LLEVÁBAMOS UN AÑO Y MEDIO con nuestro doctor, y habían sido días de entusiasmo y de desencanto. Yo era como un topo que saliese de la oscuridad y se encontrase con que los brillantes días no eran en absoluto como había presumido que serían.
Había pensado, al escapar de Foxworth Hall, siendo casi una mujer adulta, que la vida me conduciría, por un camino de rosas, a la fama, a la fortuna y a la felicidad. Tenía talento: lo veía en los ojos admirados de Madame y de Georges. Madame, sobre todo, me reñía por cada pequeño defecto de técnica o de dominio. Pero sus críticas me decían que merecía todos sus esfuerzos por convertirme, no sólo en una buena bailarina, sino en una danzarina excepcional.
Durante las vacaciones de verano, Chris consiguió un empleo de camarero en un café, desde las siete de la mañana hasta las siete de la tarde. En agosto, iría de nuevo a la Duke University, donde empezaría su segundo curso. Carrie mataba las horas columpiándose y jugando con sus juguetes de niña pequeña, aunque tenía ya diez años y hubiese debido dejar atrás la edad de las muñecas. Yo iba a la clase de ballet cinco días a la semana y, además, medio día del sábado. Cuando estaba en casa, mi hermana menor me seguía como mi sombra. Cuando no estaba, era la sombra de Henny. Necesitaba una compañera de juego de su edad, pero no podía encontrarla. Como se sentía demasiado mayor para hacer el papel de niña pequeña con Chris y conmigo, sólo podía confiarse a sus muñecos de porcelana, y, de pronto, dejó de lamentarse de su estatura. Pero sus ojos, aquellos ojos tristes y anhelantes, expresaban lo mucho que deseaba ser tan alta como las niñas que veía caminar por las calles comerciales.
La soledad de Carrie me dolía tanto que volví a pensar en mamá y a condenarla a los tormentos del infierno. Confiaba en que la colgasen de los pies sobre el fuego eterno y la pinchasen los diablos con sus lanzas.
Cada vez con más frecuencia, escribía breves notas a mi madre para atormentar su regalada vida, dondequiera que estuviese. Pero sin duda no paraba en cada sitio el tiempo suficiente para recibir mis cartas, o, si las recibía, no las contestaba. Y esperaba que llegase alguna carta devuelta, con la indicación de «se ausentó», pero no llegó ninguna.
Yo leía cuidadosamente todas las noches el periódico de Greenglenna, tratando de descubrir lo que hacía mi madre y dónde estaba. A veces, hallaba noticias.
Señora Bartholomew Winslow salió de París y viajó a Roma en avión para visitar al nuevo chic couturier de Italia. Recorté la noticia y la pegué en mi álbum. ¡Ya vería ella, cuando nos hallásemos frente a frente! Más pronto o más tarde, tendría que venir a Greenglenna, a vivir en la casa de Bart Winslow, recién restaurada, decorada y amueblada. También recorté otro artículo de actualidad y contemplé una fotografía muy poco halagadora. Esto era muy raro. De ordinario, ella sonreía ampliamente, para mostrar al mundo lo feliz y satisfecha que se sentía en la vida.
Chris marchó a la Universidad en agosto, dos semanas antes de que volviese yo a la escuela superior. A finales de enero, pasaría el examen para el título. Estaba harta de la escuela superior, y estudié furiosamente para conseguirlo.
* * *
Los días de otoño transcurrieron de prisa, en contraste con otros otoños en que el tiempo había pasado lentamente, mientras crecíamos y nos era robada nuestra juventud. El seguimiento de las actividades de mi madre me tuvo bastante ocupada; pero cuando empecé a interesarme en la historia de la familia de Bart, tuve que emplear en ello muchas más horas de mi precioso tiempo.
Pasé muchas de ellas en Greenglenna, leyendo viejos libros sobre las familias fundadoras de la ciudad. Los antepasados de Bart habían llegado aproximadamente al mismo tiempo que los míos, en el siglo XVIII, y también ellos procedían de Inglaterra y se habían establecido en Virginia, en la parte que era ahora Carolina del Norte. Al enterarme de esto, levanté la cabeza y me quedé mirando al espacio. ¿Era simple coincidencia el que sus antepasados y los míos hubiesen formado parte de aquella «Colonia Perdida»? Algunos cabezas de familia habían vuelto a Inglaterra en busca de suministros, para encontrarse, al regresar mucho más tarde, con la colonia abandonada y sin un solo superviviente que pudiese contarles el motivo. Después de la Revolución, los Winslow se habían trasladado a Carolina del Sur. ¡Qué raro! Ahora, los Foxworth estaban también en Carolina del Sur.
* * *
Cuando iba de compras y pasaba por las bulliciosas calles de Greenglenna, no había día en que no esperase ver a mi madre. Miraba fijamente a todas las rubias que veía. Entraba en las tiendas caras, buscándola con los ojos. Fachendosas dependientas me seguían sin ruido y me preguntaban en qué podían servirme. Desde luego, en nada. Yo buscaba a mi madre, y ésta no podía estar colgando de una percha. ¡Pero estaba en la ciudad! La columna de Sociedad me había dado la información. El día menos pensado, ¡la vería!
Un sábado en que brillaba el sol, dirigíame a toda prisa a hacer un recado de Madame Marisha cuando, de pronto, vi en la acera, delante de mí, un hombre y una mujer que me resultaron tan familiares que casi se me paró el corazón. ¡Eran ellos! El mero hecho de verla paseando al lado de él, tranquila y satisfecha, ¡hizo que me acometiese el pánico! Sentí que la bilis subía a mi garganta. Anduve un poco más de prisa, hasta situarme detrás de ellos. Si ella se volvía, no podría dejar de verme… ¿Y qué haría yo entonces? ¿Escupirle a la cara? Sí, me habría gustado hacerlo. También podía ponerle una zancadilla, hacerla caer y ponerla en ridículo. No habría estado mal. Pero lo único que hacía era temblar y sentir mareo, oyéndoles hablar.
La voz de ella era dulce y suave, culta y distinguida. Y me maravillaba ver lo esbelta que era aún mi madre, y la belleza de sus claros y brillantes cabellos, que flotaban en delicadas ondas detrás de su cara. Cuando volvió la cabeza para decirle algo a su acompañante, la vi de perfil. Y suspiré. ¡Dios mío! Aquella mujer, envuelta en un caro vestido de color de rosa, era mi madre. La madre hermosa a quien tanto había amado. Mi madre asesina, que todavía podía agarrar y estrujar mi corazón, porque la había amado mucho y confiado mucho en ella; y porque, en el fondo de mi ser, seguía siendo como la pequeña Carrie, que todavía quería una madre a quien amar. ¿Por qué, mamá? ¿Por qué tuviste que querer al dinero más que a tus hijos?
Ahogué un sollozo, para que ella no lo oyese. Mis emociones se desbocaron. Quería lanzarme sobre ella y acusarla delante de su marido, dejándole perplejo a él y aterrorizada a ella. También quería correr y echarle los brazos al cuello, gritar su nombre y suplicarle que volviese a quererme. Pero todas las tempestuosas emociones que sentía quedaron sumergidas en la ola de venganza y de rencor que me invadía. No la abordé porque todavía no estaba en condiciones de hacerle frente. No era rica ni famosa. No era nadie especial, mientras que ella seguía siendo una gran belleza, una de las mujeres más ricas de la zona y una de las más afortunadas.
Bastante hice con acercarme tanto, pero ella no se volvió. Mi madre no solía mirar atrás, ni contemplar a los transeúntes. Estaba acostumbrada a ser ella quien atraía todas las miradas de admiración. Como una reina entre unos lugareños, caminaba como si la calle fuese únicamente para ella y para su joven marido.
Cuando la hube contemplado bien, miré a su marido y capté su belleza varonil, semejante a la de un felino. Ya no llevaba su grueso bigote. Sus negros y ondulados cabellos aparecían peinados hacia atrás y cortados a la última moda. Me recordó un poco a Julián.
La conversación entre mi madre y su marido no era muy reveladora. Estaban discutiendo a qué restaurante irían a comer, y ella preguntó después si no creía él que en Nueva York podrían encontrar muebles mejores que los que habían visto aquella tarde.
—Me encanta el armario para libros que hemos elegido —dijo ella, con una voz que me volvió a mi infancia—. Me recuerda mucho al que compré poco antes de la muerte de Chris.
¡Oh, sí! Aquel mueble había costado dos mil quinientos dólares y había sido necesario para llenar un extremo del cuarto de estar. Después, papá había muerto en la carretera, y mamá devolvió todo lo que no había aún pagado, incluido aquel armario.
Les seguí, exponiéndome a que me viesen, si así lo quería el destino. Ellos estaban aquí, viviendo en la casa de Bart Winslow. Y mientras les seguía, rebosante de planes de venganza, despreciándola a ella y admirándole a él, reflexionaba sobre la manera en que podría causar más daño a mi madre. ¿Y qué hice? ¡Me rajé! No hice nada, ¡absolutamente nada! Furiosa conmigo misma, me dirigí a casa y me miré al espejo, odiando mi imagen, porque era reproducción de la suya. ¡Al infierno con ella! Agarré un pesado pisapapeles de encima del pequeño escritorio de estilo provincial francés que me había regalado Paul, ¡y lo arrojé contra el espejo! ¡Toma, mamá! ¡Te he roto en pedazos! Ya no estás, no estás, ¡no estás! Después me eché a llorar, y, más tarde, vino un operario y colocó otro espejo en el marco. Era una estúpida. Había gastado parte del dinero que guardaba para hacerle un espléndido regalo a Paul el día de su cuadragésimo segundo aniversario.
Pero algún día ajustaríamos cuentas, y de una manera en que yo no saldría perjudicada. Sería más que un espejo roto.
Más, mucho más.