del estuche almohadillado una caja de caoba con una brillante cerradura de bronce, una llave y un asa del mismo metal. Me dirigió una mirada emocionada, mientras sus labios temblaban y sus ojos parecían no creer que pudiese haberme acordado de esto después de tantos años.

—¡Caray, Cathy! —exclamó, con voz ahogada—. En realidad, nunca había esperado tener uno de estos aparatos. Habrás gastado mucho…, te habrá costado una fortuna… ¡No tenías que haberlo hecho!

—Deseaba hacerlo, Chris, y, además, no es auténtico; sólo es una copia del John Cuff Side Pillar Microscope. Pero el hombre de la tienda dijo que era copia exacta del original, digna de un coleccionista. Y funciona.

Él sacudió la cabeza, mientras examinaba los accesorios de bronce y de marfil, y las lentes, las pinzas y el libro encuadernado en cuero y titulado Microscopios antiguos, 1675–1840. Dije, débilmente:

—Si quieres jugar un poco en tus ratos libres, podrás investigar los gérmenes y los virus por tu cuenta.

—¡Vaya un juguete! —exclamó él, con voz un poco ronca, mientras dos lágrimas resbalaban de las comisuras de sus párpados sobre sus mejillas—. Has recordado el día en que papá dijo que me regalaría esto cuando fuese médico.

—¿Cómo podía olvidarlo? Este pequeño catálogo fue lo único, aparte de la ropa, que te llevaste cuando fuimos a Foxworth Hall. Y, cada vez que mataba una mosca o una araña, Paul, Chris lamentaba no tener un microscopio de John Cuff. Y, una vez, dijo que quería ser el Hombre Ratón del Ático y descubrir por qué morían tan jóvenes los ratones.

—¿Mueren jóvenes los ratones? —preguntó, seriamente, Paul—. ¿Cómo sabíais que eran jóvenes? ¿Capturabais a los pequeñines y les poníais alguna señal?

Chris y yo nos miramos. Sí; cuando éramos jovencitos y estábamos encarcelados, podíamos observar los ratones que venían a mordisquear y robar nuestra comida, en particular uno que se llamaba Mickey.

Ahora tenía yo que regresar a Nueva York y enfrentarme a las iras de Julián. Pero antes tenía que estar un rato a solas con mi hermano. Paul llevó a Henny y a Carrie al cine, mientras Chris y yo dábamos un paseo por el campus de su Universidad.

—¿Ves aquella ventana del segundo piso, la quinta a partir de aquella esquina? Era mi habitación, que compartía con Hank. Teníamos un grupo de estudio de ocho muchachos, y siempre anduvimos juntos y estudiamos juntos en el college y en la Universidad, e incluso cuando nos citábamos con alguna chica, íbamos todos.

—¡Oh! —suspiré—. ¿Te citabas con muchas?

—Sólo los fines de semana. El plan de estudios era demasiado duro para poder hacer vida de sociedad durante la semana. No era fácil, Cathy. Demasiadas cosas que aprender: Física, Biología, Anatomía, Química, etc.

—No me dices lo que quiero saber. ¿Con quién salías? ¿Había, o hay, alguien en particular? Me asió la mano e hizo que me acercase más.

—Bueno, ¿tengo que recitar la lista, una a una y por sus nombres? Tardaría varias horas. Si hubiese habido una en particular, sólo tendría que nombrar una… y eso no puedo hacerlo. Me gustaban todas…, pero ninguna lo bastante para amarla, si es eso lo que quieres saber.

Sí; esto era exactamente lo que quería saber.

—Estoy segura de que no llevaste una vida de celibato, aunque no te enamorases…

—Eso no es de tu incumbencia —replicó él, ligeramente.

—Sí que lo es. Estaría más tranquila si supiese que hubo una chica a la que amaste.

—Y la hay —respondió él—. La conozco desde siempre. Cuando me voy a dormir, por la noche, sueño con ella, sueño que baila sobre mi cabeza, que me llama, que me besa en la mejilla, que chilla cuando tiene alguna pesadilla, y me despierto para quitarle el alquitrán de los cabellos. A veces me despierto con todo el cuerpo dolorido, como lo está el cuerpo de ella, y sueño que beso las marcas dejadas por el látigo… y sueño en cierta noche en que ella y yo nos deslizamos sobre el frío tejado de pizarra y nos quedamos contemplando el cielo, y ella dijo que la luna era el ojo de Dios, que nos miraba y nos condenaba por lo que éramos. Ésta es, Cathy, la chica que me persigue, y que manda en mí, y que me llena de frustraciones, y que oscurece todas las horas que paso con otras muchachas, que nunca podrán alcanzar el nivel marcado por ella. Espero que hayas quedado satisfecha.

Empecé a moverme como en un sueño y, en él, le eché los brazos al cuello y le miré a la cara, su hermosa cara, que también me perseguía.

—No me ames, Chris. Olvídame. Haz como yo; abre a la que llame a tu puerta, y déjala entrar.

Sonrió irónicamente y me apartó de él.

—Hice exactamente lo mismo que tú, Catherine Doll; dejé entrar a la primera que llamó a mi puerta… y ahora no puedo echarla. Pero éste es mi problema, no el tuyo.

—Yo no merezco estar allí. No soy un ángel, ni una santa…, deberías saberlo.

—Ángel, santa, engendro del diablo, buena o mala, lo cierto es que te apoderaste de mí y que seré tuyo hasta el día de mi muerte. Y, si tú mueres primero, no tardaré en seguirte.