9. El espejo del moro

El moro de quien hablo era moro si Dios los siembra y hace florecer en las huertas de este mundo. Gastaba fez colorado, y traía en la nariz y en las orejas aros de plata, y era de semblante serio, pequeño de cuerpo; las piernas, que algo se las disimulaban los zaragüelles, muy torcidas, y si bien era porfiador y avaro en el trato mercantil, era de conversación larga y confiada, aunque las más de las cosas gustaba de contártelas a excuso, como quien te prende pasándote el peso de un secreto. Ya lo traía por nombre, que el de este mustafá lo era Alsir[→], que en nuestra lengua se declara «el secreto». Era vendedor de caramitas o agujas de marear, prospectos de la figura cata, toda clase de esencias y libros de historia, llevando siempre de éstos, entre los más conocidos, «Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno», «Genoveva de Brabante», «Los amores de Galiana la Bella», y la «Novela del Pedo del Diablo», que escribió mosiú Gui Tabarie. Pero por esta vez no venía como tal mercader a Miranda, con salvoconducto de la Puerta cual solía, que venía por descifrar las visiones que amanecían los sábados en un espejo que traía, y también inquirir el caso de un príncipe del Desierto que intentó envenenar a otro haciéndole oler un pejigo. Envenenar no lo envenenó, pero desde entonces quedó algo débil el jeque Rufas[→], y todas las noches soñaba que le sacaban los ojos con la punta de una espada, y despertaba a gritos, y ya tenía entrado el miedo al cuerpo, y moría de pavor, y con el miedo se hiciera cruel tirano y mandaba que le cortasen la cabeza a todo quisque que lo mirase a hurto. Hasta el médico inglés del jedive de Egipto fue a palparlo bien palpado, le oyó el eco de la frente con martillos de plata, lo sangró, le recetó parches de sebo en las sienes, friegas con aceite de nuez moscada, purgas de comino alterado, y baños fríos en las partes pudendas, a poder ser con té de Farkins, que es con lo que se sosiegan las solteronas en Inglaterra para poder asistir con algo de sentimiento a los oficios de la Protesta. Pero este doctor Gallows[→] nombrado no hizo huir el sueño temeroso, y el señor Rufas va para loco de Conjo, y la conveniencia que hay en curarlo es grande, que es el único que entre todos los arábigos reyes sabe volar en la alfombra mágica y cuándo se capan los camellos de guerra, y es costumbre que pase estos secretos de la ciencia a la hora de la muerte a su hijo más joven, y si le viene la locura completa, seguro es que se le irá el saber de tal viajar y también el de la castración.

Todo esto lo fui sabiendo poco a poco, que como digo sidi Alsir gustaba de verter misterio alrededor de sus historias, lo que le costaba trabajo, que él de suyo es muy parroquiano, salvo en los cuartos. El espejo que traía era una piecita italiana, a las redondas de una cuarta, enmarcada en plata, y un gancho que figuraba un perro, y era que el tal espejo fuera el cabo de un péndulo, como si el relojero que lo hizo quisiera un espejo minutero para ver pasar la vagante procesión de las horas. Digo yo… Y el espejo lo compró Alsir en la feria de Tilsit[→] a un judío jázaro, que tenía allí tienda de menta piperita, aguas de soñar y espuelas de fortuna, y yo por sidi Alsir y por el mago Elimas Algaribo, supe de tal feria, que tiene por dos de Lyon[→] y por cuatro de Monterroso, y es un gran campo lleno de tiendas y hay familia de nueve naciones con derecho a poner en ella peso y truchimán, fiándose el resto de los feriantes del peso y del escribano del margrave de Brandenburgo, que también va ahí como tendero, que solamente él en la feria aquella puede vender herraduras para el mular y el caballar, teniendo licencias para el asnal los sacristanes de la Hueste Teutónica. Feria sonada, digo, donde todo se compra y vende, aun lo que no se ve. Compró el espejo Alsir, y lo vendió en Elsinor[→] de Dania una condesita que vive en aquel castillo, y que se llama doña Ofelia. Como llovía, acordaron darle al moro posada en el castillo, que es una gran cerca de piedra sobre el mar ruidoso, y el jardín está dentro por los vientos marinos, en un abovedado como una iglesia.

—Dormía yo —contó Alsir a mi señor Merlín—, bien descuidado y como dicen a pierna suelta, que venía cansado de feriar en Tilsit, y hasta me durmiera alegre, medio ensoñando brincos con doña Ofelia, que es cuanto hay que ver en condesitas de quince, con aquella blanca garganta… Dormía cuando me despertaron grandes gritos, y me vino a llamar para delante de la señora condesa la su ama mayor, que aunque venía media vestida, y con los hierros de rizar montados en los cuatro pelos que le quedan, traía el pajecillo portacolas recogiéndole el entredós del camisón. Siempre hubo mucha etiqueta en Elsinor. Me pasaron a la cámara de la condesita, que estaba en un repente de lloros y suspiros, y el médico del rey don Hamlet[→] procuraba volverla en sí haciéndole beber una tila anisada. Todos fueron contra mí, poniéndome de presente que le vendiera a la señorita un espejo encantado, en el que se mostraron, cuando al acostarse se miraba alisándose el cabello, fantasmas de las cuatro suertes, un demonio colgado de un peral, un caballo que saltaba desde las almenas al mar, y ella misma, ahogada, río abajo, y un martín pescador posado entre las dulces manzanas de su pecho. Yo no sabía del hechizo del espejo, y tanto repliqué que me creyeron, y devolví los cuartos y la ganancia, y me ordenaron que a la mañana pasara a audiencia con el coronado de Dania, este don Hamlet de quien hablé. No cerré ojo y lo más de la noche lo pasé mirándome en el espejo, y lo que vi en él, pasando como una nube sobre mi rostro, fue un rebumbio de gente de colorado vestida, el caballo blanco que se tiraba al mar, y a doña Ofelia ahogada, y una zarza que posaba en el agua se prendía el vestido azul y hacía virar el graciosísimo cuerpo, y era ahora la cabecita la que rompía el camino de las ondas, y la condesita llevaba abiertos los grandes y amigos ojos verdes. Viendo estaba cuando dieron las doce en la torre de la ronda y todo se borró en el espejo, y quedó solo, y muy luciente, mi negro rostro a la luz de la vela… Supe después que las visiones del espejo eran por el sábado, desde anochecida a las doce, y fueron muchas las cosas que pude ver, y alguna ya va cumplida.

Calló sidi Alsir como si se le posara en la imaginación una sombra dolorosa, y mi amo, muy serio, limpiando los anteojos con el forro de seda de su tabardo, dijo:

—Este espejo que traes, amigo Alsir, me viene a ser tan conocido como mi sombrero, pues tuve yo arte y parte en su fábrica, y fue encargo de la Señoría de Venecia, que es el más secreto gobierno que tenga nación alguna en el mundo, y descansa en la adivinación del porvenir. Aconteció que en la mixtura del soleo me pasé un punto, y este condenado espejo, según supe después, comenzó a enhebrar con el verdadero futuro cosas que él mismo inventaba. Incluso gente inventó el rebelde, y los señores de Venecia andaban como locos buscando un asesino que solamente vivía en la imaginación de este espejo, e inquiriendo muertes, embarques de especiería y naves turcas que él inventaba, y tesoros ocultos y copas llenas de aguas resolutivas. Y yo, amigo Alsir, te lo voy a comprar ahora por lo que por él pagaste en Tilsit, más otro tanto de intereses, y lo he de romper en mil trozos sin esperar a mañana, que es sábado, para ver en su campo esa doña Ofelia ahogada que el río de Dinamarca se lleva al mar. Y quizás este retrato sea una de las pocas verdades que de algún tiempo a esta parte contó mi espejo.

Levantóse mi amo, fue al cajón de la mesa grande, cogió el saquito del oro, contó onza y media, y fue dejándolos caer, los pesos contantes y sonantes, en el cuenco de las manos de sidi Alsir, quien todavía los volvió a contar antes de guardarlos en su faltriquera.

—Pues vuestra señoría manda, yo me conformo. Y algo de lo que trapaceaba este espejo ya lo entendió don Hamlet cuando pasé a su audiencia. Estaba el señor príncipe sentado, cual acostumbra, en el sillón de piedra que decora una sierpe labrada, acariciando una calavera, y me mandó aposentar a sus pies, y con la voz tan mirada y señora que tiene, me habló cortés y me dijo que aquel espejo no podría ser un avizor verdadero, ni era cosa de pasar por escribano todo lo que espejeaba.

»—Yo no lo quiero en mi Dinamarca —me dijo—, que bastante tengo con tentar el día presente, sin meterme a sufrir por el futuro. De este vago sueño que llamamos vida, nadie tiene el hilo, Alsir. Y en lo que respecta a doña Ofelia, ¿no querría este espejo compararla con el rosal de la ribera, del cual alguna rosa, un verano dichoso, ha de caer forzosamente a las ondas, que la llevarán mansamente? Pon fuera de mi reino tu espejo, moro Alsir, y si alguna vez supieras que fue verdad lo que viste en su azogue, mejor para ti será que lo rompas contra una piedra del camino.

»Esto me dijo, y dejó el sillón, recogiendo alrededor del brazo izquierdo la cola de su manto negro, y posando la calavera en la ventana. El Rey me despidió, amistoso y triste.

Quebró el señor Merlín en el mortero grande el espejo, mezcló los mil pedazos con sal y un ajo castellano, y yo cocí en el horno las arenas, según su mandado. Y para curar al jeque Rufas hizo mi amo un agua solemne y unas píldoras purgativas, y mucho le rogó a sidi Alsir que le mandara noticias de la salud del príncipe capador. El moro me agasajó con la «Novela del Pedo del Diablo», por lo bien que le mantuve la burra en que viajaba, y porque le curé a ésta una verruga que tenía en el hocico.

—No le quise contar a sidi Alsir —me dijo mi amo así que se marchó el moro—, que ya se había cumplido la muerte de doña Ofelia, quien jugando por la orilla a coger margaritas, cayó al río y se ahogó. Te digo, mi Felipe, que no queda rey en el mundo que tenga de qué estar más triste que este señor don Hamlet de Dinamarca.