ASÍ EMPEZÓ LA COSA. Entramos sin ruido en la casa del doctor y en su vida. Nos apoderamos de él, ahora lo sé. Nos hicimos importantes para él, como si no hubiese vivido realmente antes de nuestra llegada. Ahora sé también esto. Hizo que pareciese que le hacíamos un favor, alegrando su vida triste y solitaria con nuestra presencia juvenil. Hizo que nos sintiésemos generosos por compartir su vida, y nosotros, ¡ay!, queríamos creer en alguien. Nos dio, a Carrie y a mí, un gran dormitorio con dos camas gemelas y cuatro ventanales que daban al Sur y dos ventanas que daban al Este. Chris y yo nos mirábamos, terriblemente afligidos. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, dormiríamos en habitaciones separadas. Yo no quería separarme de él y hacer frente a la noche con sólo Carrie, que nunca podría protegerme como me había protegido él. Creo que nuestro médico debió de percibir algo que le impulsó a escurrir el bulto, pues se excusó y se dirigió al fondo del pasillo. Sólo entonces habló Chris:
—Tenemos que andarnos con cuidado, Cathy. No quisiera que sospechase.
—No hay nada que sospechar. Esto terminó —le respondí, pero no le miré a los ojos, pensando, incluso entonces, que esto nunca terminaría.
«¡Oh, mamá! Mira lo que hiciste al meternos a los cuatro en una habitación cerrada, y dejar que creciéramos allí, sabiendo lo que pasaría. Porque tú, más que nadie, ¡tenías que saberlo!».
—Calla —murmuró Chris—. Dame las buenas noches. Aquí no habrá chinches en la cama.
Me besó y le besé, nos dimos las buenas noches, y eso fue todo. Con lágrimas en los ojos, vi que mi hermano se alejaba por el pasillo, sin apartar de mí la mirada. En nuestra habitación, Carrie lanzó un fuerte gemido.
—¡No puedo dormir sola en una cama tan pequeña! —lloriqueó—. ¡Me caeré! Cathy, ¿por qué es tan estrecha esta cama?
En definitiva, el médico y Chris tuvieron que volver para quitar la mesita de noche que separaba las dos camas gemelas. Después, las arrimaron de manera que pareciesen una sola cama grande. Esto gustó muchísimo a Carrie, pero, al transcurrir la noche, se fue ensanchando el hueco entre las dos camas hasta que, como durmiente inquieta que era, me desperté con una pierna y un brazo en la hendedura, arrastrando a Carrie conmigo al suelo.
Me gustaba la habitación que nos había destinado Paul. Era muy bonita, el papel azul pálido de las paredes y las cortinas haciendo juego. La alfombra era azul. Cada una tenía un sillón con cojines de color amarillo limón, y todos los muebles eran de un blanco viejo. La habitación adecuada para una chica. Alegre. Sin pinturas del infierno en las paredes. El único infierno estaba en mi cabeza, puesto allí por pensar demasiado en el pasado. Si mamá hubiese querido, ¡habría podido encontrar otra solución! ¡No tenía que encerrarnos! Fue la codicia, la avaricia, aquella maldita fortuna… ¡y Cory estaba enterrado a causa de la flaqueza de ella!
—Olvídalo, Cathy —dijo Chris, al darnos de nuevo las buenas noches. Yo temía horriblemente contarle lo que sospechaba. Apoyé la cabeza sobre su pecho.
—Chris, lo que hicimos fue un pecado, ¿no?
—No volverá a ocurrir —replicó secamente él, y se apartó y echó a andar rápidamente por el pasillo, como si yo le persiguiese. Yo quería vivir bien y no hacer daño a nadie, y menos aún a Chris. Sin embargo, tuve que levantarme a medianoche e ir a su habitación. Él dormía y me introduje en su cama. Se despertó al oír el crujido del somier.
—Cathy, ¿qué diablos estás haciendo aquí?
—Está lloviendo —murmuré—. Déjame estar un momento a tu lado, y me marcharé.
No nos movíamos, ni siquiera respirábamos. De pronto, sin darnos cuenta, nos abrazamos y él me besó. Con un fervor tan ardiente, que no pude dejar de corresponderle, a pesar de que no quería hacerlo. ¡Esto era malo, perverso! Y, sin embargo, no quería que él se detuviese. La mujer que dormía dentro de mí se despertó, queriendo lo que él creía que debía tener, y yo, la parte reflexiva y calculadora, le aparté.
—¿Qué estás haciendo? Pensé que habías dicho que esto no volvería a ocurrir.
—Tú has venido… —dijo roncamente él.
—¡Pero no para esto!
—¿De qué te imaginas que estoy hecho? ¿De acero? Cathy, no vuelvas a hacerlo.
Le dejé y me fui a mi cama y lloré, porque él estaba al final del pasillo y no a mi lado para despertarme si tenía una pesadilla. No tenía a nadie que me consolase. A nadie que me diese fuerza. Entonces, las palabras de mi madre vinieron a acosarme con un terrible pensamiento: ¿Me parecía tanto a ella? ¿Iba a ser una mujer del tipo enredadera, que siempre necesitaba que un hombre la protegiese? ¡No! ¡Yo me bastaría a mí misma! Creo que fue el día siguiente cuando el doctor Paul me trajo cuatro cuadros para que los colgase en la pared. Bailarinas, en cuatro actitudes diferentes. A Carrie le trajo un jarro de cristal opaco con delicadas violetas de plástico. Se había enterado ya de la afición de Carrie a las cosas rojas o purpúreas.
—Haced lo que podáis para encontraros bien en esta habitación —nos dijo—. Si no os gusta el color de las paredes, lo cambiaremos en la primavera próxima. Le miré fijamente. En primavera ya no estaríamos allí. Carrie siguió sentada, sosteniendo su jarro de violetas artificiales, mientras yo hacía un esfuerzo para decirle al médico lo que tenía que decir.
—Doctor Paul, no estaremos aquí en la primavera; por consiguiente, no podemos apegarnos demasiado a las habitaciones que usted nos ha destinado. Él estaba en la puerta, a punto de salir, pero se detuvo y se volvió a mirarme. Era alto, quizás un metro noventa, y sus hombros eran tan anchos, que casi llenaban toda la puerta.
—Creía que esto te gustaba —dijo, en tono pensativo, fría la mirada de sus negros ojos.
—¡Claro que me gusta! —me apresuré a responder—. Nos gusta a todos, pero no podemos abusar de su bondad.
Asintió con la cabeza, sin decir palabra, y se marchó, y yo me volví y vi que Carrie me miraba fijamente y con gran hostilidad.
El doctor llevaba cada día a Carrie al hospital. Al principio, ésta había llorado y se había negado a ir si yo no la acompañaba. Urdía fantásticos cuentos sobre lo que le hacían en el hospital y se quejaba de las muchas preguntas que le hacían.
—Nosotros nunca mentimos, Carrie; tú lo sabes. Los tres nos decimos siempre la verdad, pero no hemos de contar a todo el mundo lo que pasamos allá arriba…, ¿sabes? Ella me miró fijamente, con sus ojos grandes y asustados.
—Yo no le he dicho a nadie que Cory se fue al cielo y me dejó. Sólo lo he dicho al doctor Paul.
—¿Se lo dijiste a él?
—Tuve que hacerlo, Cathy. Carrie hundió la cabeza en la almohada y se echó a llorar.
Por tanto, el doctor sabía ahora lo de Cory, y que se suponía que había muerto de pulmonía en un hospital. ¡Qué tristes estaban sus ojos cuando nos interrogó a Chris y a mí, pidiéndonos detalles de la enfermedad y la muerte de Cory!
Chris y yo estábamos sentados muy juntos en el sofá del cuarto de estar, cuando Paul nos dijo:
»—Me alegro de deciros que el arsénico no produjo ningún daño irreparable en los órganos de Carrie, como habíamos temido. No me miréis así. No revelé vuestro secreto, pero tuve que decir a los técnicos del laboratorio lo que habían de buscar. Inventé un cuento, diciendo que habíais tomado el arsénico por accidente, que yo fui un buen amigo de vuestros padres y estoy pensando en adoptaros legalmente a los tres.
—Carrie… ¿vivirá? —murmuré, suspirando con alivio.
—Sí, vivirá… si no le da por columpiarse en el trapecio. —Sonrió de nuevo—. Lo he dispuesto todo para que vosotros dos seáis reconocidos mañana… por mí, si no tenéis inconveniente.
¡Oh! ¡Yo sí que tenía inconveniente! No estaba dispuesta a quitarme la ropa y que él me viese así, aunque fuese en presencia de una enfermera. Chris me dijo que era muy tonta si pensaba que un médico de cuarenta años podía sentir un placer erótico al ver a una chica de mi edad. Pero lo dijo mirando a otra parte, por lo que no pude saber lo que pensaba en realidad. Tal vez Chris tenía razón, porque, cuando estuve sobre aquella mesa de reconocimiento, desnuda y cubierta con una bata de papel, el doctor Paul no pareció el mismo que me seguía con la mirada cuando estaba en el sector «hogareño» de su casa. Me hizo lo mismo que le había hecho a Carrie, aunque me formuló más preguntas. Preguntas un poco embarazosas, ciertamente.
—¿No has menstruado desde hace más de dos meses?
—Nunca he sido muy regular, Empecé cuando tenía doce años, y dos veces se me atrasó de tres a seis meses. Esto me preocupaba, pero Chris leyó algo sobre el tema, en uno de los libros de Medicina que le trajo mamá, y me dijo que la ansiedad y un exceso de tensión podían ser causa de las faltas. No creerá usted…, quiero decir…, no pensará que me ocurra nada malo, ¿verdad?
—Creo que no. Parece bastante normal. Demasiado delgada, demasiado pálida, y ligeramente anémica. Chris también lo está, aunque menos que tú, debido a su sexo. Voy a recetaros unas vitaminas especiales a los tres.
Me alegré cuando terminó aquello y pude vestirme y huir de aquel consultorio donde las mujeres que trabajaban para el doctor Paul me miraban de una manera extraña. Volví corriendo a la cocina, la Señora Beech estaba preparando la comida. Cuando entré, una sonrisa amplia y franca iluminó su cara de luna llena, de piel resbaladiza como el caucho. Los dientes que mostraba eran los más blancos y perfectos que había visto en mi vida.
—¡Uf! Me alegro de que esto haya terminado —dije, dejándome caer en una silla y cogiendo un cuchillo para mondar patatas—. No me gusta que los médicos me palpen. Prefiero al doctor Paul cuando es un hombre como otro cualquiera. Cuando se pone su larga bata blanca, se pone también una pantalla sobre los ojos. Entonces no puedo ver lo que está pensando. Y yo sé leer en los ojos, la Señora Beech.
Ella me sonrió con malicia, y después sacó un bloc color de rosa del gran bolsillo cuadrado de su almidonado y blanco delantal. Con éste ceñido a su cintura parecía —nada más y nada menos— un colchón enrollado que anduviese de un lado para otro sin hablar. Ahora yo sabía que su mudez era de nacimiento. Aunque trataba de enseñarnos su lenguaje de signos, ninguno de nosotros lo había aprendido aún lo suficiente como para conversar con ella. Creo que a mí me gustaban demasiado sus notas, unas notas que escribía con extraordinaria rapidez y en un estilo muy abreviado.
«Doctor dice, había escrito, que jóvenes necesitáis mucha fruta y verdura fresca, mucha carne magra, pero poca fécula y postres. Quiere músculos, no grasa».
Habíamos aumentado ya un poco de peso, en las dos semanas que llevábamos disfrutando de la deliciosa cocina de la Señora Beech. Incluso Carrie, que era tan melindrosa, comía ahora con entusiasmo, cosa notable en ella. Un día, mientras yo mondaba las patatas rojas, la Señora Beech escribió otra nota, al ver que no comprendía sus signos.
«Encantadora niña, de ahora en adelante me llamarás sólo Henny. No la Señora Beech».
Era la primera persona negra con quien yo tenía trato, y, aunque al principio me había sentido un poco incómoda y atemorizada en su compañía, dos semanas de intimidad me habían enseñado muchas cosas. Ella no era más que un ser humano, de otra raza y de otro color, pero con los mismos sentimientos, esperanzas y temores que teníamos todos. Me gustaba Henny y su amplia sonrisa, sus batas holgadas y con flores de colores chillones, y, sobre todo, la sabiduría que imprimía en sus hojitas de papel coloreado. En definitiva, llegué a comprender su lenguaje de signos, aunque nunca tan bien como lo comprendía su «doctor». Paul Scott Sheffield era un hombre extraño. Con frecuencia, parecía triste cuando no tenía motivo para estarlo. Después, sonreía y decía: «Sí, Dios nos favoreció, a Henny y a mí, cuando os puso a los tres en aquel autobús. Yo perdí una familia y lloré por ella, y el destino quiso enviarme otra, ya confeccionada».
—Chris —dije aquella tarde en que tuvimos que separarnos de mala gana—, cuando vivíamos allá arriba, en aquella habitación, tú eras el hombre, el cabeza de familia… A veces me parece extraño tener aquí al doctor Paul, observando lo que hacemos y escuchando lo que decimos. Él enrojeció.
—Lo sé. Está ocupando mi sitio. Si he de ser sincero —y aquí hizo una pausa y enrojeció aún más—, no me gusta que me sustituya en tu vida, pero le agradezco mucho lo que ha hecho por Carrie. En cierta manera, todo lo que nuestro médico hacía por nosotros tenía por efecto el que mamá pareciese mil veces peor, en comparación con él.
¡Diez mil veces peor! Al día siguiente cumplió Chris dieciocho años, y, si yo no olvidaba nunca su aniversario, me sorprendió que el doctor hubiese organizado una fiesta, con muchos bellos regalos que alegraron los ojos de Chris, aunque después se entristecieron por el remordimiento que él y yo sentíamos. Habíamos aceptado demasiado. Habíamos hecho planes para marcharnos pronto. No podíamos continuar allí, aprovechándonos de la bondad del doctor Paul, ahora que Carrie se había repuesto lo bastante para poder continuar el viaje. Después de la fiesta, Chris y yo nos sentamos en la galería de atrás para tratar de este asunto. Me bastaba mirarle a la cara para saber que Chris no quería dejar al único hombre que podía y quería ayudarle a alcanzar su propósito de hacerse médico.
—En realidad, no me gusta su manera de mirarte, Cathy. Te sigue continuamente con los ojos. Tú estás aquí, a su alcance, y los hombres de su edad encuentran irresistibles a las chicas de la tuya. ¿De veras? Esto era fascinante.
—Pero los médicos tienen muchas enfermeras guapas a su disposición —dije, débilmente, sabiendo que, menos matar, era capaz de todo para que Chris alcanzase su meta—. ¿Recuerdas el día en que llegamos? Él habló de la competencia que encontraríamos en el circo. Y tenía razón, Chris. No podemos trabajar en circos; no era más que un sueño tonto. Miró al espacio, frunciendo el ceño.
—Ya lo sé.
—Él está solo, Chris. Quizá me mira sólo porque no tiene algo más interesante en que fijarse.
Pero ¡qué fascinante era saber que los hombres de cuarenta años se interesaban por las chicas de quince! ¡Qué estupendo debía ser ejercer sobre ellos el poder que tenía mi madre!
—Chris, si el doctor Paul habla en serio…, quiero decir, si quiere realmente que nos quedemos, ¿querrás quedarte tú?
Volvió a fruncir el ceño y observó los setos que recientemente había recortado. Después de pensarlo mucho, dijo, pausadamente:
—Sometámosle a una prueba. Si le decimos que nos marchamos y él no hace nada para impedirlo, será una manera cortés de decirnos que, en realidad, no le importa que nos vayamos.
—¿Te parece justo hacerle una cosa así?
—Sí. Es una buena manera de darle ocasión de librarse de nosotros sin remordimiento. Mira, la gente como él hace a menudo cosas porque cree que debe hacerlas, no porque lo desee realmente.
—¡Ah! Cuando decidíamos algo, nos gustaba hacerlo pronto.
La tarde siguiente, después de la comida, Paul se reunió con nosotros en la galería de atrás. Paul. Yo le llamaba así en mi pensamiento; familiarizándome con él, simpatizando más y más con él, porque siempre aparecía naturalmente elegante, pulcro, amable, sentado en su sillón de mimbre predilecto, con un suéter rojo de punto y unos pantalones grises, chupando su cigarrillo con expresión soñadora. Nosotros tres llevábamos también suéter aquel día, porque la tarde era muy fresca. Chris estaba sentado detrás de mí en la baranda, y Carrie estaba acurrucada en el peldaño superior de la escalinata. Los jardines de Paul eran fabulosos. Unos bajos y largos escalones de mármol llevaban a otros peldaños que volvían a elevarse. Había un pequeño puente japonés, revestido de laca roja, sobre un diminuto riachuelo. Había estatuas de hombres y mujeres desnudos, colocadas al azar y que daban a los jardines un ambiente seductor, de sensualidad mundana. Eran desnudos clásicos, graciosos y en elegantes actitudes. Y, sin embargo, sin embargo… Yo sabía lo que era este jardín. Porque antes lo había visto en sueños. El viento se hizo más frío y empezó a agitar las hojas muertas. El doctor nos dijo que cada dos años hacía un viaje al extranjero en busca de bellas estatuas de mármol, que traía a casa para aumentar la colección. La última vez había tenido suerte y encontrado una copia de tamaño natural de El beso, de Rodin. Yo suspiré con el viento. No quería marcharme. Me gustaba estar aquí con él, con Henny, con los jardines que me esclavizaban y hacían que me sintiese como hechizada, hermosa, deseable.
—Pero todas mis rosas están chapadas a la antigua y no tienen el embriagador perfume que debieran tener —dijo el doctor Paul—. ¿De qué sirven las rosas, si no exhalan perfume?
A la luz purpúrea y menguante del crepúsculo, sus ojos brillantes se encontraron con los míos. Mi pulso se aceleró y me obligó a suspirar de nuevo. Me pregunté cómo habría sido su esposa y qué habría sentido al ser amada por un hombre como él. Desvié avergonzada mi mirada de la suya, larga y escrutadora, temiendo que él pudiese leer lo que estaba pensando.
—Pareces inquieta, Cathy. ¿Por qué? Su pregunta me molestó, al darme la impresión de que él conocía mis secretos. Chris volvió la cabeza y me lanzó una dura mirada de advertencia.
—Es su suéter rojo —contesté, tontamente—. ¿Lo hizo Henny para usted? Rió, entre dientes y, después, bajó la cabeza para mirar su hermoso suéter.
—No, no fue Henny. Lo hizo mi hermana mayor y me lo envió, por paquete postal, el día de mi cumpleaños. Vive en el otro lado de la población.
—¿Por qué le envía su hermana los regalos por correo y no los trae personalmente? —le pregunté—. ¿Y por qué no nos dijo usted que era su cumpleaños? También le habríamos regalado algo.
—Pues verás —respondió él, retrepándose cómodamente en su sillón y cruzando las piernas—, mi cumpleaños fue muy poco antes de llegar vosotros. Tengo cuarenta años, por si Henny no os lo ha dicho. Hace trece que enviudé, y mi hermana, Amanda, no me ha dirigido la palabra desde el día en que mi esposa y mi hijito murieron en un accidente.
Su voz se extinguió, y él se quedó mirando el espacio, triste, solemne, distante. Unas hojas muertas revolotearon sobre el césped, saltaron a la galería y vinieron a caer cerca de mis pies, como pardos y secos patitos. Todo esto trajo a mi memoria cierta noche prohibida en que Chris y yo habíamos rezado desesperadamente, abrazados en el frío tejado de pizarra, bajo una luna que parecía el ojo irritado de Dios. ¿Habría que pagar un precio por un solo pecado horrible cometido? ¿Habría que pagarlo? La abuela habría dicho rápidamente: ¡Sí! ¡Te mereces el peor de los castigos! ¡Eres un engendro del diablo! ¡Ya lo decía yo!
Y mientras permanecía sentada allí, vacilante, Chris tomó la palabra:
—Doctor, Cathy y yo hemos estado reflexionando y creemos que, ahora que Carrie está ya bien, deberíamos marcharnos. Le estamos profundamente agradecidos por todo lo que ha hecho por nosotros, y le pagaremos hasta el último centavo, aunque tardemos años en hacerlo… —Apretó mis dedos con los suyos, advirtiéndome que no debía contradecirle.
—Un momento, Chris —le interrumpió el doctor, irguiéndose en su sillón y poniendo ambos pies firmemente en el suelo. Era evidente que no quería andarse por las ramas—. No creáis que no veía venir esto. Lo he temido cada mañana, pensando que quizás, al despertarme, me encontraría con que os habíais ido. He estado pensando en los trámites legales para poneros a los tres bajo mi tutela. Y he descubierto que no son tan complicados como pensaba. Parece que la mayoría de los chicos que se escapan dicen que son huérfanos; por consiguiente, tendréis que demostrarme que vuestro padre está realmente muerto. Si no fuese así, necesitaría su consentimiento y el de vuestra madre. Contuve el aliento. ¿El consentimiento de mi madre? Esto significaba que tendría que volver a verla. Y no quería verla. ¡Jamás! —Él prosiguió, mirándome compasivamente.
—El tribunal citaría a vuestra madre para que compareciese. Si ella viviese en este Estado, tendría que hacerlo en el término de tres días, pero, hallándose en Virginia, le darían tres semanas. Si no compareciese, me otorgarían una custodia permanente, en vez de temporal, pero sólo si vosotros declaraseis que me he portado bien como curador.
—¡Se ha portado maravillosamente! —exclamé—. ¡Pero ella no vendrá! ¡Quiere mantenernos en secreto! Si se supiese nuestra existencia, perdería todo aquel dinero. Y quizá su marido se volvería también contra ella, si supiese que nos había ocultado. Puede apostar lo que quiera a que, si pide la custodia permanente, se la darán… ¡aunque quizá tenga que arrepentirse en definitiva! —Chris me apretó la mano con más fuerza, y Carrie me miró con sus ojos grandes y asustados.
—Dentro de pocas semanas estaremos en Navidad. ¿Vais a dejar que pase otras fiestas en soledad? Hace casi tres semanas que estáis aquí, y, a todos aquellos que me han preguntado, les he dicho que sois hijos de un pariente mío recientemente fallecido. No creáis que actúo a ciegas. Henny y yo hemos reflexionado mucho sobre esto. Ella cree, igual que yo, que los tres nos convenís. Ambos queremos que os quedéis. La presencia de unos jóvenes hará que esta casa parezca más un hogar. Ahora, yo me siento mejor que en muchos años, y también más feliz. Desde la muerte de mi esposa y de mi hijo, he echado en falta la familia. No me he acostumbrado a una segunda vida de soltero. —Su tono persuasivo se hizo anhelante—. Siento que el destino quiere que me encargue de vosotros. Siento que Dios hizo que Henny tomase aquel autobús, para que os trajese hasta mí. Y, si el destino toma una decisión, ¿quién soy yo para oponerme? Reconozco que Dios os ha enviado para ayudarme a reparar las faltas que cometí en el pasado.
¡Huy! ¡Enviados por Dios! Yo estaba casi resuelta a aceptar. Sabía que la gente siempre puede encontrar un motivo para justificar sus intenciones, ¡vaya si lo sabía! Pero, aun así, las lágrimas acudieron a mis ojos al mirar interrogadoramente a Chris. Éste recogió mi mirada y meneó la cabeza, confuso, sin saber lo que yo quería. Su mano pareció de hierro al apretar la mía, cuando habló, mirándome a mí y no al doctor Paul.
—Lamentamos que perdiese a su esposa y a su hijo, doctor. Pero nosotros no podríamos remplazarles, señor, y no sé si estaría bien que le cargásemos con los gastos de tres chicos que no son suyos. —Después añadió, mirando al médico a los ojos—: Además, debería usted pensar que le costaría mucho encontrar otra esposa, si se hiciese cargo de nosotros.
—No pienso volver a casarme —respondió el doctor, con voz extraña. Después añadió, con aire abstraído—: Mi esposa se llamaba Julia, y mi hijo, Scotty. Sólo tenía tres años cuando murió.
—¡Oh! —suspiré—. Debe de ser terrible perder un hijo tan pequeño, y también la esposa. —Su visible dolor y su compunción me conmovieron; yo era muy sensible al sufrimiento ajeno—. ¿Murieron en un accidente de automóvil, como nuestro padre?
—En un accidente —explicó vivamente él—, pero no de automóvil.
—Nuestro padre tenía sólo treinta y seis años cuando se mató. Nosotros estábamos celebrando una fiesta de cumpleaños, con pastel y regalos…, y él no volvió. Sólo vinieron dos policías del Estado…
—Sí, Cathy —dijo suavemente él—, ya me lo habías dicho. Los años de la adolescencia no son fáciles para nadie, y hallarse sólo en la primera juventud, sin una educación adecuada, con poco dinero, sin familia, sin amigos…
—¡Estamos juntos los tres! —exclamó firmemente Chris, para probarle aún más—. Por tanto, nunca estaremos realmente solos. Paul prosiguió:
—Si no me queréis, si lo que puedo daros os parece poco, marchaos a Florida en buena hora. Manda al diablo tus largas horas de estudios, Chris, cuando estás acercándote a la meta. Y tú, Cathy, olvida tus sueños de ser primera bailarina. Y no creáis que vaya a ser una vida sana y feliz para Carrie. No os estoy forzando a quedaros, porque, en definitiva, haréis lo que queráis. A vosotros toca decidir: o yo y la oportunidad de alcanzar vuestras aspiraciones, o lanzaros a un mundo duro y desconocido.
Yo estaba sentada en la baranda, lo más cerca posible de Chris, con mi mano en la de él. Deseaba quedarme. Lo deseaba por lo que el doctor podía dar a Chris, y también a Carrie y a mí misma. La brisa del Sur seguía soplando, acariciando mis mejillas y murmurándome, convincentemente, que todo saldría bien. Yo podía oír a Henny en la cocina, amasando la pasta para los panecillos calientes que comeríamos por la mañana, untándolos con mantequilla. La mantequilla era una de las cosas que nos habían sido negadas, y lo que Chris echaba más en falta. Aquí, todo me hechizaba: el ambiente, el suave y cálido fulgor de los ojos del médico. Incluso el ruido de las ollas y cacerolas de Henny surtían un efecto mágico, y mi corazón, tan abrumado durante tanto tiempo, empezaba a sentirse más ligero. Tal vez existía la perfección fuera de los cuentos de hadas. Quizás éramos lo bastante buenos para caminar erguidos y orgullosos bajo el cielo azul de Dios; quizá no éramos retoños contaminados de malas semillas sembradas en un mal suelo. Y, más que todo lo que había dicho el doctor, o lo que habían dado a entender sus ojos chispeantes, creo que me impresionaban aquellas rosas que todavía florecían en invierno y que me embriagaban con su olor dulce y penetrante. Pero no fuimos Chris ni yo quienes decidimos. Fue Carrie. Se levantó de un salto del peldaño en que estaba sentada y se arrojó en los brazos tendidos del doctor. Se lanzó sobre él y se abrazó a su cuello.
—¡Yo no quiero irme! ¡Yo le quiero, doctor Paul! —gritó, casi con frenesí—. ¡No quiero ir a Florida, ni al circo! ¡No quiero ir a ninguna parte!
Después se echó a llorar, dando rienda suelta a su dolor por Cory, retenido durante tanto tiempo. Él la levantó y la sentó en sus rodillas, y le besó las mojadas mejillas, antes de secárselas con un pañuelo.
—Yo también te quiero, Carrie. Siempre quise tener una niña de rizos rubios y ojos azules como los tuyos. Pero no miraba a Carrie. Me miraba a mí.
—Y quiero estar aquí en Navidad —sollozó Carrie—. Nunca vi a Papá Noel. ¡Nunca le vi!
Desde luego, le había visto, hacía años, cuando nuestros padres llevaron a los mellizos a unos grandes almacenes y papá los fotografió sentados en el regazo de Papá Noel; pero quizá lo había olvidado. ¿Cómo podía un extraño entrar tan fácilmente en nuestras vidas y darnos amor, cuando los de nuestra propia sangre habían tratado de darnos la muerte?