I. El enano griego

—A enano muerto, enano puesto —dijo don Munio, abad, sacando de la capucha un enanillo, un hombrecito de dos cuartas, vestido con el hábito bernardo, la cara redonda y rosada, el pelo en flequillo sobre la frente, los negros y menudos ojos vivarachos y tan gracioso todo él de cuerpo como muñeco florentino. Lo puso sobre la mesa, y el enano hizo una gentil reverencia a los monjes y a los peregrinos que aquella noche de mayo allí hacían posada, y con vocecilla que más parecía campanita de plata que canción humana, se puso a contar su nación e historia y su entrada en el Cister.

—Para lo que usa mi familia, yo doy algo más de lo que en enanos sería la talla de quintas, y yo y los míos servimos para pajes de los pavos reales del patriarca de Constantinopla, y las mujeres para el bordado que en la Levantía llaman «punto de Adana», y que es sabido está hecho con aire, un hilo que otro y espejo de oriente de perla. Un hermanito mío era tan poquita cosa que el arcipreste de las Blanquernas lo ponía disfrazado de mirlo picando en un racimo de uvas catalanas el día de la Natividad de Nuestra Señora, que es cuando los griegos celebran la vendimia. Es una muy sería opinión, que muchas veces fue defendida con gran copia de argumentos, que descendemos de los príncipes samantes, y así nos vemos por culpa de un poeta enamorado, llamado Firadusi el de las Rosas. Este dulce poeta que podía, en pleno desierto, cantando la hermosura y frescor de una fuente, hacer que los nómadas vieran de pronto en el aire copas de Bagdad llenas de líquido cristalino y frío, contemplando dos niños que jugaban en Damasco con una naranja, como los enamorados juegan con la luna, dijo que ojalá nunca saliesen de aquel día feliz y edad alegre. Y así fue: quedáronse en el infantil tamaño y en la gozosa alegría de aquel tiempo, y casándose dieron nación a nuestra familia. Con los disturbios de los tiempos aventado el reino samaníe, vinieron mis abuelos a parar a Antioquía, donde se convirtieron al cristianismo, y de allí pasaron a Constantinopla porque el Basileo quería conocer aquella tropilla que toda junta no cabía en un serón de higos de Esmirna. Al principio nos ocupamos en Bizancio en el rizado de la barba del emperador, que es sabido se hace por escala de música, y de decorar las uñas de los dedos meñiques de las emperatrices y princesas, que era una de las delicadezas que gastaban aquellos señores isaurios. Una emperatriz hubo, llamada doña Caliodora de Arquipas[→], que en una de las uñas tenía pintado, y había que verlo con cristal de aumento, al emperador y su comitiva yendo del palacio al hipódromo, con las calles y las gentes y los «verdes» y los «azules» que aclamaban, y toda la plantilla palatina con sus mitras, sus bastones y sus portacolas, y en la otra uña una cacería de faisanes en la Cólquida, con los halcones imperiales volando sobre el bosque coloreado del otoño. Pero, cambiando las modas, vinimos a los nuevos oficios.

El enano tenía un decir muy gracioso y retorneado, como discípulo de la elocuencia antigua. Sacó de debajo del escapulario un vasito de plata del tamaño de un dedal, y lo sumergió en la gran copa del abad, que era de grueso cristal tallado y estaba llena de tinto de Valdeorras, valle éste en el que los señores bernardos de Meira cobraban tantos y tantos mollos, tanto de blanco como de tintorro. Refrescó el enanito la pausa y prosiguió la historia.

—Tenía la princesa Macárea[→], en la cuya cámara yo estaba puesto por asistente de flauta y columpio, un ratoncito blanco muy gracioso, que la punta del rabo adornaba con tres manchas negras. El ratón brincaba por todo el palacio, y lo dejaban ir y venir, que cuando lo daban por perdido me llamaban, y entonces yo le silbaba de cierta sabrosa manera, y el ratoncillo, oyéndome, venía de nuevo a su dueña, que estaba enjugándose, no más que con oírme silbar, las lágrimas de sus asombrados ojos azules. Esto pasó una y mil veces, y tanto el ratón como la princesa lo tenían por divertido juego. Pero en una de estas fiestas el ratoncillo no acudió a mi silbo, corrí todo el palacio sorprendido, y estaba mismo silbándole en el salón del trono, cuando me llegó aviso de que lo vieran en el jardín. Salí a silbarle al medio de los tulipanes, y lo vi salir por puertas, y silbándole crucé los estrechos y la Grecia, y como venían correos que lo vieran en Mostar y en Salzburgo, seguí camino y entré a Roma, que lo habían visto pasar el Tíber por la puente donde está el castillo del Papa, Yo mismo lo vi en Florencia, en la plaza, y aún me hizo una gracia por debajo del rábico, y siguiéndole atravesó Francia y España, y por noticias de unos peregrinos que lo vieran en un queso en Villalón de Campos supe que venía a Compostela, y ayer fue mi grande gozo volverlo a ver comiendo una castaña al arrimo de un árbol en la orilla de vuestro río, y estaba el pobre flaco y sin el lustre aquel que daba a su pelo la pomada de leche de Armenia de mi princesita, y le silbé otra vez la tonada de nuestro juego, que ya, acordándome del dolor de mi lejana señora —de la que, ¿por qué no decirlo?, hasta andaba yo algo enamorado—, en vez de alegre fiesta me sonaba a responso funeral; y el ratoncillo me oyó y se me acercaba como en otros tiempos, jugando, y en el juego pegó un brinco, resbaló y cayó al río, y el remolino que hay junto a aquellos sauces se lo tragó. Ahora hago promesa de quedarme aquí, en vuestra santa casa, por criado de vuestro abad, y voy a escribirle una carta al Basileo diciéndole la desgracia, y cómo no me atrevo a volver a ver más los ojos llorando de mi señora doña Macárea. ¿Y cómo decís que se llama, para ponerlo en la carta, el río donde ahogó el ratón?

—El río —dijo el padre abad—, que aquí mismo al lado nace, le llamamos Miño, y esta parte del mundo cristiano es Galicia, a dos manos sobre el camino de Santiago.

El enanillo se secó una lágrima, y se volvió a su escondite, que era la capucha del mitrado, a sosegar su pena.