ESTABA NEVANDO COPIOSAMENTE cuando nuestro avión aterrizó en Nueva York. El frío que sentía en la nariz me dejó pasmada. Había olvidado otros inviernos tan crudos como éste. El viento que zumbaba en unas calles como angostos cañones parecía querer arrancar la piel de mi cara. Tenía la impresión de que entraba hielo en mis pulmones, haciendo que se encogiesen con un dolor insoportable. Jadeé, reí, me volví a mirar a Julián, que estaba pagando al chófer del taxi, y después saqué del bolsillo de mi abrigo una bufanda de punto roja que había hecho Henny para mí. Julián la tomó y me ayudó a envolver con ella mi cabeza y mi cuello, dejando sólo media cara al descubierto. Entonces le di una gran sorpresa sacando del otro bolsillo una bufanda roja que yo había confeccionado para él.
—¡Caray! Gracias. No pensé que te ocupases tanto de mí.
Pareció muy satisfecho, mientras se cubría el cuello y las orejas.
Este día singular, el frío había puesto sus mejillas tan coloradas como sus labios, y ello, unido a los cabellos de un negro azulado que llegaban hasta el cuello de su abrigo, y a aquellos ojos negros y chispeantes, le daba una belleza capaz de dejar sin aliento a cualquiera.
—Muy bien —dijo—, ahora serénate y prepárate a conocer al ballet personificado, a mi dulce, delicada y deliciosa maestra de baile, a la que sin duda adorarás.
El mero hecho de estar allí me tenía en vilo, y por esto me mantenía lo más cerca posible de Julián, mirando a la gente que se atrevía a desafiar un tiempo tan terrible.
Dejamos el equipaje que habíamos traído con nosotros en una sala de espera del enorme edificio, y, en mi apresuramiento por seguir a Julián, observé muy pocas cosas antes de entrar en el despacho de la señora del ballet, Madame Zolta Korovenskov. Por su actitud y su arrogancia, me recordó inmediatamente a Madame Marisha. Pero esta mujer era mucho más vieja, a juzgar por el número de sus arrugas.
Majestuosamente tiesa, se levantó detrás de una mesa de tamaño imponente. Fríamente, con aire de mujer de negocios, se acercó a nosotros y nos miró con sus ojillos negros, pequeños como los de un ratón. Los pocos cabellos que tenía llevábalos peinados hacia atrás, como hebras de lana floja, sobre una cara seca y frágil. No tendría más de 1,80 m de estatura, pero irradiaba más de autoridad. Sus gafas en media luna mantenían un equilibrio precario sobre la punta de una nariz asombrosamente larga y delgada. Nos miró por encima de aquellos medios discos, frunciendo los párpados, de modo que los ojos diminutos casi desaparecieron en las patas de gallo. Julián tuvo la mala suerte de que ella se fijase primero en él.
Su pequeña boca de ciruela se frunció como una de aquellas bolsas que se cerraban tirando de un cordón. Yo la observé y esperé que una sonrisa se dibujase y rompiese aquella máscara de pergamino. Esperé que su voz cloquease y restallase como la de una bruja.
—¡Bien! —escupió a Julián—. Te marchas cuando quieres, vuelves cuando quieres y aún esperas que te diga que me alegro de verte. ¡Bah! Vuelve a hacerlo, ¡y te verás de patitas en la calle! ¿Quién es la chica que te acompaña?
Julián dirigió una sonrisa encantadora a la vieja arpía y le rodeó el talle con un brazo.
—Madame Zolta Korovenskov, permita que le presente a la señorita Catherine Doll, la maravillosa bailarina de quien le estoy hablando desde hace muchos meses… y que es la razón de que me ausentase sin su permiso.
Ella me miró con ojos penetrantes y muy interesados.
—¿Viene usted también de algún lugar ignoto? —me lanzó—. Por su aspecto, parece de otro país, como este diablo negro. Él es buen bailarín, aunque no tanto como se imagina. ¿Puedo creer lo que dice de usted?
—Creo, Madame, que es mejor que me vea bailar y juzgue usted misma.
—¿Sabe bailar?
—Como acabo de decirle, Madame, véalo y juzgue.
—Mire, Madame —terció ansiosamente Julián—, Cathy tiene alma, ¡fuego! Debería ver cómo mueve la pierna cuando hace fouettés. ¡Su rapidez confunde!
—¡Ah! —bufó.
Dio una vuelta a mi alrededor y me miró la cara con tanta fijeza, que me puse colorada. Después me tocó los brazos, el pecho, incluso los senos, y sus huesudas manos resiguieron mi cuello y palparon los tendones. Estas manos audaces recorrieron mi cuerpo de arriba abajo, dándome ganas de gritar que yo no era una esclava a la que iba a vender en un mercado. Sólo le agradecí que no me tocase entre las piernas como había hecho con Julián. Permanecí inmóvil, soportando la inspección y sintiendo constantemente aquel intenso rubor. Ella se dio cuenta y sonrió sarcásticamente.
Cuando hubo acabado de examinarme y valorarme físicamente, inquirió en lo más hondo de mis ojos, como si quisiera beber mi esencia. Tuve la impresión de que trataba de absorber mi juventud con sus ojos, despojándome de ella. Después, me tocó los cabellos.
—¿Cuándo piensa casarse? —me disparó.
—Quizá cuando esté cerca de los treinta, o quizá nunca —le respondí, inquieta—. Pero, con toda seguridad, no antes de ser rica y famosa y la mejor bailarina del mundo.
—¡Ah! Veo que se hace muchas ilusiones. Las caras hermosas no suelen hacer buenas bailarinas. La belleza cree que no necesita talento y que puede triunfar por sí sola, y por esto se gasta pronto. Míreme. Hubo un tiempo en que fui joven y muy bella… ¿Qué ve usted ahora?
¡Era horrible! Y no podía haber sido hermosa, pues le habría quedado alguna huella.
Como si advirtiese mis dudas sobre su afirmación, señaló con arrogante ademán todas las fotografías de las paredes, de encima de su mesa y de las mesitas y los estantes. En todas ellas se veía la misma joven y adorable bailarina.
—Yo —declaró, con orgullo.
No podía creerlo. Eran fotos antiguas, desvaídas, y los trajes eran pasados de moda; sin embargo, había sido una mujer adorable. Me dirigió una sonrisa franca y divertida, me dio unas palmadas en el hombro y dijo:
—Bueno. Los años vienen para todos y nos igualan a todos. —Después me preguntó—: ¿Con quién estudió, antes de Marisha Rosencoff?
—Con Miss Denise Danielle.
Vacilé, temerosa de hablarle de los años en que había bailado sola y sido mi propia profesora.
—¡Ah! —suspiró, y pareció muy triste—. Vi bailar muchas veces a Denise Danielle; era una artista brillante, pero cometió el viejo error de enamorarse. Con esto terminó una carrera muy prometedora. Ahora, lo único que hace es enseñar. —Su voz subía y bajaba, temblona, ganaba fuerza y la perdía. Pronunciaba «enamorados» alargando la «o», haciendo que sonase como una palabra extranjera y tonta—. El cabezota de Julián dice que es usted una gran bailarina, pero tengo que verla bailar para creerlo, y entonces decidiré si la belleza puede existir por sí sola. —Suspiró una vez más—. ¿Bebe usted?
—No.
—¿Por qué tiene tan pálida la piel? ¿Nunca toma el sol?
—Demasiado sol produce quemaduras.
—¡Ah…! Usted y su joven amante… le tienen miedo al sol.
—¡Julián no es mi amante! —repliqué apretando los dientes y lanzándole a él una mirada asesina, porque debió de decirle que lo éramos.
Ni un solo elemento de nuestra expresión pasó inadvertido a la observación de aquellos ojillos como cuentas de ébano.
—Julián, ¿no me dijiste que esa chica y tú estabais enamorados?
Él se puso colorado y bajó los ojos, y tuvo, por una vez, el decoro de parecer avergonzado.
—Madame, el amor es sólo por mi parte, me duele tener que confesarlo. Cathy no siente nada por mí…, pero lo sentirá, más pronto o más tarde.
—Bien —dijo la vieja bruja, moviendo la cabeza como un pájaro—. Tú sientes una gran pasión por ella, y ella no siente nada por ti…, esto hará que tu baile sea más aplaudido, más sensacional. Y el dinero afluirá a nuestra taquilla. ¡Lo estoy viendo!
* * *
Ésta fue, desde luego, la razón de que me aceptase; conociendo la pasión insatisfecha de Julián y sabiendo que yo tenía un deseo latente de encontrar a alguien fuera del escenario. En el escenario, él era todo lo que podía haber de hermoso, de romántico y de sensual; mi amante soñado. Si hubiésemos podido estar bailando todos los días y todas las noches, habríamos incendiado el mundo. Pero, en la realidad, cuando él no era más que él mismo, con su lengua voluble y a menudo obscena, yo huía de estar rondando por su jardín solitario, y me negaba a soñar con Chris.
Pronto me vi alojada en un pequeño apartamento, a doce manzanas del estudio de danza. Otras dos bailarinas compartían conmigo las tres pequeñas habitaciones y el diminuto cuarto de baño. Dos pisos más arriba, Julián compartía un apartamento con otros dos bailarines, y sus habitaciones no eran mayores que las nuestras. Sus compañeros eran Alexis Tarrell y Michael Michelle, ambos de poco más de veinte años y ambos resueltos, como Julián, a convertirse en el mejor bailarín de su generación. Me asombré cuando supe que Madame Zolta consideraba a Alexis el mejor, a Michael el segundo y a Julián el tercero. Pero pronto descubrí el motivo de que le tuviese relegado: no respetaba su autoridad. Quería hacerlo todo a su manera, y ella le castigaba por esto.
Mis compañeras de apartamento eran tan diferentes como la noche y el día. Yolanda Lange era medio británica y medio árabe, y esta extraña combinación hacía de ella una de las bellezas más exóticas de cabellos negros y ojos endrinos que yo hubiese visto jamás. Era alta para ser bailarina, un metro sesenta y cinco, la misma estatura que mi madre. Vi que sus senos eran unos bultos pequeños y duros, con grandes pezones oscuros, pero no se avergonzaba de su tamaño. Le encantaba pasear desnuda por la casa, exhibiéndose, y pronto descubrí que sus senos eran reflejo de su personalidad: pequeña, dura y ruin. Yolanda quería lo que quería y cuando quería, y era capaz de todo por conseguirlo. Me hizo mil preguntas en menos de una hora, y en la misma hora me contó la historia de su vida. Su padre era un diplomático británico que se había casado con una mujer que bailaba la danza del vientre. Yolanda había vivido en todas partes y hecho de todo. Me fue antipática desde el primer momento.
April Summers era de Kansas City, Missouri. Tenía los cabellos de un castaño claro, y los ojos, verdeazules; ambas teníamos la misma estatura, un metro sesenta y cinco. Era muy tímida y raras veces levantaba la voz por encima de un murmullo. Cuando la vocinglera y ronca Yolanda andaba por allí, April parecía haber perdido del todo la voz. A Yolanda le gustaba el ruido: el tocadiscos o la televisión tenían que funcionar continuamente. April hablaba de su familia con amor, respeto y orgullo, mientras que Yolanda odiaba a unos padres, que la habían encerrado en internados y dejado sola los días de fiesta.
April y yo nos hicimos buenas amigas antes de que terminase nuestro primer día juntas. April tenía dieciocho años y era lo bastante bonita como para gustar a cualquier hombre, pero, por alguna extraña razón, los chicos de la academia no le prestaban la menor atención. Era Yolanda quien se los llevaba de calle, y pronto comprendí el motivo: no escatimaba sus favores.
En cuanto a mí, los chicos me miraban y me pedían citas, pero Julián dejó bien claro que no estaba disponible: le pertenecía a él. Decía a todo el mundo que éramos amantes. Aunque yo lo negaba rotundamente, él les decía en privado que yo era anticuada y me daba vergüenza confesar que «vivíamos en pecado». E incluso en presencia mía explicaba que era cosa de «esa vieja tradición de las bellas del Sur. Las chicas de allá abajo quieren que los hombres piensen que son dulces, tímidas, modestas; pero, bajo este frío exterior de magnolia, ¡qué ardientes son todas ellas!». Desde luego, la gente le creía a él y no a mí. ¿Por qué habían de creer la verdad, si la mentira era mucho más excitante?
Sin embargo, me sentía bastante feliz. Me adapté a Nueva York como una indígena, con el dinamismo necesario a todos los neoyorquinos, ansiosa por llegar, por no perder un segundo, pues tenía que hacer muchas cosas antes de que apareciese otra cara bonita y con más talento dispuesta a quitarme el sitio. Pero, aunque me mantenía en cabeza en la carrera, el trabajo era terrible, agotador y exigente. Paul seguía enviándome un cheque todas las semanas, y yo lo agradecía mucho, pues, con lo que ganaba en la compañía de baile, no habría tenido ni para colorete. Las tres que compartíamos habitaciones en el 416 necesitábamos al menos diez horas de sueño. Nos levantábamos al amanecer para hacer ejercicios en la barra de nuestra casa antes del desayuno. El desayuno tenía que ser muy ligero, lo mismo que el almuerzo. Sólo en la última comida del día, después de una representación, podíamos satisfacer nuestro voraz apetito. Yo parecía estar siempre hambrienta, no tener nunca comida suficiente. En una sola actuación en el corps de ballet, perdía hasta tres kilos.
Julián estaba constantemente a mi lado, vigilándome demasiado, impidiendo que me citase con otros. Según mi estado de ánimo y mi cansancio, aquello me molestaba; pero otras veces me alegraba de tener cerca de mí a alguien que no fuese un desconocido.
Un día de junio, Madame Zolta me dijo:
—Tu nombre es muy feo. ¡Cámbiatelo! Catherine Doll, ¡vaya un nombre para una bailarina! Vulgar, nada atractivo…, ¡no te conviene en absoluto!
—¡Un momento, Madame! —salté, abandonando mi actitud sumisa—. Escogí este nombre cuando tenía siete años, y a mi padre le gustó. Él pensaba que me caía bien; por consiguiente, voy a usarlo, ¡tanto si es estúpido como si no lo es!
Tuve que hacer un esfuerzo para no decirle que Madame Naverena Zolta Korovenskov tampoco era exactamente un nombre demasiado lírico.
—No discutas conmigo, niña, ¡y cámbialo!
Y, al decir esto, golpeaba el suelo con su bastón de marfil. Pero si me cambiaba el nombre, ¿cómo se enteraría mi madre, cuando yo llegase a la cima? ¡Y tenía que saberlo! Sin embargo, aquella maldita y pequeña bruja, con su ridículo y anticuado traje, tenía una mirada tan fiera en sus ojillos entornados y blandía con tanta energía su bastón, que me vi obligada a ceder. Julián, que andaba por allí, sonrió burlonamente. Accedí a cambiar el Doll por Dahl.
—Así está mejor —afirmó ella, agriamente—, aunque no mucho.
Madame Zolta me dominaba. Me incordiaba. Me criticaba. Me reprochaba mis innovaciones y se quejaba cuando no las hacía. No le gustaba mi peinado y decía que tenía demasiado cabello. «¡Córtatelo!», me ordenó, pero yo me negué a cortar un solo centímetro, porque pensaba que los cabellos largos eran muy convenientes para el papel de Bella Durmiente. Ella resopló al decirle yo esto. (Los resoplidos eran uno de sus medios de expresión predilectos).
Si no hubiese sido una maestra tan maravillosa, todas la habríamos odiado. Sin embargo, la propia acritud de su carácter nos obligaba a mostrar nuestros buenos sentimientos, porque deseábamos verla sonreír. También era coreógrafo, aunque teníamos otro, que iba, venía y supervisaba cuando no estaba en Hollywood o en Europa o en cualquier otro lugar remoto, inventando nuevas combinaciones.
Una tarde, después de la clase, cuando estábamos todas jugando tontamente, me puse a bailar alocadamente una canción popular. Madame entró y me sorprendió, y explotó:
—¡Aquí se baila clásico! ¡No quiero bailes modernos! —Su cara seca y arrugada se contrajo debajo de una cinta que parecía de un indio cazador de cabelleras—. Tú, Dahl, explica la diferencia entre danza clásica y moderna.
Julián me hizo un guiño, se echó atrás y se apoyó en los codos, cruzando elegantemente un tobillo sobre la rodilla contraria y disfrutando con mi apuro.
—Dicho en pocas palabras, Madame —empecé, con el aplomo de mi madre—, la forma moderna de ballet consiste principalmente en arrastrarse sobre el suelo y adoptar posturas, mientras que el ballet clásico se realiza sobre las puntas de los pies, con giros y vueltas, y nunca es demasiado seductor ni torpe. Y relata una historia.
—Tienes toda la razón —admitió, con voz glacial—. Ahora, vete a casa y adopta posturas y arrástrate por el suelo, si sientes la necesidad de expresarte de este modo. ¡Pero procura que no vuelva a sorprenderte haciendo esto!
Lo clásico y lo moderno podían combinarse y dar un bello resultado. La rigidez de aquella pequeña arpía me enfureció, y chillé:
—¡La odio, Madame! ¡Aborrezco sus viejos y apolillados trajes grises, que hubiese debido tirar hace treinta años! ¡Odio su cara, su voz, su manera de andar y de hablar! Búsquese otra bailarina. ¡Me voy a casa!
Y corrí hacia el vestuario, dejando a todos los alumnos boquiabiertos y mirándome asustados.
Me quité el traje de ejercicios y me puse mi ropa interior. Entonces, la bruja entró en el vestuario, malignos los ojos y apretados los labios, y dijo:
—Si te marchas, ¡no volverás jamás!
—¡No quiero volver!
—¡Te marchitarás y morirás!
—Es usted tonta, si se imagina eso —grité, sin respetar su edad y su talento—. Puedo vivir sin bailar, y ser feliz… Por consiguiente, ¡váyase al infierno, Madame Zolta!
Como si acabase de romperse un hechizo, la arrugada vieja sonrió, incluso con dulzura.
—Bueno…, tienes brío. A veces me preguntaba si lo tendrías. Me ha gustado que me mandases al infierno. Más que si me hubieses enviado al cielo. Y ahora en serio, Catherine —prosiguió en un tono amable, completamente nuevo en ella—, tienes unas dotes magníficas de bailarina, eres mi mejor alumna, pero eres tan impulsiva que olvidas lo clásico para hacer lo primero que te pasa por la cabeza. Yo sólo trato de enseñarte. Inventa todo lo que quieras, pero siempre dentro de lo clásico, lo elegante, lo bello. —Sus ojos se humedecieron—. Tú eres mi consuelo, ¿no lo sabías? Te considero como la hija que nunca tuve; haces que evoque mi juventud, cuando pensaba que la vida era una gran aventura romántica. Y temo que la vida te quite tu expresión encantada, de asombro infantil. Si puedes conservar esta expresión, pronto tendrás el mundo a tus pies.
Estaba hablando de mi cara del ático, de aquella expresión hechizada que solía conmover a Chris.
—Perdóneme, Madame —dije, humildemente—. He sido insolente. Hice mal en gritar, pero usted me está pinchando continuamente y estoy cansada, y también siento añoranza.
—Lo sé, lo sé —murmuró, y se acercó para abrazarme y mecerme entre sus brazos—. Cuando se es joven, una ciudad extraña excita los nervios y mina la confianza. Pero recuerda que yo sólo quería saber lo que llevabas dentro. Una bailarina sin fuego interior, no es tal.
* * *
Yo llevaba ya siete meses viviendo en Nueva York, trabajando incluso los fines de semana y acostándome siempre terriblemente fatigada, cuando Madame Zolta pensó que podía darme la oportunidad de representar un papel principal, con Julián como pareja. Madame tenía por norma alternar los papeles principales, de modo que no hubiese estrellas en su compañía, y, aunque había insinuado varias veces que quería que representase a Clara en Cascanueces, yo pensaba que sólo lo decía para ilusionarme, como mostrándome una fruta deliciosa que nunca habría de comer. Entonces, el sueño se hizo realidad. Nuestra compañía tenía que competir con otras más importantes y conocidas, por lo que fue sencillamente genial que Madame lograse convencer a un productor de Televisión de la conveniencia de que la gente que no podía permitirse pagar las localidades de un teatro de ballet pudiese ver el espectáculo por televisión.
Telefoneé a Paul para comunicarle la gran noticia.
—Paul, voy a aparecer en la Televisión, en Cascanueces. ¡En el papel de Clara!
Él se echó a reír y me felicitó. Después dijo, con cierta tristeza:
—Supongo que esto quiere decir que no vendrás a casa este verano. Carrie te añora mucho, Cathy. Sólo nos has hecho una corta visita desde que te marchaste.
—Lo siento; quisiera ir, pero tengo que aprovechar esta oportunidad de un papel estelar, Paul. Por favor, explícaselo a Carrie, para que no se sienta herida en sus sentimientos. ¿Está ahí?
—No; por fin tiene una amiga, y hoy «duerme fuera de casa». Pero vuelve a llamar mañana, a cobro revertido, y díselo tú misma.
—Y Chris, ¿cómo está? —pregunté.
—Muy bien, muy bien. Sólo saca sobresalientes y, si continúa así, le admitirán en un programa acelerado y podrá terminar su cuarto curso en el college y seguir el primero en la Facultad de Medicina.
—¿Al mismo tiempo? —pregunté, asombrada de que alguien, incluso Chris, pudiese ser tan inteligente.
—Sí, puede hacerlo.
—¿Y tú, Paul? ¿Estás bien? ¿No trabajas demasiado, demasiadas horas?
—Mi salud es buena, pero sí, trabajo muchas horas, como todos los médicos. Y, ya que tú no puedes venir a visitarnos, creo que no estaría mal pensado que fuésemos Carrie y yo a verte.
¡Oh! Era la mejor noticia que oía desde hacía meses.
—Trae también a Chris —le dije—. Le gustará conocer a todas las lindas bailarinas que voy a presentarle. Pero tú, Paul, será mejor que sólo tengas ojos para mí.
Emitió un extraño ruido gutural, antes de soltar una risita.
—Estate tranquila, Catherine; no pasa un solo día que no vea tu cara delante de mí.
A primeros de agosto se grabó la producción televisiva de Cascanueces para los programas navideños. Julián y yo asistimos juntos a la exhibición privada de las grabaciones, y, cuando ésta terminó, él me abrazó y, por primera vez, me dijo, en un tono que creí sincero:
—Te amo, Cathy. Por favor, ¡deja de tomarme con tanta ligereza!
Casi no habíamos tenido tiempo de descansar de Cascanueces cuando Yolly se cayó y se torció un tobillo, y April fue a visitar a sus padres. ¡Esto me daba la oportunidad de ser la Bella Durmiente! Como Julián había representado dos papeles en la producción de Televisión, Alexis y Michael pensaron que era su turno de actuar conmigo. Madame Zolta frunció el ceño y miró a Julián, y después a mí.
—Alexis, Michael, os prometo los próximos papeles, pero dejad que ahora baile Julián con Catherine. Hay entre ellos una especie de extraña magia que resulta cautivadora. Quiero ver cómo se desenvuelven en una producción tan espectacular como La bella durmiente.
¡Oh, cuántas ideas bullían en mi cabeza, mientras yacía inmóvil en mi lecho de terciopelo purpúreo, esperando que mi enamorado se acercase para depositar en mis labios el beso que me haría revivir! La gloriosa música hacía que me sintiese más real en aquel lecho que cuando era sólo yo sin una gota de sangre noble en mis venas. Me sentía hechizada, rodeada de una aureola de belleza, yaciendo delicadamente allí, con los brazos cruzados sobre el pecho y latiendo mi corazón al ritmo de aquella música divina. En la sala a oscuras, Paul, Chris, Carrie y Henny, presenciaban por vez primera una representación en Nueva York.
Ciertamente, yo sentía en mis huesos que era aquella mística princesa medieval. Veía a mi príncipe entre los párpados entornados. Bailó a mi alrededor, y después hincó una rodilla en el suelo y contempló fijamente mi rostro, antes de atreverse a poner un beso vacilante en mis labios cerrados. Me desperté, tímida, desorientada, parpadeando con fuerza. Fingí amor a primera vista, pero estaba tan asustada y era tan virtuosa en mi doncellez, que él tuvo que embrujarme con más danza e incitarme a bailar también, hasta que sucumbí a su encanto en el más apasionante pas de deux y él me alzó triunfalmente sobre la palma de una mano, colocada en el punto exacto que convenía a mi equilibrio, y me llevó fuera del escenario.
Terminó el último acto; los aplausos fueron ensordecedores al alzarse una y otra vez el telón. ¡Julián y yo tuvimos que salir ocho veces a saludar! Los ramos de rosas rojas no cabían en mis brazos, y el público arrojaba flores al escenario. Al bajar la mirada, vi un ranúnculo amarillo prendido en un papel doblado. Me incliné para cogerlo y supe que era de Chris, incluso antes de leer su nota. Los cuatro ranúnculos amarillos de papá… y aquí estaba uno, que había estado guardado en un recipiente frigorífico, para que se mantuviese fresco hasta que él pudiese arrojármelo como tributo a lo que habíamos sido los dos.
Miré ciegamente hacia aquel público de caras confusas, tratando de ver a aquellos a quienes amaba. Pero lo único que pude ver fue el ático, el triste, vasto y terrible ático, con su papel floreado en las paredes, y allí, cerca del hueco de la escalera, estaba Chris, de pie en la sombra, junto al enfundado sofá y el enorme baúl, con su rostro anhelante, mientras yo bailaba y bailaba.
Empecé a llorar, y esto gustó al público. Me tributaron una ovación cerrada. Me volví para ofrecer una rosa roja a Julián, y redoblaron los aplausos. ¡Y él me besó! Se atrevió a besarme, delante de millares de personas, y no fue un beso respetuoso, sino posesivo.
—¡Maldito seas por hacer esto! —susurré, sintiéndome humillada.
—¡Maldita seas tú por no querer que lo hiciese! —susurró él, a la vez.
—¡No soy tuya!
—¡Lo serás!
* * *
Mi familia subió a prodigarme sus elogios, entre bastidores. Chris estaba más alto; en cambio, Carrie seguía más o menos como antes, quizás había crecido un poco, pero muy poco. Besé la mejilla firme y redonda de Henny. Sólo me atreví a mirar a Paul. Nuestras miradas se encontraron y se enlazaron. ¿Me amaba, me quería, me necesitaba aún? No había contestado mi última carta. Sintiéndome dolida, había escrito únicamente a Carrie para informarle de mis próximas actuaciones, y sólo entonces me había telefoneado Paul para decirme que traería a mi familia a Nueva York.
Después de la representación se celebró la fiesta ofrecida por los ricos mecenas que Madame Zolta cuidaba bien de cultivar.
—No te cambies de ropa —me dijo ella—. A los aficionados les entusiasma ver de cerca a las bailarinas en sus trajes de danza. Pero quítate el maquillaje que has llevado en escena y ponte el que usas todos los días para parecer despampanante. ¡Ni un solo instante debe dejar de pensar el público que eres deslumbradora!
Estaban tocando música y Chris me tomó en sus brazos para bailar un vals, tal como yo le había enseñado hacía muchos años.
—¿Todavía bailas así? —inquirí, en son de chanza.
Él esbozó una sonrisa de disculpa.
—Nada puedo hacerle, si tú acaparaste todo el talento para el baile, y yo la inteligencia.
—Observaciones como ésta podrían hacerme pensar que no la tienes.
Volvió a reír y me acercó más a él.
—Además, no necesito bailar y hacer monadas para conquistar a las chicas. Fíjate en tu amiga Yolanda. Es toda una belleza, y no ha dejado de mirarme en toda la noche.
—Ella mira a todos los chicos guapos; por consiguiente, no te envanezcas tanto. Si quieres, esta noche se acostará contigo, y mañana lo hará con otro cualquiera.
—¿Eres tú como ella? —me lanzó, frunciendo los párpados.
Le sonreí maliciosamente, pensando que no, que yo era como mamá, dulce y fría y capaz de manejar a los hombres… Al menos, estaba aprendiendo. Para demostrarlo, le hice un guiño a Paul, preguntándome si acudiría. Él se levantó en seguida y cruzó ágilmente la pista de baile para arrebatarme a Chris. Mi hermano apretó los labios y fue inmediatamente en busca de Yolanda. Al cabo de un par de minutos, habían desaparecido.
—Supongo que me encontrarás muy torpe, después de bailar con Julián —dijo Paul, que bailaba mejor que Chris.
Incluso cuando cambió la música a un ritmo más veloz y un tanto selvático, la siguió y me asombró que dejase a un lado su seriedad y se contorsionase casi como un estudiante.
—Paul, ¡eres maravilloso!
Él se echó a reír y dijo que yo le hacía sentirse joven de nuevo. Era tan divertido verle así, relajado, que empecé a bailar un poco locamente.
Carrie y Henny parecían cansadas e incómodas.
—Tengo sueño —gimió Carrie, frotándose los ojos—. ¿No podemos ir a acostarnos?
Eran las doce cuando dejamos a Henny y a Carrie a la puerta de su hotel. Después, Paul y yo nos sentamos en un tranquilo café italiano y nos miramos. Él llevaba aún bigote; no un bigote recortado, a lo dandy, sino un cepillo tupido encima de los labios sensuales. Había aumentado como un kilo en su peso, pero esto no menguaba su apostura y su atractivo. Alargó una mano sobre la mesa, para asir las dos mías, y se las llevó a la cara para frotar con ellas su mejilla. Y, mientras hacía esto, sus ojos me formularon una pregunta ardiente, que me obligó a preguntar a mi vez:
—¿Has encontrado otra, Paul?
—¿Y tú?
—Yo he preguntado primero.
—No he buscado a nadie más.
Esta respuesta hizo latir más de prisa mi corazón, porque había pasado mucho tiempo y yo le amaba demasiado. Pagó la cuenta, cogió mi abrigo y lo sostuvo para que me lo pusiese, y después me dio el suyo para que yo lo sostuviera. Nuestras miradas se encontraron… y casi echamos a correr para ir del restaurante al hotel más próximo, donde él pidió una habitación a nombre de Señor Paul Sheffield y señora. La habitación estaba pintada de rojo oscuro, y él me desnudó con seductora lentitud y yo me sentí arrebatada incluso antes de que empezase a prodigarme sus besos. Me estrechó y me acarició y siguió besándome, hasta que, una vez más, nos fundimos los dos en un solo ser.
Después, pasó un dedo por mis labios, mirándome con ternura.
—Catherine, lo que escribí en el registro del hotel fue precisamente lo que estaba pensando —dijo, besándome cariñosamente. Le miré, con incredulidad.
—No te burles, Paul.
—No me burlo, Catherine. Te he echado tanto en falta desde que te marchaste… Me he dado cuenta de lo tonto que fui al negarnos, a ti y a mí, la oportunidad de ser felices. La vida es demasiado corta para tener tantas dudas. Ahora, tú triunfas en Nueva York; yo quiero compartir tu triunfo. No quiero que tengamos que vernos a espaldas de Chris, no quiero tener que preocuparme por los chismes de una ciudad provinciana. Quiero estar contigo, siempre; quiero que seas mi esposa.
—¡Oh, Paul! —grité, echándole los brazos al cuello—. Te amaré siempre, ¡lo prometo! —Mis ojos se llenaron de lágrimas, tan contenta estaba de que al fin me pidiese que me casara con él—. Seré la esposa mejor que un hombre pueda imaginarse.
Y lo decía en serio.
Aquella noche no dormimos. Permanecimos despiertos, proyectando lo que haríamos cuando estuviésemos casados. Yo seguiría con la compañía; ya buscaríamos la manera. La única sombra que enturbiaba nuestro gozo era Chris. ¿Cómo se lo diríamos a Chris? Resolvimos esperar hasta Navidad. Hasta entonces, tendría que mantener mi dicha en secreto, disimularla ante todos, de modo que nadie supiese que iba a convertirme en la señora de Paul Sheffield.