¡Libres, al fin!

¡QUÉ JÓVENES ÉRAMOS el día en que escapamos! Hubiésemos debido sentirnos intensamente vivos al vernos libres, al fin, de aquel triste y solitario y sofocante lugar. Hubiésemos debido estar entusiasmados de viajar en un autobús que rodaba lentamente, bamboleándose, hacia el Sur. Pero si estábamos alegres, no lo demostrábamos. Permanecíamos sentados los tres, pálidos, callados, mirando por las ventanillas, muy asustados por todo lo que veíamos. Libres. ¿Había alguna palabra más maravillosa que ésta? No; aunque las frías y huesudas manos de la muerte nos agarrasen para retenernos si Dios no estaba allá en lo alto, o quizás aquí, en el autobús, viajando con nosotros y velando por nosotros. En ciertos momentos de la vida había que creer en alguien. Transcurrían las horas con las millas. Teníamos los nervios de punta, porque el autobús se paraba a menudo para que subiesen o bajasen pasajeros. Se detuvo también varias veces para que descansara el conductor; una, para el desayuno, y otra, para recoger a una negra enorme que esperaba de pie en la encrucijada de un camino vecinal con la carretera. Tardó una eternidad en subir al autobús y meter en él los muchos bultos que llevaba. Cuando, al fin, se hubo sentado, cruzamos la línea divisoria entre los Estados de Virginia y Carolina del Norte. ¡Oh! ¡Qué alivio al salir del Estado donde habíamos permanecido encarcelados! Por primera vez desde hacía años, empecé a tranquilizarme un poco.

Nosotros tres éramos los más jóvenes del autobús. Chris tenía diecisiete años y era sumamente guapo, con unos cabellos largos y ondulados que le rozaban los hombros y se rizaban hacia arriba. Sus ojos azules, orlados de oscuro, rivalizaban en color con el cielo del verano, y toda su persona era como un día cálido y soleado: ponía buena cara, a pesar de nuestra triste situación. Su nariz recta y bien formada acababa de adquirir la fuerza y la madurez que prometían hacer de él todo lo que había sido nuestro padre: el tipo de hombre que hacía palpitar el corazón de las mujeres cuando las miraba, e incluso sin mirarlas. Su expresión era confiada; casi parecía feliz. Si no hubiese mirado a Carrie, quizás habría sido realmente feliz. Pero cuando veía su carita enfermiza y pálida, fruncía el ceño y sus ojos se nublaban. Empezó a pulsar las cuerdas de la guitarra colgada de su hombro. Tocó ¡Oh, Susana!, cantando en voz baja, con una voz suave y melancólica que me conmovió. Nos miramos y sentimos la tristeza de los recuerdos evocados por aquella tonada. Él y yo éramos como una sola persona. No podía mirarle demasiado rato, por miedo a romper en llanto. Mi hermana pequeña estaba acurrucada en mi falda. Tenía ocho años, pero era tan menuda, tan lastimosamente menuda, y tan débil, que no parecía tener más de tres. Sus ojos grandes, azules y sombríos, albergaban más negros secretos y sufrimientos de los que una niña de su edad hubiese debido conocer. Los ojos de Carrie eran viejos, muy viejos. Ya no esperaba nada: ni dicha, ni amor; nada… Porque todo lo que había sido maravilloso en su vida le había sido quitado. Debilitada por la apatía, parecía pasar de buen grado de la vida a la muerte. Dolía verla tan sola, tan terriblemente sola, ahora que Cory se había ido. Yo tenía quince años aquel mes de noviembre de 1960. Lo quería todo, lo necesitaba todo, y tenía un miedo terrible a no encontrar en toda mi vida lo bastante para compensar todo lo que había ya perdido. Estaba tensa en mi asiento, presta a gritar si sucedía alguna otra cosa mala. Como una espoleta sujeta a una bomba de relojería, sabía que, más pronto o más tarde, ¡estallaría y destruiría conmigo a todos los que vivían en Foxworth Hall! Chris apoyó una mano sobre la mía, como si pudiese leer en mi mente y supiese que estaba ya pensando en la manera de hacer la vida imposible a los que habían tratado de aniquilarnos.

—No pongas esa cara, Cathy —murmuró—. Todo irá bien. Saldremos adelante. Seguía siendo el eterno optimista incauto, convencido de que, ¡cuanto sucedía era para bien! ¡Señor! ¿Cómo podía pensar así, después de la muerte de Cory? ¿Cómo podía haber sido ésta para bien?

—Cathy —murmuró—, tenemos que sacar el mejor partido de lo que nos queda, nuestra mutua compañía. Tenemos que aceptar lo sucedido y empezar de nuevo. Tenemos que creer en nosotros mismos, en nuestras facultades, y, si lo hacemos, tendremos lo que queramos. Las cosas son así, Cathy. ¡Tienen que serlo!

Él quería ser un médico serio y juicioso, de esos que se pasan toda la vida en pequeños consultorios, rodeados de miserias humanas. Yo quería algo mucho más fantástico… ¡y en grandes cantidades! Quería que todos mis brillantes sueños de amor y de aventura se cumpliesen…, en el escenario, donde sería la bailarina más famosa del mundo. No pasaba por menos. ¡Ya vería mamá! ¡Maldita seas, mamá! ¡Espero que Foxworth Hall sea arrasado por el fuego! ¡Espero que nunca vuelvas a dormir en paz en tu enorme y mullido lecho! ¡Espero que tu joven marido encuentre una amante más joven y más hermosa que tú! ¡Espero que te dé la vida de perros que mereces!

Carrie se volvió y murmuró:

—Cathy, no me encuentro bien. Siento una cosa rara en el estómago… Me acometió el miedo. Su carita estaba extraordinariamente pálida; sus cabellos, antaño sedosos y brillantes, pendían en mechones mates y lacios. Su voz era sólo un débil murmullo.

—Querida, querida —la consolé, besándola—, aguanta un poco. Pronto te llevaremos a un médico. No tardaremos en llegar a Florida, donde nunca estaremos encerrados.

Carrie se acurrucó en mis brazos y yo contemplé, afligida, las plantas parásitas y filamentosas que indicaban que estábamos ahora en Carolina del Sur. Todavía teníamos que cruzar Georgia. Aún tardaríamos mucho en llegar a Sarasota. Carrie se irguió violentamente y empezó a atragantarse y vomitar.

Yo había tenido la precaución de llenarme los bolsillos de servilletas de papel en la última parada, y esto me permitió limpiar a Carrie. Después, la pasé a Chris para poderme arrodillar y enjugar el suelo. Chris se acercó a la ventanilla y trató de abrirla, para tirar las servilletas sucias. El cristal no se movió, a pesar de sus esfuerzos. Carrie empezó a llorar.

—Mete las servilletas en el hueco entre el asiento y el costado del autobús —murmuró Chris.

Pero el conductor del autobús debía estar observándonos, ojo avizor, por el espejo, pues nos gritó:

—¡Eh! ¡Esos muchachos de atrás! ¡Meted esa porquería en otro sitio! No había más sitio donde meterla que el bolsillo exterior de la funda de la «Polaroid» de Chris, que yo empleaba como bolsa, y allí introduje las apestosas servilletas de papel.

—Lo siento —sollozó Carrie, aferrándose desesperadamente a Chris—. No quería hacerlo. ¿Nos meterán ahora en la cárcel?

—No, claro que no —contestó Chris, en su tono paternal—. Antes de dos horas estaremos en Florida. Procura aguantar hasta entonces. Si nos apeásemos ahora, perderíamos lo que hemos pagado por los billetes, y no podemos tirar el dinero.

Carrie empezó a gemir y a temblar. Le toqué la frente y la tenía sudorosa, y ahora su cara no estaba pálida, ¡sino blanca! Como la de Cory antes de morir.

Recé para que Dios se apiadase, al fin, de nosotros. ¿No habíamos padecido ya bastante? ¿Teníamos que continuar sufriendo? Mientras yo luchaba contra las náuseas que sentía a mi vez, Carrie vomitó de nuevo. No podía creer que aún le quedase algo por devolver. Me apoyé en Chris, mientras Carrie permanecía inerte en sus brazos, en una casi inconsciencia que partía el corazón.

—Creo que va a desmayarse —murmuró Chris, casi tan pálido como Carrie.

Entonces, un ruin y despiadado pasajero empezó a quejarse a voces, y los más compasivos parecieron confusos e indecisos sobre lo que tenían que hacer para ayudarnos. Chris y yo intercambiamos una mirada. ¿Qué íbamos a hacer ahora? Empecé a sentir pánico. Entonces, aquella negra gorda avanzó por el pasillo, bamboleándose y sonriendo para animarnos. Llevaba unas bolsas de papel y me las ofreció para que echase en ellas las malolientes servilletas. Sin decir palabra, me dio unas palmadas en un hombro, acarició el mentón de Carrie y me dio un puñado de trapos que había sacado de uno de sus bultos.

—Gracias —murmuré, sonriendo débilmente, mientras procuraba limpiarme y limpiar lo mejor posible a Carrie y a Chris. Ella tomó los trapos, los metió en la bolsa y se quedó allí, como para protegernos. Llena de gratitud, sonreí a la gorda, gordísima mujer, que llenaba el pasillo con su cuerpo envuelto en ropa abigarrada. Ella me guiñó un ojo y sonrió a su vez.

—Cathy —dijo Chris, con expresión cada vez más preocupada—, tenemos que llevar a Carrie a un médico, ¡y pronto!

—¡Hemos pagado el viaje hasta Sarasota!

—Lo sé, pero esto es urgente.

Nuestra bienhechora volvió a sonreír, para tranquilizarnos, y se inclinó para mirar la cara de Carrie. Apoyó su negra manaza sobre la frente sudorosa de Carrie y, después, le tomó el pulso. Hizo unos signos con las manos, que me intrigaron, y Chris dijo:

—Sin duda no puede hablar, Cathy. Estos signos corresponden al lenguaje de los sordos.

Encogí los hombros para indicar a la mujer que no la comprendíamos. Ella frunció el ceño y sacó de un bolsillo de su vestido, debajo del grueso suéter rojo, un bloc de hojas de varios colores, y escribió rápidamente una nota y me la tendió.

«Me llamo Henrietta Beech —había escrito—. Puedo oír, pero no hablar. La niña está muy, muy enferma, y necesita un buen médico».

Leí esto y miré a la mujer, esperando que pudiese darme más información.

—¿Conoce usted un buen médico? —le pregunté. Ella asintió enérgicamente con la cabeza y, después, escribió rápidamente otra nota.

«Han tenido suerte de que yo viaje en su autobús. Puedo llevarlos a mi propio médico, que es el mejor de todos».

—¡Caramba! —murmuró Chris, al tenderle yo la nota—. Debemos de estar bajo una buena estrella, ya que alguien puede dirigirnos a un médico tan bueno.

—¡Escuche, conductor! —gritó el pasajero ruin—. ¡Lleve a esa niña enferma a un hospital! ¡Yo no he pagado mis buenos dineros para viajar en un autobús que apesta!

Los otros pasajeros le miraron con desaprobación y pude ver, por el espejo retrovisor, que la cara del conductor enrojecía de ira, o quizá de vergüenza. Nuestros ojos se encontraron en el espejo. Él me gritó, débilmente:

—Lo siento, pero tengo esposa y cinco hijos, y, si no me atengo al horario fijado, me despedirán y ellos no podrán comer.

Le supliqué con la mirada, y él murmuró, hablando consigo mismo:

—¡Malditos domingos! Los días de la semana pasan como una seda, y entonces llega el domingo, ¡el maldito domingo!

Entonces pareció que Henrietta Beech perdía la paciencia. Levantó de nuevo el lápiz y el bloc y escribió. Me enseñó la nota.

«Está bien, señor conductor. Odie cuanto quiera los domingos, pero si abandona a esa niña enferma, sus padres pondrán pleito a los jefazos de la Compañía y les pedirán dos millones».

Casi sin dar tiempo a Chris de mirar la nota, la mujer echó a andar por el pasillo y la puso ante las narices del chófer. Éste la apartó con impaciencia, pero la mujer volvió a mostrársela y, esta vez, él procuró leerla sin perder de vista el tráfico.

—¡Oh, Dios mío! —murmuró el conductor, cuya cara podía ver yo en el espejo—. El hospital más próximo está a treinta kilómetros de mi ruta.

Chris y yo observamos fascinados los signos de aquel mamut negro, tan incomprensible para el chófer como lo habían sido para nosotros. Una vez más, ella tuvo que escribir una nota, y el caso fue que el conductor desvió el autobús hacia una carretera secundaria que llevaba a una población llamada Clairmont. Henrietta Beech permaneció junto al chófer, dándole instrucciones; pero, de vez en cuando, se volvía hacia nosotros y sonreía ampliamente, asegurándonos que todo marchaba bien.

Pronto rodamos por unas calles anchas y tranquilas, flanqueadas por árboles que formaban graciosas bóvedas sobre ellas. Las casas eran grandes, aristocráticas, con galerías y altas cúpulas. Aunque había nevado ya un par de veces en las montañas de Virginia, el otoño no había puesto aún su mano helada aquí. Los arces, las hayas, los robles y las magnolias conservaban todavía casi todas sus hojas del verano, y aún se veían algunas flores.

El conductor del autobús pensaba que Henrietta Beech le dirigía mal, y debo decir, a fuerza de sincera, que yo pensaba lo mismo. No se montaban hospitales en barrios residenciales como éste. Pero, precisamente cuando empezaba a preocuparme, el autobús se detuvo en seco delante de una casa grande y blanca, en lo alto de una pequeña y suave colina, y rodeada de amplios campos de césped y de macizos de flores.

—¡Chicos! —nos gritó el conductor del autobús—. Coged los bártulos y guardad los billetes para que os devuelvan parte del importe, si no los utilizáis antes de que expire el plazo.

Después se apeó rápidamente, abrió el depósito de los equipajes y sacó quizá cuarenta maletas antes de que apareciesen las dos nuestras. Yo me colgué del hombro la guitarra y el banjo de Cory, mientras Chris, delicadamente y con mucho cariño, sostenía a Carrie en sus brazos. Henrietta Beech, como una gallina gorda, nos condujo por el largo camino enladrillado hasta el pórtico, y yo vacilé, contemplando la casa y la negra puerta de doble hoja. A la derecha había un rótulo pequeño que decía: SÓLO PARA PACIENTES. Por lo visto se trataba de un médico que tenía el consultorio en su propia casa. Dejamos las dos maletas a la sombra, cerca de la acera de hormigón, y, al mirar yo la terraza, vi a un hombre que dormía en un sillón de mimbre pintado de blanco. Nuestra buena samaritana se acercó a él, sonriendo ampliamente, le tocó delicadamente un brazo y, como él siguiese durmiendo, nos hizo ademán de que nos acercásemos y le hablásemos. Después señaló la casa y nos indicó, con señas, que iría a prepararnos algo de comer. Yo hubiese preferido que se quedara para presentarnos, para explicar el motivo de que estuviésemos allí en domingo. Al acercarnos Chris y yo cautelosamente al hombre, y a pesar del miedo que sentía, olí el perfume de rosas que llenaba el aire y tuve la impresión de que había estado allí anteriormente y de que conocía el lugar. Este aire fresco y perfumado de rosas no era la clase de aire que había aprendido a respirar como digno de una persona como yo.

—Es domingo, un maldito domingo —murmuré a Chris—, y puede que al médico no le guste nuestra presencia.

—Es médico —repuso Chris— y estará acostumbrado a que le roben horas de descanso… Tú puedes despertarle.

Me acerqué despacio. Era un hombre corpulento y llevaba un traje gris claro con un clavel rojo en el ojal. Tenía las largas piernas estiradas y apoyadas encima de la baranda. Parecía bastante elegante, incluso tumbado así, con los brazos colgando a ambos lados del sillón. Estaba al parecer tan cómodo, que era una lástima despertarle y llamarle al cumplimiento del deber.

—¿Es usted el doctor Paul Sheffield? —preguntó Chris, que había leído la placa con el nombre del médico.

Tenía a Carrie en sus brazos, con el cuello doblado hacia atrás, cerrados los ojos y con los largos y dorados cabellos ondeando bajo la brisa suave y tibia. El médico se despertó, contrariado. Nos miró largamente, como si no diese crédito a sus ojos. Yo sabía que teníamos un aspecto raro, con los varios vestidos que llevábamos puestos. Él sacudió la cabeza, como tratando de enfocar la mirada, y sus ojos eran hermosos y de color de avellana, con motitas azules y verdes y doradas salpicando el iris castaño claro. Estos ojos extraños me atrajeron e intrigaron. El hombre parecía aturdido, ligeramente borracho y demasiado adormilado para adoptar su acostumbrada máscara profesional, que le hubiese impedido reseguir con la mirada mi cara, mi busto y mis piernas, antes de alzarla de nuevo lentamente. Y una vez más pareció hipnotizado por mi rostro, por mis cabellos. Unos cabellos que yo sabía que eran demasiado largos, mal cortados sobre la frente y demasiado frágiles y pálidos en las puntas.

—Es usted el médico, ¿verdad? —preguntó Chris.

—Sí, claro. Soy el doctor Sheffield —contestó al fin el hombre, volviendo ahora su atención a Chris y Carrie.

Con una gracia y una rapidez sorprendentes, bajó las piernas de la baranda, se puso en pie, dominándonos con su estatura, se pasó los largos dedos por la mata de sus negros cabellos y se acercó para observar la carita blanca de Carrie.

Le abrió los cerrados párpados con el índice y el pulgar, y miró un momento el ojo azul, en busca de lo que éste pudiese revelarle.

—¿Cuánto tiempo hace que está inconsciente?

—Unos minutos —respondió Chris, que casi se consideraba médico, por lo mucho que había estudiado mientras habíamos estado encerrados en el ático—. Carrie vomitó tres veces en el autobús; después empezó a temblar y a sudar. Una señora llamada Henrietta Beech iba en el autobús; ella nos trajo aquí.

El médico asintió con la cabeza y dijo que la Señora Beech era su ama de llaves y cocinera. Después nos condujo a la puerta reservada a los pacientes y a una parte de la casa donde había dos salitas de reconocimiento y un despacho, y se excusó por la ausencia de su enfermera.

—Quítale a Carrie toda la ropa, menos las bragas —me ordenó.

Mientras yo obedecía, Chris salió rápidamente en busca de nuestras maletas. Llenos de ansiedad, Chris y yo nos apoyamos en la pared y observamos al médico, mientras éste tomaba la presión sanguínea, el pulso y la temperatura de Carrie, y la auscultaba el corazón, el pecho y la espalda. Carrie había vuelto en sí y tosió cuando se lo indicó el doctor. Yo sólo podía preguntarme por qué tenían que ocurrirnos todas las desgracias. ¿Por qué se empeñaba el destino en perseguirnos? ¿Éramos tan malvados como decía la abuela? ¿Tendría Carrie que morir también?

—Carrie —dijo amablemente el doctor Sheffield, cuando yo la hube vestido—, vamos a dejarte un rato en esta habitación, para que puedas descansar. —La cubrió con una fina manta—. No tengas miedo. Estaremos en mi despacho, en este mismo pasillo. Sé que esta mesa no es muy blanda, pero procura dormir un poco mientras hablo con tus hermanos.

Ella le miró con los ojos muy abiertos, empañados, sin importarle mucho que la mesa fuese dura o blanda. Pocos minutos después, el doctor Sheffield estaba sentado detrás de una mesa imponente, apoyando los codos sobre la carpeta con papel secante, y empezó a hablar gravemente y en tono un poco preocupado.

—Los dos parecéis confusos y algo aturrullados. No temáis haberme privado de las diversiones del domingo, pues no suelo tenerlas. Soy viudo y, para mí, el domingo es un día como otro cualquiera…

¡Oh, sí! Podía decir esto, pero parecía cansado, como si trabajase demasiadas horas. Yo estaba sentada incómodamente en el borde del blando sofá de cuero castaño, muy cerca de Chris. La luz que entraba por las ventanas nos daba directamente en la cara, mientras que el médico estaba en la penumbra. Mi ropa estaba mojada y sucia, y, de pronto, recordé la causa. Me levanté rápidamente y me quité la falda, satisfecha al observar la sorpresa del doctor. Como éste había salido de la habitación al desnudar yo a Carrie, no se había dado cuenta de que llevaba dos vestidos superpuestos. Cuando volví a sentarme junto a Chris, llevaba solamente un traje azul, estilo princesa, muy bonito y limpio…

—¿Siempre te pones más de un vestido los domingos? —me preguntó.

—Sólo los domingos en que me escapo de casa —dije—. No tenemos más que dos maletas y necesitamos sitio para guardar las cosas de valor que empeñaremos cuando tengamos necesidad de hacerlo.

Chris me dio un codazo, para indicarme que hablaba demasiado. Pero yo sabía bastante de los médicos, principalmente gracias a él. Y el doctor que estaba detrás de la mesa era digno de confianza; se le veía en los ojos. Podíamos decírselo todo, todo.

—Comprendo. Os habéis escapado los tres —dijo, arrastrando las palabras—. ¿Y de qué huís, exactamente? ¿De unos padres que os han ofendido, al negaros algún privilegio?

¡Oh, si él supiera!

—Es una historia larga, doctor —dijo Chris—. De momento quisiéramos saber algo de Carrie.

—Sí —convino el médico—, tienes razón. Hablemos de Carrie. —Su tono se volvió profesional, al proseguir—: No sé quiénes sois, ni de dónde venís, ni por qué pensasteis en que debíais escaparos. Pero esa niña está muy, muy enferma. Si no fuese domingo, la ingresaría hoy mismo en un hospital, para practicar análisis que no puedo hacer. Os aconsejo que llaméis inmediatamente a vuestros padres.

¡Precisamente las palabras que más podía yo temer!

—Somos huérfanos —explicó Chris—. Pero no tema que no le paguemos. Podemos hacerlo.

—Me alegro de que tengáis dinero —dijo el médico—, pues vais a necesitarlo. —Nos miró largamente a los dos, con ojos calculadores, como sopesándonos—. Dos semanas en un hospital bastarían para descubrir el factor que no acabo de determinar en la enfermedad de vuestra hermana.

Y, mientras nos quedábamos boquiabiertos y pasmados de que Carrie estuviese tan enferma, hizo un cálculo aproximado de lo que aquello costaría. Nuestro pasmo fue en aumento. ¡Dios mío! Con el dinero que habíamos hurtado, no podríamos pagar una semana. ¡Y eran dos! Chris y yo intercambiamos una mirada de espanto. ¿Qué haríamos ahora? No podíamos pagar tanto dinero. El doctor captó fácilmente nuestra situación.

—¿Todavía sois huérfanos? —preguntó, suavemente.

—Sí, todavía somos huérfanos —declaró Chris, en tono desafiador, y después me miró duramente, para decirme que mantuviese cerrado el pico—. Cuando uno se queda huérfano, se queda para siempre. Y ahora, díganos lo que piensa que tiene nuestra hermana y lo que puede hacer para curarla.

—¡Alto ahí, jovencito! Primero tendréis que contestarme a unas preguntas. —Su voz era suave, pero lo bastante firme para hacernos saber que él mandaba allí—. En primer lugar, ¿cuál es vuestro nombre completo?

—Yo me llamo Christopher Dollanganger, y ésta es mi hermana, Catherine Leigh Dollanganger, y Carrie tiene ocho años, tanto si usted lo cree como si no.

—¿Por qué no había de creerlo? —preguntó suavemente el médico, aunque pocos minutos antes, en la pequeña sala de reconocimiento, se había sorprendido al enterarse de su edad.

—Sabemos que Carrie está muy poco desarrollada, para la edad que tiene —dijo Chris, a la defensiva.

—Así es. —Me miró al decir esto; después miró a mi hermano y se inclinó hacia delante, sobre sus brazos cruzados, con un aire confidencial que hizo que me pusiese tensa, en previsión de lo que vendría—. Mira. Dejemos de recelar los unos de los otros. Yo soy médico, y todo lo que me digáis permanecerá secreto. Si de veras queréis ayudar a vuestra hermana, no podéis permanecer aquí sentados, inventando mentiras. Tenéis que decirme la verdad, si no queréis hacerme perder el tiempo y poner en peligro la vida de Carrie.

Ambos guardamos silencio, asidos de la mano y tocándonos nuestros hombros. Sentí que Chris se estremecía, y yo me estremecí también. Estábamos asustados, teníamos muchísimo miedo de decir la verdad, porque, ¿quién iba a creernos? Si habíamos confiado antes en personas al parecer honradas, ¿cómo podíamos volver a confiar? Y sin embargo, aquel hombre de detrás de la mesa… me parecía familiar, como si no fuese la primera vez que le veía.

—Está bien —dijo el médico—. Si tan difícil os resulta tendré que haceros más preguntas. Decidme qué fue lo último que comisteis los tres.

Chris suspiró, aliviado.

—Nuestra última comida fue para el desayuno de esta mañana. Todos comimos lo mismo: salchichas de Frankfurt con patatas fritas y salsa de tomate, y después, batidos de chocolate. Carrie sólo comió un poco. Es muy remilgada en la cuestión de la comida, aun en las mejores circunstancias. Yo diría que nunca ha tenido un apetito normal.

El médico frunció el ceño y anotó esto.

—Así, pues, todos comisteis lo mismo para desayunar. ¿Y sólo se mareó Carrie?

—Sí. Sólo Carrie.

—¿Se marea a menudo?

—A veces. No muy a menudo.

—¿Con qué frecuencia?

—Bueno… —dijo Chris, hablando despacio—. Carrie vomitó dos veces la semana pasada, y unas cinco veces el mes pasado. Esto me ha preocupado mucho; sus ataques parecen más violentos al aumentar su frecuencia.

¡Oh! La manera evasiva en que Chris hablaba de Carrie me ponía furiosa. Incluso ahora quería proteger a nuestra madre, después de todo lo que ésta nos había hecho. Quizá mi expresión delató a Chris e hizo que el médico se inclinase en mi dirección, como pensando que yo podía ofrecerle un relato más completo.

—Escuchad. Habéis acudido a mí para que os ayude, y estoy dispuesto a hacer cuanto pueda por vosotros, pero temo que será muy poco si no me explicáis todos los hechos. Si a Carrie le duele algo, no puedo mirar dentro de ella para saber lo que es. O tiene que decírmelo ella, o tenéis que decírmelo vosotros. Necesito información para trabajar; una información completa. Sé que Carrie está desnutrida, débil y poco desarrollada para su edad. Veo que los tres tenéis las pupilas dilatadas. Veo que todos estáis pálidos, delgados, y que tenéis un aspecto débil. No comprendo que os preocupéis por el dinero cuando lleváis unos relojes que parecen muy caros y alguien os ha provisto de ropas elegantes y, sin duda, muy costosas…, aunque no puedo imaginar por qué se ajustan tan mal a vuestros cuerpos. Lleváis relojes de oro y brillantes, prendas lujosas y zapatos deportivos de los más vulgares, y sólo me decís medias verdades. Pues yo os voy a decir unas cuantas verdades enteras. —Su voz se hizo más firme, más enérgica—. Sospecho que vuestra hermanita está peligrosamente anémica. Y, por culpa de esta anemia, es propensa a sufrir muchas infecciones. Su presión sanguínea es alarmantemente baja. Y hay un factor evasivo, que no puedo descubrir. Por consiguiente, Carrie ingresará mañana en un hospital, tanto si avisáis a vuestros padres como si no, y podéis empeñar vuestros relojes para pagar el precio de su vida. Ahora bien…, si la ingresásemos esta tarde, los análisis podrían empezar a primera hora de la mañana.

—Haga lo que considere necesario —dijo torpemente Chris.

—¡Un momento! —grité, levantándome de un salto y acercándome rápidamente a la mesa del doctor—. ¡Mi hermano no se lo ha contado todo!

Miré duramente a Chris por encima del hombro, mientras él me conminaba con los ojos a no revelar toda la verdad.

Pensé, amargamente: ¡No temas! ¡Protegeré a nuestra madre lo más que pueda!

»Creo que Chris me comprendió, pues sus ojos se llenaron de lágrimas. ¡Oh! Con todo lo que había hecho aquella mujer para dañarle, para dañarnos a todos, ¡y todavía podía llorar por ella! Sus lágrimas pusieron llanto en mi corazón; no por ella, sino por él, que tanto la amaba, por mí, que tanto le amaba a él, y por todo lo que habíamos pasado y sufrido juntos…

»Él asintió con la cabeza, como diciéndome que estaba bien, que podía seguir adelante, y entonces empecé a contar lo que debió de parecerle al médico una historia inverosímil. Al principio, estuve segura de que pensaba que mentía o, al menos, que exageraba. ¿Por qué, si todos los días referían los periódicos historias horribles de lo que los padres amantes y cuidadosos hacían con los hijos?

—… Y así, cuando papá sufrió aquel accidente fatal, mamá nos dijo que estaba cargada de deudas y que no tenía posibilidad de mantener a los cinco. Empezó a escribir cartas a sus padres, que estaban en Virginia. Al principio no le contestaron, pero un día llegó una carta. Ella nos dijo que sus padres vivían en una hermosa casa, en Virginia, y que eran fabulosamente ricos; pero que, al casarse ella con un medio hermano de su padre, la habían desheredado. Ahora perderíamos todo lo que teníamos. Tuvimos que dejar las bicicletas en el garaje; ella no nos dio siquiera tiempo para despedirnos de nuestros amigos, y, aquella tarde, tomamos el tren en dirección a las Blue Ridge Mountains.

»Nos alegraba ir a vivir en una casa hermosa y rica, pero nos alegraba menos tener que hacerlo con un abuelo que parecía muy cruel. Nuestra madre nos dijo que tendríamos que permanecer escondidos hasta que ella pudiese reconquistar su afecto. Dijo que sólo sería cuestión de una noche, o quizá dos o tres noches; pero que, después, podríamos bajar y conocer a su padre. Éste se estaba muriendo de una enfermedad del corazón y no podía subir escaleras, con lo que estaríamos seguros arriba, con tal de que no hiciésemos mucho ruido. La abuela nos destinó al ático para jugar en él. Era muy grande…, sucio y lleno de arañas, ratones e insectos. Y allí era donde jugábamos y tratábamos de pasarlo lo mejor posible, en espera de que mamá recobrase el cariño de su padre y nosotros pudiésemos bajar y empezar a gozar de la vida de los niños ricos. Pero pronto comprendimos que el abuelo no perdonaría nunca a nuestra madre el haberse casado con su medio hermano y que nosotros seguiríamos siendo «hijos del diablo». ¡Tendríamos que vivir allá arriba hasta que él se muriese!

Los ojos del médico revelaban una dolida incredulidad. Sin embargo, proseguí:

—Por si hubiese sido poco el vernos encerrados en una habitación y en nuestro campo de juego en el desván, ¡pronto descubrimos que nuestra abuela nos odiaba también! Ésta nos dio una larga lista de lo que podíamos hacer y de lo que nos estaba prohibido. No debíamos asomarnos nunca a las ventanas de delante, ni siquiera descorrer las pesadas cortinas para que entrase un poco la luz.

»Al principio, la comida que nos subía por la mañana nuestra abuela en una cesta era bastante buena; pero poco a poco fue empeorando, hasta quedar reducida a bocadillos, ensalada de patatas y pollo frito. No podíamos comer postre, porque éste dañaría nuestros dientes y no podíamos ir al dentista. Desde luego, cuando llegaban los días de nuestros cumpleaños, mamá nos traía, a escondidas, helado, un pastel y muchos regalos. ¡Oh! Sin duda nos compraba todo aquello para compensar lo que nos estaba haciendo…, como si los libros, los juegos y los juguetes pudiesen reparar todo lo que perdíamos: nuestra salud, nuestra fe en nosotros mismos. Y, lo que es aún peor, ¡empezamos a perder nuestra fe en ella!

»Llegó otro año y, aquel verano, ¡mamá no vino siquiera a visitarnos! Después, en octubre, compareció y nos dijo que había contraído segundo matrimonio y que había pasado el verano recorriendo Europa, ¡en su luna de miel! ¡Tuve ganas de matarla! Podía habérnoslo dicho, pero se había marchado sin darnos la menor explicación. Nos trajo regalos caros, vestidos que no nos caían bien, pensando que con aquello lo compensaba todo, ¡cuando en realidad no compensaba nada! Por último, pude convencer a Chris de que teníamos que encontrar la manera de huir de aquella casa y no pensar más en heredar una fortuna. Él no quería hacerlo, porque pensaba que el abuelo no podía tardar en morir, y quería ir a la Universidad, a la Facultad de Medicina, y hacerse médico…, como usted.

—Médico, como yo… —repitió el doctor Sheffield, con una extraña sonrisa. Sus ojos revelaban compasión y también algo más sombrío—. Es una historia extraña, Cathy, y difícil de creer.

—¡Espere un poco! —grité—. Todavía no he terminado. ¡No le he contado lo peor! El abuelo murió, y había puesto a nuestra madre en el testamento, de modo que ésta heredaría su inmensa fortuna; pero había añadido un codicilo, poniendo por condición que ella no debía tener hijos. Si se descubría un día que los había tenido de su primer marido, ¡tendría que devolver todo lo heredado y todo lo que hubiese comprado con el dinero de la herencia! —Hice una pausa. Eché una mirada a Chris, que permanecía pálido e inseguro, mirándome con ojos dolidos y suplicantes. Pero no debía preocuparse; yo no hablaría de Cory. Me volví de nuevo al médico—. Pasemos ahora al factor evasivo que se le escapa a usted…, lo que hace que Carrie vomite, y también nosotros algunas veces. En realidad, es muy sencillo. Cuando nuestra madre supo que no podía tenernos con ella y conservar su fortuna, decidió librarse de nosotros. La abuela empezó a poner buñuelos azucarados en la cesta. Nosotros los comíamos de buen grado, porque no sabíamos que contenían arsénico.

Bueno, ya lo había dicho.

—Buñuelos envenenados, para endulzar nuestros días de cárcel, mientras nosotros salíamos en secreto de nuestra habitación, gracias a una llave de madera que había confeccionado Chris. Así fuimos empeorando día tras día, nueve meses, mientras nos deslizábamos a hurtadillas hasta el gran dormitorio de nuestra madre y hurtábamos los billetes de uno y de cinco dólares que podíamos encontrar. Casi durante un año estuvimos recorriendo los largos y oscuros corredores, y hurtando en su habitación para hacernos con todo el dinero que nos fuese posible. En aquella única habitación, doctor, vivimos tres años, cuatro meses y dieciséis días.

Cuando hube terminado mi largo relato, el doctor permaneció sentado inmóvil, mirándome con compasión, horror y preocupación.

—Ya ve usted, doctor —concluí—, que no puede obligarnos a ir a la Policía y contarles nuestra historia. Meterían a la abuela y a nuestra madre en la cárcel, ¡pero nosotros sufriríamos también! No sólo por el escándalo, sino también porque nos separarían. Nos ingresarían en orfelinatos, o nos pondrían bajo cautela judicial, ¡y nosotros nos hemos jurado estar siempre, siempre juntos!

Chris miraba fijamente el suelo. Habló sin levantar la vista.

—Cuide de nuestra hermana. Haga todo lo necesario para que se cure. Cathy y yo encontraremos la manera de cumplir nuestras obligaciones.

—Espera, Chris —dijo el médico, con su voz lenta y paciente—. Tú y Cathy habéis absorbido también arsénico y tendréis que someteros a las mismas pruebas que Carrie. Miraos. Estáis delgados, pálidos, débiles. Necesitáis buenos alimentos, descanso, mucho aire puro y mucho sol. Quizá pueda hacer algo por vosotros.

—Usted no nos conoce, señor —dijo respetuosamente Chris—, y nosotros no esperamos ni necesitamos caridad ni compasión de nadie. Cathy y yo no estamos tan débiles y enfermos. Carrie es la única que se halla en mal estado.

Me volví en redondo, indignada, y miré a Chris echando chispas por los ojos. Seríamos unos estúpidos si rechazábamos la ayuda de aquel hombre bueno, sólo para salvar algo de un orgullo que había sido ya pisoteado muchas veces. ¿Qué importaba doblegarlo una vez más?

—… Sí —siguió diciendo el médico, como si Chris y yo hubiésemos aceptado ya su generoso ofrecimiento de ayuda—. Los gastos son menos elevados para los pacientes de «fuera» que para los de «dentro», ya que no tienen que pagar la habitación ni la manutención. Ahora, escuchad: esto no es más que una sugerencia; sois libres de rechazarla y seguir vuestro viaje… A propósito, ¿adónde ibais?

—A Sarasota, Florida —contestó débilmente Chris—. Cathy y yo solíamos columpiarnos en cuerdas que colgábamos de las vigas del ático; por esto pensamos que, con un poco de práctica, podríamos hacernos trapecistas.

Cuando le oí decir esto, me pareció una tontería. Pensé que el doctor se echaría a reír; pero no lo hizo. Sólo pareció un poco más triste.

—Sinceramente, Chris, no me gustaría que Cathy y tú os jugaseis la vida de esta manera, y, como médico, creo que no debo permitir que os marchéis en ese estado. Toda mi ética personal y profesional me impide dejaros marchar sin tratamiento médico. En cambio, el sentido común me dice que debería mantenerme apartado y desentenderme de lo que pueda ocurrirles a tres muchachos que se han escapado de casa. Por todo lo que sé, esa espeluznante historia podría no ser más que un montón de mentiras para ganaros mi compasión. —Sonrió amablemente, para quitar veneno a sus palabras—. Sin embargo, mi intuición me inclina a creer vuestro relato. Vuestras ropas caras, vuestros relojes y esos zapatones que lleváis, la palidez de vuestra piel y la mirada atribulada de vuestros ojos, confirman su verdad.

¡Qué voz la suya! Sugestiva, suave y melancólica, con un ligerísimo acento del Sur.

—Vamos —dijo, y me sentí atraída por él, aunque ignoraba si le ocurría lo mismo a Chris—, olvidad el orgullo y la caridad. Quedaos en mi casa, donde hay doce habitaciones solitarias. Dios debió de poner a Henrietta Beech en aquel autobús para que os condujese aquí. Henny es una trabajadora formidable y tiene la casa limpia como un espejo, pero siempre se está quejando de que doce habitaciones y cuatro cuartos de baño son demasiado para una sola mujer. Detrás de la casa tengo dos hectáreas de jardín. Contrato a jardineros para que me ayuden, ya que no puedo dedicar al jardín todo el tiempo que éste requiere. —Llegado a este punto, fijó sus brillantes ojos en los de Chris—. Podrías ganarte el sustento segando el césped, recortando los setos y preparando los macizos para el invierno. Cathy podría ayudar en la casa. —Me dirigió una mirada interrogadora, incitante, y pestañeó—. ¿Sabes cocinar?

¿Cocinar? ¿Quería tomarme el pelo? Habíamos estado encerrados más de tres años en el desván. Y no habíamos tenido un simple hornillo para tostar el pan por la mañana, ni mantequilla, ¡ni siquiera margarina!

—¡No! —salté—. No sé cocinar. Soy bailarina. Cuando sea una primera bailarina famosa, tendré cocinera, como la tiene usted. No me quedaré encerrada en la cocina de un hombre, lavando los platos, preparando comida para él y dándole hijos. Esta vida no se ha hecho para mí.

—Comprendo —dijo él, con rostro inexpresivo.

—No quisiera parecerle ingrata —expliqué—. Haré todo lo que pueda para ayudar a la Señora Beech. Incluso aprenderé a cocinar para ella… y para usted.

—Bien —dijo el médico, con ojos reidores y llenos de destellos, mientras cruzaba las manos debajo del mentón y sonreía—. Serás primera bailarina y Chris un médico famoso. ¿Creéis que podréis conseguirlo huyendo a Florida para trabajar en el circo? Desde luego, yo soy de otra generación y no puedo imaginar vuestros razonamientos. Pero ¿de veras os parece lógico?

No; ahora que habíamos salido del cuarto cerrado y del desván, y nos enfrentábamos con la luminosa realidad, no parecía lógico. Parecía una fantasía tonta e infantil.

—¿Os dais cuenta de que tendríais que competir con trapecistas profesionales? —preguntó el doctor—. Tendríais que rivalizar con personas adiestradas desde su primera infancia, con vástagos de largas estirpes de artistas circenses. No sería fácil. Sin embargo, debo confesar que hay algo en vuestros ojos azules que me dice que sois unos jóvenes muy resueltos, y sin duda conseguiréis vuestros propósitos, si os empeñáis en ello. Pero ¿y los estudios? ¿Y qué será de Carrie? ¿Qué hará ella, mientras vosotros dos os columpiáis en los trapecios? No, no me contestes —dijo rápidamente, al ver que yo entreabría los labios—. Estoy seguro de que se te ocurriría algo para convencerme, pero debo disuadirte de ello. Ante todo, tenéis que cuidar de vuestra salud y de la de Carrie. El día menos pensado podríais derrumbaros como Carrie y poneros tan malos como ella. A fin de cuentas, ¿no estuvisteis los tres en las mismas terribles condiciones?

Los cuatro, no los tres, murmuró algo en mi oído. Pero no hablé de Cory.

—Si quiere usted decir que nos tendrá aquí hasta que Carrie se cure —dijo Chris, con mirada recelosa—, le estaremos sumamente agradecidos. Trabajaremos de firme y, cuando podamos, nos marcharemos y le pagaremos hasta el último céntimo que haya gastado en nosotros.

—Eso quise decir. Pero no tendréis que pagarme nada, porque lo habréis hecho cuidando de la casa y del jardín. Ya veis que no se trata de compasión ni de caridad, sino de un contrato en beneficio de todos.