La gran oportunidad

ERA UN OTOÑO FELIZ, el otoño de mi primer éxito, de mi amor por Paul. Pensé que el destino estaba a mi disposición; me atrevía a desafiarlo, porque me sentía libre de seguir mi verdadero camino. Casi había llegado a la cima. No tenía nada que temer; nada en absoluto. Estaba ansiosa por anunciar a todos mi compromiso con Paul. Pero seguía guardando mi secreto. No lo dije a nadie; ni a Julián, ni a Madame Zolta, porque me jugaba demasiado, y necesitaba tiempo, para asegurarme de que todo estuviese a mi favor. Todavía necesitaba a Julián por pareja, tanto como él me necesitaba a mí. Y necesitaba que Madame Zolta siguiese confiando en mí completamente. Si ella supiese que iba a casarme, cosa que le disgustaría en gran manera, tal vez no me daría papeles principales, tal vez pensaría que yo era un caso perdido y que no valía la pena emplear su tiempo conmigo. Y yo tenía aún que hacerme famosa. Debía demostrarle a mamá que era mucho mejor que ella.

Ahora que Julián y yo empezamos a adquirir cierto renombre Madame Zolta aumentó un poco nuestro salario. Un domingo por la mañana, Julián vino a verme, terriblemente excitado, me levantó del suelo y me hizo describir un círculo en el aire:

—¿Sabes una cosa? ¡La vieja bruja ha ofrecido venderme su «Cadillac» a plazos! Sólo tiene dos años y medio, Cathy. —Pareció reflexionar—. Desde luego, yo había confiado en que mi primer «Cadillac» sería de primera mano; pero cuando la jefa de una compañía de ballet tiene miedo de que cierto danseur sensacional pueda pasarse a otra compañía, llevándose consigo a su mejor bailarina, ¿cómo puede negarse a renunciar a su propio «Cadillac»?

—¡Es un chantaje! —grité.

Él se echó a reír, me asió de la mano y me arrastró hasta su nuevo coche, aparcado delante de nuestra casa de apartamentos. Me quedé sin aliento. ¡Parecía tan nuevo!

—¡Oh, Julián, es estupendo! Tú no habrías podido coaccionarla; ha sido ella quien ha querido ofrecerte uno de sus juguetes predilectos, porque sabe que lo cuidarás con esmero, que nunca, nunca, te desprenderás de él.

—¡Oh, Cathy! —Sus ojos brillaron con lágrimas contenidas—. ¿Ves ahora por qué te quiero tanto? ¿Por qué no puedes quererme un poco?

Abrió con orgullo la portezuela, brindándome el raro privilegio de ser la primera chica que subiese a su primer «Cadillac».

Fue un día de locura. Atravesamos Central Park, subimos a Harlem y lo cruzamos hasta el George Washington Bridge, y volvimos atrás. Estaba lloviendo, pero no me importaba. Se estaba caliente y cómodo en el coche.

Entonces Julián empezó de nuevo.

—Cathy…, no vas a quererme nunca, ¿verdad?

Era una pregunta que me hacía al menos un par de veces cada día, de una u otra manera. Yo ardía en deseos de anunciarle mi compromiso con Paul, para poner fin a sus preguntas, de una vez para siempre. Pero me mantuve firme en mi reserva.

—Es que todavía eres virgen, ¿verdad? Pero yo seré dulce, cariñoso, Cathy… Dame una oportunidad, por favor.

—Por el amor de Dios, Julián, ¿es que no puedes pensar en otra cosa?

—¡No! —gruñó él—. Tienes toda la razón. ¡Y estoy cansado y harto de la manera en que juegas conmigo! —Metió el coche en la intensa corriente de tráfico—. Eres una coqueta. Me incitas mientras bailamos, ¡y después me das la gran patada!

—¡Llévame a casa, Julián! ¡Tu manera de hablar me parece repugnante!

—¡Está bien! ¡Vas a ver cómo te llevo a casa! —gritó, mientras yo me acurrucaba cerca de la portezuela que él había cerrado con llave.

Me dirigió una mirada furiosa, angustiada, ¡y pisó el acelerador a fondo! Rodamos a toda velocidad por las calles mojadas por la lluvia y, de vez en cuando, me miraba de reojo para ver si me gustaba aquella desenfrenada carrera. Reía como un loco y, de pronto, frenó tan bruscamente que mi frente chocó con el parabrisas. Manó un poco de sangre de la herida. Después, agarró el bolso que tenía yo sobre la falda, abrió la portezuela y me echó del coche, ¡dejándome bajo la fuerte lluvia!

—¡Vete al infierno, Catherine Dahl! —gritó, mientras yo me quedaba plantada allí, negándome a suplicarle. Los bolsillos de mi abrigo estaban vacíos. No tenía una sola moneda—. Has viajado por primera y última vez en mi coche. ¡Confío en que sabrás encontrar el camino! —Se despidió con una malévola sonrisa—. Llega a tu casa como puedas, santurrona —me escupió.

Arrancó, dejándome plantada en la esquina de la calle, bajo aquel diluvio, en Brooklyn, donde no había estado nunca. No tenía ni cinco centavos en el bolsillo. No podía llamar por teléfono, ni tomar el Metro, y la lluvia no menguaba. Mi abrigo ligero estaba empapado. Sabía que me encontraba en un distrito peligroso, donde podía ocurrir cualquier cosa… y él me había abandonado allí, ¡después de jurar que cuidaría de mí!

Eché a andar, sin saber si me dirigía al Norte o al Sur, al Este o al Oeste, y entonces vi un taxi libre y lo paré. Nerviosamente, me incliné hacia delante, observando el taxímetro que contaba kilómetros… y los dólares. ¡Maldito seas, Julián, por llevarme tan lejos! Por fin llegamos a mi casa, ¡al precio de quince dólares!

—¿Me está diciendo que no lleva dinero? —gritó el taxista—. Entonces, ¡tendrá que venir conmigo a la Comisaría! Estuvimos discutiendo un rato, tratando yo de convencerle de que no podría pagarle si no me dejaba ir en busca del dinero, y, mientras tanto, el taxímetro seguía corriendo. Por fin, el hombre accedió.

—Pero tendrá que darse prisa, pollita; cinco minutos… o si no…

Un zorro inglés perseguido por cien galgos no habría corrido más de prisa que yo. Subí en el ascensor, que no dejó de crujir en todo el trayecto. Nunca subía en aquel armatoste, por miedo de que se parase entre dos pisos y me quedase atrapada. Por fin se abrió la puerta, y corrí por el pasillo y llamé al apartamento, pidiendo al cielo que April o Yolanda estuviesen en casa para abrir. ¡El loco de Julián se había quedado con mi bolso y con la llave!

—¡Menos ruido! —gritó Yolanda—. ¡Ya voy! ¿Quién es?

—¡Soy Cathy! ¡Ábreme en seguida! Tengo un taxi esperando abajo, ¡y el taxímetro corre!

—Si es un cebo para hacerme picar, ¡olvídalo! —dijo Yolanda, abriendo la puerta. Sólo llevaba unas bragas de nylon, y una toalla roja envolviendo sus recién lavados cabellos—. Pareces un náufrago —dijo, amablemente.

Yo no estaba dispuesta a prestarle mucha atención. La aparté a un lado, corrí al sitio donde guardaba dinero para un caso de urgencia, y me flaquearon las piernas. La llavecita del cajón del tesoro estaba en el bolso que había quedado en poder de Julián, si no lo había tirado.

—Por favor, Yolly, préstame quince dólares y otro para la propina.

Ella me miró astutamente, mientras se quitaba la toalla y empezaba a cepillarse los largos cabellos negros.

—¿Qué das a cambio de pequeños favores como éste?

—Te daré lo que quieras. Pero préstame el dinero.

—Está bien, cuento con tu promesa de devolvérmelo. —Sacó lentamente veinte dólares de su abultado billetero—. Dale cinco de propina al taxista, para que se calme, y recuerda que tienes que darme lo que yo te pida, ¿eh?

Le dije que sí y eché a correr. En cuanto le di al taxista los veinte dólares, éste sonrió y saludó tocándose la gorra.

—Espero volver a verla, pollita.

¡Deseé verle caer muerto!

Estaba tan helada, que lo primero que hice fue llenar la bañera de agua caliente, no sin antes limpiar el borde de suciedad que había dejado Yolly. Todavía tenía mojados los cabellos y me estaba vistiendo, con intención de ir a ver a Julián para exigirle la devolución de mi bolso, cuando Yolly se plantó delante de mí.

—Vamos, Cathy…, tienes que cumplir tu promesa. Dijiste que lo que yo quisiera, ¿no?

—Sí —respondí, de mala gana—. ¿Qué quieres?

Sonrió y se apoyó en la pared, en actitud provocativa.

—Tu hermano… Quiero que le invites el próximo fin de semana.

—¡No seas ridícula! Chris está estudiando. No puede venir siempre que quiera.

—Tú puedes hacer que venga. Dile que estás enferma, que lo necesitas desesperadamente, ¡pero tráelo aquí! Ni siquiera tendrás que devolverme los veinte pavos.

Me volví y la miré con hostilidad.

—¡No! Puedo devolverte tu dinero… ¡No voy a dejar que Chris se líe con una mujer como tú!

Todavía en bragas, empezó a pintarse los labios sin mirarse al espejo.

—Cathy, cariño, tu querido y precioso hermano está liado con mujeres como yo.

—¡No te creo! ¡No eres su tipo!

—¿Nooo? —murmuró, frunciendo los párpados y mirando cómo acababa de vestirme—. Deja que te diga una cosa, carita de ángel: no hay un solo hombre que desdeñe mi tipo. Incluido tu querido hermano y tu amante, ¡Julián!

—¡Mientes! —grité—. Chris no te tocaría ni con la punta de una pértiga de tres metros… y, en lo que atañe a Julián, ¡me importa un bledo que se acueste con diez rameras como tú!

De pronto, su rostro se congestionó, se irguió y se acercó a mí, con las manos levantadas y los dedos encorvados como garras de largas y rojas uñas.

—¡Perra! —ladró—. ¡No te atrevas a llamarme ramera! Yo no cobro por lo que doy, y a tu hermano le gusta lo que doy, si no lo crees puedes preguntarle…

—¡Cállate! —grité, sin dejarla terminar—. ¡No creo nada de lo que dices! Es demasiado inteligente y sólo puede quererte para satisfacer una necesidad física… Aparte de esto, ¡no puedes significar nada para él!

Ella me agarró y yo la rechacé, con fuerza. Con tanta fuerza, que cayó al suelo.

—¡No eres más que una cualquiera, tonta y ruin, Yolanda Lange! —grité, furiosa—. Ni siquiera eres digna de que mi hermano se limpie las suelas de los zapatos con tu cuerpo. Te has acostado con todos los bailarines de la compañía. A mí me importa un bledo lo que hagas…, pero déjame en paz, ¡y deja a mi hermano en paz!

Le sangraba la nariz… No creía haberle pegado tan fuerte, y su nariz empezaba también a hincharse. Se puso rápidamente en pie, pero por alguna razón, se mantuvo apartada de mí.

—Nadie puede hablarme así impunemente… ¡Te acordarás de este día, Catherine Dahl! Tendré a tu hermano. Y, lo que es más, ¡te quitaré a Julián! Cuando sea mío, verás que tú, sin él, ¡no eres nada! Sólo una bailarina de tres al cuarto, a quien Madame Zolta habría puesto ya de patitas en la calle si Julián no estuviese empeñado en conservarte, porque piensa que eres virgen.

Lo que gritaba Yolly podía ser verdad. Quizá tenía razón al decir que, sin Julián, yo no sería nada especial. Sentí asco y odio; la odié por ensuciar a Chris y la imagen que yo me había forjado de él. Empecé a meter mi ropa en las maletas, dispuesta a volver a Clairmont, ¡antes que pasar una hora más junto a Yolanda!

—¡Vete! —silbó ella, apretando los dientes—. Huye, mojigata, ¡estúpida! ¡Yo no soy una ramera! Pero tampoco soy una coqueta como tú… y, entre las dos, ¡prefiero ser como soy!

Sin parar mientes en lo que ella decía, acabé de hacer mis bártulos, até las anillas de las tres maletas con una correa, para poder sacarlas a rastras, y me puse bajo el brazo una bolsa de cuero suave llena a rebosar. Al llegar a la puerta, me volví a mirar a Yolanda, que se había tumbado en la cama como un gato escurridizo.

—Realmente, me asustas Yolanda. Estoy tan espantada que me dan ganas de reír. Me he enfrentado con mujeres más altas y fuertes que tú, y aún estoy viva… Te aconsejo que no vuelvas a acercarte a mí, ¡o serás tú quien tendrá que lamentar este día!

Cerré la puerta de golpe y subí al piso de Julián. Arrastrando mi atado equipaje, llegué a la puerta del apartamento y la golpeé con ambos puños.

—¡Julián! —grité—. Si estás ahí, abre la puerta y devuélveme mi bolso. ¡Abre la puerta, o no volverás a tenerme como pareja de baile!

Él abrió la puerta con bastante rapidez, llevando solamente una toalla alrededor de sus estrechas caderas. Antes de que me diese cuenta de lo que pasaba, tiró de mí, haciéndome entrar en la habitación y arrojándome sobre la cama. Miré frenéticamente a mi alrededor, esperando ver a Alexis o a Michael, pero, por mi mala suerte, Julián tenía el apartamento para él solo.

—¡Claro! —ladró—. Te devolveré tu maldito bolso… ¡Cuando me hayas contestado a unas preguntas!

Salté de la cama, pero él volvió a derribarme sobre ella y se puso a horcajadas encima de mí, de manera que me era imposible escapar.

—¡Suéltame, bestia! —chillé—. Por tu culpa he tenido que andar seis manzanas bajo la lluvia y me he helado de frío. ¡Suéltame y devuélveme el bolso!

—¿Por qué no puedes amarme? —gritó él, sujetándome con ambas manos, mientras yo pugnaba por soltarme—. ¿Es que estás enamorada de otro? ¿Quién es él? Es ese médico grandote que te acogió en su casa, ¿no?

Sacudí la cabeza, terriblemente asustada. No podía decirle la verdad. Parecía casi loco de celos. Sus cabellos estaban tan mojados después de la reciente ducha, que goteaba sobre mí.

—Cathy, casi nada he podido obtener de ti. Hace casi tres años que nos conocemos, y no he llegado a ninguna parte. No puede ser por mi culpa…, por consiguiente, ¡ha de ser tuya! ¿Quién es él?

—¡Nadie! —mentí—. ¡Y te equivocas en todo lo que a mí respecta! Lo único que me gusta en ti, Julián Marquet, ¡es tu manera de bailar!

Su rostro se congestionó.

—Crees que estoy ciego y que soy un imbécil, ¿eh? —preguntó, tan furioso que parecía a punto de explotar—. Pues no estoy ciego, ni soy un imbécil, y he visto cómo miras a ese médico, ¡y que Dios me asista si no te he visto mirar a tu propio hermano de la misma manera! Conque no te las des de moralista, Catherine Dahl, ¡pues nunca había visto un hermano y una hermana tan fascinado el uno por el otro!

Entonces le di una bofetada. Él me la devolvió, ¡dos veces más fuerte! Traté de librarme de él, pero Julián era como una anguila y me derribó en el suelo, de modo que temía que no tardaría en arrancarme la ropa y violarme…

Pero no lo hizo. Sólo me tuvo sujeta debajo de él y respiró pesadamente hasta que logró dominar un poco sus furiosas emociones. Entonces dijo:

—Eres mía, Cathy, tanto si lo sabes como si no… Me perteneces. Y, si algún hombre se interpone entre los dos, le mataré, y también a ti. Recuerda esto antes de fijarte en alguien que no sea yo.

Entonces me dio mi bolso y me dijo que contase el dinero y viese si me había quitado algo. Yo tenía cuarenta y dos dólares y sesenta y dos centavos, y todo estaba allí. Me levanté tambaleándome, cuando él me lo permitió, y me dirigí temblando a la puerta, la abrí y salí al rellano, apretando mi bolso con fuerza. Sólo entonces me atreví a decir lo que pensaba.

—Hay instituciones para los locos como tú, Julián. No eres quién para decirme a los que debo amar, ni puedes obligarme a quererte. Si hubieses tenido el propósito deliberado de hacerte aborrecible para mí, no habrías podido hacerlo mejor. Ahora, ni siquiera puedo tenerte simpatía, y, en lo tocante a volver a bailar juntos, ¡olvídalo!

Cerré la puerta de golpe y me alejé precipitadamente. Pero cuando llegué al ascensor, él había abierto de nuevo la puerta y me lanzó una maldición tan espantosa que no puedo repetirla. Sólo diré que terminó así:

—¡Vete al infierno, Cathy…! ¡Te lo dije antes, y te lo repito…! ¡Desearás hallarte en el infierno, antes de que yo haya terminado contigo!

* * *

Después de la terrible escena con Yolanda, y luego con Julián, fui a ver a Madame Zolta y le dije que no podía seguir viviendo en un apartamento con una chica que estaba dispuesta a arruinar mi carrera.

—Te tiene miedo, Catherine, eso es todo. Yolanda era la máxima estrella de mi pequeña compañía antes de que llegases tú. Ahora se siente amenazada. Haz las paces con ella… Sé buena chica y pídele perdón por lo que fuese.

—No, Madame. No me gusta esa chica, y me niego a vivir en el mismo apartamento que ella. Por consiguiente, si no me da usted más dinero, tendré que ir a otra compañía y ver si quieren dármelo, y, si no me lo dan, volveré a Clairmont.

Ella gimió, apoyó su cabeza de calavera en sus huesudas manos y gimió un poco más. ¡Oh, no hay como los rusos para expresar sus emociones!

—Está bien…, me violentas, y tengo que ceder. Te aumentaré un poco el salario y te diré dónde puedes encontrar un apartamento barato, aunque no será tan bonito como el que abandonas.

¡Ajá! Eso está bien. Pero Madame tenía razón. El único apartamento que pude encontrar habría cabido en el dormitorio más pequeño de la casa de Paul, a pesar de que tenía dos habitaciones. Pero era mío, el primer lugar que tenía para mí sola, y los primeros días, disfruté arreglándolo lo mejor que pude. Después empecé a dormir mal, despertándome continuamente para escuchar todos los crujidos y chirridos del viejo edificio. Añoraba a Paul. Añoraba a Chris. Oía soplar el viento, y no había nadie cerca de mí que me consolase con dulces palabras y con ojos brillantes y azules.

Me pareció ver los ojos de Chris delante de mí, cuando me levanté de la cama y me senté a la mesa de la cocina para escribir una nota a la «Señora Winslow». Le enviaba mi primera y magnífica crítica, con una foto sensacional de Julián y yo en La bella durmiente. Y escribí al final de mi carta:

«Ahora ya falta poco, Señora Winslow. Piense en esto todas las noches antes de dormirse. Recuerde que sigo viva en alguna parte, y que pienso en usted, y hago planes».

Incluso eché esta carta al correo en plena noche, para no tener posibilidad de arrepentirme y romperla. Volví corriendo a casa, me arrojé sobre la cama y lloré. ¡Oh, Dios mío, nunca podría ser libre! ¡Nunca! Y, a pesar de mi llanto, me despabilé de nuevo, pensando en cómo podría herirla de manera que nunca volviese a ser la misma. «Sé feliz ahora, mamá, ¡porque ya falta poco!».

* * *

Compré seis ejemplares de todos los periódicos que decían algo acerca de mí. Desgraciadamente, la mayor parte de las veces, mi nombre aparecía junto al de Julián. Envié ejemplares de estas críticas a Paul y a Chris; los otros los guardé para mí… o para mamá. Me imaginaba la cara que ésta pondría al abrir el sobre, aunque temía que lo rasgase y lo echase al cesto de los papeles sin leer su contenido. Ni una sola vez la llamaba madre o mamá, sino que mis saludos eran siempre formales y fríos. Ya llegaría el día en que me vería cara a cara, y entonces la llamaría madre y la vería palidecer y temblar.

* * *

Una mañana, me despertó alguien que aporreaba mi puerta.

—¡Déjame entrar, Cathy! ¡Traigo noticias fantásticas!

Era la voz de Julián.

—¡Vete! —dije, adormilada, levantándome y poniéndome una bata antes de acercarme a la puerta para que dejase de golpearla—. ¡Basta! —grité—. No te he perdonado, ni te perdonaré jamás… ¡Conque, mantente alejado de mi vida!

—Déjame entrar, ¡o derribaré la puerta a patadas! —vociferó. Descorrí los cerrojos y entreabrí la puerta. Julián la empujó, entró, me levantó en sus brazos y puso en mis labios un beso largo y ardiente, mientras yo estaba bostezando a medias.

—Madame Zolta…, ayer, después de que tú te marchases, ¡me dio la noticia! ¡Vamos a ir a Londres! ¡Estaremos dos semanas allí! Yo nunca he estado en Londres, Cathy, ¡y Madame está entusiasmada al ver que nuestra fama ha llegado hasta allí!

—¿De veras? —pregunté, contagiada de su excitación. Entonces me dirigí, tambaleándome, a la diminuta cocina… Café, tenía que tomar café para poder pensar con claridad.

—¿Estás siempre tan desorientada por la mañana? —preguntó él, siguiéndome a la cocina, donde se sentó a horcajadas en una silla y apoyó los codos en el respaldo, para observar mis movimientos—. ¡Despierta, Cathy! Perdóname, bésame, volvamos a ser amigos. Ódiame mañana cuanto quieras, pero ámame hoy, porque yo nací para este día, y tú también. ¡Vamos a triunfar, Cathy! ¡Lo sé! La compañía de Madame Zolta no llamó nunca la atención, hasta que tú y yo formamos pareja. El triunfo no es suyo, ¡es nuestro!

Su modestia merecía una medalla.

—¿Has desayunado? —le pregunté, esperando que así fuese, pues sólo tenía dos lonchas de tocino y las quería para mí.

—Desde luego; tomé un bocado antes de venir. Pero puedo volver a comer.

¡Claro que podía! Siempre estaba dispuesto a comer… Y fue entonces cuando comprendí… ¡Londres! ¡Nuestra compañía iría a Londres! Giré sobre mis talones y grité:

—Lo que acabas de decir, Julián, ¿no es una broma? ¿Vamos a ir allá… todos nosotros?

Él se levantó de un salto.

—Sí, ¡todos nosotros! Es un gran paso adelante, ¡nuestra oportunidad de hacer algo grande! Haremos que el mundo se ponga en pie y se fije en nosotros. ¡Y tú y yo seremos las estrellas! Porque trabajando juntos somos los mejores, y tú lo sabes tan bien como yo.

Compartí con él mi desayuno y le oí contar la larga y fantástica carrera que se nos ofrecía. Seríamos ricos, y, cuando fuésemos mayores, nos retiraríamos y tendríamos dos hijos, y después montaríamos una escuela de ballet. Me gustaba, ¿no? Lamentaba echar por tierra sus planes, pero tenía que decírselo.

—Yo no te amo, Julián, y no puedo casarme contigo. Iremos a Londres y bailaremos juntos, y lo haré lo mejor que pueda…, pero pienso casarme con otra persona. Estoy prometida en matrimonio. Desde hace tiempo.

Su larga y chispeante mirada de incredulidad y de puro odio me propinó una serie de bofetadas visuales.

—¡Mientes! —chilló, y yo negué con la cabeza—. ¡Maldita seas por llevarme por donde has querido! —rugió, y salió corriendo de mi apartamento.

Yo nunca le había llevado a ninguna parte, salvo cuando bailábamos, y entonces lo hacía representando mi papel… Eso era todo, todo lo que había entre nosotros.