El búho en el tejado

AHORA VOY A CONTAR un suceso de la vida de Carrie, porque ésta no es sólo mi historia, sino también la de ella y la de Chris. Cuando miro ahora hacia atrás y reflexiono sobre el rumbo que tomó la vida de Carrie, creo sinceramente que lo que le ocurrió a ésta en el colegio de Miss Emily Dean Calhoun para Señoritas Distinguidas tuvo mucho que ver en su manera de considerar el futuro.

¡Ay! Dejad que dé rienda suelta a mi llanto antes de empezar, pues la quería mucho e incluso hoy me aflige el dolor que tuvo ella que soportar.

Juntando piezas sueltas que me dieron la propia Carrie y Miss Dewhurst, así como varias condiscípulas de aquélla, reconstituí la pesadilla que tuvo que vivir Carrie y la referiré aquí con la mayor exactitud posible.

Carrie pasaba los fines de semana con nosotros, pero volvía a ser la niña silenciosa y apática que tanto había sufrido cuando murió su hermano gemelo. Todo lo referente a Carrie me preocupaba, a pesar de que, cuando la interrogaba, me decía siempre que todo iba bien y se negaba a hablar mal del colegio o de sus condiscípulos o del cuerpo docente. Dijo una cosa, sólo una cosa, para expresar sus sentimientos, y en realidad era una clave: «Me gusta la alfombra; tiene el color de la hierba». Eso fue todo. Me dejó desorientada, preocupada, tratando de adivinar lo que la afligía. Yo sabía que algo andaba mal, pero ella no quería decirme lo que era.

Cada viernes, a eso de las cuatro, Paul salía en su coche para ir a buscar a Carrie y a Chris y traerlos a casa. Hacía cuanto podía para que todos nuestros fines de semana fuesen memorables. Aunque Carrie parecía bastante feliz en nuestra compañía, reía muy raras veces. Por mucho que nos esforzásemos, lo único que podíamos sacarle era una débil sonrisa.

—¿Qué le pasa a Carrie? —murmuró Chris.

Yo sólo podía encoger los hombros. En algún trecho del camino había perdido la confianza de Carrie. Ésta fijaba en Paul sus grandes ojos azules, en muda súplica. Pero él me miraba a mí, no a Carrie.

Cuando se acercaba el momento de volver al colegio, Carrie enmudecía, y sus ojos adoptaban una expresión vacía y resignada. Nosotros la besábamos al despedirla y le decíamos que fuese buena e hiciese amistades, y que «si necesitas algo, no tienes más que llamar por teléfono».

«Sí», decía ella débilmente, bajando los ojos. Yo la abrazaba de nuevo y le decía que la quería mucho y que, si no era feliz, tenía que decírmelo. «No soy desgraciada», respondía ella, mirando tristemente a Paul.

El colegio era realmente magnífico. ¡Ojalá hubiese podido yo ir a él! Cada niña podía decorar de la manera que creyese mejor su mitad de la habitación que ocupaba con una compañera. Miss Dewhurst sólo imponía una norma. Las niñas debían portarse siempre «dignamente, como señoritas». La feminidad dulce y pasiva era muy apreciada en el Sur. Ropas finas, voces dulzainas, ojos tímidos y bajos, manos delicadas y móviles para expresar impotencia, y, sobre todo, no formular opiniones contrarias a las de los varones, y nunca mostrarle a un hombre que una tenía un cerebro que podía ser mejor que el suyo. Pensándolo bien, siento decir que, en definitiva, quizás era el colegio que me habría convenido.

La cama de Carrie era doble y estaba cubierta con una colcha de color de púrpura, violeta y verde. Junto a la cama había una mesita de noche con un vaso lleno de violetas de plástico que le había dado Paul. Éste, cuando podía, le compraba flores naturales. Pero, aunque parezca extraño, ella prefería aquel ramito de violetas a las flores naturales, que pronto se marchitaban y morían.

Como Carrie era la niña más bajita en un colegio de cien alumnas, le dieron como compañera de habitación a la niña que le seguía en orden de pequeñez. Se llamaba Sissy Towers. Sissy era pelirroja, tenía los ojos de un verde esmeralda, largos y estrechos, piel fina y blanca como el papel, y un carácter rencoroso y ruin, que nunca mostraba ante los adultos, sino que reservaba para las niñas a quienes quería intimidar. Lo peor de todo era que, a pesar de ser la niña más baja después de Carrie, ¡todavía le pasaba a ésta quince centímetros!

Carrie había celebrado su noveno cumpleaños con una fiesta, la semana antes de que empezase su ordalía. Era en mayo, y empezaba en jueves.

La jornada escolar terminaba a las tres. Las niñas tenían dos horas de recreo al aire libre antes de la cena, que era a las cinco y media. Todas las alumnas llevaban uniforme, y el color de éste venía determinado por el curso que estudiaban. Carrie estaba en el tercer curso; su uniforme era de grueso paño amarillo, con un delicado delantalito blanco de organdí. Carrie aborrecía el color amarillo. Éste representaba para ella, como para Chris y para mí, el color de todas las cosas buenas que no habíamos podido tener cuando estábamos encerrados y nos sentíamos abandonados, repudiados y faltos de amor. El amarillo era también el color del sol que nos era negado. El sol era lo que Cory había siempre ansiado ver, y ahora que todas las cosas amarillas estaban a nuestro alcance, y Cory se había ido, el amarillo nos resultaba odioso.

Sissy Towers adoraba el amarillo. Envidiaba los largos bucles dorados de Carrie y aborrecía sus propios cabellos rizosos de color de herrumbre. Quizás envidiaba también la belleza de la cara de muñeca de Carrie, y los grandes ojos azules de largas y negras y rizadas pestañas, y sus labios rojos como las fresas. ¡Oh, sí! Nuestra Carrie era una muñeca de cara exquisita y sensacionales bucles de oro; lo malo era que esta belleza se sostenía sobre un cuerpo demasiado delgado, demasiado pequeño, y sobre un cuello demasiado delicado para aguantar una cabeza más propia de una persona alta y desarrollada.

El amarillo dominaba en el lado de la habitación correspondiente a Sissy: colcha amarilla, sillas tapizadas de amarillo, muñecas rubias vestidas de amarillo, cubiertas de libros amarillas y de confección casera. Sissy llevaba incluso falda y suéter amarillos cuando se iba a casa. El hecho de que el amarillo la hiciese parecer más pálida no quebrantaba la decisión de Sissy de fastidiar a Carrie con este color, pasara lo que pasara. Y aquel día, por alguna razón baladí que nunca llegué a saber, empezó a burlarse de Carrie de una manera odiosa y ruin.

—Carrie es una enana… una enana… una enana —canturreó, y añadió—: Debería estar en un circo… en un circo… en un circo…

Después saltó sobre su pupitre y, con la voz fuerte y estridente de un pregonero anunciando un gran espectáculo raro en carnaval, empezó a gritar:

—«¡Pasen, señores, pasen! Por sólo veinticinco centavos, ¡podrán ver la hermana viviente de Pulgarcito! ¡Pasen a ver la mujer más pequeña del mundo! ¡La enana de ojos enormes, enormes como los de un búho! ¡Pasen y verán la enorme cabezota sobre el cuello más flaco del mundo! Por sólo veinticinco centavos, ¡podrán ver a nuestro pequeño monstruo desnudo!».

Docenas de niñas llenaron la habitación para contemplar a Carrie, que se había acurrucado en el suelo, en un rincón, gacha la cabeza y ocultando con sus cabellos el rostro avergonzado y aterrorizado.

Sissy abrió su pequeño bolso para recibir las piezas de veinticinco centavos que las niñas ricas dejaban caer en él de buena gana.

—Ahora, quítate la ropa, enana —ordenó Sissy—. ¡El público ha pagado y tiene derecho a verte!

Temblando y echándose a llorar, Carrie se encogió aún más, como una bola, y levantó las rodillas y pidió a Dios que se la tragase el suelo. Pero los suelos nunca se abren cuando debieran hacerlo. Siguió duro y firme debajo de ella, mientras la voz burlona de Sissy proseguía:

—Miren cómo tiembla… Miren cómo se estremece… Va a producir… ¡un terremoto!

Todas las chicas rieron, a excepción de una niña de diez años y estatura normal, que miró a Carrie con piedad y simpatía.

—Yo creo que es muy mona —dijo Lacy St. John—. Déjala en paz, Sissy. No está bien lo que estás haciendo.

—¡Claro que no está bien! —exclamó Sissy, lanzando una carcajada—. ¡Pero es muy divertido! ¡Es un ratoncito tan tímido! Nunca dice nada, ¿lo sabíais? ¡Yo creo que no sabe hablar! —Saltó del pupitre a la silla y al suelo, corrió hacia donde estaba Carrie y la tocó con la punta del pie—. ¿Tienes lengua, pequeño monstruo? Vamos, ojazos, dinos por qué eres tan rara. ¿Te comió la lengua el gato? Si tienes lengua, ¡sácala!

Carrie agachó aún más la cabeza.

—¡Mirad, no tiene lengua! —declaró Sissy, dando saltos. Después, dio media vuelta y abrió los brazos—. Ved lo que me dieron por compañera: ¡un búho sin lengua! ¿Qué puedo hacer para que hable?

Lacy se acercó a Carrie, para protegerla.

—Vamos, Sissy, ya está bien. Déjala en paz.

Sissy giró sobre sus talones y pisó con fuerza el pie de Lacy.

—¡Cállate! ¡Ésta es mi habitación! Cuando estés en mi habitación, ¡tienes que hacer lo que yo diga! Soy tan alta como tú, Lacy St. John, ¡y mi papá tiene más dinero que el tuyo!

—Creo que eres una niña mala, fea y ruin, por atormentar de esta manera a Carrie —replicó Lacy.

Sissy levantó los puños a la manera de un boxeador profesional y bailó a su alrededor, amagando golpes contra Lacy.

—¿Quieres pelea? Vamos, levanta tus puños. ¡Veremos si puedes alcanzarme antes de que te ponga morados los ojos!

Y, sin dar tiempo a Lacy de protegerse con las manos, Sissy le largó un derechazo que le dio de lleno en el ojo izquierdo. Después, un gancho de izquierda alcanzó la fina y recta nariz de Lacy. ¡Y empezó a manar la sangre!

Entonces, Carrie levantó la cabeza, vio que la única niña que se había mostrado amable con ella era terriblemente golpeada, y resolvió usar su arma más formidable: la voz. Se puso a chillar. Llenó los pulmones, echó la cabeza atrás y lanzó un alarido con todas sus fuerzas.

Abajo, en su estudio de la primera planta, Miss Emily Dean Dewhurst se levantó de un salto, derramando tinta sobre la alfombra. Corrió a dar la alarma en el vestíbulo, para que todas las maestras acudiesen a toda prisa.

Eran las ocho de la tarde. La mayoría de las profesoras se habían retirado a sus habitaciones. Envueltas en albornoces o saltos de cama, y una con un traje de noche escarlata, por lo visto dispuesta a irse de parranda, las profesoras corrieron hacia el lugar del que venía el estruendo. Irrumpieron en la habitación que Carrie compartía con Sissy y se hallaron ante una escena espantosa. Doce niñas se peleaban furiosamente, mientras otras permanecían apartadas, observándolas. Una niña gritaba como Carrie, pero las otras aullaban, daban patadas, rodaban por el suelo, se tiraban de los pelos, se mordían y arrancaban los vestidos… y sobre todo aquel tumulto, resonaba la estridente trompeta de un pequeño ser humano aterrorizado.

—¿Dónde está ese hombre… ese hombre? —gritó Miss Longhurst, que era la del vestido de noche escarlata, con los senos asomando peligrosamente en el pronunciado escote.

—¡Domínese, Miss Longhurst! —ordenó Miss Dewhurst, que había captado en seguida la situación y decidió su estrategia—. Aquí no hay ningún hombre. ¡Niñas! —gritó—. ¡O esto se acaba inmediatamente, o todas se quedarán en el colegio este fin de semana! —Después, dijo en voz baja a la sexy Longhurst—: Preséntese usted en mi despacho, cuando hayamos dominado la situación.

Todas las niñas que luchaban en la habitación, con peligro de ver arrancados sus cabellos y arañadas sus caras, callaron y se quedaron inmóviles de pronto. Miraron a su alrededor, con ojos espantados, y vieron la habitación llena de profesoras, y lo peor era que estaba también Miss Dewhurst, que no tenía fama de compasiva cuando se producía un alboroto, cosa bastante frecuente. Todas guardaron silencio. Todas, menos Carrie, que siguió chillando con los ojos cerrados y apretando sus pequeños y pálidos puños.

—¿Por qué grita esa niña? —preguntó Miss Dewhurst, mientras Miss Longhurst se alejaba disimuladamente, con aire culpable, para eliminar la prueba de que, en alguna parte, un hombre estaba oculto y esperando.

Naturalmente, fue Sissy Towers quien se recobró primero.

—Ella empezó esto, Miss Dewhurst. Toda la culpa es de Carrie. Es como una niña pequeña. Tendrá usted que darme otra habitación, pues no puedo vivir junto a un bebé.

—Repita lo que acaba de decir, Miss Towers. Dígame otra vez lo que tengo que hacer.

Sissy, intimidada, sonrió, inquieta.

—Quiero decir que me gustaría tener otra compañera de habitación; no me siento a gusto con una niña tan menuda que se sale de lo normal.

Miss Dewhurst miró fríamente a Sissy.

—Lo que no es normal es su crueldad, Miss Towers. En lo sucesivo, dormirá en la primera planta, en la habitación contigua a la mía, para que yo pueda vigilarla. —Paseó su firme mirada por la habitación—. En cuanto a las demás, notificaré a sus padres que han quedado cancelados sus permisos para el fin de semana. Ahora se presentarán una a una a Miss Littleton, para que ponga una mala nota en sus expedientes.

Las niñas gimieron un poco y salieron una a una para recibir la mala nota. Sólo entonces se acercó Miss Dewhurst a Carrie, que seguía en el suelo, lloriqueando ahora débilmente y moviendo la cabeza de un lado a otro.

—Señorita Dollanganger, ¿está ya lo bastante calmada para decirme lo que ha pasado?

Carrie no podía hablar. El terror y la vista de la sangre la había llevado de nuevo a aquella habitación cerrada, a un día en que se había visto obligada a beber sangre o morirse de hambre. Miss Dewhurst estaba conmovida y asombrada. Cuarenta años de trato con niñas le habían enseñado que éstas podían ser tan malas y crueles como los chicos.

—Señorita Dollanganger, si no me contesta, no podrá visitar a su familia este fin de semana. Sé que ha pasado un rato muy malo y quisiera mostrarme amable con usted. Por favor, ¿quiere explicarme lo que ha pasado?

Caída ahora de bruces en el suelo, Carrie levantó la cabeza. Vio aquella mujer mayor, dominándola con su estatura, y que llevaba una falda azul que era casi gris. Su abuela vestía siempre de gris. Y su abuela hacía cosas terribles. Ella había sido la causante de la muerte de Cory… ¡y ahora venía a llevarse también a Carrie!

—¡La odio, la odio! —gritó Carrie, una y otra vez, hasta que Miss Dewhurst salió de la habitación y envió a la enfermera del colegio para que administrase un sedante a Carrie.

Aquel viernes me puse al teléfono cuando llamó Miss Dewhurst para decir que doce alumnas habían quebrantado las normas y desobedecido sus órdenes, y que Carrie era una de ellas.

—Lo siento, lo siento de veras. Pero no puedo castigar a las otras y perdonar a su hermana. Estaba en la habitación y no quiso callar cuando se lo ordené.

Esperé hasta que nos sentamos a la mesa, para discutir el asunto con Paul.

—Es un grave error que retengan a Carrie durante el fin de semana, Paul. Nosotros le prometimos que vendría a casa todos los fines de semana. Es demasiado menuda para haber provocado el jaleo; por consiguiente, ¡no es justo que la castiguen igual que a las otras!

—Lo cierto es, Cathy —dijo él, dejando el tenedor sobre la mesa—, que Miss Dewhurst me llamó inmediatamente después de haber hablado contigo. Existen unas reglas y, si Carrie se ha portado mal, tiene que ser castigada como las demás. Miss Dewhurst merece mi absoluta confianza.

Chris, que había venido para el fin de semana, estuvo de acuerdo con Paul.

—Tú sabes igual que yo, Cathy, que Carrie también sabe armar jaleo cuando quiere. Aunque no haga más que chillar, puede dejarte sordo con sus gritos.

Aquel fin de semana fue muy triste sin Carrie. No podía quitármela de la cabeza. Me tenía inquieta, preocupada. Me parecía oír que me llamaba. Si cerraba los ojos, veía su carita pálida y sus grandes ojos desorbitados por el miedo. Pero ella estaba bien. Tenía que estarlo, ¿no? ¿Qué podía ocurrirle a una niñita en un colegio tan caro, regido por una mujer tan responsable y respetable como Miss Emily Dean Dewhurst?

* * *

Cuando Carrie estaba afligida y a la greña consigo misma y con todo el mundo, y no tenía cerca de ella a alguien que la amase, se recluía en el pasado y en la tranquilizadora compañía de las figuritas de porcelana que había escondido cuidadosamente debajo de toda su ropa. Ahora era la única niña del colegio que tenía una habitación para ella sola. Nunca había estado sola antes de ahora. En sus nueve años de existencia, ni una sola vez había pasado Carrie una noche a solas en su habitación. Y ahora estaba sola, y lo sabía. Todas las niñas del colegio se habían vuelto contra ella, incluso la linda Lacy St. John.

Carrie sacaba sus muñecos de su escondite secreto: Señor y Señora Parkins, y la pequeñita Clara, y les hablaba, como solía hacer cuando estaba encerrada en el ático.

—Cathy —me dijo más tarde—, yo pensaba que mamá estaba quizás en el cielo, en el paraíso, con Cory y papá, y me sentía enojada contigo y con Chris, porque habíais dejado que el doctor Paul me metiese en aquel lugar, cuando sabíais lo mucho que me gustaba estar con todos vosotros. ¡Te odiaba, Cathy! ¡Odiaba a todo el mundo! ¡Y odiaba a Dios, porque me había hecho tan pequeña que todos se burlaban de mi cuerpo menudo y de mi cabeza grande!

Carrie oía que las chicas murmuraban en los pasillos alfombrados de verde, y advertía que miraban furtivamente de reojo cuando ella miraba en su dirección.

—Yo me decía que no me importaba —me confió Carrie, con voz ronca—, pero sí que me importaba. Me decía que podía ser valiente, como queríais tú, Chris y el doctor Paul. Me esforzaba en serlo, pero sabía que no lo era. Me asusta la oscuridad. Y me decía que Dios escucharía mis oraciones y haría que creciese, porque todo el mundo crece cuando se hace mayor, y yo no había de ser menos.

»—¡Aquello era tan oscuro, Cathy! ¡Y la habitación era tan grande y desolada! Ya sabes que no me gustan la noche y la oscuridad, con las luces apagadas y nadie cerca de mí. Incluso llegué a desear que volviese Sissy; la soledad me parecía aún peor que ella. Algo se movió en las sombras y me espanté, y, aunque estaba prohibido, encendí la luz. Quería llevar todos mis muñequitos a mi cama, para que me hiciesen compañía. Tendría cuidado de no volverme ni moverme demasiado, para no romperles la cabeza.

»Siempre guardaba mis muñecos en el último cajón de mi tocador, con Señor y Señora Parkins a la izquierda y a la derecha, y la pequeña Clara entre los dos. Cogí primero el envoltorio de algodón de en medio y noté algo duro. Pero cuando miré, Cathy, no estaba allí la muñequita, ¡sino un pequeño trozo de madera! Desenvolví a Señor y a Señora Parkins, y también eran trozos de madera…, ¡aunque mayores! Aquello me dolió tanto, que me eché a llorar. Todas mis figuritas habían desaparecido, se habían convertido en trozos de madera, y entonces supe que Dios no me dejaría crecer, ya que había convertido en palos a mis lindos muñecos.

»Entonces sentí algo raro, como si yo también me hubiese vuelto de madera. Estaba rígida y no veía bien. Me acurruqué en un rincón y esperé a que ocurriese alguna desgracia. La abuela decía que me ocurriría algo terrible si rompía una muñeca, ¿no?

No quiso añadir más, pero yo supe por otros lo que había sucedido después. En la oscuridad, mucho después de medianoche, las doce niñas castigadas por Miss Dewhurst aquel fin de semana entraron furtivamente en la habitación de Carrie. Fue Lucy St. John quien tuvo la entereza de contármelo, pero sólo cuando no pudo oírla Miss Dewhurst.

Doce niñas, envueltas todas ellas en los largos camisones blancos reglamentarios del colegio, entraron en la habitación de Carrie, sosteniendo cada una de ellas una vela encendida y colocada de manera que iluminase la cara desde abajo. Esto hacía que sus ojos pareciesen cuencas negras y vacías, y daba a los jóvenes rostros un aspecto irreal y fantástico…, lo suficiente para aterrorizar a la niña que seguía acurrucada en el rincón, presa ya de un miedo intenso.

Formaron semicírculo alrededor de Carrie y la miraron desde arriba, mientras cada una se ponía en la cabeza una funda de almohada con agujeros por ojos. Después dieron comienzo al ritual de agitar las velas, trazando dibujos complicados, mientras canturreaban a la manera de las brujas. Querían curar a Carrie de su pequeñez. Querían «liberarla» y «librarse» ellas mismas de todo mal que se viesen impulsadas a hacer para protegerse de un ser tan «antinatural, menudo y extraño».

Una voz chillona dominaba todas las demás, y Carrie supo que era la de Sissy Towers. Para Carrie, todas aquellas niñas ensabanadas en largos camisones, con sus capuchas blancas y negros agujeros por ojos, ¡eran diablos salidos del infierno! Empezó a temblar y a estremecerse, tan espantada como si la abuela hubiese vuelto a su habitación…, ¡sólo que ahora se había multiplicado por doce!

—No llores, no tengas miedo —dijo una voz de pesadilla debajo de una capucha sin boca—. Si sobrevives a esta noche, a esta iniciación, tú, Carrie Dollanganger, te convertirás en miembro de nuestra exclusiva y secreta sociedad. Si triunfas esta noche compartirás en adelante nuestros ritos secretos, nuestras reuniones secretas, nuestros tesoros secretos.

—¡Ohhh! —gimió Carrie—. Marchaos, dejadme en paz; marchaos, dejadme en paz.

—¡Silencio! —ordenó la voz estridente de la oradora encapuchada—. Para ser una de las nuestras, tendrás que sacrificar tus bienes más preciados. O esto, o sufrir nuestra ordalía. Acurrucada en el rincón, Carrie miraba las sombras móviles proyectadas por las brujas blancas que la amenazaban. El resplandor de las velas fue creciendo, creciendo, convirtiendo su mundo en una hoguera escarlata y amarilla.

—Danos lo que más aprecias, o tendrás que sufrir, sufrir, sufrir…

—No tengo nada —murmuró sinceramente Carrie.

—Danos los muñecos, las lindas figuritas de porcelana —canturreó la austera voz de la oradora—. Tus vestidos no nos sirven; no cabríamos en ellos. Danos tus muñecos: el lindo caballero, la mujer y la niña.

—Se han ido —gimió Carrie, temerosa de que le prendiesen fuego—. Se han convertido en trozos de madera.

—¡Ja, ja! ¡Vaya una historia! ¡Mientes! Por consiguiente, tendrás que sufrir, pequeño búho, para ser una de las nuestras. Sufrir, o morir. Elige. La elección era fácil.

Carrie asintió con la cabeza, tratando de no sorberse los mocos.

—Muy bien. A partir de esta noche, Carrie Dollanganger, la del extraño nombre, la del extraño rostro, serás como nosotras.

Me aflige tener que describir cómo cogieron a Carrie, le vendaron los ojos, la ataron las manitas a la espalda, la empujaron por el pasillo y la obligaron a subir un empinado tramo de escalones. De pronto se hallaron a cielo descubierto. Carrie sintió el fresco aire nocturno, percibió el suelo inclinado bajo sus pies y presumió, acertadamente, ¡que las niñas la habían llevado al tejado! Sólo una cosa le daba más miedo que su abuela, y era el tejado…, cualquier tejado. Previendo sus desaforados gritos, las chicas la habían amordazado.

—Ahora, tiéndete en el suelo, o, en otro caso, estate sentada y quieta como un búho —dijo aquella voz dura—. Permanece posada en el tejado, junto a la chimenea y bajo la luz de la luna, y, por la mañana, serás como nosotras.

Agitándose ahora frenéticamente, Carrie trató de resistir la fuerza de muchas manos que la obligaban a sentarse. Después, para empeorar la cosa, retiraron de pronto las manos y la dejaron sola, en la oscuridad del tejado. Carrie oyó, a lo lejos, el sonido decreciente de sus pisadas y el ligero chasquido de un escotillón al cerrarse.

Cathy, Cathy —gritó para sus adentros—, Chris, ¡venid a salvarme! ¿Por qué me trajo aquí, doctor Paul? ¿Es que nadie me quiere? Sollozando, emitiendo pequeños sonidos como maullidos ahogados, con los ojos vendados, atada y amordazada, Carrie desafió la pronunciada pendiente del vasto y desconocido tejado, y empezó a moverse en dirección al lugar donde había sonado el escotillón al cerrarse. Pulgada a pulgada, incorporándose y deslizándose sobre el culito… siguió avanzando, mientras rezaba por no caerse. A juzgar por el entrecortado relato que me hizo mucho, mucho tiempo después, no la había guiado solamente su instinto, sino que había oído, entre los truenos de la tormenta de primavera que se acercaba, la dulce y lejana voz de Cory, cantando aquella melancólica canción sobre volver al hogar y ver de nuevo el sol.

—¡Oh, Cathy! ¡Era tan extraño estar allá arriba! Y el viento empezó a soplar, la lluvia empezó a caer, y retumbaban los truenos, y los relámpagos eran tan fuertes, que podía ver su resplandor a través de la venda que cubría mis ojos… Y, durante todo el tiempo, Cory estuvo cantando y guiándome hacia la puerta del suelo, que pude levantar con los pies y pasar por la abertura, no sé cómo. ¡Entonces caí por la escalera! Oí que se me rompía un hueso. Y el dolor fue tan fuerte, que ya no vi ni sentí nada, ni oí siquiera la lluvia. Y Cory se marchó.

* * *

El domingo por la mañana, Paul, Chris y yo nos sentamos a desayunar bastante tarde. Chris tenía en la mano un panecillo caliente, cocido en casa con abundante mantequilla, y había abierto los labios para darle un gran bocado, cuando sonó el teléfono en el vestíbulo. Paul gruñó y dejó el tenedor sobre la mesa. Yo gruñí también, porque había hecho mi primer soufflé de queso y había que comerlo en seguida.

—¿Quieres contestar tú, Cathy? —pidió Paul—. Estoy realmente ansioso de probar tu soufflé. Tiene un aspecto delicioso y huele a gloria.

—Siga sentado y coma —dije, poniéndome en pie de un salto—. Procuraré librarle de la cargante Señora Williamson…

Él rió por lo bajo y me dirigió una mirada divertida, mientras cogía de nuevo el tenedor.

—Puede que no sea mi viuda solitaria, con otra de sus leves indisposiciones.

Chris siguió comiendo. Descolgué el teléfono y dije, en mi tono más amable de persona mayor.

—Aquí, la residencia del doctor Paul Sheffield.

—Soy Emily Dean Dewhurst —dijo una voz muy grave—. Haga el favor de decirle al doctor Sheffield que se ponga inmediatamente al aparato.

—¡Miss Dewhurst! —exclamé alarmada—. Soy Cathy, la hermana de Carrie. ¿Está Carrie bien?

—Usted y el doctor Sheffield tienen que venir en seguida.

—Miss Dewhurst…

Pero no me dejó seguir.

—Parece que su hermana pequeña ha desaparecido de un modo bastante misterioso. Los domingos, las niñas que han sido castigadas a quedarse aquí el fin de semana tienen que asistir al oficio religioso. Yo misma pasé lista, y Carrie no respondió al ser llamada.

Mi corazón empezó a latir más de prisa, pues temía lo que vendría después, pero apreté un botón que conectaba con un micrófono suplementario y a través del cual podrían oír Chris y Paul el mensaje de Miss Dewhurst, sin necesidad de levantarse.

—¿Dónde estaba? —pregunté, con voz débil, pues ahora estaba realmente asustada. Ella respondió con calma:

—Esta mañana, cuando pronuncié el nombre de su hermana y pregunté dónde estaba, se hizo un extraño silencio. Envié una profesora a la habitación de Carrie, y ésta no estaba allí. Entonces ordené un registro de todo el colegio, desde los sótanos hasta el desván, y su hermana siguió sin aparecer. Si tuviese otro carácter, presumiría que se ha escapado y está en camino de su casa. Pero algo que flota en el ambiente me dice que al menos doce niñas saben lo que le ha ocurrido a Carrie y se niegan a hablar para no comprometerse.

Abrí mucho los ojos.

—¿Quiere usted decir que aún no sabe dónde está Carrie?

Paul y Chris habían dejado de comer. Ambos me miraban ahora con creciente inquietud.

—Lamento decirle que no lo sé. Carrie no ha sido vista desde las nueve de la noche. Si se hubiese dirigido a pie a su casa, tendría que estar ahora ahí. Es casi mediodía. Si no está aquí ni ahí, tiene que haberse perdido o sufrido un accidente…

Estuve a punto de gritar. ¿Cómo podía hablar tan desapasionadamente? ¿Por qué, cuando ocurría algo terrible en nuestras vidas, tenía que darnos la noticia una voz tranquila e indiferente?

El automóvil blanco de Paul corrió a toda velocidad por la carretera de Overland en dirección al colegio de Carrie. Yo iba embutida en el asiento delantero, entre Paul y Chris. Mi hermano llevaba su saquito de mano, para poder tomar el autobús y dirigirse a la Universidad en cuanto supiésemos lo que había sido de Carrie. Me estrechaba la mano, como para asegurarme que nada malo le había ocurrido a nuestra pequeña.

—No pongas esa cara, Cathy —me dijo, pasando un brazo sobre mis hombros y reclinando mi cabeza sobre el suyo—. Ya sabes cómo es Carrie. Probablemente se ha escondido y no quiere responder. ¿Recuerdas cuando estaba en el ático? No quería estarse quieta, ni siquiera cuando se lo pedía Cory. Ella iba a lo suyo. No puede haberse escapado. La habría espantado la oscuridad. Estará oculta en alguna parte. Alguien debió de herir sus sentimientos y quiere hacérselo pagar dándole motivos de preocupación. No se habría atrevido a andar por el mundo en plena noche.

¡En plena noche! ¡Oh, Dios mío! ¿Por qué había mencionado Chris el ático, donde Cory había estado a punto de morir en un baúl antes de ir a reunirse con papá en el cielo? Chris me besó en la mejilla y enjugó mis lágrimas.

—Vamos, no llores. No debí decir esto. Ella está bien, ya lo verás.

* * *

—¿Cómo puede usted decir que no sabe dónde está mi pupila? —inquirió Paul, con voz dura y mirando fríamente a Miss Dewhurst—. Tenía entendido que las niñas de este colegio eran debidamente vigiladas durante todo el día.

Estábamos en el elegante despacho de Miss Emily Dean Dewhurst. Ésta no se había sentado detrás de su imponente mesa, sino que paseaba nerviosamente arriba y abajo.

—Créame, doctor Sheffield, si le digo que nunca nos había ocurrido una cosa semejante. Jamás perdimos una alumna. Todas las noches revisamos las habitaciones para asegurarnos de que las niñas están en la cama y han apagado las luces, y, ayer, Carrie estaba en su habitación. Yo personalmente fui a verla, porque quería consolarla, pero ella no quiso mirarme ni hablarme. Desde luego, todo empezó con aquella pelea en el cuarto de su pupila y con las malas notas que dieron lugar a que varias niñas fuesen castigadas a no salir este fin de semana. Todas las profesoras me han ayudado a buscarla, y hemos interrogado a las alumnas, que dicen no saber nada. Yo creo que saben algo, pero si se niegan a hablar, confieso que no sé qué hacer.

—¿Por qué no avisó inmediatamente después de echarla en falta? —preguntó Paul.

Entonces hablé yo y pedí que me llevasen a la habitación de Carrie. Miss Dewhurst aprovechó en seguida la ocasión, deseosa de escapar a la ira del doctor. Mientras la seguíamos escaleras arriba, no paró de excusarse y de decir que debíamos comprender lo difícil que era manejar a tantas niñas traviesas. Cuando entramos al fin en la habitación de Carrie, varias alumnas nos siguieron, comentando en voz baja lo mucho que Chris y yo nos parecíamos a Carrie, aunque no éramos «tan bajitos como ella».

Chris se volvió para reñirlas.

—¡No es extraño que ella odie este lugar, donde pueden decirse estas cosas! Pero la encontraremos —afirmó—. Aunque tengamos que quedarnos aquí toda la semana y apretarles los tornillos a todas esas pequeñas brujas para que nos digan dónde está.

—¡Joven! —gritó Miss Dewhurst—, ¡sólo yo puedo apretarles los tornillos a mis alumnas!

Yo conocía mejor que nadie a Carrie y traté de ponerme en su lugar. Si hubiese tenido la edad de Carrie, ¿habría tratado de huir de un colegio donde me privaban injustamente de ir a casa? ¡Sí! Habría hecho exactamente esto. Pero yo no era Carrie; yo no me habría escapado en camisa de dormir. Todos sus pequeños uniformes, confeccionados por Henny, estaban allí, y también sus suéteres, faldas y blusas, y sus lindos vestidos; todo en absoluto. Todo lo que había traído al colegio estaba en su sitio. Sólo faltaban las figuritas de porcelana. Todavía arrodillada ante el tocador de Carrie, me senté sobre los talones, miré a Paul y le mostré la caja que sólo contenía unos palitos y unos envoltorios de algodón.

—Sus muñequitos no están aquí —dije tristemente, sin comprender lo que significaban los trozos de madera— y, que yo sepa, la única prenda que falta es una camisa de dormir. Carrie no habría salido a la calle en camisón. Tiene que estar aquí…, en algún lugar que no ha sido registrado.

—¡Hemos mirado en todas partes!

Miss Dewhurst dijo esto con impaciencia, como si yo no tuviese voz en el asunto y éste fuese de la única incumbencia del doctor, del tutor, con el que trataba de congraciarse, aunque Paul seguía mirándola fría y severamente.

Por alguna razón que no podía explicar, volví la cabeza y sorprendí una mirada culpable en la cara pálida y enfermiza de una niña flacucha y pelirroja, a la que detestaba desde que Carrie me había hablado de su compañera de habitación. Quizá fueron sus ojos, o su manera de hurgar en el grande y cuadrado bolsillo de su delantal de organdí; pero lo cierto es que fijé mi mirada en la de ella, tratando de escudriñar en lo más hondo de sus ojos. Ella palideció aún más y desvió la mirada hacia la ventana, balanceándose, inquieta, sobre los pies y sacando rápidamente la mano del bolsillo, en el cual vi un abultamiento sospechoso.

—Tú —señalé—. Tú eres la compañera de habitación de Carrie, ¿no es cierto?

—Lo era —murmuró ella.

—¿Qué llevas en el bolsillo?

Volvió bruscamente la cabeza en mi dirección. Sus ojos echaron chispas verdes, mientras se contraían los músculos próximos a sus labios.

—¡Eso no le importa!

—¡Miss Towers! —gritó Miss Dewhurst—. ¡Conteste la pregunta de Señorita Dollanganger!

—¡Es mi bolsillo! —replicó Sissy Towers, mirándome desafiadoramente.

—Un bolsillo muy abultado —dije.

Avancé súbitamente y sujeté a Sissy Towers por las rodillas. Con mi mano libre, mientras ella aullaba y se agitaba, saqué un pañuelo azul de su bolsillo. Y Señor y Señora Parkins, y la pequeña Clara, salieron del pañuelo. Sostuve las tres figuritas de porcelana en la mano y pregunté:

—¿Por qué tienes los muñequitos de mi hermana?

—¡Son míos! —exclamó la niña, con sus malévolos ojos fruncidos en dos rendijas.

Las otras niñas que estaban allí empezaron a reír y a hacer comentarios en voz baja.

—¿Tuyos? Pertenecen a mi hermana.

—¡Mientes! —saltó ella—. Esto es un robo, ¡y mi padre te meterá en la cárcel! —Después, aquel pequeño demonio alargó la mano hacia las figuritas y ordenó—: Miss Dewhurst, ¡diga a esa persona que me deje en paz! ¡Es tan desagradable como la enana de su hermana! Yo me incorporé y me erguí sobre ella con aire amenazador. Por si acaso, oculté las figuritas detrás de mi espalda. Si quería cogerlas, ¡tendría que matarme!

—¡Miss Dewhurst! —gritó la pequeña arpía, atacándome a su vez—. ¡Mamá y papá me regalaron estos muñecos por Navidad!

—¡Mientes, diablejo! —exclamé haciendo un gran esfuerzo para no abofetear su desafiante rostro—. Robaste estos muñecos a mi hermana. Y, por culpa de lo que hiciste, ¡Carrie está en gran peligro en este momento! —Lo sabía. Lo sentía. Carrie necesitaba ayuda, y de prisa—. ¿Dónde está mi hermana? —grité, furiosa.

Miré duramente a la pelirroja Sissy, convencida de que ella sabía dónde estaba Carrie, pero no me lo diría nunca. Lo leía en sus ojos, en sus ojos rencorosos y ruines. Entonces, Lacy St. John se decidió a hablar y nos dijo lo que le habían hecho a Carrie la noche anterior.

¡Oh, Dios mío! No había en el mundo un lugar más terrible para Carrie que un tejado…, ¡cualquier tejado! Recordé un tiempo pasado, cuando Chris y yo habíamos tratado de sacar a los mellizos al tejado de Foxworth Hall, para que pudiesen tomar el sol y respirar aire fresco, y creciesen como era debido. Pero ellos habían chillado y pataleado, como enloquecidos por el miedo.

Apreté los párpados, concentrando mi pensamiento en Carrie. ¿Dónde, dónde, dónde? Y, en el fondo de mis ojos, la vi acurrucada en un rincón oscuro, en lo que parecía el fondo de una garganta de altas paredes a ambos lados.

—Quisiera registrar yo misma el desván —dije a Miss Dewhurst.

Ésta respondió rápidamente que habían registrado todos sus rincones, llamando a Carrie repetidas veces. Pero ellas no conocían a Carrie como yo. Ellas no sabían que mi hermanita era capaz de irse a una tierra ignota donde no existía el lenguaje, al menos cuando estaba bajo una fuerte impresión.

Todas las profesoras, Chris, Paul y yo, subimos la escalera del desván. Éste era como cabía esperar: un lugar vasto, oscuro y polvoriento. Pero no lleno de viejos muebles cubiertos de paños grises u otros restos del pasado. Sólo había montones y montones de pesadas cajas de madera.

Pero Carrie estaba aquí. Yo lo sabía. Sentía su presencia, como si ella alargase la mano para tocarme, aunque, al mirar a mi alrededor, sólo veía aquellas cajas.

—¡Carrie! —grité, lo más fuerte que pude—. Soy Cathy. No te escondas y estés callada porque tienes miedo. Tengo tus muñecos, y el doctor Paul y Chris están conmigo. Venimos a buscarte para llevarte a casa. ¡No volveremos a enviarte al colegio! —Le di un codazo a Paul—. Dígaselo usted también.

—¡Carrie! —gritó él, desdeñando el acostumbrado tono suave de su voz—. Si puedes oírme, debes saber que tu hermana ha dicho la verdad. Queremos que vengas a casa con nosotros y te quedes en ella. Lo siento, Carrie. Yo me imaginaba que esto te gustaría. Ahora sé que no podrás ser feliz aquí. Sal, Carrie, por favor. Te necesitamos.

Entonces me pareció oír un ligero gemido. Corrí en aquella dirección, con Chris pisándome los talones. Yo sabía mucho de desvanes, de sus escondrijos y de los sitios donde había que buscar.

Me detuve con tanta brusquedad, que Chris chocó conmigo. Delante de mí, en la sombra proyectada por las torres de pesadas cajas de madera, descubrí a Carrie, todavía en su camisa de noche desgarrada, sucia y ensangrentada, con una mordaza y con los ojos vendados. Su mata de cabellos rubios resplandecían bajo la débil luz. Y, debajo de su cuerpo, una de sus piernas estaba torcida de un modo grotesco.

—¡Dios mío! —murmuraron Chris y Paul al mismo tiempo—. Parece que tiene una pierna rota.

Y, cuando yo iba a correr para rescatar a Carrie, Paul me sujetó de los hombros y me advirtió en voz baja:

Espera un momento. Mira esas cajas, Cathy. Un movimiento descuidado por tu parte, y podrían derrumbarse encima de Carrie y de ti.

Detrás de mí, una de las profesoras gimió y empezó a rezar. Parecía increíble que Carrie hubiese podido arrastrarse por el angosto pasadizo, con las manos atadas y los ojos vendados. Una persona adulta no habría podido hacerlo; pero yo sí que podría… Todavía era bastante menuda.

Empecé a hablar mientras trazaba mi plan.

—Carrie, vas a hacer exactamente lo que yo te diga. No te inclines a la derecha ni a la izquierda. Tiéndete boca abajo en la dirección de mi voz. Me arrastraré hasta ti y te asiré por debajo de los brazos. Levanta la cabeza, para no rozar con ella el suelo. El doctor Paul me agarrará de los tobillos y tirará de las dos.

—Dile que le dolerá la pierna.

—¿Has oído lo que ha dicho el doctor Paul, Carrie? La pierna te va a doler, pero no te agites si sientes dolor. Será cuestión de unos segundos, y después, el doctor Paul te curará la pierna.

Me pareció que tardaba horas en deslizarme por aquel túnel, mientras las cajas oscilaban amenazadoras, y, cuando agarré a Carrie por las axilas, oí gritar a Paul:

—¡Aguanta, Cathy!

Tiró de mí, con fuerza y de prisa. ¡Y las cajas de madera se derrumbaron, levantando nubes de polvo! En medio de aquella confusión, me hallé al lado de Carrie y le quité la venda y la mordaza, mientras el doctor le desataba las manos.

Entonces Carrie se agarró a mí, pestañeando a causa de la luz, llorando de dolor, aterrorizada al ver a las profesoras y contemplar su pierna tan torcida. Chris y yo viajamos en la ambulancia que vino a buscar a Carrie para llevarla al hospital. Ocupábamos los dos la misma banqueta, asiendo cada uno una mano de Carrie. Paul nos seguía en su automóvil blanco, porque quería estar presente cuando el traumatólogo compusiera la pierna rota de mi hermanita. Yaciendo boca arriba sobre la almohada de Carrie, junto a su cabeza, estaban los tres muñecos, con sus finas sonrisas y sus rígidos cuerpos. Entonces recordé una cosa. Ahora faltaba la camita, como había desaparecido la cuna, años atrás.

* * *

La fractura de la pierna de Carrie dio al traste con las largas vacaciones de verano que nuestro doctor había proyectado para todos nosotros. Una vez más, maldije interiormente a mamá. Ella tenía la culpa. Y siempre teníamos que pagar nosotros lo que ella causaba. No era justo que Carrie tuviese que yacer en la cama y que no pudiésemos viajar al Norte, mientras nuestra madre pindongueaba de un lado para otro, asistía a fiestas y alternaba con la alta sociedad y las estrellas del cine, ¡como si nosotros no existiésemos! Ahora estaba en la Costa Azul. Recordé la noticia de la columna de sociedad del periódico de Greenglenna y la pegué en mi álbum de venganza. Este recorte lo mostré a Chris antes de pegarlo. Porque no se los mostraba todos. No quería que supiese que me había suscrito al diario de Virginia, que explicaba todo lo que hacían los Foxworth.

—¿De dónde has sacado esto? —me preguntó, al devolverme el recorte.

—Del diario de Greenglenna. Habla de la alta sociedad mucho más que el Daily News de Clairmont. Nuestra madre es muy popular, ¿no lo sabías?

—A diferencia de ti, ¡procuro olvidarme de ella! —exclamó vivamente—. No lo pasamos tan mal, ¿verdad? Tenemos la suerte de estar con Paul, y la pierna de Carrie sanará y quedará como era antes. Ya llegará otro verano en que podamos ir a Nueva Inglaterra…

¿Cómo lo sabía? Las oportunidades no se repetían nunca. Quizás, otros veranos, estaríamos demasiado ocupados, o lo estaría Paul.

—¿No crees, ya que «casi» eres médico, que su pierna puede no crecer mientras esté escayolada?

Él pareció extrañamente inquieto.

—Si Carrie se desarrollase como es normal, pienso que existiría este riesgo. Pero ella crece poco, Cathy, y por eso no es probable que le quede una pierna más corta que la otra.

—¡Oh! ¡Empápate bien la Anatomía de Gray! —le dije, furiosa, porque siempre tomaba a la ligera lo que le decía para echarle a mamá la culpa de algo.

Él sabía tan bien como yo por qué Carrie no había crecido. Privada de amor, de sol y de libertad, ¡era una maravilla que hubiese sobrevivido! ¡Y además, con el arsénico! ¡Mamá se merecía el infierno!

Día tras día, con el mayor empeño, añadí, a mi colección de noticias, recortes y fotografías borrosas arrancados de muchos periódicos. Gastaba en ello la mayor parte de mi «dinero de bolsillo». Pero si contemplaba las fotos de mamá con odio y desprecio, miraba a su marido con admiración. Éste era joven, apuesto, robusto, alto, esbelto y de piel bronceada. Observé una fotografía en la que aparecía levantando una copa de champaña al brindar por su esposa en el segundo aniversario de su boda. Aquella noche resolví enviar una breve nota a mamá. Certificada, para estar segura de que la recibiría.

«Querida Señora Winslow:

»¡Qué bien recuerdo el verano de su luna de miel! Fue un verano maravilloso, agradable y refrescante en la montaña, en una habitación cerrada y con ventanas que no se abrían nunca.

»Reciba mi felicitación y mis mejores deseos, Señora Winslow; confío en que sus futuros veranos, inviernos, primaveras y otoños se vean colmados por el recuerdo de los veranos, inviernos, primaveras y otoños que pasaron sus muñequitos de Dresde.

»Sin el menor afecto:

»EL MUÑECO MÉDICO,

»LA MUÑECA BAILARINA,

»LA MUÑEQUITA QUE NO CRECIÓ,

»Y EL MUÑEQUITO MUERTO[1]».

Corrí a echar la carta al correo y, en cuanto la hube depositado en el buzón, lamenté no poder recuperarla. Chris me odiaría por esto. Aquella noche llovió y yo me levanté para ver la tormenta. Las lágrimas surcaban mis mejillas, lo mismo que la lluvia surcaba los cristales. Como era sábado, Chris estaba en casa. Había salido a la galería, dejando que la lluvia impulsada por el viento mojase su pijama y lo pegase a su piel. Me vio en el mismo instante en que yo le vi, y, sin decir palabra, entró en mi habitación. Nos abrazamos; yo llorando, y él, esforzándose por no hacerlo. Quería que se marchase, pero seguía abrazada a él y llorando sobre su hombro.

—Bueno, Cathy, ¿a qué vienen esas lágrimas? —me preguntó, mientras yo seguía sollozando.

—Chris —le pregunté, cuando pude—, tú sigues queriéndola, ¿verdad? Él vaciló. Y esto hizo que mi sangre ardiese de ira.

—¡La quieres! —grité—. ¿Cómo puedes quererla, después de lo que les hizo a Cory y a Carrie? ¿Qué te pasa, Chris, que sigues amando cuando deberías odiar como yo?

Tampoco me respondió esta vez. Y su silencio me dio la respuesta. Tenía que amarla, para seguir amándome. Cada vez que miraba mi cara, la veía a ella tal como había sido en su primera juventud. Chris era como papá, tan vulnerable como él a esta clase de belleza. Pero nuestro parecido era sólo superficial. ¡Yo no era débil! ¡Yo no era una inútil! Habría podido encontrar mil maneras de ganarme la vida, antes que encerrar a mis cuatro hijos en una mísera habitación y dejarlos al cuidado de una vieja malvada que quería verles sufrir por unos pecados que no habían cometido.

Mientras pensaba en la venganza y hacía planes para arruinar su vida cuando se me presentase la ocasión, Chris me besaba tiernamente. Yo no me había dado siquiera cuenta de ello.

—¡Basta! —grité, al sentir sus labios sobre los míos—. ¡Déjame en paz! Tú no me quieres por lo que soy. ¡Me quieres porque mi cara se parece a la suya! A veces, ¡odio mi cara!

Él pareció terriblemente afligido y retrocedió hacia la puerta.

—Sólo pretendía consolarte —dijo, con voz entrecortada—. No veas en esto nada malo.

* * *

Mis temores de que la pierna de Carrie saliese de la escayola más corta que la otra resultaron infundados. Muy poco después de que le quitasen el yeso, Carrie andaba tan campante como antes.

Al acercarse el otoño, Chris, Paul y yo discutimos el asunto y resolvimos que lo mejor para Carrie sería un colegio público que le permitiese volver a casa todas las tardes. Lo único que tenía que hacer era tomar un autobús a tres manzanas de nuestra casa; el mismo autobús la traería de regreso a las tres de la tarde. Después, estaría con Henny en la grande y acogedora cocina de Paul, mientras yo daba mi clase de ballet.

Pronto estuvimos en setiembre, y pasó noviembre sin que Carrie hubiese hecho una sola amistad. Ella quería desesperadamente integrarse en algún sitio, pero siempre se sentía extraña adonde quiera que estuviese. Necesitaba tener a alguien que fuese para ella como una hermana, pero sólo encontraba recelo, hostilidad y burla. Cabía presumir que Carrie pasaría por toda la escuela elemental sin encontrar una sola amiga.

—Cathy —me decía—, nadie me quiere.

—Ya te querrán. Más pronto o más tarde, descubrirán lo buena y maravillosa que eres. Y todos nosotros te queremos y te admiramos; por consiguiente, no deben preocuparte los demás. ¡No te importe lo que digan!

Y ella se sorbía los mocos, porque le importaba, ¡vaya si le importaba!

* * *

Carrie dormía en su cama, arrimada a la mía, y todas las noches veía yo que se arrodillaba en el suelo, cruzaba las manos bajo el mentón, bajaba la cabeza y rezaba: «Te pido, Señor, que pueda encontrar a mi madre. A mi verdadera madre. Y sobre todo, Señor, haz que crezca un poco más. No tienes que hacer que sea tan alta como mamá, pero sí como Cathy. Te lo ruego, Dios mío, te lo ruego».

Al oír esto, tumbada en mi cama, miraba ciegamente el techo y odiaba a mamá, ¡la despreciaba y la aborrecía de veras! ¿Cómo podía Carrie querer a una madre que había sido cruel? ¿Habíamos hecho bien, Chris y yo, en ocultarle la triste verdad de que nuestra madre había tratado de matarnos, y de que por su culpa se había quedado ella tan bajita?

Si Carrie se sentía desdichada y sola, ello se debía únicamente a su pequeñez. Sabía que su cara era bonita y que sus cabellos eran espléndidos, pero ¿qué importaba esto, si su cabeza era enorme para un cuerpo tan delgado y tan menudo? La belleza de Carrie no le conquistaba amigos ni despertaba admiración, sino todo lo contrario. «Cara de muñeca, cabellos de ángel, ¿eres un gnomo o una enanita? ¿Vas a ingresar en un circo, para ser su fenómeno más pequeño?». Y ella corría hasta casa desde la parada del autobús, asustada y llorosa, atormentada una vez más por unas criaturas insensibles.

—¡No sirvo para nada, Cathy! —gemía, hundiendo la cara en mi falda—. Nadie me quiere. No les gusta mi cuerpo, porque es demasiado pequeño, y no les gusta mi cabeza, porque es demasiado grande, y ni siquiera les gusta lo que hay de bonito en mí, ¡porque piensan que es una lástima que lo tenga una niña tan menuda como yo!

Yo procuraba consolarla, pero no acertaba a hacerlo. Sabía que ella observaba todos mis movimientos y comparaba mis proporciones con las suyas. Se daba cuenta de mi buena complexión y de lo grotesco de la suya.

Si yo hubiese podido cederle una parte de mi estatura, lo habría hecho de buena gana. Pero, como no podía, rezaba por ella. Noche tras noche, me arrodillaba también e imploraba a Dios: «Te ruego, Señor, que hagas crecer a Carrie. Sufre mucho. Señor, y ha pasado mucho. Sé bueno. Míranos, Señor. ¡Míranos! ¡Escúchanos!».

Una tarde, Carrie acudió a la única persona que podía darle casi todo. ¿Por qué no aprovechar la ocasión? Paul estaba en la galería de atrás, bebiendo vino y comiendo queso y galletas. Yo estaba en la clase de ballet, y me enteré de lo ocurrido por la versión que me dio Paul.

—Vino a mí, Cathy, y me preguntó si no tendría una máquina para estirar su cuerpo.

Yo suspiré, al oírlo.

—«Si tuviese una máquina capaz de hacerlo», le dije, —y yo estuve segura de que se lo había dicho con amor y dulzura y comprensión, no en son de burla—, «sería una operación muy dolorosa. Ten paciencia, querida. Desde que llegaste, has crecido un poco, y, con el tiempo, crecerás más. Yo he visto a niños muy bajitos crecer de pronto al llegar a la pubertad». Ella me miró con sus grandes ojos azules y asustados, y vi su desilusión. La había defraudado. Lo comprendí al verla alejarse, con los hombros caídos y gacha la cabeza. Sin duda había concebido alguna esperanza, al decirle las crueles criaturas de la escuela que tenía que buscar una «máquina de estirar».

—¿No hay algún medicamento moderno que pueda hacerla crecer? —pregunté, a Paul.

—Lo estoy buscando —respondió él, con voz tensa—. Daría cualquier cosa para que Carrie alcanzase la estatura que desea. Le daría varios centímetros de la mía… ¡si pudiese!