Sueños de invierno

YO PASARÍA LA NAVIDAD en casa. El desagradable incidente con Julián fue borrado de mi memoria por la feliz expectación de ver a Paul y de comunicarle la buena noticia. Gracias a Dios, podía refugiarme en Paul. Y no dejaría que Julián me estropease esta Navidad. Pues era el momento en que Paul y yo habíamos decidido anunciar nuestro noviazgo, y la única persona que podía ahora destruir mi felicidad era Chris.

A las dos de la madrugada, Chris y Paul me recibieron en el aeropuerto. Hacía mucho frío, incluso en Carolina del Sur. Chris fue quien me levantó primero en sus robustos brazos, y trató de besarme en los labios, pero yo volví la cabeza y recibí el beso en la mejilla.

—¡Viva la gran bailarina! —gritó, abrazándome con fuerza y mirándome con orgullo—. ¡Qué hermosa eres, Cathy! Cada vez que te veo, me duele el corazón.

También a mí me dolía el corazón, al verle tan apuesto, incluso más de lo que había sido papá. Miré rápidamente en otra dirección. Me desprendí del abrazo de mi hermano y corrí hacia Paul, que estaba esperando. Alargó las manos, para tomar las mías. Cuidado, cuidado —me advirtió con la mirada—, no debemos dar demasiado pronto la noticia.

Aquélla fue nuestra mejor Navidad, desde el principio hasta el fin… o casi hasta el fin. Carrie había crecido un centímetro, y era estupendo verla sentada allí, en el suelo, en la mañana del día de Navidad, pintándose la dicha en sus grandes ojos azules, mientras lanzaba gritos de entusiasmo ante el vestido de terciopelo rojo que yo le había comprado, después de muchas horas de búsqueda en las tiendas de Nueva York. Cuando se lo probó, parecía una radiante princesita. Yo trataba de imaginarme a Cory, sentado sobre sus piernas cruzadas y mirando también sus regalos. Me era imposible borrar su recuerdo en todas las ocasiones felices. Muchas, muchas veces, al ver un niño de rizos rubios y ojos azules en las calles de Nueva York, había corrido detrás de él, esperando, por un milagro, fuese Cory…, y nunca, nunca lo había sido.

Chris puso una cajita en mis manos. Había en ella una fina cadenita de oro con un dije en forma de corazón y, en el centro del cierre, un brillante auténtico, muy pequeño, pero brillante al fin.

—Pagado con un dinero ganado a duras penas —me dijo, al abrochar la cadena alrededor de mi cuello—. Servir las mesas da buen rendimiento, si se hace bien y sonriendo.

Después, disimuladamente, deslizó en mi mano una nota doblada. Una hora más tarde, a la primera oportunidad, leía aquella nota, que me hizo llorar.

«A mi señora Catherine:

»Te doy oro con un brillante que casi no se ve, pero que sería grande como un castillo, si expresase todo lo que siento por ti.

»Te doy oro porque es duradero, y amor eterno como el mar.

»TU HERMANO, CHRISTOPHER».

Yo no había leído aún esta nota cuando Paul me entregó su regalo, envuelto en papel dorado y con un enorme lazo de seda roja. Deshice el envoltorio con manos temblorosas, mientras él observaba, expectante. ¡Un abrigo de zorro gris!

—Es el abrigo que necesitas para los inviernos de Nueva York —indicó él, brillando en sus ojos todo el cariño y el amor que sentía por mí.

—Es demasiado —dije, con voz ahogada—, pero me encanta, ¡me encanta!

Él sonrió, satisfecho.

—Cada vez que te lo pongas, debes pensar en mí. Te abrigará en los fríos y brumosos días de Londres.

Le dije que era el abrigo más hermoso que había visto en mi vida, aunque me sentía inquieta. Me traía recuerdos de mamá y su armario lleno de pieles, fruto de su despiadada crueldad al tenernos encerrados, con lo que pudo obtener una fortuna, y pieles y joyas, y todo lo que podía comprarse con dinero.

Chris volvió la cabeza, y debió de ver algo en mi semblante que revelaba mi amor por Paul. Antes de mirar a éste, frunció las cejas, enfurruñado. Después, se levantó y salió de la estancia. Una puerta se cerró con violencia en el piso de arriba. Paul fingió no darse cuenta.

—Mira en el rincón, Catherine; ése es un regalo para todos.

Miré el enorme aparato de televisión, que Carrie se apresuró a encender.

—Cathy, lo compró para que pudiésemos verte en color bailar Cascanueces. Pero no deja que lo toque.

—Sólo porque cuesta mucho ajustarlo correctamente —se disculpó Paul.

Durante el resto del día de Navidad vi muy poco a Chris, salvo a las horas de comer. Llevaba el brillante suéter azul que yo había confeccionado para él —y que le caía perfectamente—, y una camisa y una corbata que también le había regalado yo. Pero ninguno de mis regalos podía compararse con el dije de oro y el brillante que él me había dado, junto con aquella breve poesía que había llegado a lo más hondo de mi corazón. Me disgustaba que siguiese queriéndome tanto, y, sin embargo —según comprendí más tarde—, me habría disgustado más si no hubiese sido así.

Aquella noche nos acomodamos todos delante del nuevo televisor en color. Yo me acurruqué en el suelo, cerca de una pierna de Paul, sentado en un sillón, y con Carrie pegada a mí. Chris se sentó lejos de nosotros, presa de un enfurruñamiento que le separaba aún más que la distancia material. Por esto me sentí menos dichosa de lo que cabía esperar, mientras observaba la lista del reparto en la pantalla coloreada. La grabación se había hecho en agosto y hoy la estarían viendo en cientos de ciudades de todo el país. ¡Qué bello aparecía el decorado en color! Más etéreo que en la realidad. Me vi en el papel de Clara… ¿Era yo realmente así? Me olvidé de todo y me apoyé inconscientemente en el muslo de Paul, y sentí sus dedos enredándose en mis cabellos… y entonces ya no supe dónde estaba, si no era en el escenario, con Julián, transformado ahora de feo cascanueces en hermoso príncipe, por arte de magia.

Cuando terminó la transmisión, volví en mí, y la primera idea que acudió a mi mente fue la de mi madre. «Señor, haz que esté en su casa esta noche, y que me haya visto. ¡Que sepa lo que trató de matar! Que sufra, que llore, que se desespere…, por favor, ¡por favor!».

—Sólo puedo decirte una cosa, Cathy —dijo Paul, con aire pasmado—. Ninguna otra bailarina podría haber representado ese papel mejor que tú. Y Julián también estuvo soberbio.

—Sí —admitió fríamente Chris, acercándose para tomar a Carrie en brazos—. Los dos estuvisteis sensacionales, pero no es la clase de baile ingenuo que yo recordaba de cuando era un chiquillo. Ambos hicisteis que pareciese una danza de una pareja de amantes. En serio, Cathy, deshazte de ese tipo, ¡y pronto!

Dicho lo cual, salió de la estancia y subió la escalera, para acostar a Carrie.

—Creo que tu hermano sospecha —dijo Paul, a media voz— no sólo de Julián, sino también de mí. Todo el día me ha tratado como a un rival. No se sentirá dichoso, cuando le demos la noticia.

Ansiosa, como todo el mundo, de dejar para mañana las cosas desagradables, sugerí que no se lo dijésemos hasta el día siguiente. Después, me acurruqué en el regazo, nos abrazamos e intercambiamos los besos apasionados que habíamos retenido hasta ahora. ¡Le añoraba tanto! Después de apagar todas las luces, subimos a hurtadillas por la escalera de atrás y nos amamos en su lecho, con un entusiasmo fruto de la larga abstinencia. Después dormimos un rato y volvimos a amarnos. Al amanecer le besé una vez más y me puse una bata para deslizarme hasta mi propio dormitorio. Pero, para desdicha mía, en el momento en que salía de la habitación de Paul al pasillo, ¡Chris abrió la puerta de su dormitorio y salió también! Se detuvo en seco y me miró con ojos asombrados, doloridos. Yo retrocedí, ¡tan avergonzada que a punto estuve de echarme a llorar! No dijimos nada. Él fue el primero en romper el lazo de nuestras miradas que nos mantenía paralizados. Corrió hacia la escalera, pero se volvió a la mitad del camino para lanzarme una mirada de ira y asco. ¡Yo hubiese querido morir! Fui a echar una mirada a Carrie que dormía profundamente, abrazada a su vestido de terciopelo rojo. Después me acosté en mi cama, pensando en lo que le diría a Chris para que todo volviese a estar bien entre nosotros. ¿Por qué sentí en mi corazón, que le estaba traicionando?

* * *

El día siguiente al de Navidad había que devolver los regalos que no habían gustado, que no se querían o sentaban mal. Haciendo un esfuerzo, me acerqué a Chris, que estaba en el jardín, podando los rosales con unas tijeras de jardinero.

—Chris, tengo que hablar contigo y explicarte algunas cosas. Él explotó:

—¡Paul no tenía derecho a regalarte un abrigo de pieles! ¡Estos regalos se hacen a las queridas! ¡Devuélvele ese abrigo, Cathy! Y, sobre todo, ¡deja de hacer lo que haces con él!

Ante todo, le quité las tijeras para que no destrozase los rosales tan queridos por Paul.

—La cosa no es tan mala como te imaginas, Chris. Mira… Paul y yo…, bueno, pensamos casarnos en primavera. Nos queremos; por consiguiente, no hacemos nada malo. No es una aventura de ésas que se olvidan; él me necesita y yo le necesito. —Me acerqué más, al volverse él de espaldas para ocultar la expresión de su cara—. Es lo mejor para mí, y también para ti —dije, suavemente.

Le así de la cintura y le obligué a dar la vuelta para mirarle a la cara. Parecía abrumado, como el hombre sano que se entera de pronto de que padece una enfermedad mortal…, sin esperanza.

—¡Es demasiado viejo para ti!

—Le amo.

—Conque le amas, ¿eh? ¿Y tu carrera? ¿Vas a echar por la borda todos estos años de sueños, de trabajo? ¿Vas a faltar a tu palabra? Sabes que los dos juramos perseguir nuestros fines y no dejarnos influir por los años perdidos.

—Paul y yo hemos discutido esto. Él lo comprende. Creo que podremos solucionarlo…

—¿Él lo cree? ¿Qué sabe un médico de la vida de una bailarina? Tú nunca estarás con él. Él estará aquí; y tú estarás Dios sabe dónde, con hombres de tu edad. No le debes nada; Cathy, ¡nada! Le devolveremos hasta el último centavo que haya gastado en nosotros. Le daremos todo el respeto y el amor, que se merece… Pero no le debes la vida.

—¿No? —pregunté, en un murmullo, sufriendo por Chris—. Yo creo que se la debo. Sabes muy bien lo que sentía cuando vine aquí. Pensaba que no podía confiar en nadie. Esperaba que nos sucediese lo peor, y así habría sido, de no haber sido por él. Y no le amo solamente por lo que ha hecho. Le amo por ser quien es y como es. Tú le ves de otra manera, Chris.

Él se volvió y arrancó las tijeras de mis manos.

—¿Y qué me dices de Julián? ¿Vas a casarte con Paul y seguir bailando con Julián? Sabes que Julián está loco por ti. Lo lleva escrito en la manera de mirarte, de tocarte.

Retrocedí, impresionada. Chris no hablaba sólo de Julián.

—Siento que esto haya estropeado tus vacaciones —dije—, pero tú encontrarás también a alguien. Sé que quieres a Paul. Y, cuando lo pienses mejor, verás que estamos hechos el uno para el otro, a pesar de la diferencia de edad, a pesar de todo.

Me alejé, dejando a Chris en el jardín con las tijeras.

Paul me llevó en su coche a Greenglenna, y Carrie se quedó en casa, viendo la televisión en color y disfrutando con sus nuevos vestidos y juegos. Paul me habló, entusiasmado, del banquete que pensaba ofrecernos a todos por la noche, en su restaurante predilecto.

—Quisiera ser lo bastante egoísta para dejar a Chris y a Carrie en casa. Pero quiero que estén presentes cuando ponga el anillo en tu dedo.

Yo contemplé fijamente el paisaje invernal, los árboles desnudos, la hierba amarilla, las lindas casas adornadas y con las luces de los portales encendidas después de anochecer. Ahora, yo era parte del espectáculo, no una simple espectadora recluida, y, sin embargo, me sentía desgarrada, afligida.

—Cathy, ¡estás sentada al lado del hombre más feliz del mundo!

En cambio, en su jardín, yo había dejado a un hombre tan afligido como yo misma.

* * *

Yo llevaba en mi bolso un anillo que había comprado para Carrie en Nueva York. Un pequeño rubí para un dedo muy pequeño; pero, aun así, el anillo era demasiado grande para cualquiera de sus dedos, salvo el pulgar. Ahora estaba en la mejor sección de joyería de los mejores almacenes de la ciudad, discutiendo la manera en que podría reducirse el tamaño del anillo sin estropear la montura, ¡cuando oí de pronto una voz conocida! Una voz suave, un poco ronca, dulzona. Despacio y precavidamente, volví la cabeza.

¡Mamá! ¡Plantada a mi lado! Si hubiese ido sola, quizá me habría visto; pero estaba charlando animadamente con una acompañante que vestía con tanta elegancia como ella. Yo había cambiado mucho desde la última vez que ella me había visto; sin embargo, si me hubiese mirado no habría podido dejar de reconocerme. Las dos mujeres comentaban una fiesta a la que habían asistido la noche anterior.

—Realmente, Corine, Elsie lleva su jocosidad a un extremo inadmisible…, ¡qué barbaridad!

¡Fiestas! Era todo lo que hacía, ¡ir a fiestas! Mi corazón empezó a latir a ritmo de foxtrot. Mi ánimo decayó, fruto de la contrariedad que sentía. Una fiesta…, ¡tenía que suponerlo! Ella nunca se quedaba en casa, viendo la televisión. ¡No me había visto! Pero, al mismo tiempo, ¡me puse furiosa! Me volví, ¡para hacer que me viese! Un espejito colocado sobre el mostrador de las joyas reflejó su perfil y me demostró que ella seguía siendo adorable. Un poco más vieja, pero espléndida a pesar de todo. Llevaba los rubios cabellos peinados hacia atrás, para hacer resaltar la perfección de su pequeña y deliciosa nariz, los labios rojos y gordezuelos, las pestañas largas y oscuras, acentuadas por el negro de ojos. Sus orejas resplandecían de oro y brillantes, auténticos.

—¿Puede mostrarme algo adecuado para una jovencita adorable? —preguntó a la dependiente—. Algo de buen gusto, no llamativo, ni demasiado grande; algo que una jovencita pueda guardar toda la vida y sentirse orgullosa de ello.

¿Quién sería? ¿A qué jovencita tenía que hacer ella regalos? Sentí celos y observé cómo elegía un lindo dije de oro, ¡muy parecido al que me había regalado Chris! ¡Trescientos dólares! Ahora, nuestra querida madre gastaba dinero para una chica que no era suya, sin acordarse de nosotros. ¿Acaso no pensaba nunca en nosotros, ni se preguntaba lo que sería de nuestra vida? ¿Cómo podía dormir por las noches, sabiendo que el mundo era frío, feo y cruel para los hijos abandonados?

Por lo que yo sabía, desconocía completamente el sentimiento de culpa y el arrepentimiento. Quizá los millones tenían esta virtud: estampar una sonrisa satisfactoria en la cara, con independencia de lo que se ocultase detrás de ésta. Yo quería hablar y ver tambalearse su aplomo. Quería arrancar la sonrisa de su cara, como la corteza de un tronco de árbol, y hacerla aparecer ante su amiga como lo que realmente era: ¡un monstruo sin corazón! ¡Una asesina! ¡Una estafadora! Pero no dije nada.

—Cathy —dijo Paul, plantándose detrás de mí y apoyando las manos en mis hombros—, yo he devuelto ya todo lo que tenía que devolver. ¿Has terminado tú? ¿Podemos irnos?

Yo quería desesperadamente que mi madre me viese con Paul, un hombre tan guapo como pudiese serlo su querido «Bart». Tenía ganas de gritarle: ¡Mira! ¡También yo puedo atraer a hombres inteligentes, amables, educados y bellos! Eché una rápida mirada, para ver si mamá había oído a Paul pronunciar mi nombre, y esperé poder regocijarme con su pasmada sorpresa, su expresión de culpa, su vergüenza. Pero ella se había apartado a otro lugar del mostrador y, si había oído el nombre, Cathy, esto no la incitó a volver la cabeza.

Por alguna razón que no entendí, empecé a llorar.

—¿Te encuentras bien, querida? —preguntó Paul, y vio algo en mi cara que le confundió y le hizo adoptar una expresión preocupada—. No estarás pensando en desdecirte de lo nuestro, ¿verdad?

—¡No, claro que no! —negué. Estaba pensando en mí. ¿Por qué no había hecho algo? ¿Por qué no había alargado un pie, en el momento oportuno, poniéndole una zancadilla? Entonces habría podido verla despatarrada en el suelo, desvanecido todo su aplomo… Tal vez. Porque era muy capaz de caerse graciosamente, haciendo que todos los hombres del establecimiento corriesen a ayudarla a levantarse… Incluso Paul.

* * *

Me estaba vistiendo para el gran acontecimiento de «The Plantation House», cuando Chris entró en mi habitación y despidió a Carrie.

—Ve a ver la televisión —le dijo, con una acritud que nunca empleaba con ella—. Tengo que hablar con tu hermana.

Carrie le miró de un modo extraño, y después, a mí, antes de salir del dormitorio. En cuanto Carrie hubo cerrado la puerta, Chris se plantó a mi lado, me asió de los hombros y me sacudió violentamente.

—¿Vas a continuar con esta farsa? ¡Tú no le amas! ¡Sigues queriéndome a mí! Lo sé, Cathy, por favor, ¡no me hagas esto! Sé que estás tratando de liberarme casándote con Paul, pero ésta no es una buena razón para casarse con un hombre. —Bajó la cabeza, soltó mis hombros y pareció terriblemente avergonzado. Su voz se hizo tan baja, que tuve que agudizar los oídos para entender sus palabras—. Sé que está mal lo que siento por ti. Sé que debería tratar de encontrar otra persona, tal como tú estás tratando de hacer…, pero no puedo dejar de quererte y de necesitarte. Pienso en ti cada día, durante todo el día. Por la noche, sueño contigo. Quisiera despertarme y verte conmigo en la habitación. Quisiera acostarme y saber que tú estás allí, muy cerca, donde pudiese verte, tocarte. —Un sollozo brotó de su garganta, antes de que pudiese proseguir—: ¡No puedo soportar la idea de que estés con otro hombre! ¡Maldita sea, Cathy! Te quiero. Si no piensas tener hijos, ¿por qué no he de ser yo?

Yo me había apartado al soltar él mis hombros. Cuando dejó de hablar, volví a acercarme y le rodeé con mis brazos, mientras él me estrechaba, como si fuese la única mujer que pudiese salvarle de ahogarse. Y ambos nos ahogaríamos, si hacía yo lo que él quería.

—¿Qué puedo decirte, Chris? Mamá y papá cometieron un error al casarse, y nosotros tuvimos que pagar las consecuencias. ¡No podemos arriesgarnos a repetir su error!

—¡Sí que podemos! —gritó fervientemente él—. ¡No hemos de tener una relación sexual! Basta con que vivamos juntos, con que estemos juntos, y también con Carrie. Por favor, por favor, ¡te suplico que no te cases con Paul!

—¡Cállate! —chillé—. ¡Déjame en paz! —le grité, queriendo hacerle daño, como me lo hacía a mí cada una de sus palabras—. ¡Haces que me sienta culpable, que me avergüence! Chris, yo hice cuanto pude por ti cuando estábamos presos. Quizá nos aferramos el uno al otro, porque no teníamos a nadie más. Si lo hubiésemos tenido, tú no me habrías deseado nunca, y yo no me habría vuelto nunca a mirarte. Tú eres sólo un hermano para mí, Chris, y quiero que estés siempre en tu sitio… ¡que no es mi cama!

Entonces me abrazó, y yo no tuve más remedio que apretar mi mejilla sobre su palpitante corazón. Le costaba dominar las lágrimas. Y yo quería que olvidase…, pero cada segundo que me tenía en sus brazos aumentaba su esperanza y su excitación. ¡Y decía que podíamos vivir platónicamente juntos!

—¡Suéltame, Chris! Si has de amarme para el resto de tu vida, guárdalo en secreto. ¡No quiero volver a oírte hablar de esto! Quiero a Paul, ¡y nada de lo que puedas decirme impedirá que me case con él!

—Te engañas a ti misma —farfulló, estrechándome más fuerte—. He observado que me miras antes de mirarle a él. Me quieres, y le quieres. Quieres a todos, ¡y lo quieres todo! No arruines la vida de Paul, ¡ya ha sufrido bastante! Es demasiado viejo para ti, y la edad tiene importancia. Él será viejo y estará sexualmente agotado cuando tú estés en tu cénit. ¡Incluso Julián te convendría más!

—¡Eres un estúpido si piensas eso!

—Entonces, ¡soy un estúpido! Siempre lo he sido, ¿no? Cuando puse mi amor y mi confianza en ti, fue la mayor estupidez de mi vida, ¿verdad? A tu manera, ¡eres tan despiadada como nuestra madre! Quieres adueñarte de todos los hombres que te gustan, sin pensar en las consecuencias… Pero yo dejaría que tuvieses a todos los que se te antojasen, con tal de que volvieses siempre a mí.

—Christopher, sientes envidia, ¡porque he encontrado a alguien a quien amar, antes que tú! Y no te quedes plantado ahí, fulminándome con tus fríos ojos azules, ¡porque no te han faltado aventuras! Sé que te has acostado con Yolanda Lange, y sabe Dios con cuántas más. ¿Y qué les dijiste? ¡También les dijiste que las amabas! Pues bien, ¡yo no te amo! Amo a Paul, ¡y nada impedirá que nos casemos! Se quedó inmóvil, pálido el semblante y temblando de los pies a la cabeza, y después dijo, en un ronco murmullo:

—Hay algo que puede impedirlo. Puedo contarle lo nuestro… Entonces no te querrá.

—No podrías hacerlo. Eres demasiado honrado para eso. Además, él ya lo sabe.

Durante largo rato, nos miramos echando chispas por los ojos… Después, salió corriendo de la habitación y cerró la puerta con tanta fuerza que se abrió una larga grieta en el yeso del techo.

Sólo Carrie fue con Paul y conmigo a «The Plantation House».

—Es una lástima que Chris no se encuentre bien. Confío en que no habrá pillado la gripe… Parece que es un mal generalizado.

No le respondí; seguí sentada, escuchando la cháchara de Carrie sobre lo mucho que le gustaba la Navidad, que hacía que todo lo corriente pareciese extraordinario.

Paul puso en mi dedo un anillo con un brillante de dos quilates, mientras el leño de Navidad crepitaba en la chimenea y sonaba una música suave. Yo hice cuanto pude para alegrar la fiesta, riendo, sonriendo, intercambiando largas y románticas miradas con Paul, mientras sorbíamos champaña y brindábamos por los dos y por un feliz futuro en común. Bailé con él debajo de las enormes lámparas de cristal, y cerré los ojos, pensando en Chris, que estaba solo en su casa, en su habitación, enfurruñado y odiándome.

—Vamos a ser muy felices, Paul —murmuré, poniéndome de puntillas en mis zapatos plateados y de altos tacones.

Sí; así sería nuestra vida. Fácil. Dulce. Tranquila. Como el cadencioso y anticuado vals que estábamos bailando. Porque, cuando se ama de verdad, no hay problema que no pueda superarse. Así pensaba yo…