Regalo de cumpleaños

LOS CONGRESOS MÉDICOS, además de los pacientes, daban al traste con muchos de mis planes. Aquel día único me había saltado la clase de ballet para ir directamente a casa al salir de la escuela superior. Encontré a Henny en la cocina, afanándose en un menú de gourmet proyectado por mí y compuesto de todos los platos predilectos de Paul. Una jambalaya criolla, con gambas, carne de cangrejo, arroz, pepinillos, cebollas, ajos, champiñones y otras muchas cosas; tantas, que pensé que nunca acabaría de medir medias cucharadas de esto y de lo de más allá. Después, había que saltear todos los champiñones y las hortalizas. Era un plato que requería mucho trabajo y que sin duda no volvería a hacer en mi vida.

En cuanto hubimos metido esto en el horno, empecé a confeccionar otro pastel. El primero se había hundido por el centro y había quedado demasiado blando. Tapé el hueco con merengue y lo di a los niños del vecindario. Henny iba de un lado para otro, meneando la cabeza y lanzándome críticas miradas.

Acababa de poner la última rosa de adorno, con el tubo de pastelero, cuando entró Chris por la puerta de atrás, trayendo su regalo.

—¿Llego tarde? —preguntó, sofocado—. Solo podré quedarme hasta las nueve; tengo que estar de regreso en Duke a la hora de pasar lista.

—Llegas a tiempo —le respondí aturullada y pensando solamente en subir a bañarme y cambiarme de ropa—. Pon la mesa, mientras Henny acaba de preparar la ensalada.

Desde luego, eso de poner la mesa era en mengua de su dignidad; pero, por una vez, obedeció sin quejarse. Me lavé los cabellos con champú, los enrollé en grandes rulos y me pinté las uñas con barniz rosado y plateado, incluidas las de los pies. También me pinté la cara, con experiencia nacida de largas horas de práctica y consulta con Madame Marisha y con las empleadas de los establecimientos de belleza. Cuando hube terminado, nadie habría dicho que sólo tenía diecisiete años. Bajé la escalera y me sentí halagada por la mirada de mi hermano y los ojos envidiosos de Carrie, y por la amplia sonrisa que partía la cara de Henny por la mitad, de oreja a oreja.

Di los últimos toques a la mesa, cambiando de sitio los silbatos, las castañuelas y los abigarrados y ridículos sombreros de papel. Chris hinchó unos cuantos globos y los colgó de la lámpara. Después, nos sentamos todos a esperar a Paul, para dar comienzo a la «fiesta sorpresa».

Pero pasaba el tiempo y él no aparecía, y empecé a pasear arriba y abajo, como había hecho mamá el día en que papá cumplía los treinta y seis y no volvió a casa… jamás.

Por último, Chris tuvo que marcharse. Después, Carrie empezó a bostezar y a lamentarse. Le dimos de comer y dejamos que se fuese a la cama. Ahora dormía sola en una habitación decorada especialmente para ella con colores rojo y granate. Henny y yo nos quedamos solas, viendo la televisión, mientras la cacerola criolla seguía secándose en el horno y se marchitaba la ensalada. Al rato, Henny bostezó también y fue a acostarse. Y me quedé sola y preocupada por el fracaso de mi fiesta.

A las diez, oí llegar el coche de Paul y éste entró por la puerta de atrás, cargado con las dos maletas que había llevado a Chicago. Me saludó casualmente, antes de advertir mi elegante indumento.

—¡Eh…! —dijo, echando una mirada recelosa al comedor y viendo los festivos adornos—. ¿Acaso he echado a perder algo que habías preparado?

Estaba tan tranquilo después de sus tres horas de retraso, que, si no le hubiese querido tanto, habría sentido ganas de matarle. Como aquellos que siempre tratan de ocultar la verdad, me lancé al ataque.

—En primer lugar, ¿por qué tenía que ir a ese congreso médico? Hubiese debido adivinar que prepararíamos algo especial para su cumpleaños. Y, por si esto fuese poco, nos telefonea para decirnos cuándo va a llegar… ¡y se retrasa tres horas!

—Se retrasó el vuelo… —empezó a explicar.

—Trabajé como una esclava —le interrumpí—, para hacer un pastel tan bueno como los de su madre. Y usted, ¡sin aparecer!

Pasé por delante de él y saqué la cacerola del horno.

—Estoy hambriento —dijo humildemente Paul, con aire de disculpa—. Si no has comido, podríamos aprovechar en lo que podamos lo que parece que habría sido un suculento y alegre banquete. Ten compasión de mí, Cathy. Yo no puedo controlar el tiempo.

Asentí seriamente con la cabeza, para indicarle que lo comprendía en parte. Él sonrió y me acarició ligeramente la mejilla con el dorso de la mano.

—Estás preciosa —dijo, suavemente—. Conque borra las arrugas de tu frente y prepara las cosas. Bajaré dentro de diez minutos.

Le bastaron diez minutos para ducharse, afeitarse y cambiarse de ropa. Nos sentamos los dos a la larga mesa del comedor, yo a la izquierda de él, a la luz de cuatro velas. Había preparado el banquete de manera que no tuviese que levantarme una y otra vez para servirle. Había puesto todo lo necesario en un carrito. Los platos a servir calientes estaban sobre calentadores eléctricos, y el champán se enfriaba en un cubo con hielo.

—El champán es obsequio de Chris —expliqué—. Le está tomando afición. Paul levantó la botella de champán y examinó el marbete.

—Es de un buen año y le habrá costado caro; tu hermano está adquiriendo gustos de gourmet.

Comimos despacio, y, siempre que yo levantaba la mirada, me tropezaba con la suya. Cuando había llegado, parecía cansado y caviloso; ahora parecía completamente a sus anchas. Había estado ausente dos semanas, dos largas semanas. Unas semanas monótonas, durante las cuales había yo añorado su presencia en el umbral cuando practicaba en la barra, haciendo mis ejercicios de precalentamiento antes del desayuno, al son de una bella música que me elevaba a las alturas.

Cuando hubimos despachado la cena, corrí a la cocina y volví al comedor trayendo un espléndido pastel de coco, con velitas verdes clavadas en unas rosas rojas de azúcar batido con clara de huevo. Sobre el pastel, había escrito con el tubo de pastelero: Feliz cumpleaños, Paul.

—¿Qué te parece? —preguntó Paul, después de soplar las velas.

—¿Qué me parece qué? —pregunté a mi vez, mientras dejaba cuidadosamente el pastel sobre la mesa, con sus veintiséis velitas, pues ésta era la edad que él aparentaba y que yo hubiese querido que tuviera.

Me sentía como una adolescente, vagando en un mundo adulto de arenas movedizas. Mi corto y elegante vestido era de chiffon y color rojo de fuego, con escote pronunciado y tirantes sobre los hombros. Pero si mis intentos de parecer refinada habían tenido éxito, estaba interiormente muy confusa, al tratar de representar un papel de seductora.

—Mi bigote… Creo que te has dado cuenta. Hace media hora que no dejas de mirarlo.

—Es bonito —balbuceé, poniéndome colorada como mi vestido—. Le sienta muy bien.

—Bueno; desde que llegaste aquí, no has parado de insinuar que estaría mucho más guapo y atractivo con bigote. Y ahora que me he tomado el trabajo de dejarlo crecer, sólo se te ocurre decir que es bonito. Un calificativo baladí, Catherine.

—Es porque… porque le está tan bien… —tartamudeé—, que no he encontrado las palabras adecuadas. Supongo que Thelma Murkel habrá encontrado otras mejores para halagar su vanidad.

—¿Qué diablos sabes de ella? —inquirió bruscamente él, frunciendo los párpados. ¡Caray! Él debía de saber… lo que se decía… Por consiguiente, le dije esto:

—Fui al hospital del que Thelma Murkel es enfermera jefe. Me senté junto al cuarto de enfermeras, en el tercer piso, y la estuve observando durante dos horas. En mi opinión, no es realmente hermosa, pero sí guapa, y me pareció muy autoritaria. Además, por si usted no lo sabía, coquetea con todos los médicos.

Soltó una carcajada y se le alegraron los ojos. Thelma Murkel era enfermera jefe del Clairmont Memorial Hospital, y allí, todo el mundo parecía convencido de que se había propuesto convertirse en la segunda Señora Paul Scott Sheffield. Pero sólo era una enfermera, en su blanco uniforme esterilizado, a millas de distancia; mientras que yo estaba delante de él, haciéndole cosquillas en la nariz con mi penetrante y nuevo perfume (un perfume, según el anuncio, mágico y seductor, al que ningún hombre podía resistirse). ¿Qué probabilidades tenía Thelma Murkel, a sus veintinueve años, contra chicas como yo?

Las tres copas de champán de importación de Chris, me habían aturdido un poco, y apenas me di cuenta de que Paul empezaba a abrir los regalos de Carrie, Chris y mío, comprados con nuestros ahorros. Yo había bordado para él un cuadro de su casa blanca, con árboles asomando por encima del tejado y parte del muro de ladrillo a ambos lados y unas cuantas flores en primer término. Chris había hecho el dibujo y yo había trabajado muchas horas para que el cuadro fuese perfecto.

—¡Es una magnífica obra de arte! —exclamó con asombro, y yo no pude dejar de pensar en la abuela y en cómo había ésta rechazado cruelmente todos nuestros tediosos y esperanzados esfuerzos por ganarnos su amistad—. Muchísimas gracias, Catherine, por haberte tomado tanto trabajo por mí. Lo colgaré en mi consultorio, para que puedan verlo todos mis pacientes.

Mis ojos se llenaron de lágrimas y éstas estropearon mi maquillaje, al tratar yo de enjugarlas con un pañuelo que saqué de mi corpiño, antes de que él se diese cuenta de que no era la luz de las velas lo que daba al traste con mis tres horas de acicalamiento. Pero él no advirtió las lágrimas ni el pañuelo. Seguía admirando las pequeñas puntadas hechas por mí con tanto cuidado. Después, dejó a un lado el regalo, captó mi mirada con sus brillantes y bellos ojos, y se levantó.

—Hace una noche demasiado hermosa para ir a dormir —dijo, mirando su reloj—. Tengo el antojo de pasear por el jardín a la luz de la luna. ¿Tienes tú alguna vez antojos como éste?

¿Antojos? Tenía muchísimos, la mitad de ellos demasiado juveniles y estrafalarios como para que llegasen un día a ser verdad. Sin embargo, al cruzar junto a él el mágico jardín japonés y el puentecito revestido de laca roja, y subir los peldaños de mármol, cogidos de la mano, tuve la impresión de que ambos entrábamos en un país embrujado. En ello influían, desde luego, las estatuas de mármol de tamaño natural, erguidas en su fría y perfecta desnudez.

La brisa agitaba las plantas parásitas de las ramas, y Paul tenía que agachar la cabeza para librarse de ellas, mientras que yo podía permanecer tiesa y sonriente, porque el ser alto creaba a veces problemas que yo no tenía.

—Te ríes de mí, Ca-the-rine —dijo, separando mi nombre en sílabas aisladas, como solía hacer Chris para pincharme, cuando me decía: Mi señora Catherine.

Subí y bajé corriendo los escalones de mármol, hasta el sitio donde El beso, de Rodin, dominaba el jardín. Todo parecía azulado, plateado y fantástico, y la luna era grande y brillante, llena y sonriente, con largas nubes negras surcando su cara y haciendo que pareciese siniestra unos momentos, y alegre después. Suspiré, porque era como aquella extraña noche en que Chris y yo subimos al tejado de Foxworth Hall, ambos temerosos de condenarnos al fuego eterno del infierno.

—Es una lástima que estés aquí conmigo y no con ese guapo mozo con el que bailas —dijo Paul, arrancándome a los recuerdos del pasado.

—¿Julián? —pregunté, sorprendida—. Esta semana está en Nueva York, pero supongo que vendrá la próxima.

—Ya —dijo él—. Entonces, la semana próxima le pertenecerás a él, no a mí.

—Eso depende…

—¿De qué?

—A veces le quiero, y a veces, no. A veces me parece sólo un muchacho, y yo necesito un hombre. En cambio, otras veces se muestra refinado y eso me impresiona. Y cuando bailo con él, creo haberme enamorado locamente del príncipe que finge ser. Está magnífico, con aquel vestuario.

—Sí —admitió—. También yo lo he advertido.

—Sus cabellos son negros como el azabache, mientras que los suyos son de un negro pardusco, como de humo.

—Supongo que el negro de azabache es más romántico que el negro de humo, ¿no? —pinchó.

—Eso depende.

—Eres muy femenina, Catherine, muy femenina… Deja de darme respuestas enigmáticas.

—No soy enigmática; sólo le estoy diciendo que el amor no es bastante, y tampoco la aventura. Quiero tener capacidad para abrirme camino en la vida sin necesidad de encerrar a mis hijos para heredar una fortuna que no me haya ganado. Quiero aprender a ganar dinero para seguir los tres adelante, aunque no tengamos un hombre en el que apoyarnos.

—Catherine, Catherine —dijo suavemente, asiéndome las manos y estrechándolas con fuerza—. ¡Cuánto daño debió de hacerte tu madre! Pareces demasiado adulta, demasiado dura. No dejes que unos recuerdos amargos te priven de uno de tus mayores dones: tu carácter dulce y cariñoso. Al hombre le gusta velar por la mujer a quien ama y por sus hijos. Al hombre le gusta que se apoyen en él, que le cuiden y le respeten. La mujer agresiva y dominante es una de las más temibles criaturas de Dios.

Solté su mano, corrí al columpio y me subí a él. Cobré impulso y me elevé, cada vez más arriba, cada vez más de prisa, volando tan alto que me hallé de nuevo en el ático y en las mecedoras que allí había, cuando las noches largas y sofocantes. Ahora que estaba aquí, en libertad y al aire libre, ¡me mecía locamente para volver al ático! Volvía a ver a mamá y a su marido, y esto me desesperaba, me hacía desear lo que sólo debía tener cuando fuese mayor.

Volé tan alto, tan furiosamente y con tal abandono, que mi falda se alzó sobre mi cara y me cegó. Mareada, ¡caí al suelo! Paul acudió corriendo y se arrodilló para cogerme en brazos.

—¿Te has hecho daño? —me preguntó, besándome antes de que pudiese contestarle.

No, no me había hecho daño. Era bailarina y sabía cómo tenía que caer. Él murmuraba las palabras de amor que yo necesitaba oír, entre sus besos cada vez más largos y más lentos, y la mirada de sus ojos me producía una embriaguez mucho más fuerte y chispeante que la que pudiese ocasionar cualquier champán francés de importación.

Mis labios respondieron a sus prolongados besos. Y sus besos se hicieron más ardientes, más suaves, más húmedos sobre mis párpados, mis mejillas, mi barbilla, mi cuello y mis hombros, mientras sus manos me estrechaban ávidamente.

—Catherine —jadeó, apartándose y mirándome con ojos inflamados—, eres sólo una niña. No podemos dejar que esto ocurra. Juré que nunca permitiría que ocurriese; no contigo.

Palabras inútiles que borré rodeándole el cuello con mis brazos. Hundí los dedos en la espesura de sus cabellos y murmuré con voz ronca:

—Quería regalarle un resplandeciente «Cadillac» plateado por su cumpleaños, pero no tenía bastante dinero. Por eso pensé regalarle algo no tan bueno: yo.

Él murmuró dulcemente:

—No puedo dejarte hacer esto, no te pertenezco. Me eché a reír y le besé, le besé larga y fuertemente, sin avergonzarme.

—Pero yo le pertenezco a usted, Paul. Y hace demasiado tiempo que me dirige largas miradas anhelantes, para que me diga ahora que no me desea. Si lo dice, miente. Me considera una niña. Pero hace tiempo que soy mayor. No hace falta que me ame. Yo le amo, y con eso basta. Pero sé que me amará como quiero ser amada, porque, aunque no lo confiese, me quiere y me desea.

La luna iluminó sus ojos y los hizo brillar. Incluso cuando dijo: «No, eres tonta si crees que daría resultado», sus ojos hablaban de un modo diferente.

A mi modo de ver, su propia resistencia demostraba claramente lo mucho que me quería. Si me hubiese amado menos, habría tomado mucho antes lo que yo no le habría negado. Por consiguiente, cuando fue a levantarse, para dejarme y apartar la tentación, le así una mano y la llevé a la parte más sensible de mi cuerpo y le toqué a él de la misma manera. Sabía que era una impudicia. Borré de mi mente lo que pensaría Chris y lo que diría mi abuela, considerándome una vulgar ramera. ¿Era una suerte o todo lo contrario que aquel libro del cajón de la mesita de noche de mamá me hubiera enseñado lo que había que hacer para complacer a un hombre y responderle?

Pensé que me tomaría allí, sobre la hierba y bajo las estrellas, pero él me cogió en brazos y me llevó a la casa. Subió la escalera de atrás sin hacer ruido. No hablamos, aunque seguí besándole en el cuello y en la cara. Lejos, en la habitación de detrás de la cocina, se oía la televisión de Henny que daba las noticias de última hora.

Él me tendió en la cama y me dijo con los ojos todo el amor que sentía, y yo me sumí en sus ojos y todas las cosas se me hicieron confusas al crecer mis emociones como una marea que nos arrebataba a los dos. Piel contra piel, nos estrechamos, sólo manteniéndonos juntos al principio y temblando de entusiasmo en espera de la mutua entrega. El menor contacto de sus labios o de sus manos provocaba en mí como una corriente eléctrica, hasta que al fin deseé ardientemente entregarme por entero, no con ternura, sino con la misma furia que mostraba él, en su afán de encontrar el mismo paroxismo que yo buscaba.

—¡Catherine! ¡Ven a mí, ven a mí!

¿De qué me estaba hablando? Yo estaba allí, debajo de él, haciendo lo que podía. ¿Adónde quería que fuese? Su cuerpo estaba resbaladizo y podía sentir su enorme esfuerzo de contención, mientras seguía llamándome. Después lanzó un gruñido y no resistió más.

Sentí su espasmo repetido, y terminó todo; y él se retiró. Y yo no había alcanzado ninguna cima, ni oía repique de campanas, ni me sentía estallar, como había estallado él. Todo se traslucía en su semblante, ahora relajado y tranquilo, vagamente matizado de alegría. «¡Qué fácil era para los hombres!», pensé, insatisfecha. Allí estaba yo, esperando los fuegos artificiales del Cuatro de Julio, y todo había terminado. Todo, menos sus manos soñolientas, que todavía exploraban promontorios y barrancos antes de quedarse dormido. Ahora, una de sus pesadas piernas estaba sobre las mías. Y yo contemplaba el techo, con lágrimas en los ojos. Adiós Christopher Doll, ya estás en libertad.

* * *

La luz que entraba por la ventana me despertó temprano. Paul, incorporado y apoyándose en un codo, me estaba mirando.

—Eres tan hermosa, tan joven, tan deseable. No lo lamentas, ¿verdad? Espero que no estés arrepentida de lo que has hecho. Me acerqué más a él.

—Explícame una cosa, por favor. ¿Por qué no parabas de decirme que viniese a ti?

Él estalló en carcajadas.

—Catherine, amor mío —consiguió decir al fin—. Casi me maté tratando de contenerme hasta que tú alcanzases también el clímax. Y hete ahí, con tus inocentes ojos azules, preguntándome qué quería decir. Pensaba que tus alegres compañeras de baile te lo habían explicado todo. ¡No me digas que no has leído nada de esto en algún libro!

—Bueno, encontré un libro en el cajón de la mesita de noche de mamá… Pero sólo miré las fotografías. Nunca leí el texto; Chris sí que lo leyó, pero él se introducía con más frecuencia que yo en la habitación de mi madre. Él carraspeó.

—Podría explicarte lo que quise decir, pero una demostración sería más divertida. ¿De veras no tienes la menor idea?

—Sí —dije, a la defensiva—, claro que la tengo. Se presume que debería sentirme como herida por un rayo y quedarme rígida y desmayarme, y después deshacerme en átomos que flotarían en el espacio y volverían a juntarse, produciéndome unos escalofríos que me devolverían a la realidad, poniendo estrellas de ensueño en mis ojos…, como las que había en los tuyos.

—Catherine, no hagas que te quiera demasiado.

Parecía decirlo en serio, como si pudiera dañarle si lo hacía.

—Procuraré amarte de la manera que tú quieras.

—Me afeitaré primero —dijo él, apartando la sábana y disponiéndose a levantarse. Yo le retuve.

—Me gusta el aspecto que tienes ahora, negro y amenazador.

Me sometí ansiosamente a todos los deseos de Paul. Inventamos sutiles maneras de mantener nuestras citas en secreto para Henny. El día que Henny tenía libre, yo lavaba las sábanas con las que había sustituido las sucias que tenía escondidas hasta que pudiese lavarlas. En cuanto a Carrie, igual habría podido estar en otro mundo, con lo poco observadora que era. Pero cuando Chris estaba en casa, teníamos que ser más discretos y procurábamos no mirarnos siquiera, por miedo a delatarnos.

Ahora me sentía extraña con Chris, como si le hubiese traicionado. Yo no sabía lo que duraría el hechizo entre Paul y yo. Ansiaba una pasión inmortal, un éxtasis eterno. Pero mi recelosa persona no podía imaginar que pudiese durar indefinidamente algo tan glorioso como lo que Paul y yo teníamos ahora. Él se cansaría de mí, de la niña cuyas facultades mentales no podían competir con las suyas, y volvería a sus viejas andanzas… quizá con Thelma Murkel. Tal vez Thelma Murkel había ido con él a aquel congreso médico, aunque yo era lo bastante prudente como para no preguntarle lo que hacía cuando no estaba conmigo. Quería darle todo lo que Julia le había negado, y dárselo de buen grado, sin recriminaciones cuando nos separásemos.

Pero en el momento de nuestra ardiente y mutua obsesión, me sentía desprendida, generosa, y me regocijaba en nuestro abandono carente de egoísmo, yo creo que la abuela, con todo lo que había dicho sobre el mal y el pecado, lo hacía diez veces más excitante, porque era algo tan y tan malvado.

Pero entonces me turbaba de nuevo, porque no quería que Chris pensase que era mala. ¡Y me importaba tanto lo que pensara Chris! Por favor, Dios mío, haz que Chris comprenda por qué estoy haciendo esto. Y yo amo a Paul, ¡le amo!

Después del Día de Acción de Gracias, quedábanle todavía a Chris unos días de vacaciones, y una tarde en la que estábamos sentados a la mesa, con Henny rondando por allí, Paul nos preguntó a todos qué queríamos por Navidad. Sería nuestra tercera Navidad con Paul. A finales de enero, yo me graduaría en la escuela superior. No me quedaba mucho tiempo, pues mi próximo paso, si se cumplían mis esperanzas, sería Nueva York.

Hablé, pues, y le expliqué a Paul lo que yo deseaba por Navidad. Deseaba ir a Foxworth Hall. Chris abrió mucho los ojos y Carrie se echó a llorar.

—¡No! —exclamó, con firmeza, Chris—. ¡No abriremos heridas cicatrizadas!

—¡Mis heridas no han cicatrizado! —declaré, con igual firmeza—. ¡Y no cicatrizarán hasta que se haga justicia!