Laberinto de mentiras

ANTES DE QUE NUESTROS CUERPOS se hubiesen adaptado a las nuevas condiciones, realizamos ensayos con The Royal Ballet, observando a éste y comparando nuestro estilo con el suyo. Madame Zolta nos había dicho ya que su estilo era estrictamente clásico, pero que nosotros teníamos que hacer las cosas a nuestra manera, sin dejarnos intimidar.

—Manteneos en lo vuestro; haced que la danza sea pura, pero imprimiéndole vuestro sello personal. Julián, Catherine, como recién casados que sois, todos los ojos se fijarán en vosotros; por consiguiente, dad el mayor romanticismo posible a cada escena. Me conmovéis, bailando juntos, hasta darme ganas de llorar… Si continuáis así, podréis hacer historia en el ballet.

Sonrió, y las lágrimas llenaron las profundas arrugas alrededor de sus ojillos.

—¡Demostremos que América puede también producir lo mejor de lo mejor! —Tuvo que interrumpirse y se volvió de espaldas, para que no viésemos la ruina de su cara—. ¡Os quiero tanto a todos…! —sollozó—. Ahora, marchaos… Dejadme… y haced que me enorgullezca de vosotros.

Estábamos dispuestos a hacer todo lo posible para que el nombre de Madame Zolta volviera a ser famoso, no como bailarina, pero sí como maestra. Ensayábamos hasta que caíamos rendidos en la cama.

«The Royal Opera House», en Covent Carden, compartía su espacio con la compañía de ballet, y, cuando la vi por primera vez, me quedé sin respiración y apreté con fuerza la mano de Julián. En la sala de púrpura y oro cabían más de dos mil personas sentadas. Sus resplandecientes hileras de palcos, que se elevaban hasta una alta cúpula con un sol radiante en el centro, me pasmaron con su esplendor a la antigua usanza. Pronto habíamos de descubrir que, detrás del escenario, todo era mucho menos opulento, con unos atestados vestuarios carentes de encanto y unas pequeñas oficinas y cuartos de trabajo que parecían conejeras; y, peor aún, ¡no había estudios para ensayar! Si me empeñé en encontrar algo admirable en los sistemas de fontanería y de calefacción británicos, fracasé completamente. Siempre sentía frío, salvo cuando bailaba. Llegué a odiar el escaso suministro de agua caliente en los cuartos de baño, que me obligaba a bañarme con la mayor rapidez posible para no quedarme helada.

Y Julián permanecía constantemente pegado a mí. No tenía noción de la intimidad y, por ende, no la respetaba en absoluto. Incluso cuando estaba yo en el cuarto de baño, quería entrar, y tenía que apresurarme a echar el pestillo y dejarle aporreando la puerta.

—¡Déjame entrar! Sé lo que estás haciendo. ¿A qué viene tanto secreto?

No sólo esto, sino que quería introducirse en mi mente y conocer todo mi pasado, todos mis pensamientos, todo lo que yo había hecho.

—Tu madre y tu padre murieron en un accidente de automóvil, pero ¿qué pasó después? —me preguntó sujetándome en un férreo abrazo.

¿Por qué tenía que decírselo otra vez? Tragué saliva. Había urdido un cuento verosímil, según el cual nos habíamos escapado Chris, Carrie y yo, para no tener que ingresar en un orfelinato.

—Teníamos un poco de dinero ahorrado, ¿sabes? De los regalos de cumpleaños, de Navidad y de otras ocasiones parecidas. Tomamos un autobús para ir a Florida, pero Carrie se mareó y vomitó, y aquella negra gorda nos llevó a casa de «su doctor». Creo que él se compadeció de nosotros; se convirtió en nuestro tutor… y eso fue todo.

—Conque eso fue todo —repitió él, pausadamente—. ¡Hay muchas cosas que no me cuentas! Aunque puedo adivinar el resto. «Él vio una chica joven y prometedora, y por eso se mostró tan generoso», Cathy…, ¿hasta dónde llegó tu intimidad con él?

—Le quería, y pensaba casarme con él.

—Entonces, ¿por qué no lo hiciste? —gritó—. ¿Por qué te casaste conmigo?

El tacto y la sutileza no figuraban entre mis virtudes. Estaba enojada, porque me obligaba a darle explicaciones y yo no quería dárselas.

—¡Tú me acosabas continuamente! —grité—. Me hiciste creer que podría llegar a quererte, ¡pero no creo que pueda! ¡Cometimos un error, Julián! ¡Un terrible error!

—No vuelvas a decir eso, ¿oyes? —Julián gimió, como si le hubiese herido profundamente, y me recordó a Chris. Por lo visto no podía vivir sin dañar a todos los que se cruzaban conmigo. Esto hizo que se desvaneciese mi furor y permitiese a Julián estrecharme en sus brazos. Él bajó la cabeza para besarme en el cuello—. ¡Te amo tanto, Cathy! Más de lo que nunca pensé que podría amar a una mujer. Y nunca tuve a nadie que me quisiera por lo que soy. Gracias por tratar de amarme, aunque digas que no lo has conseguido.

Me dolió escuchar el temblor de su voz. Parecía un niño suplicando lo imposible, y pensé que quizás era injusta con él. Me volví y le eché los brazos al cuello.

—Quiero amarte, Jule. Me casé contigo, y me comprometí a hacerlo; lo intentaré, y seré para ti la mejor esposa que pueda ser. ¡Pero no me empujes! No me obligues… Espera a que venga el amor cuando sepa algo más de ti. Eres casi un extraño para mí, aunque hace tres años que nos conocemos.

Él retrocedió, como si pensara que yo le conocía perfectamente y que, por ello, el amor sería imposible. ¡Tan poco seguro estaba de sí mismo! ¡Oh, Dios mío! ¿Qué había hecho yo? ¿Qué clase de mujer era, que podía apartarme de un hombre bueno, sincero y honrado, y arrojarme en brazos de alguien que sospechaba que era un bruto?

Mamá solía obrar impulsivamente, para lamentarlo cuando era demasiado tarde. Yo no era como ella en mi interior, ¡no podía serlo! Tenía demasiado talento para parecerme a alguien que no tenía ninguno…, salvo el de hacer que los hombres se enamorasen de ella, cosa que no tenía que ver con la inteligencia. No; yo quería ser como Chris…, y entonces vacilé de nuevo, apresada, como siempre, en aquellas arenas movedizas que eran hechuras de ella. Todo había sido por su culpa, ¡incluso mi boda con Julián!

—Cathy, tendrás que aprender a hacer la vista gorda con muchos defectos míos —dijo Julián—. No me pongas sobre un pedestal, no esperes que sea perfecto. Tengo los pies de barro, como sabes muy bien, y, si tratas de convertirme en el Príncipe Encantador, como creo que deseas…, no lo conseguirás. También pusiste a ese médico tuyo sobre un pedestal; pienso que te empeñas en elevar tanto a los hombres a quienes aprecias, que por fuerza tienen que caerse. Limítate a quererme, y procura no ver lo que no te guste.

Yo no sabía pasar por alto los defectos. Siempre había visto los de mamá, cosa que nunca había hecho Chris. Siempre, agarraban la moneda más brillante y buscaba lo defectuoso en ella. Era curioso. Los defectos de Paul me habían parecido obra de Julia, hasta que había venido Amanda con su horrible historia. Otro motivo para odiar a mamá: ¡hacerme dudar de mi instinto!

Mucho después de que Julián se hubiese acostado, seguía yo detrás de la ventana, contemplándome, fijos los ojos en los largos hilos de hielo que surcaban el cristal. El tiempo era anuncio de lo que me esperaba. La primavera estaba allí, en el jardín de Paul… y yo la había rechazado. No tenía que haber creído a Amanda. ¡Pobre de mí si me volvía como mamá por dentro, como me parecía a ella por fuera!

Nuestras semanas en Londres fueron de mucho trabajo, excitantes y agotadoras, pero yo temía el día en que volviéramos a Nueva York. ¿Cuánto tiempo podría tardar en decírselo a Paul? No podría esperar eternamente. Más pronto o más tarde, él tendría que saberlo.

* * *

Poco antes del primer día de primavera, volamos a Clairmont y tomamos un taxi para ir a casa de Paul. Era éste el lugar de nuestra liberación, y parecía que nada había cambiado. Sólo yo había cambiado, porque iba a destrozar a un hombre que no merecía verse arruinado por segunda vez.

Contemplé los setos de boj recortados en conos y esferas, y las wisterias floridas; las azaleas lucían sus brillantes colores en todas partes, y las grandes magnolias estaban a punto de florecer, y sobre todo aquel verdor pendían los hilos grises del musgo español, confusos y nebulosos, creando una ilusión de blondas vivas. Suspiré. Si había, a la luz del crepúsculo, algo más bello y en cierto modo romántico y tristemente místico, que un roble vivo envuelto en musgo español que acabaría matándolo, yo no lo había visto nunca. Era como un amor que se aferraba y mataba.

Pensé que debía entrar con Julián y darle la noticia a Paul, pero no pude hacerlo.

—¿Te importa esperar en la galería hasta que se lo diga a Paul? —le pregunté.

Por alguna razón, se limitó a asentir con la cabeza. Yo había esperado una discusión. Sumisamente, para cambiar, Julián se sentó en la blanca mecedora de mimbre, la misma en la que dormitaba Paul aquella tarde de domingo, cuando llegamos allí después de dejar el autobús. Él tenía entonces cuarenta años. Ahora tenía cuarenta y tres.

Temblando un poco, me dirigí a la puerta principal y la abrí con mi llave. Podía haber telefoneado o enviado un cablegrama. Pero tenía que ver su cara y observar sus ojos, y tratar de leer sus pensamientos. Necesitaba saber si le había asestado una puñalada en el corazón o si sólo había herido su orgullo y su amor propio. Nadie me oyó abrir la puerta. Nadie oyó mis pasos sobre el duro parqué del vestíbulo. Paul estaba arrellanado en su sillón predilecto, delante del televisor en color y de la chimenea, dormitando. Tenía las largas piernas apoyadas en la otomana, cruzados y descalzos los pies. Carrie estaba sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, junto al sillón de Paul, como siempre que necesitaba estar cerca de alguien a quien quería. Estaba absorta, jugando con sus figuritas de porcelana. Llevaba un suéter blanco, con franjas rojas en el cuello y en los puños, y encima de él, una chaqueta roja de pana. Parecía también una linda muñeca.

Volví a mirar a Paul. En su ligero sueño, tenía la expresión de alguien que estuviese esperando ansiosamente. Incluso movía a menudo los pies, cruzándolos y descruzándolos, mientras cerraba y abría los puños. Su cabeza estaba apoyada en el alto respaldo del sillón, pero también la movía, de un lado a otro…, soñando. «¿Quizá conmigo?», pensé. Entonces volvió la cara en mi dirección. ¿Habría percibido en sueños mi presencia?

Abrió lentamente los párpados, pestañeando. Bostezó y se tapó la boca con la mano… Después me miró, con ojos confusos. Como si fuese yo una aparición.

—Catherine —murmuró—, ¿eres tú?

Carrie oyó su pregunta, se levantó de un salto y corrió hacia mí, gritando mi nombre al tomarla yo en brazos y levantarla muy alto. Llené su carita de besos y la apreté tan fuerte que gritó:

—¡Huy! ¡Me haces daño! —Estaba muy linda, fresca y bien alimentada—. ¡Oh, Cathy! ¿Por qué has estado tanto tiempo fuera? Cada día esperábamos que volvieses, y tú no volvías. Hacíamos planes para la boda, pero, como no escribías, el doctor Paul decía que teníamos que esperar. ¿Por qué nos enviabas solamente postales? ¿No tenías tiempo de escribir cartas largas? Chris decía que debías de tener muchísimo trabajo. —Se había desprendido de mis brazos y sentado de nuevo en el suelo, junto al sillón de Paul, y me miraba con reproche—. Te olvidaste de nosotros, ¿verdad, Cathy? Lo único que te interesa es el baile. Cuando bailas, no te hace falta una familia.

—Sí que necesito una familia, Carrie —dije, distraídamente, fija la mirada en Paul, tratando de leer lo que él pensaba.

Paul se levantó y vino a mi encuentro, sin apartar su mirada de la mía. Nos abrazamos, y Carrie siguió sentada en el suelo, en silencio, mirándonos, como estudiando la manera en que debía actuar una mujer con el hombre a quien amaba. Paul sólo rozó mis labios con los suyos. Sin embargo, su contacto me hizo estremecer como nunca me había estremecido el de Julián.

—Has adelgazado. También pareces cansada. ¿Por qué no telefoneaste o telegrafiaste para anunciarnos tu llegada? Habría ido a buscarte al aeropuerto.

—También tú pareces más delgado —dije, en un ronco murmullo. Pero la pérdida de peso le sentaba mejor que a mí. Y su bigote parecía más negro, más espeso. Lo toqué ligeramente, con añoranza, sabiendo que ahora ya no podía hacerlo… y que él lo había dejado crecer para agradarme.

—Me dolió cuando dejaste de escribirme cada día. ¿Lo hiciste porque el trabajo te absorbió demasiado?

—Algo así. Es fatigoso bailar todos los días y tratar, al mismo tiempo, de ver todo lo posible… Tenía tanto que hacer, que no me quedaba tiempo para nada.

—Ahora estoy suscrito a Variety.

—¡Oh…! —fue cuanto pude decir, esperando que no hubiesen publicado mi boda con Julián.

—Me he nombrado archivero de noticias, aunque Chris lleva también un álbum de recortes de periódicos. Cuando viene, comparamos lo que hemos recogido, y si uno de los dos tiene algo que le falta al otro, sacamos una fotocopia. —Hizo una pausa, como intrigado por mi expresión, por mi comportamiento, por algo—. Las críticas son formidables, Catherine. ¿Por qué pareces tan… tan indiferente?

—Como dijiste, estoy cansada. —Agaché la cabeza, sin saber qué decir, ni cómo responder a su mirada—. ¿Y cómo lo habéis pasado vosotros?

—Catherine, ¿te ocurre algo? Te portas de una manera extraña.

Carrie me miraba fijamente…, como si Paul hubiese expresado también lo que pensaba ella. Paseé la mirada por la espaciosa estancia, con todas las cosas bellas que Paul había coleccionado. El sol que se filtraba a través de las cortinas de color de marfil se reflejaba en las miniaturas de la alta estantería, protegidas por cristales, y, detrás de ellas, estaba el espejo negro y con vetas de oro, iluminado desde arriba y desde abajo. Cuan fácil era escabullirse mirando alrededor, fingiendo que todo estaba bien, cuando todo estaba mal.

—¡Habla, Catherine! —exclamó Paul—. ¡Algo malo ocurre!

Me senté; me flaqueaban las rodillas y tenía seca la garganta. ¿Por qué no podía hacer nada a derechas? ¿Cómo podía él haberme mentido, haberme engañado, si sabía que estaba harta de mentiras y de engaños? ¿Y cómo podía parecer aún tan digno de confianza?

—¿Cuándo vendrá Chris?

—El viernes, para las vacaciones de Pascua.

Su larga mirada pareció reflexiva, como si encontrase extraño que yo no lo supiese, dada la constante comunicación que mantenía con Chris. Entonces tuve que saludar y abrazar y besar a Henny… y no pude seguir callando… y conseguí decir:

—Paul, he traído a Julián conmigo. Está en la galería, esperando. ¿Te parece bien?

Él me miró de un modo extraño y, después, asintió con la cabeza.

—Desde luego. Dile que pase. —Después se volvió a Henny—. Pon dos cubiertos más, Henny.

Julián entró y, tal como yo le había pedido, no dijo una palabra sobre nuestra boda. Ambos nos habíamos quitado y guardado en un bolsillo nuestros anillos de casados. Fue una comida extraña y silenciosa, e incluso cuando Julián y yo entregamos los regalos que traíamos, pareció aumentar la tensión, y Carrie sólo echó una mirada a su brazalete de rubíes y amatistas, mientras Henny sonreía ampliamente al ponerse su gruesa ajorca de oro.

—Gracias por la adorable figurita con tu efigie, Cathy —dijo Paul, dejándola cuidadosamente sobre la mesa más próxima—. Y usted, Julián, ¿podría excusarnos un momento a Cathy y a mí? Desearía hablar con ella en privado.

Dijo esto en el tono con que pediría un médico una conversación privada con el familiar responsable de un paciente en estado crítico. Julián asintió con la cabeza y sonrió a Carrie. Ésta le fulminó con la mirada.

—Me voy a la cama —declaró Carrie, con aire desafiador—. Buenas noches, Señor Marquet. No sé por qué tuvo que ayudar a Cathy en la compra de mi brazalete, pero gracias de todos modos.

Julián se quedó en el cuarto de estar, viendo la televisión, mientras Paul y yo salíamos a dar un paseo por sus magníficos jardines. Los árboles estaban ya en flor, y rosas trepadoras rojas, blancas y rosadas, exhibían sus colores en los blancos enrejados.

—¿Qué pasa, Catherine? —preguntó Paul—. Vienes a casa y traes un hombre contigo. Quizá no tengas que explicarme nada. Puedo adivinarlo.

Alargué rápidamente una mano para asir la suya.

—¡Basta! ¡No digas nada!

Vacilando, y muy despacio, le conté la visita de su hermana. Le dije que ahora sabía que Julia estaba viva, y que, aunque comprendía sus motivos, él tenía que haberme dicho la verdad.

—¿Por qué me hiciste creer que estaba muerta, Paul? ¿Pensabas que era yo tan infantil que no podría soportar la verdad? Si tú me lo hubieses dicho, habría comprendido. Yo te amaba, ¡no lo dudes! No me entregué a ti por pensar que te debía algo. Me entregué porque quería darme, porque te necesitaba desesperadamente. La relación que sosteníamos bastaba para hacerme feliz, sin necesidad de llegar al matrimonio. Habría podido ser tu amante para siempre, ¡pero debiste contarme lo de Julia! Tenías que conocerme lo bastante para saber que soy impulsiva, que hago las cosas sin pensar cuando me siento herida… ¡y aquella noche sufrí terriblemente, cuando Amanda me dijo que tu esposa aún vivía! —Hice una pausa y grité—: ¡Mentiras! ¡Oh! ¡Cuánto odio a los embusteros! ¡Y tenías que ser precisamente tú quien me mintiese! Aparte de Chris, no confiaba en nadie como en ti.

Él se había detenido, igual que yo. Las desnudas estatuas de mármol que nos rodeaban se burlaban de nosotros. Se burlaban de un amor marchito. Porque, ahora, nosotros éramos como ellas, fríos y petrificados.

—Amanda —dijo él, pronunciando su nombre como si amargase su lengua y le diese ganas de escupir en él—, Amanda y sus medias verdades. Me preguntas por qué, y yo te digo: ¿por qué no me lo preguntaste antes de volar a Londres? ¿Por qué no me diste una oportunidad de defenderme?

—¡Como si pudiese excusarse la mentira! —repliqué, cruelmente, queriendo hacerle daño, como me lo había hecho Amanda aquella noche, antes de salir del teatro.

Él se apartó y fue a apoyarse en el roble más viejo, y sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo.

—Lo siento, Paul. Dime cuál habría sido tu defensa.

Él chupó despacio el cigarrillo y exhaló una bocanada de humo. El humo flotó en mi dirección y envolvió mi cabeza, mi cuello y mi cuerpo, expulsando el aroma de las rosas.

—Recuerda cuando llegasteis —comenzó él, pausadamente—. Estabas afligida por la pérdida de Cory, y no hablemos de lo que sentías por su madre. ¿Cómo podía contarte mi sórdida historia, cuando habías sufrido ya tanto dolor? Entonces yo no podía saber que llegaríamos a ser amantes. Sólo me parecías una niña hermosa, y una niña perseguida, aunque me conmovías profundamente… Siempre me has conmovido. Incluso ahora, plantada ahí, mirándome acusadora. Pero tienes razón. Hubiese debido decírtelo. —Suspiró profundamente—. Te hablé del día en que Scotty cumplió tres años, y Julia lo llevó al río y lo sujetó debajo del agua hasta ahogarle. Pero no te dije que ella sobrevivió… Todo un equipo de médicos trabajó durante horas sin fin, para sacarla del coma; pero sin resultado.

—El coma —murmuré—. ¿Quieres decir que está viva, pero sigue en coma?

Él sonrió amargamente y levantó la cabeza para mirar a la luna, que también sonreía, pero sarcásticamente, según me pareció. Después volvió la cara hacia mí y me miró a los ojos.

—Julia sobrevivió, su corazón siguió latiendo, y, hasta que llegasteis tú y tus hermanos, yo iba cada día a visitarla en una institución privada. Me sentaba al lado de su cama, le asía la mano y me obligaba a mirar su cara escuálida y su cuerpo esquelético… Era la mejor manera que tenía de atormentarme y de tratar de borrar la culpa que sentía. Observaba su pérdida diaria de cabellos, unos cabellos que cubrían las almohadas, la colcha y todo lo demás, mientras ella se iba marchitando ante mis ojos. Le habían insertado unos tubos para ayudarla a respirar, y la alimentaban por otro tubo inserto en un brazo. Las ondas cerebrales se habían allanado, pero el corazón seguía latiendo. Mentalmente estaba muerta; físicamente estaba viva. Si llegaba a salir del coma, no podría hablar, ni moverse, ni siquiera pensar. Sería una muerta viva, desde sus veintiséis años. Ésta era la edad que tenía cuando llevó a mi hijo al río para ahogarle en aguas poco profundas. Me costaba creer que una mujer que amaba tanto a su hijo fuese capaz de ahogarle, sintiendo cómo luchaba él por la vida…, y que sólo lo hiciese para vengarse de mí. —Hizo una pausa, sacudió la ceniza del cigarrillo y volvió hacia mí sus ojos nublados—. Julia me recuerda a tu madre… Ambas eran capaces de todo, si pensaban que el fin lo justificaba.

Suspiré; él suspiró, y el viento y las flores también suspiraron. Pienso que las estatuas de mármol suspiraron igualmente, por su falta de comprensión de la condición humana.

—Paul, ¿cuándo viste a Julia por última vez? ¿No hay ninguna posibilidad de recuperación?

Empecé a llorar. Él me abrazó y me besó en la cabeza.

—No llores por ella, hermosa Catherine. Ahora todo ha terminado para Julia; por fin descansa en paz. El año en que tú y yo nos convertimos en amantes, ella murió, antes de un mes de empezar lo nuestro. Se extinguió suavemente. Recuerdo que, aquellos días, tú me mirabas como si advirtieses que algo iba mal. Pero, si yo me mantenía apartado y encerrado en mí mismo, no era porque sintiese menos por ti. Era una mezcla de culpa dolorosa y de pena al ver que alguien tan dulce y adorable como Julia, la novia de mi infancia, tuviese que abandonar la vida sin haber experimentado plenamente las cosas bellas y maravillosas que ésta podía ofrecerle. Aprisionó mi cara entre las palmas de sus manos y enjugó mis lágrimas con los labios. —Ahora sonríe y di las palabras que leo en tus ojos; di que me amas. Cuando vi que habías traído a Julián, pensé que todo había acabado entre nosotros; pero ahora sé que nunca acabará. Me has dado lo mejor de ti, y, cuando estés a muchos kilómetros de distancia, bailando con hombres más jóvenes y más apuestos que yo…, sabré que me serás fiel, tanto como yo lo seré para ti. Saldremos adelante, porque dos seres sinceramente enamorados son capaces de vencer todos los obstáculos, sean cuales fueren.

¡Oh…! ¿Cómo podía decírselo ahora?

—¿Julia está muerta? —pregunté, temblando, trastornada, odiando a Amanda y odiándome a mí misma—. Amanda me mintió… Ella sabía que Julia estaba muerta y, sin embargo, voló a Nueva York para contarme una mentira, ¿qué clase de mujer es, Paul?

Él me estrechó con tal fuerza que me dolieron las costillas, pero correspondí a su abrazo, sabiendo que era la última vez que podía hacerlo. Y le besé furiosa y apasionadamente, porque sabía que nuestros labios no volverían a encontrarse. Paul rió alegremente, percibiendo todo el amor y la pasión que yo sentía por él, y dijo, en tono feliz y más ligero:

—Sí, mi hermana se enteró de la muerte de Julia; estuvo en su entierro. Aunque no me habló. Y ahora, por favor, no llores más. Deja que seque tus lágrimas.

Empleó su pañuelo para enjugar mis mejillas y las comisuras de mis párpados, y después lo sostuvo de manera que pudiera sonarme.

Yo me había portado como una chiquilla, como la chiquilla impulsiva e impaciente que Chris había pronosticado que sería…, y había traicionado a Paul, que confiaba en mí.

—Todavía no comprendo a Amanda —dije, con voz plañidera, retrasando una vez más el momento de la verdad, incapaz de enfrentarme con ella.

Paul me dio unas palmadas en la espalda y en la cabeza, mientras yo seguía abrazada a su cintura, mirándole a la cara.

—Catherine, amor mío, ¿por qué tienes esta expresión y te portas de un modo tan extraño? —inquirió, con voz que volvía a ser normal—. Nada de lo que dijo mi hermana puede impedirnos disfrutar de la vida. Amanda quiere echarme de Clairmont, Quiere apoderarse de esta casa para poder dejarla a su hijo, y por eso hace cuanto puede para arruinar mi reputación. Lleva una vida social muy activa, y, llena la cabeza de sus amistades con mentiras acerca de mí. Y, si hubo mujeres antes de que Julia ahogase a mi hijo, esta lección fue bastante para hacerme cambiar de vida. ¡No hubo otra mujer hasta que llegaste tú! Incluso oí decir que Amanda había difundido el rumor de que te había dejado embarazada y de que el legrado fue en realidad un aborto. Ya ves cómo una mujer despechada es capaz… ¡de todo!

Ahora era demasiado tarde, demasiado tarde. Él volvió a pedirme que dejase de llorar.

—Amanda —farfullé, a punto de perder el control— dijo que legrado y aborto eran lo mismo. Dijo que tú habías guardado el feto, un feto con dos cabezas. Y yo había visto esa cosa en tu despacho, dentro de un frasco. ¿Cómo pudiste guardarlo, Paul? ¿Por qué no lo enterraste? ¡Un monstruo! No es justo…, no es… Pero ¿por qué? ¿Por qué?

Paul lanzó un gruñido y se frotó los ojos con una mano, resuelto a negarlo todo.

—¡La mataría por haberte dicho esto! Es mentira, Catherine, ¡todo es mentira!

—¿Lo es? Sabes que aquello pudo ser mío. ¡Por el amor de Dios! Chris no lo sabe…, él no me mintió también, ¿verdad?

Parecía frenético al negarlo todo, y, una vez más, trató de abrazarme; pero yo me eché atrás y alargué los brazos para mantenerle apartado.

—Pero, en tu despacho, hay un frasco con un feto así dentro de él. ¡Yo lo he visto! ¿Cómo pudiste, Paul, precisamente tú, guardar una cosa como ésa?

—¡No! —saltó inmediatamente—. Esa cosa me la dieron hace años, cuando estaba en la Facultad de Medicina; en realidad, fue una broma; los estudiantes de Medicina gastan toda clase de bromas que pueden parecer horribles. Te estoy diciendo la verdad, Catherine: tú no abortaste.

Entonces se interrumpió bruscamente, igual que yo, mientras las ideas giraban vertiginosamente. ¡Me había delatado! Volví a llorar. Chris, Chris, hubo un hijo, un monstruo, como temíamos.

—No —dijo Paul, una y otra vez—, no es tuyo, y, aunque lo fuese, no significaría nada para mí. Sé que tú y Chris os queréis de un modo especial. Siempre lo he sabido, y lo comprendo.

—Sólo una vez —murmuré, entre sollozos—. Sólo una vez, en una noche terrible.

—Siento que fuese terrible. —Le observé fijamente, asombrada de que pudiese mirarme con tanta dulzura y con tanto respeto, incluso sabiendo toda la verdad.

—Paul —le pregunté con voz trémula, tímidamente—, ¿fue un pecado imperdonable?

—No… Yo lo llamaría un acto de amor comprensible. —Me abrazó, me besó, me acarició la espalda y empezó a contarme sus planes para nuestra boda—… y Chris será tu padrino, y Carrie será tu doncella de honor. Chris vaciló mucho y rehuyó mi mirada cuando hablé de esto con él. Dijo que pensaba que no estabas lo bastante madura para desenvolverte en un matrimonio complicado como habrá de ser el nuestro. Sé que no será fácil para ti, ni para mí. Viajarás por todo el mundo, bailando con hombres jóvenes y apuestos. Sin embargo, pienso acompañarte en algunos de estos viajes. Ser el marido de una prima ballerina debe de resultar interesante, emocionante. Bueno, incluso podría actuar de médico de vuestra compañía. Los bailarines deben necesitar un médico alguna vez, ¿no crees?

Me sentí morir.

—Paul —empecé a decir, con voz apagada—, no puedo casarme contigo. —Después, deshilvanadamente, proseguí—: ¿No te parece una estupidez que mamá escondiese nuestros certificados de nacimiento debajo del forro de nuestras dos maletas? Además, lo hizo mal; los forros se descosieron y yo encontré los certificados. Sin el mío, no habría podido pedir mi pasaporte, y también lo necesitaba para acreditar mi edad al solicitar la licencia de matrimonio. Mira, unos días antes de que nuestra compañía saliese para Londres, Julián y yo nos hicimos practicar un análisis de sangre y nos casamos. La ceremonia fue muy sencilla; sólo asistieron Madame Zolta y los miembros de la compañía, e incluso mientras pronunciaba mis promesas matrimoniales y juraba fidelidad a Julián… pensaba en ti y en Chris, y me reprochaba lo que hacía, porque sabía que estaba mal.

Paul no respondió. Se tambaleó hacia atrás, se irguió de nuevo y se dejó caer en un banco de mármol. Durante un rato, permaneció sentado allí; después, hundió la cabeza entre las manos, cubriéndose la cara. Yo me quedé en pie. Él siguió sentado, perdido en sabe Dios qué pensamientos, mientras yo esperaba que volviese en sí y me llenase de improperios. Pero cuando habló, su voz era suave como un murmullo.

—Ven, siéntate a mi lado unos momentos. Cógeme la mano. Dame tiempo para comprender que todo ha terminado entre nosotros.

Obedecí y le así la mano, y los dos alzamos la cabeza para mirar al cielo, lleno de brillantes entre negras nubes.

—No volveré a oír tu música sin pensar en ti…

—¡Lo siento, Paul! Ojalá hubiese prestado oídos a mi instinto, que me decía que Amanda mentía. Pero también allí tocaba la música y tú estabas lejos, y Julián estaba allí, implorándome, diciéndome que me amaba y me necesitaba, y yo le creí, y quise convencerme de que tú no me querías de verdad. No puedo estar sin alguien que me ame.

—Me alegro mucho de que él te quiera —dijo, y, levantándose rápidamente, echó a andar hacia la casa, con unas zancadas tan largas que ni corriendo habría podido alcanzarle—. ¡No digas más! ¡Déjame solo, Catherine! ¡No me sigas! Hiciste lo que debías…, ¡no lo dudes! Yo fui un viejo estúpido, que quiso jugar a ser joven, y no tienes que decirme que hubiese debido pensarlo antes, ¡porque ya lo sé!