DOMINIO, DEDICACIÓN, DESEO. DETERMINACIÓN. Las cuatro «D» del mundo del ballet que regían nuestra vida. Si Madame Zolta había sido dura con nosotros antes de Navidad, ahora nos había impuesto unos ejercicios tan severos que no hacíamos más que trabajar. Nos explicó lo perfecto que era The Royal Ballet, estrictamente clásico… Pero nosotros debíamos hacerlo todo a nuestra manera norteamericana; clásica… pero más bella e innovadora. Julián se mostraba implacable, casi demoníaco. ¡Empecé a despreciarle de veras! Ambos estábamos empapados en sudor, y nuestros cabellos pendían en mojados mechones. El leotardo se pegaba a mi piel.
Julián sólo llevaba un taparrabo. Me gritaba, como si estuviese sorda:
—A ver si lo haces bien ahora, ¡maldita sea! ¡No voy a pasarme aquí toda la noche!
—¡Basta de gritos, Julián! ¡Puedo oír perfectamente!
—Entonces, ¡hazlo bien! Da primero tres pasos; después, levanta la pierna y salta, para que yo te agarre, y, por el amor de Dios, déjate caer inmediatamente hacia atrás; No permanezcas erguida y envarada; en cuanto te coja, échate atrás y quédate inerte…, si es que hoy puedes hacer algo a derechas.
Lo malo era que ahora no confiaba en él. Tenía miedo de que tratase de hacerme daño.
—Julián, ¡me gritas como si tratase deliberadamente de hacerlo mal!
—¡Es lo que parece! Si lo quieres de veras, podrías hacerlo bien. Lo único que tienes que hacer es dar tres pasos, levantar la pierna, saltar y dejarte caer de espalda. Bueno, veamos si te sale bien una vez, ¡después de cincuenta pruebas!
—¿Crees que me gusta esto? Mira mis axilas —dije, levantando los brazos para que las viese—. Están irritadas, me has arrancado la piel. Y mañana, estaré llena de moraduras por tu brusquedad al agarrarme.
—Entonces, ¡hazlo bien!
No sólo su voz era furiosa, sino también sus ojos de azabache, y yo tenía un miedo horrible a que sólo estuviese esperando una oportunidad para dejarme caer, adrede, por venganza. Pero me levanté y volví a probar. Y tampoco esta vez pude confiar en él y dejarme caer atrás. Él me tiró al suelo, y allí me quedé, jadeando y sofocada, preguntándome por qué diablos no lo dejaba de una vez.
—¿Te has quedado sin aliento? —preguntó, sarcásticamente, erguido sobre mí, con los pies separados a los lados de mis piernas y rociándome con las gotas de sudor que caían de su pecho desnudo—. Yo hago el trabajo más pesado, y tú te quedas ahí, despatarrada y sin respiración. ¿Qué te ha pasado? ¿Has gastado todas tus energías con tu médico?
—¡Cállate! Estoy cansada después de doce horas de ejercicio, ¡eso es todo!
—Si estás cansada, yo lo estoy diez veces más. Conque levántate y probemos otra vez. Y a ver si ahora lo haces bien, ¡maldita seas!
—¡No me maldigas! ¡Búscate otra pareja! Una vez me levantaste y me dejaste caer de una manera que me estuvo doliendo la rodilla durante tres días. ¿Cómo quieres que salte a tus brazos? ¡Eres lo bastante ruin para dejarme inválida para siempre!
—Aunque te odiase, no te dejaría caer. Y no te odio, Cathy. Todavía.
Después de practicar una y otra vez, al son del piano, contando, calculando el tiempo, repitiendo los mismos pasos, conseguí al fin que me saliese bien, e incluso Julián sonrió y me felicitó. Después, llegaron el ensayo general y la representación de Romeo y Julieta.
Los sorprendentes decorados y los deslumbrantes trajes, combinados con la nutrida orquesta, hacían que cada uno de nosotros diese de sí cuanto podía. Yo habría podido dar al papel de Julieta todos los pequeños matices que harían de ella un personaje real, y no el rígido muñeco que parecía Yolanda esta noche, mientras hacía sus pliés, con los ojos turbios y, al parecer, desenfocados. Madame Zolta se acercó a ella, escrutó su cara y le olió el aliento.
—¡Dios mío…! ¡Has estado fumando hierba! Ninguna de mis bailarinas saldrá al escenario para estafar al público. ¡Vete a casa y acuéstate! Catherine, ¡prepárate para hacer el papel de Julieta!
Yolanda pasó junto a mí tambaleándose y trató de darme una furiosa patada, mientras murmuraba:
—¿Por qué tuviste que volver? ¿Por qué no te quedaste con los tuyos?
Yo no pensé en Yolanda ni en sus amenazas, cuando salí al endeble balcón y contemplé, con ojos soñadores, el pálido rostro de Julián levantado hacia mí. Parecía muy bello, bajo las luces azuladas, con sus calzas ceñidas, sus negros cabellos y sus ojos de azabache brillando como las joyas falsas de su traje medieval. Parecía mi amante del ático, siempre alejado de mí, nunca lo bastante cerca para que pudiese ver claramente sus facciones.
Los aplausos atronaron el aire al caer el telón. Y, detrás de éste, Julián, casi sin aliento, saltó hacia mí y me estrechó con fuerza.
—¡Esta noche has estado sensacional! ¿Cómo te las arreglas para tenerme engañado hasta el momento de la representación?
El telón se alzó cuatro veces, y, a la cuarta, él me besó en los labios. El público gritó: «¡Bravo!», porque los aficionados al ballet gustan del drama y de la pasión.
Fue nuestra noche, la mejor hasta entonces, y, embriagada por el triunfo, corrí a mi camerino, perseguida por los fotógrafos y los cazadores de autógrafos, porque después había una fiesta por todo lo alto, una celebración antes de que nuestra compañía partiese hacia Londres. Me embadurné la cara con coldcream, para quitarme el colorete, y después cambié mi traje del último acto por un vestido corto y serio de color azul. Madame Zolta llamó a mi puerta y dijo:
—Catherine, aquí hay una señora que dice que ha venido de tu tierra para verte bailar. Abre; esperaremos a que vengas para empezar la fiesta.
Entró una mujer alta y atractiva. Tenía los cabellos y los ojos negros, y su caro vestido se adaptaba bien a su figura. Por alguna extraña razón, me pareció que no era la primera vez que la veía, o que me recordaba a alguien. Me miró de los pies a la cabeza y sólo entonces se volvió a observar el pequeño camerino, lleno de bolsas de plástico con los trajes que iba a llevarme a Inglaterra, todas ellas con marbetes indicadores de mi nombre y del ballet al que iba destinado cada traje. Esperé con impaciencia a que dijese lo que tuviese que decir y se marchase, para poder ponerme mi abrigo.
—Creo que no la conozco —dije, para apremiarla. Ella sonrió maliciosamente, se sentó, sin previa invitación, y cruzó las bien formadas piernas. Empezó a balancear un pie, calzado con un zapato negro de alto tacón.
—Claro que no me conoce, mi querida niña… En cambio, yo sé mucho de usted.
Algo en su suave y demasiado dulce lenguaje me puso sobre aviso, y me erguí, dispuesta a hacer frente a lo que fuese, que sin duda sería malo. Así me lo decía su mirada taimada, disfrazada de dulzura.
—Es usted muy bonita, quizás incluso hermosa.
—Gracias.
—Baila extraordinariamente, lo cual me sorprendió. Aunque, desde luego, tiene que bailar bien para estar en una compañía que, según tengo entendido, está adquiriendo gran importancia.
—Gracias de nuevo —dije, preguntándome cuándo se decidiría a ir al grano. Esperó largo rato antes de volver a hablar, manteniéndome en suspenso, en vilo. Entonces cogí mi abrigo, para indicarle que tenía que marcharme.
—Hermoso abrigo de pieles —comentó ella—. Supongo que se lo habrá regalado mi hermano. Tengo entendido que está derrochando su dinero como un marinero borracho. Dando todo lo que ahorró en su vida a tres vagabundos que llegaron en un autobús y se adueñaron de su vida. —Lanzó una risa grave y sarcástica, propia de las mujeres cultas—. Ahora, al verla, comprendo la razón; aunque había oído ya decir que era lo bastante linda como para enloquecer a cualquier hombre. Sin embargo, no pensaba que una chiquilla como usted pudiese parecer tan voluptuosa, tan sensual, a pesar de su delgadez. Es usted de una marca especial, señorita Dahl. Inocente y refinada al mismo tiempo. Esta mezcla debe de ser embriagadora para un hombre del tipo de mi hermano. —Rió—. No hay nada como la combinación de la juventud con unos cabellos largos y rubios, una cara hermosa y unos senos llenos, para hacer perder la chaveta al mejor de los hombres. —Suspiró, como si me compadeciese—. Sí; esto es lo malo de ser demasiado joven y bella. Los hombres sacan a relucir lo peor que llevan dentro. Paul hizo otras tonterías antes de ahora, ¿sabe? No es usted su primera compañera de juego, aunque nunca había regalado abrigos de pieles ni anillos con brillantes. Como si pudiese casarse con usted.
Conque era la hermana de Paul, Amanda, la hermana que le confeccionaba suéteres y se los enviaba por correo, pero se negaba a hablar con él en la calle. Amanda se levantó y empezó a dar vueltas a mi alrededor. Como un gato al acecho, presto a saltar. Llevaba un perfume oriental, almizcleño, penetrante, y se movía como si me considerase una presa fácil.
—Tiene un cutis inmaculado —dijo, alargando una mano para acariciarme la mejilla—, liso, como de porcelana. Pero no conservará esa piel ni esos cabellos cuando tenga treinta y cinco años, mucho después de que él se haya hartado de usted. Le gustan las mujeres jóvenes, muy jóvenes. Inteligentes, bonitas y con buenas cualidades. Tengo que confesar que es hombre de gusto, aunque carece de sentido común. Bueno —y esbozó otra odiosa sonrisa—, en realidad, me importa un bledo lo que haga, mientras no traspase los límites de la decencia y no repercuta en mi vida.
—Márchese —conseguí decir—. Usted no conoce en absoluto a su hermano. Es un hombre honrado y generoso, que en modo alguno sería capaz de perjudicarla a usted.
Ella sonrió compasivamente.
—Mi querida niña, ¿no se da cuenta de que está arruinando su carrera? ¿Es lo bastante tonta para pensar que este asunto ha pasado inadvertido? En una ciudad de las dimensiones de Clairmont, todo el mundo se entera de todo. Aunque Henny no pueda hablar, los vecinos tienen ojos y oídos. Y no paro de oír rumores sobre la forma en que malgasta su dinero con unos delincuentes juveniles que se aprovechan de su buen carácter. No tardará en arruinarse, ¡e incluso perderá su clientela como médico!
Se iba acalorando cada vez más, y temí que, en el momento menos pensado, me arañase la cara con sus largas uñas rojas.
—¡Salga de aquí! —le ordené, furiosa—. Lo sé todo acerca de usted, Amanda, ¡porque las habladurías han llegado también a mis oídos! Lo malo es que se imagina que su hermano debe consagrarle el resto de su vida, porque usted trabajó para ayudarle a cursar los estudios superiores y la carrera de médico. Pero hubo un tiempo en que yo llevé sus libros, y sé que la ha rembolsado de cuanto pagó por él, más el diez por ciento de intereses; por consiguiente, ¡no le debe nada! Es usted una embustera, al tratar de rebajarle a mis ojos…, ¡pero no le servirá de nada! Él me ama, yo le amo, ¡y nada de lo que usted diga impedirá que nos casemos!
Volvió a reír, duramente y sin alegría, y después, su cara adoptó una expresión dura y resuelta.
—¡No admito que me dé órdenes! Me iré cuando me plazca, y será cuando haya dicho todo lo que tengo que decir. He venido aquí para ver a su última manceba, a su muñeca danzante…, y le aseguro que no será la última. Por algo me decía Julia que…
La interrumpí vivamente.
—¡Váyase! ¡No se atreva a decir una palabra más acerca de él! Sé todo lo de Julia. Él me lo contó. Si ella le empujó hacia otras, no se le puede culpar a él. No era una verdadera esposa; era un ama de llaves, una cocinera, ¡no una esposa!
Ahora rió divertida. ¡Dios mío, y cuánto le gustaba reír! Estaba disfrutando; tenía que habérselas con alguien que le plantaba cara, con alguien a quien poder clavar las uñas.
—¡Tontuela! Ése es el viejo cuento que todos los hombres cuentan a sus últimas conquistas. Julia era la mujer más cariñosa, dulce, amable y maravillosa que haya existido jamás. Hacía cuanto podía por complacerle. Su único defecto era que no podía darle toda la sexualidad que él quería, o la clase de sexualidad que él exigía; por esto, sí, tuvo él, en cierto modo, que valerse de otras… como usted. Confieso que la mayoría de los hombres casados hacen tonterías, ¡pero no lo que hizo él!
Ahora odié, detesté de veras a aquella maldita bruja.
—¿Qué fue eso tan terrible? Julia ahogó a su hijo de tres años… Yo no habría matado a un hijo mío por nada del mundo. ¡El afán de venganza no puede llegar a tanto!
—En eso estoy de acuerdo —admitió ella, volviendo a su tono suave—. Lo que hizo Julia fue una locura. Scotty era un chico muy hermoso, adorable…, pero Paul la impulsó a hacerlo. Comprendo el razonamiento de ella. Scotty era lo que Paul amaba más en el mundo. Y, cuando se quiere destruir emocionalmente a alguien, se mata a su ser más querido.
—¡Oh! ¡Mujer espantosa!
—Él lleva un cilicio, ¿no? —preguntó, como deleitándose con el daño ajeno, con sus ojos negros brillando de satisfacción—. Se tortura, se condena, añora a su hijo, y entonces llega usted y él la deja embarazada. ¡Toda la población sabe lo de su aborto! ¡Lo sabemos! ¡Lo sabemos todo!
—¡Miente! —chillé—. ¡No fue un aborto! Me hicieron un legrado porque mis períodos no eran regulares.
—Figura en los archivos del hospital —repuso taimadamente ella—. Abortó un feto con dos cabezas y tres piernas, unos gemelos que no se separaron debidamente. ¡Pobrecilla! ¿No sabía usted que el legrado sirve para abortar?
Me ahogaba, me ahogaba, envuelta en remolinos de agua negra… ¿Dos cabezas? ¿Tres piernas? ¡Oh, Dios mío! ¡El hijo monstruoso que había temido tanto! Pero, entonces, Paul no me había tocado aún.
—No llore —dijo, en tono apaciguador, y yo me aparté de su larga mano cuajada de brillantes—. Todos los hombres son unos bestias, y supongo que él no le dijo nada. Pero ahora ya sabe que no puede casarse con él. Se lo he dicho por su propio bien. Es usted hermosa, joven, agraciada, y se echaría a perder viviendo en pecado con un hombre casado. Sálvese, mientras esté a tiempo.
Las lágrimas borraban mi visión. Me froté los ojos como una chiquilla, sintiéndome como una chiquilla en un mundo oculto y loco, mientras miraba, alelada, su cara blanda y suave.
—Paul no está casado. Es viudo. Julia murió. Se suicidó cuando ahogó a Scotty.
Ella dio unas palmadas maternales en mi hombro.
—No, hija mía, Julia no murió. Vive en una institución donde la encerró mi hermano cuando ella mató a Scotty. Sigue siendo su esposa legal, aunque esté loca.
Puso varias instantáneas en mis flojas manos, fotos de una mujer delgada y de lastimoso aspecto, en una cama de hospital, con la cara de perfil. Una mujer agotada por el sufrimiento. Muy abiertos los ojos, mirando sin ver, y con sus negros cabellos extendidos como cordeles sobre la almohada. Aunque estaba muy cambiada, yo había visto demasiadas fotografías de Julia para no reconocerla.
—A propósito —dijo la hermana de Paul, dejándome las fotos—, me ha gustado mucho la función. Es usted una bailarina maravillosa. Y ese joven…, es espectacular. Quédese con él. Salta a la vista que está enamorado de usted.
Entonces se marchó, dejándome sumida en un mar de sueños rotos y hundida en la desesperación. ¿Cómo podría aprender a nadar en un océano de engaños?
* * *
Julián me llevó a la magnífica fiesta que se celebraba en nuestro honor. La gente nos rodeaba, felicitándonos, colmándonos de frases halagadoras. Nada significaban para mí. Sólo podía pensar en que Paul me había mentido, había abusado de mí, estando casado… Mentiras, ¡yo odiaba las mentiras!
Julián no se había mostrado nunca tan amable ni más considerado. Se juntó a mí en uno de aquellos bailes lentos y anticuados, tanto que podía sentir cada uno de los duros músculos de su cuerpo apretando el mío fuerte, muy fuerte.
—Te amo, Cathy —murmuró—. Te deseo tanto que no puedo dormir por la noche. Quiero estrecharte en mis brazos, amarte. Si no me lo permites, y pronto, me volveré loco. —Hundió la cara en mis cabellos recogidos sobre la cabeza—. Nunca he tenido una mujer como tú, por estrenar. Por favor, Cathy, quiéreme, quiéreme.
Su cara flotaba delante de mí. Parecía un dios pagano de ensueño, perfecto; y sin embargo…
—Julián, ¿y si te dijese que no estoy por estrenar?
—¡Lo estás! ¡Lo sé!
—¿Cómo puedes saberlo? —reí entre dientes, como ebria—. ¿Llevo algo escrito en la cara que diga que soy virgen?
—Sí —respondió él, con firmeza—. Tus ojos. Tus ojos me dicen que no sabes lo que es ser amada.
—Temo, Julián, que tú sabes muy poco.
—Me menosprecias, Cathy. Me tratas como a un niño, y al minuto siguiente, como a un lobo que fuese a devorarte. Deja que te ame, y entonces sabrás que ningún hombre te había tocado antes.
Me eché a reír.
—Está bien…, pero sólo una noche.
—Si eres mía una noche, nunca, nunca me dejarás marchar —me advirtió, bollándole los ojos, negros como el carbón.
—Julián…, yo no te amo.
—Pero me amarás, después de esta noche.
—¡Oh, Julián! —dije bostezando—. Estoy cansada, y un poco embriagada… Vete, déjame en paz.
—Ni lo pienses, pequeña. Has dicho que sí, y te tomo la palabra. Serás mía esta noche… y todas las noches de tu vida, o de la mía.
* * *
Una lluviosa mañana de domingo, con todo nuestro equipaje cargado ya en los taxis que habían de llevar a nuestra compañía al aeropuerto, Julián y yo nos hallábamos en el Ayuntamiento de la ciudad, acompañados de nuestros mejores amigos, que actuarían de testigos, y un juez pronunció las palabras que nos unirían hasta que la muerte os separe. Cuando llegó el momento de formular mi promesa, vacilé, deseando salir corriendo y volar hacia Paul. Éste se sentiría aplastado cuando se enterase. Y también estaba Chris. Pero Chris preferiría verme casada con Julián que con Paul; así me lo había dicho.
Julián asía mi mano con fuerza y sus ojos negros me miraban dulcemente y resplandecían de amor y de orgullo. Imposible escapar. Sólo pude decir lo que se suponía que diría, y me encontré casada con el único hombre que yo había jurado que nunca me tocaría íntimamente. Julián no era el único que se sentía feliz y orgulloso; lo propio ocurría a Madame Zolta, que estaba entusiasmada y nos colmó de bendiciones, nos besó en la mejilla y vertió lágrimas maternales.
—Has hecho lo que debías, Catherine. Juntos seréis felices; formáis una pareja estupenda… Pero, recordarlo bien, ¡nada de niños!
—Cariño, corazón mío, amor mío —murmuró Julián, cuando estuvimos en el avión, volando sobre el Atlántico—, no pongas cara triste. ¡Es un día de gozo para nosotros! Te juro que nunca te arrepentirás. Seré un marido fantástico para ti. Eres la única mujer a quien he amado en mi vida.
Recliné la cabeza en su hombro, ¡y me eché a llorar! A llorar por todo lo que habría podido tener en el día de mi boda. ¿Dónde estaba el canto de los pájaros y el tañido de las campanas? ¿Dónde estaba la hierba verde, y dónde estaba mi amor? ¿Y dónde estaba mi madre, la causante de que todo hubiese ido mal? ¿Dónde? ¿Lloraba cuando pensaba en nosotros? ¿O, como era más probable, rasgaba mis notas y los recortes de periódicos que las acompañaban? Sí, esto sería más propio de ella: no enfrentarse nunca con lo que había hecho. ¡Con qué facilidad se había marchado, para su segunda luna de miel, dejándonos al cuidado de una abuela despiadada! ¡Y cómo había vuelto, sonriente y feliz, para contarnos lo bien que lo había pasado! Mientras nosotros, encerrados allá arriba, habíamos sido maltratados y pasado hambre. Ni siquiera se había fijado en Cory y en Carrie, que no crecían. No se había dado cuenta de sus profundas ojeras, ni de la delgadez de sus brazos y sus piernas. Nunca advertía lo que no quería ver.
La lluvia seguía cayendo, cayendo, pronosticando lo que me esperaba. El frío y copioso torrente de agua formó hielo en las alas del avión que me llevaba lejos de aquellos a quienes amaba. Yo sentía el mismo hielo en mi corazón. Y aquella noche tenía que dormir con un hombre que ni siquiera me gustaba cuando estaba en el escenario, disfrazado, representando un papel de príncipe.
Pero, en honor a la verdad, debo decir que Julián justificó su jactancia en el lecho. Me olvidé de quién era y me imaginé que era otro, mientras él recorría todo mi cuerpo con sus besos y sus caricias. Antes de que terminase, le deseé. Me sometí de buen grado a su posesión… y traté de borrar de mi mente la persistente idea de que acababa de cometer el peor error de mi vida.
Y eso que había cometido muchos.