Foxworth Hall, desde fuera

EN CUANTO HUBE DICHO ESTO, él gritó:

—¡No! ¿Por qué no podemos olvidar lo pasado?

—¡Porque yo no soy como tú, Christopher! Tú quieres creer que Cory no murió envenenado con arsénico, sino de pulmonía, porque así te sientes más cómodo. ¡Pero fuiste tú quien me convenció de que ella lo había hecho! Así, ¿por qué no podemos ir allí y ver con nuestros propios ojos si en algún hospital figuran los datos de la muerte de Cory?

—Cory pudo morir de pulmonía. Tenía todos los síntomas.

¡Con qué poco convencimiento dijo esto, sabiendo muy bien que la estaba protegiendo!

—Un momento —intervino Paul, que había guardado silencio y sólo habló cuando vio el fuego que ardía en mis ojos—. Si Cathy cree que tiene que hacer esto, ¿por qué impedírselo? Aunque si vuestra madre ingresó a Cory en un hospital con nombre falso, no será fácil identificarlo.

—También hizo poner un nombre falso en su lápida —indicó Chris, lanzándome una larga y rencorosa mirada. Paul reflexionó un poco sobre esto, preguntándose cómo podríamos encontrar una tumba sin saber el nombre grabado en ella. Yo creía tener la solución. Si ella había ingresado a Cory en un hospital para su tratamiento, con un nombre supuesto, tuvo naturalmente que emplear el mismo nombre al enterrarle.

—Y usted, Paul, en su calidad de médico, puede consultar todos los archivos de los hospitales, ¿no es cierto?

—¿Quieres realmente que haga esto? —preguntó él—. Seguro que despertará recuerdos amargos y, como ha dicho Chris, volverá a abrir heridas cicatrizadas.

—Mis heridas no están cicatrizadas, ¡ni lo estarán jamás! Quiero llevar flores a la tumba de Cory. Creo que a Carrie la consolará saber dónde está él enterrado, para que podamos ir a visitarle de vez en cuando. Tú, Chris, no tienes que venir, si tan mal te parece.

Paul quiso complacerme, a pesar de la oposición de Chris. Éste viajó con nosotros a Charlottesville, ocupando el asiento de atrás con Carrie. Paul entró en varios hospitales y cameló a las enfermeras para que le mostrasen las fichas que nos interesaban. Las miró, y yo las miré también, mientras Carrie y Chris esperaban en el exterior. ¡Ningún niño de ocho años había muerto, dos años atrás, a finales de octubre! Y no sólo esto, sino que no figuraba registrado el entierro de un niño de esta edad en ninguno de los cementerios. Sin embargo, impulsada por mi terquedad, me empeñé en recorrer todos los cementerios, creyendo que mamá podía haber mentido y puesto a fin de cuentas Dollanganger en la lápida. Carrie lloró, ¡porque le habían dicho que Cory estaba en el cielo, frío, en una tierra ligeramente helada después de la reciente nevada!

¡Inútil, larga e infructuosa pérdida de tiempo! A juzgar por todos los datos, ¡ningún niño varón de ocho años había muerto en los meses de octubre o noviembre de 1960! Chris insistió en que regresáramos a la casa de Paul. Trató de persuadirme de que yo no podía desear realmente ver de nuevo Foxworth Hall. Me volví a Chris, echando chispas por los ojos.

—¡Quiero ir allí! ¡Tenemos tiempo! ¿Por qué venir de tan lejos y volver sin haber visto la casa? Al menos una vez a la luz del día, desde fuera… ¿Por qué no?

Paul quiso hacer entrar en razón a Chris, diciéndole que yo necesitaba ver la casa.

—Y si he de serte sincero, Chris, también yo deseo verla. Enfurruñado, en el asiento de atrás junto a Carrie, Chris acabó por ceder. Carrie lloró mientras Paul conducía el automóvil hacia las empinadas carreteras de montaña que mamá y su marido debieron de haber recorrido miles de veces. Paul se detuvo en una estación de gasolina para preguntar por dónde se iba a Foxworth Hall. Yo habría podido guiarle con facilidad, si hubiésemos sabido dónde estaban las vías del ferrocarril y hubiésemos podido encontrar el apeadero que era estafeta de Correos.

—Hermoso país —dijo Paul, mientras conducía. Al fin vimos la gran mansión que se alzaba solitaria en la falda de un monte.

—¡Ésa es! —grité, terriblemente excitada.

Era enorme como un hotel, con dos alas adosadas al largo cuerpo principal, construido con ladrillos rojos y con postigos negros en todas las ventanas. El negro tejado de pizarra era tan inclinado que daba miedo. ¿Cómo nos habíamos atrevido a subir allí? Conté las ocho chimeneas, y las cuatro series de buhardillas del ático.

—¡Mire allí, Paul! —exclamé señalando las dos ventanas del ala norte en la que habíamos estado tanto tiempo presos, esperando día tras día que nuestro abuelo se muriese.

Mientras Paul contemplaba aquellas dos ventanas, yo miré las buhardas del ático y vi que la tablilla que se había desprendido de uno de los negros postigos había sido colocada de nuevo. No había chamuscadura ni señal de fuego en parte alguna. ¡La casa no había ardido! Dios no había querido enviar unas ráfagas de brisa que agitase la llama de la vela hasta que prendiese en una flor colgante de papel. ¡Dios no iba a castigar a nuestra madre ni a la abuela!

De pronto, Carrie lanzó un fuerte aullido.

—¡Quiero a mi mamá! —gritó—. Cathy, Chris, ¡allí es donde vivíamos con Cory! ¡Entremos! Quiero a mi mamá, ¡dejadme ver a mi verdadera mamá!

Era espantosa su manera de gritar y suplicar. ¿Cómo podía recordar la casa? Habíamos llegado una noche oscura, y los gemelos estaban tan dormidos que no podían haber visto nada. La mañana en que huimos, aún no había amanecido y habíamos salido por la puerta de atrás. ¿Qué le decía a Carrie que aquélla era nuestra antigua cárcel? Entonces lo comprendí. Eran las casas más bajas de la calle. Nos hallábamos en el extremo del callejón y en posición elevada. Con frecuencia habíamos mirado aquellas lindas casas desde las ventanas de nuestra habitación cerrada. Estaba prohibido mirar por las ventanas, pero nos atrevíamos… a veces.

* * *

¿Qué habíamos conseguido con nuestro largo viaje? Nada, nada en absoluto, salvo más pruebas de que nuestra madre era una embustera redomada. Yo rumiaba esto, día tras día, incluso cuando estaba sentada en uno de los asientos de la ducha y Paul me enjabonaba los cabellos y empezaba a lavarlos cuidadosamente. Su longitud impedía recogerlos sobre la cabeza y enroscarlos, pues después me habría sido imposible deshacer la maraña. Él lo hacía como yo le había enseñado, enjabonándolos desde el cuero cabelludo hasta las puntas y, terminado el lavado, secándolo, pasando el cepillo para deshacer los enredos y dejándolo caer como un manto de seda para cubrir mi desnudez, como debió cubrirse Eva con los suyos.

—Paul —pregunté, bajando los ojos— ¿verdad que lo que hacemos no es pecado? No dejo de pensar en lo que decía la abuela sobre el mal. Dime que el amor purifica todo esto.

—Abre los ojos, Cathy —dijo suavemente él, empleando una toalla para enjugar la espuma del jabón antes de que yo los abriese—. Dime qué ves: un hombre desnudo, tal como lo hizo Dios.

Le miré y él me levantó la cara y después hizo que me pusiese en pie para poder estrecharme en sus brazos. Mientras me abrazaba con fuerza, empezó a hablar, y todas sus palabras me dijeron que nuestro amor era hermoso y legítimo.

Yo no podía hablar. Lloraba en silencio en mi interior, por la facilidad con que había terminado con la mojigata que mi abuela había querido hacer de mí.

Como una niña pequeña, dejaba que me secase y me cepillase el cabello, y dejaba que me besase y acariciase, hasta que las ascuas que llevábamos dentro los dos se inflamaban y él me levantaba en brazos y me llevaba a su lecho.

Cuando nuestra pasión quedaba saciada, yacía yo en el círculo de sus brazos y pensaba en lo que podía hacer. Cosas que me habrían dado asco cuando era pequeña. Cosas que tiempo atrás habría considerado obscenas, feas, porque entonces veía en ellas sólo actos y no sentimientos de entrega. Era extraño que la gente naciese sensual y hubiese sido reprimida durante tantos años. Recordaba la primera vez que había sentido el contacto de su lengua y la impresión electrizante que había experimentado.

¡Oh, podía besar a Paul en todas partes y no sentir vergüenza, pues amarle era mejor que oler rosas en un día soleado de verano, mejor que bailar al son de una música bella con la pareja mejor!

Así era mi amor por Paul cuando yo tenía diecisiete años, y él, cuarenta y dos. Él me había recobrado y dado mi plenitud, y yo enterraba en lo más hondo el remordimiento que sentía por Cory.

Había esperanza para Chris, pues estaba vivo. Y para Carrie, pues podría crecer y encontrar el amor. Y quizá, si todo salía bien, habría también esperanza para mí.