A últimos de mayo pasó el río en la barca de Felipe de Amancia un caballero inglés, pelirrojo él, pequeñito, sí, pero muy garboso y resuelto, abrigado de los temporales con un macfarlán a cuadros verdes y negros, y cubriéndose la cabeza con un bombín de hule color crema. Traía bajo el brazo una gran cartera de cuero negro, y le anunció a Felipe que venía a Miranda desde Kermes de Bretaña por establecer si don Merlín, en sus vacaciones gallegas, había tenido descendencia.
—Ése fue mi amo —dijo Felipe—, del que va para siete años por San Marcos que no tengo noticia. ¿Murió, acaso?
—Todavía no hace un año que lo vieron en Nápoles unos clérigos irlandeses, en Santa María della Grotta. Díjoles que se iba palmero.
—Ese tema tenía, de no morirse sin ir a Jerusalén.
Se santiguó Felipe sin soltar la pértiga, con lo que hizo sobre su rostro la cruz con el cabo de ella.
—¡Ad multos annos! Y en cuanto a descendencia en Miranda, no, no la tuvo. Solía decir mi amo que él era continente por tres razones mayores, y estaba la primera fundamentada en ser mi señor Merlín filosofó, y demandar dama Filosofía castidad. Aquí ponía don Merlín de ejemplo a un pariente suyo antiguo, Abelardo de París, a quien castraron de fuerza los criados de un canónigo, tío de la tal Eloísa que él enamoraba. Eso fue grande abuso. La segunda razón la daba mi amo con decir su edad, añadiendo que de dejarse entreverar de la lujuria, las iría a buscar quincenas, y dentro de canónico matrimonio, lo que haría rechiflar al publico, estando éste muy al tanto de los viejos que se casan con mozas, que aún no sale la pareja de la iglesia y ya están inventando cuernos las imaginaciones sospechantes. Aquí me leía una carta del obispo de esta diócesis, don Guevara, a mosén Rubín valenciano, anciano que casó con niña, o contaba la historia del barbero Valls, cirujano sangrador de Vinaroz, que a los setenta casó con una de diecisiete, por él gusto que tenía de que ella lo peinase, que se dejara el pelo largo, crecido hasta los hombros, sólo por disfrutar de esta caricia. Y la mocita un día le hizo un nudo con su propio cabello alrededor del cuello al viejo, y apretó. También contaba de su amigo Fouché de Francia, el hombre más secreto de su siglo, a quien había vendido una cifra con la que se podía escribir en la oscuridad, y que ya viejo y fatigado casó con una tal Ernestina, que lo coronó. Y la tercera razón la callaba, golpeándose el pecho como para decir mea culpa, mea culpa, y sólo una vez le oí exclamar con trémula voz:
—¡Ay, Felipe, un corazón fiel vale el sol y la luna!
—Los de su casa de Miranda creemos que los años que allí pasó, los vivió enamorado de doña Ginebra, la excelente señora que santa gloria haya, acallando el fuego del alma con los respetos que a la reina viuda tenía y demostraba.
No pareció muy convencido el inglés, y dijo que él trabajaba con el método de las escuelas superiores, y que había que echar un vistazo a los libros de bautismo de la provincia, y, si podía ser, otro a los papeles de don Merlín.
—Y eso de la continencia por filósofo sería ahora de viejo, que de mozo y en las cortes, tu amo desenvainaba fácil.
Rió el inglés, que era hombre que aun teniendo un punto de altanería, quizá motivado de la escasa talla, era cortés y palaciano en el trato, y condescendiente conversador. Sentándose en la popa se destocó y puso el bombín sobre las rodillas, y sacando de un bolsillo un batidor se peinó la pelambrera, y partía dos rayas, a derecha e izquierda, dejando en el centro un mechón ondulado, a la moda que entonces se llamaba la «moisson». Los pequeños ojos claros del inglés tenían la viveza de la cola de la lagartija.
—En la posada te contaré alguna noticia antigua de tu señor, y espero que correspondas a mi confianza dándomelas tú del tiempo que el mago Merlín pasó en este retiro.
Como Felipe de Amancia siempre fuera curioso de la nación, escuelas, vida y artes de su señor amo, aceptó gustoso el trato con el inglés, el cual se anunció como mister James Graven, escribano procurador de la ciudad y deanato de Truro en Cornualles, con cursiva patentada, y cumplidor del caballero de Galloden, primo de don Merlín.
—De ése —dijo Felipe—, le tengo oído hablar al señor, que era grande cazador, y de un libro que escribió latino, con demostración de que la tierra no es redonda, y se excluyen los antípodas.
—Ése mismo es el de la testamentaria. Traía las elegancias a Gales, como se ve por estas prendas invernizas que porto, y que me las dejó por codicilo ológrafo. El macfarlán es de transformista.
Poniéndose de pie en el centro de la barca, mister Graven tiró de un cordoncillo que asomaba bajo el cuello, y se resumió la esclavina en el cuerpo de la prenda. Tiró ahora por un botón, y cambió la tela de color, poniéndose a rayas grises y coloradas.
—Y el bombín no es de menos mérito. Mira, aprieto la cinta, y ya lo ves: negro. Yo puedo entrar en la audiencia de Su Señoría de Truro. Aprieto más, y sorpréndete: blanco. Me voy a pasear por el bosquecillo del castillo, en verano. Aflojo, y vuelvo al crema, que es el propio para viajes, por el polvo del camino. Y dentro, aquí tintero, aquí pluma, y aquí un reloj de mano de Evans, firmado y sellado. El reloj es de mucha ayuda, porque en los tribunales de Gales se fija el tiempo de los argumentos por reloj de arena, y los más de los letrados se distraen mirando el hilillo que va de vaso a vaso, perdiendo el de su discurso. Yo, con invocar al rey o a la Carta Magna, saludo reverente y de paso me doy la hora. Más de un pleito me ayudó a ganar este ingenio.
Felipe se alegró con tanta novedad, que le parecía volver a los buenos tiempos mirandeses, cuando estaba de paje con Merlín y había variedad de visitas raras y curiosos. Amarrada la barca, saltaron a tierra viajero y barquero. Las tardes de mayo se cargan en Pacías con nieblas bajas, y el río va callado por aquellos vados. Sólo se oye pajarería y alguna voz lejana. Subieron hasta la posada, anunciándole Felipe al inglés que había un vino de León, muy coleado y de un año cumplido, que era el tal para el humor del cuerpo humano en primavera. Mister Graven, que bebía muy lento, llenando bien la boca y luego embuchando a pocos, a estilo girondino, con lo que se evita, según explicó, exceso de aire, que si se adentra con el vino lo emulsiona en demasía y le quita, sobremanera a los tintos, tempero y amplitud, lo encontró amigable y nada acorambrado.
—Desde que hay tren —dijo el mesonero, que atendía a la prueba del caldo— vienen los vinos apipados.
Abrió el inglés la cartera de cuero negro, sacó de ella unos papeles, arrastró la silla hacia la ventana, y le dijo a Felipe:
—Te voy a leer noticias sueltas, tomadas de este libro y del otro, algunas oídas al caballero de Gattoden y otras en mis viajes, y todas de la vida y obras de tu antiguo amo, don Merlín, mago de Bretaña. Las más de ellas las recogí mientras andaba media Europa a la busca y captura de los herederos del caballero de Gattoden, porque para despertar la herencia de éste, que está dormida en el lecho de justicia de Su Graciosa Majestad en la ciudad de Cardiff, hace falta que yo, el cumplidor, tenga la nómina de los herederos completa y domiciliada, y sólo me faltan ahora los que pudieran haber florecido en el arbolillo de don Merlín, y los que hayan quedado de una nieta del salmista mayor de la Iglesia Presbiteriana, que hace años se marchó de Escocia con un tomavistas italiano, y anduvo luego, viuda, por el reino de Aragón comerciando en trapos, cambiando orinales y vajilla de Talonera por ropa vieja.
Sacó del bolsillo del chaleco mister Craven una lupa con montura de plata, y tras aclarar la voz con dos medias toses, leyó, nasal y declamante, lo que sigue: