SORDA Y PETRIFICADA COMO una de las estatuas de mármol de Paul, me senté en la galería y contemplé el cielo nocturno, que empezaba a ponerse tormentoso con la acumulación de nubes negras. Julián vino a sentarse a mi lado, y yo, entre sus brazos, empecé a llorar sin ruido.
—¿Por qué? —preguntó él—. Me amas un poco, ¿verdad? Tu médico no puede estar muy afligido; se ha mostrado muy amable conmigo y me ha dicho que venga a consolarte.
Entonces apareció Henny para indicarme, con sus rápidos signos, que su doctor iba a marcharse de viaje y que yo me quedaría en la casa.
—¿Qué te está diciendo? —preguntó Julián, incomodado—. ¡Maldición! Es como oír a alguien hablando en una lengua extranjera. Me siento excluido.
—¡Espérame aquí! —le ordené. Después me puse en pie de un salto, corrí hacia la casa, subí por la escalera de atrás y entré en la habitación de Paul, donde estaba metiendo ropa en una maleta abierta sobre la cama.
—¡Oye! —grité, desolada—. ¡No hay razón para que te vayas! Ésta es tu casa. Me iré yo. Me llevaré a Carrie, ¡y así no tendrás que volver a verme!
Él se volvió, me dirigió una larga y triste mirada, y siguió metiendo camisas en la maleta.
—Me quitaste a la esposa que esperaba, Cathy, y ahora quieres quitarme a mi hija. Carrie parece carne de mi carne y sangre de mi sangre, y no se adaptaría a tu estilo de vida. Deja que se quede conmigo y con Henny. Déjame algo que pueda considerar mío. Volveré antes de que te vayas… y te diré, de paso, que el padre de Julián está enfermo, muy enfermo.
—¿Está enfermo Georges?
—Sí. Quizá no sepas que padece una dolencia renal desde hace años y que lleva varios meses sometido a un tratamiento de diálisis. No creo que viva mucho tiempo. No es paciente mío, pero he ido a verle a menudo, sobre todo para saber de ti y de Julián. Ahora vete, Cathy, por favor, y no me obligues a decir cosas que tal vez lamentaría después.
Lloré de bruces en mi cama, hasta que Henny entró en mi habitación. Sus manos firmes, maternales, morenas, acariciaron mi espalda. Los ojos castaños, nublados y acuosos de Henny, decían lo que no podía pronunciar su boca. Me habló con ademanes y, después, sacó del bolsillo un recorte del periódico local. ¡La noticia de mi boda con Julián!
—Henny —gemí—, ¿qué voy a hacer? Estoy casada con Julián, y no puedo pedir el divorcio; él depende de mí, ¡cree en mí!
Henny encogió los anchos hombros, expresando que la gente era tan complicada para ella cómo para mí. Después, dijo con rápidos signos: «Hermana mayor, siempre provocar grandes disgustos. Un hombre perjudicado ya, no buena cosa perjudicar a dos. Doctor, bueno, fuerte, superará contratiempos; pero joven bailarín quizá no podría superarlo. Enjuga lágrimas, no llores más, ve abajo y toma de la mano a tu nuevo marido. Todo se arreglará. Ya verás».
Hice lo que Henny me indicaba; me reuní con Julián en el cuarto de estar y le dije que su padre estaba en el hospital, sin esperanza de salvación. Su pálido semblante palideció aún más. Se mordió nerviosamente el labio inferior.
—¿Tan grave está?
Yo había pensado que Julián se preocupaba muy poco de su padre, y por eso me sorprendió su reacción. En aquel momento, Paul entró en el cuarto de estar, con su maleta, y nos ofreció llevarnos al hospital.
—Y recordad que sobran habitaciones en mi casa, por lo que sería una tontería que os alojaseis en un hotel. Podéis quedaros todo el tiempo que queráis. Yo volveré dentro de unos días.
Sacó el coche del garaje y Julián y yo nos sentamos con él en el asiento de delante. Apenas pronunciamos una palabra antes de que nos dejara en la puerta del hospital, y yo vacilé tristemente en la escalinata, viendo cómo Paul se alejaba en la noche.
* * *
Georges estaba en una habitación particular, y Madame Marisha estaba con él. Cuando vi a Georges en la cama, me quedé sin aliento. ¡Oh! ¡Llegar a esto! Estaba tan delgado que parecía muerto. Su cara tenía una palidez grisácea, y todos sus huesos sobresalían, formando melladas crestas bajo la fina piel. Madame Marisha estaba acurrucada a su lado, mirando fijamente aquel rostro macilento, suplicándole con los ojos, ¡ordenándole que se aferrase a la vida!
—Amor mío, amor mío, amor mío —canturreaba, como si él fuese un chiquillo—, no te vayas, no me dejes sola. Todavía tenemos mucho que hacer… Nuestro hijo tiene que ser famoso antes de que te mueras… Aguanta, amor mío, ¡aguanta! Sólo entonces levantó Madame Marisha la cabeza y nos vio, y dijo, con su antigua voz autoritaria:
—Hola, Julián. ¡Por fin has venido! ¡Después de enviarte tantos telegramas! ¿Qué hiciste con ellos? ¿Romperlos y seguir bailando, como si nada más tuviese importancia?
Yo palidecí, muy sorprendida, y les miré, a él y a Madame.
—Mi querida madre —dijo fríamente el—, sabes que estábamos de tournée. Teníamos compromisos y contratos; mi esposa y yo cumplimos nuestras obligaciones.
—¡Eres un bruto sin corazón! —gruñó ella, y le hizo seña de que se acercase—. Ahora dile algo amable y cariñoso a ese enfermo —silbó entre dientes—, ¡o te juro que haré que lamentes haber nacido!
A Julián le costó mucho acercarse a la cama; tanto, que tuve que darle un empujón, mientras su madre sollozaba cubriéndose la cara con un puñado de pañuelos de color de rosa.
—Hola, padre —fue cuanto consiguió decir—. Siento que estés tan enfermo. Con la misma rapidez, retrocedió y se agarró a mí. Yo sentí que todo su cuerpo temblaba.
—¿Lo ves, mi amor, corazón mío? —canturreó de nuevo Madame Marisha, inclinándose sobre su marido y alisándole los negros y húmedos cabellos—. Abre los ojos y verás quién ha volado muchos kilómetros para estar a tu lado. Tu hijo Julián y su esposa. Vinieron de Londres en cuanto supieron que estabas tan enfermo. Abre los ojos, corazón mío, y mira a la hermosa pareja de recién casados… Por favor, abre los ojos, mira.
En la cama, aquel pálido y delgado despojo humano entreabrió los negros ojos y los movió despacio, tratando de enfocarnos a Julián y a mí. Estábamos a los pies de la cama, pero él no parecía vernos. Madame se levantó e hizo que nos acercásemos, y retuvo a Julián para que no pudiese echarse atrás. Georges abrió un poco más los ojos y sonrió débilmente.
—¡Oh, Julián! —suspiró—. Gracias por haber venido. Tengo tantas cosas que decirte…, cosas que hubiese debido decirte hace tiempo… —Vaciló, tartamudeó—. Hubiese debido…
Y calló. Yo esperé que continuase, esperé… Vi que sus ojos negros se empañaban y perdían toda expresión, y que su cabeza se quedaba inmóvil. ¡Madame chilló! Un médico y una enfermera entraron corriendo y nos echaron de la habitación, y empezaron a trabajar con Georges.
Formamos un grupito lastimero en el pasillo, delante de su puerta, pero por poco rato, pues el médico de cabellos grises salió y nos dijo que lo sentía mucho, que habían hecho todo lo posible, pero que el enfermo había fallecido.
—Es mejor así —añadió—. La muerte puede ser una buena amiga para los que sufren mucho. Me extrañó que resistiese tanto…
Yo miraba fijamente a Julián, porque habríamos podido venir antes. Pero Julián tenía el rostro inexpresivo y no quería hablar.
—¡Era tu padre! —chilló Madame, mientras las lágrimas surcaban sus mejillas—. Estuvo dos semanas padeciendo, ¡esperando a verte antes de dejarse morir y librarse del infierno que era para él seguir viviendo!
Julián giró sobre sus talones, enrojecida su pálida piel por el furor, y le lanzó a su madre:
—Señora madre, ¿quiere decirme exactamente qué me dio mi padre? Yo sólo fui para él una prolongación de su persona. Y él sólo fue para mí un maestro de baile. El trabajo, la danza, ¡no sabía hablar de nada más! Nunca me habló de lo que yo necesitaba, aparte el baile. ¡Le importaba un bledo lo que necesitaba, o lo que quería! Y yo quería que él me amase por mí mismo; quería que me considerase como a un hijo, no como a un bailarín. Yo le amaba, y quería que él viese que le amaba y me dijese que correspondía a mi amor…, ¡pero nunca lo hizo! Y por más que me esforzase en bailar perfectamente, él nunca me alabó…, ¡porque no podía llegar ni de lejos a lo que él había hecho cuando tenía mi edad! Por consiguiente, yo no era más que esto para él: alguien que se pondría en su lugar y continuaría su apellido. Pero ¡al diablo con él, y contigo!, tengo un nombre legal…, Julián Marquet, no Georges Rosencoff, ¡y su apellido no sobrevivirá para robarme la fama que consiga!
Aquella noche abracé con fuerza a Julián, comprendiéndole como nunca le había comprendido. Y, cuando se derrumbó y se echó a llorar, lloré con él, por un padre al que decía despreciar, cuando en el fondo le amaba. Y pensé en Georges y en lo triste que era que hubiese tratado de decir, demasiado tarde, lo que tenía que haber dicho hacía muchos años.
Habíamos vuelto, pues, de una luna de miel en la que habíamos logrado cierta fama y cierta publicidad, y empleado muchas horas en un duro trabajo, para asistir al entierro de un padre que no había llegado a conocer los triunfos de su hijo. Ahora, toda la gloria de Londres parecía envuelta en nubes luctuosas. Madame Marisha me tendió los brazos al terminar la ceremonia funeraria. Me acunó en sus flacos brazos, como debió de acunar antaño a Julián, en una especie de trance hipnótico, mientras llorábamos las dos.
—Sé buena con mi hijo, Catherine —me dijo, sollozando y sorbiendo—. Ten paciencia cuando se porte como un bruto. Su vida no ha sido fácil, porque mucho de lo que dice es verdad. Siempre se sintió en competencia con su padre, y nunca pudo superar las cualidades de éste. Ahora voy a decirte una cosa. Mi Julián siente por ti un amor casi sagrado. Piensa que eres lo mejor que ha tenido en su vida y, para él, careces de defectos. Por consiguiente, si tienes alguno, disimúlalo. Él no lo comprendería. Cien veces se enamoró y desenamoró, en el espacio de pocos meses. Durante años se sintió frustrado por tu causa. Ahora que es tu marido, dale generosamente todo el amor que le ha sido negado, pues yo no fui nunca una mujer expresiva. He pretendido serlo, pero, por alguna razón, nunca supe humillarme y tomar la iniciativa. Tócale a menudo, Catherine. Cógele la mano cuando quiere apartarse de ti y rumiar a solas. Comprende los motivos de su mal genio, y quiérele más por ello. Así obtendrás lo mejor de él, porque tiene cualidades admirables. Debe tenerlas, ya que es hijo de Georges.
Me besó y se despidió por una temporada, haciéndome prometer que iría con Julián a visitarla a menudo.
—Guárdame un rinconcito en tu vida —me dijo con una tristeza que hizo que su cara pareciese más larga y sus ojos más hundidos.
Pero cuando se lo prometí y me volví, Julián nos estaba mirando duramente a las dos.
* * *
Chris vino a casa a pasar las vacaciones de Pascua, y saludó a Julián con poco entusiasmo. Advertí que Julián le miraba frunciendo los párpados y con ojos recelosos.
En cuanto se halló a solas conmigo, Chris vociferó:
—¡Te casaste con él! ¿Por qué no podías esperar? ¿Cómo pudiste ser tan intuitiva cuando estábamos encerrados allá arriba, y tan estúpida desde que salimos de allí? Me equivoqué al no querer que te casaras con Paul porque es mucho mayor que tú. Y lo confieso, estaba celoso y no quería que te casaras con nadie. Tuve un sueño en el que tú y yo… algún día… Bueno, ya sabes lo que soñé. Pero si tenías que elegir entre Paul y Julián, ¡hubieses tenido que preferir a Paul! Éste nos recibió en su casa, nos alimentó y nos vistió, y siempre nos dio lo mejor. Julián no me gusta.
Te destruirá. Vaciló y se volvió de espaldas, para que no pudiese verle la cara. Tenía veintiún años y empezaba a mostrar el vigor viril de un hombre adulto. En él podía ver yo muchas cosas de nuestro padre… y de nuestra madre. Y como, cuando quería, sabía retorcer las cosas de la manera que se adaptasen mejor a mis propósitos, pensé que, en ciertos aspectos, se parecía a mamá más que a papá. Iba a decirle esto, pero vacilé también y vi que no podía. ¡Él no se parecía en nada a nuestra madre! Chris era fuerte…, ella era débil. Él era noble, ella carecía de toda honradez.
—Chris…, no hagas que todo sea aún más difícil para mí. Volvamos a ser amigos. Julián es irritable y orgulloso y otras muchas cosas superficiales que molestan; pero, en el fondo, es un chiquillo.
—Pero tú no le amas —replicó él, rehuyendo mi mirada.
Julián y yo nos marcharíamos dentro de pocas horas. Pregunté a Carrie si le gustaría vivir con nosotros en Nueva York; pero ya no confiaba en mí; la había traicionado demasiadas veces y así me lo dio a entender.
—Vuelve tú a Nueva York, donde nieva constantemente y los ladrones te roban en el parque y los asesinos te atacan en el Metro. ¡Yo me quedo aquí! Antes quería estar contigo, ¡pero ahora no me importa! Te casaste con ese chulo de ojos negros de Julián, cuando podrías haber sido la esposa del doctor Paul y una verdadera madre para mí. ¡Yo me casaré con él! Piensas que él no me querrá porque soy demasiado pequeña, pero sí me querrá. Piensas que es demasiado viejo para mí, pero, como no podré encontrar a nadie más, me compadecerá y se casará conmigo, y tendremos seis hijos… ¡Espera y verás!
—Carrie…
—¡Cállate! ¡Ya no te quiero! ¡Vete! ¡No vuelvas! ¡Baila hasta que te mueras! ¡Chris y yo no te queremos! ¡Nadie te quiere aquí!
¡Cómo me herían estas palabras! Mi Carrie me gritaba que me marchase, cuando yo había sido una madre para ella. Entonces miré hacia donde estaba Chris, de pie ante el rosal de flores coloradas, caídos los hombros, y, en sus ojos azules, azules…, aquella mirada que me seguiría siempre. Su amor no me permitiría nunca, nunca, querer a otro sin reservas, mientras él siguiera amándome.
* * *
Exactamente una hora antes de nuestra salida hacia el aeropuerto, el coche de Paul se detuvo delante de la casa. Paul me sonrió como siempre, como si nada hubiese cambiado. Explicó a Julián que un congreso médico le había retenido, y le expresó su profundo sentimiento al enterarse de que su padre había muerto. Estrechó la mano a Chris y después le dio unas palmadas en la espalda, que es como los hombres suelen manifestarse su afecto. Saludó a Henny, besó a Carrie y le dio una cajita de caramelos, y sólo entonces se volvió a mí.
—Hola, Cathy.
Esto me dijo muchas cosas. Ya no era Catherine, la mujer a la que podía amar como a una igual, sino que había sido relegada de nuevo al papel de hija.
—Escucha, Cathy, no puedes llevarte a Carrie a Nueva York. Tiene que quedarse conmigo y con Henny; así podrá ver a su hermano de vez en cuando, y, además, no quisiera que cambiase de colegio.
—Yo no le dejaría por nada del mundo —repuso firmemente Carrie.
Julián subió a acabar de empaquetar sus cosas, y yo me atreví a seguir a Paul al jardín, a pesar de la mirada prohibitiva que me lanzó Chris. Aquél estaba arrodillado en el suelo, a pesar de llevar un traje bueno, arrancando unos hierbajos que habían pasado inadvertidos a alguien. Se levantó rápidamente al oír mis pasos, se sacudió unas briznas de hierba de los pantalones y se quedó mirando al espacio, como empeñado en no verme.
—Paul… Hoy habría sido el día de nuestra boda.
—¿Ah, sí? Lo había olvidado.
—No lo has olvidado —dije, acercándome más—. «El primer día de primavera, para empezar de nuevo», dijiste. No sabes cuánto siento haberlo echado todo a perder. Fui una estúpida al creer a Amanda. Y fui doblemente estúpida al no esperar a hablar contigo, antes de casarme con Julián.
—No hablemos más de eso —replicó él, suspirando profundamente—. Todo pasó y acabó. —Se acercó deliberadamente, para atraerme a sus brazos—. Me marché para estar solo, Cathy. Necesitaba tiempo para pensar. Cuando perdiste tu fe en mí, te volviste, impulsiva pero sinceramente, al hombre que te amaba desde hacía años. Esto podía verlo cualquier tonto que tuviese ojos. Y, si puedes ser sincera contigo misma, reconocerás que has estado enamorada de Julián casi desde el momento en que él se enamoró de ti. Creo que guardaste tu amor por él en un armario, porque te creías en deuda conmigo…
—¡No digas eso! Te amo a ti, no a él. ¡Siempre te amaré!
—Estás confusa, Cathy… Me quieres a mí, le quieres a él, quieres seguridad y quieres aventura. Piensas que puedes tenerlo todo, y eso no puede ser. Te dije hace tiempo que Abril no estaba hecho para Setiembre. Dijimos e hicimos muchas cosas para convencernos de que la diferencia de años entre nosotros no importaba, pero sí que importa. Y no sólo los años, sino también el espacio, nos separarían. Tú estarías bailando en cualquier parte, y yo estaría aquí, arraigado y sujeto, salvo unas pocas semanas al año. No tardarías en descubrir que soy médico antes que marido, e indefectiblemente te volverías a Julián. —Sonrió, enjugó cariñosamente con sus labios las lágrimas que yo tenía siempre que verter, y me dijo que el destino jugaba siempre las cartas adecuadas—. Todavía nos veremos, no será como si nos hubiésemos perdido el uno al otro para siempre, y siempre me quedará el recuerdo de los dulces y maravillosos momentos que pasamos juntos.
—¡No me quieres! —grité, en tono acusador—. Nunca me has querido, ¡si aceptas esto con tanta complacencia!
Él rió entre dientes y me abrazó de nuevo, como lo habría hecho un padre.
—Querida Catherine, mi ardiente y fogosa bailarina, ¿qué hombre sería capaz de no quererte? ¿Y cómo aprendiste tanto sobre el amor, encerrada en una habitación fría y oscura, allá en el Norte?
—En los libros —dije—, aunque no todas las lecciones procedían de los libros.
Sus manos acariciaban mis cabellos y sus labios estaban muy cerca de los míos.
—Nunca olvidaré el mejor regalo de cumpleaños que tuve jamás. —Su aliento era cálido sobre mis mejillas—. Pero, ahora, deja que te muestre el camino para el futuro. Tú y Julián volveréis a Nueva York, y serás para él la magnífica esposa que eres capaz de ser. Los dos pondréis todo el empeño en entusiasmar al mundo con vuestra danza, y tú no mirarás atrás con añoranza, y te olvidarás de mí.
—Y tú…, ¿qué será de ti?
Él levantó una mano y se acarició el bigote.
—Te sorprenderá saber lo que ha hecho este bigote en pro de mi sex appeal. Nunca volveré a afeitármelo.
Reímos ambos; una risa verdadera, no fingida. Entonces me quité el brillante de dos quilates que él me había regalado y quise devolvérselo.
—¡No! Quiero que guardes ese anillo. Consérvalo para empeñarlo, si algún día te hace falta un poco de dinero.
* * *
Julián y yo regresamos en avión a Nueva York y estuvimos buscando durante varias semanas, hasta encontrar el cómodo apartamento que nos convenía. Él quería algo que fuese mucho más elegante, pero no ganábamos lo bastante entre los dos para el ático lujoso que él pensaba que nos correspondía.
—Pero, más pronto o más tarde, conseguiré que vivamos en un sitio de ésos, cerca de Central Park, en habitaciones llenas de flores naturales.
—No tenemos tiempo de cuidar plantas y flores naturales —le dije, pues sabía por experiencia el tiempo y el trabajo que costaba mantener las plantas: vivas y sanas—. Cuando vayamos a visitar a Carrie, podremos gozar de los jardines de Paul.
—No me gusta ese médico tuyo.
—¡No es mi médico! —Sentí una agitación y un miedo injustificados—. ¿Por qué no te gusta Paul? Todo el mundo le aprecia.
—Ya lo sé —respondió secamente, deteniendo el tenedor a medio camino entre el plato y la boca. Después, me dirigió una mirada dura y solemne—. Eso es lo malo, mi querida esposa; creo que, incluso ahora, le aprecias demasiado. Y, lo que es más, tampoco siento mucha simpatía por tu hermano. Aunque parece un buen chico. Puedes invitarle a visitarnos de vez en cuando; pero no olvides nunca, ni por un instante, que ahora yo soy lo primero en tu vida. Ni Carrie, ni Chris, ni, sobre todo, ese médico con el que estuviste prometida. No estoy ciego ni soy estúpido, Cathy. He visto cómo te mira, y, aunque no sé hasta dónde llegaron las cosas entre tú y él, ¡será mejor que las des por terminadas para siempre!
Agaché la cabeza, presa de pánico. Mi hermano y mi hermana eran como prolongaciones de mí misma. Les necesitaba en mi vida, no en los bordes de ella. ¿Qué había hecho yo? Tuve el cegador presentimiento de que él sería mi amante guardián, mi carcelero, ¡y que estaría tan prisionera con él como lo había estado en la habitación cerrada de Foxworth Hall! Sólo que, ahora, podría ir y venir hasta donde me permitiese su invisible cadena.
—Te amo con locura —dijo él, rebañando su plato—. Eres lo mejor que he tenido en mi vida. Quiero tenerte siempre a mi lado, nunca donde no pueda verte. Necesito que me lleves por el buen camino. A veces bebo demasiado, y entonces soy malo, realmente malo, Cathy. Quiero que tú me conviertas en lo que crees que soy cuando estoy en el escenario; no quiero hacerte sufrir.
Esto me conmovió, pues sabía que había sufrido terriblemente, como yo, y que su padre le había defraudado tanto como mi madre me había defraudado a mí. Tal vez Paul tenía razón. El destino había jugado las cartas de manera que Julián y yo ganásemos la partida. La juventud quería juventud, y él era joven, apuesto, buen bailarín, y encantador… cuando quería serlo. Tenía un lado cruel, oscuro, y yo lo sabía. Había experimentado algo de esto…, pero podría amansarle. No dejaría que se convirtiese en mi señor y mi juez, en mi superior o mi amo. Lo tendríamos todo a partes iguales y seríamos iguales, y llegaría un día, una brillante mañana de sol, en que yo despertaría y vería su rostro moreno sin afeitar, y comprendería que le amaba. Sabría que le amaba más que a nadie…, más que a nadie.