8. La soldadura de la princesita de plata

La verdad sea dicha, creí que traían a alguien a enterrar a Miranda. Y de entrada venía un flautista todo vestido de negro, y en pos de él un monaguillo con incensario, y uno de a caballo que traía cruz alzada, y venía todo él cubierto con una capa morada con capirote. Y cuando llegaron al portalón se arrimaron a la pared del henar grande, y el flautista comenzó un torneo muy triste con su flauta y el monaguillo a incensar el aire, tras echar incienso en él vaso del incensario, y el montado bajó el capirote de la capa, y era tonsurado de menores, según supe después acólito mayor del señor duque de Lancaster. Me dijo mi amo de abrir ambas puertas, y también él vistiera de morado, con la media mitra que tenía por ser profesado de las dos medicinas en Montpellier, y al cuello el babero amarillo de la Facultad, y doña Ginebra estaba en el balcón principal, cubriéndose con la sombrilla, que el sol pega mucho allí en las tardes de septiembre. Me dolió el no estar avisado, y que me cogiera la procesión con las zuecas viejas, con la blusa remendada y con el calzón de paño remontado. La señora Marcelina y Manueliña vinieron y alfombraron de rosas, romero y espadaña el patio, y ellas sí que estaban de ropa nueva. Abiertas las puertas, entraron por ellas dos de espada al cinto muy jinetes en bayos gemelos, y después otro que no montaba en silla, que lo hacía en albarda zamorana, y eso que era caballero de mucho atavío, y sin duda el más titulado de toda aquélla romería, y este mi señor delante de sí llevaba sujeta a la albarda una caja de madera fina y lucida, con oros aplicados e ilustre herradura. Y todos vestían de morado. Se apearon los de espada y tuvieron mano de la caja, y también se apeó el señor, que era un viejo patricio de hermosa barba y corpulento, y se dio en abrazar con mi amo, quitándose el sombrero de doble ala, y volviéndose para el balcón y haciéndole a doña Ginebra una grande y alabada cortesía. Y don Merlín sacó de su manga izquierda un pergamino y se lo pasó al caballero, y éste mandó poner la caja a los pies de mi señor y maestro. Subieron de nuevo todos a sus palafrenes, y el tonsurado izó a la grupa al monaguillo, y saludando a doña Ginebra que seguía en el balcón, y a mi don Merlín, se fueron por el camino de Quintas al galope. El flautista le vino a besar la mano a mi amo, y yo comprendí que quedaba con nosotros, y era un rapacete regordo y cachazudo, de rojo pelo, bigote espeso y rojo muy engomado, y lo que más llamaba de su retrato y apariencia, era la gran espada que llevaba colgada del cinto por dos estribos, a la altura de las nalgas, tal que visto de cara le salía por un lado media vara de hierro con la cazuela labrada de la empuñadura, y por el otro dos varas de vaina colorada.

—Tú, Felipe, ayúdale a meter a mestre Flute[→] la caja en mi cámara de respeto, y vos, mestre Flute, podéis poner vuestra espada en el astillero, al lado de la lanza mía, que se verá muy honrada, si es que queréis entrar y salir por puertas en ésta.

Yo me inclinaba a echar una risa, pero mi amo hablaba muy en serio. Era en verdad un cachazudo aquel mestre Flute. Primero guardó la flauta, desmontada y soplada, caños y palleta, en una bolsa de bayeta azul, y luego desestribó la grande y temerosa espada, y me siguió a colgarla en el astillero, al lado de la lanza de don Merlín, de la escopeta «Nápoles»[→], de las pistolas francesas de camino y de la espingarda, y sacó del bolsillo del calzón un pañuelo de hierbas y se enjugó el sudor, le apuró las puntas al bigote, y le sacudió el polvo a la birreta, enderezándole la pluma de gallo blanco que lucía, y sólo después se encaminó a hacer el mandado de portar la caja, y yo tras él, tomándolo por tan mudo como boberas. Bien veía servidor que mi amo no se complacía con aquella calma, y seguía junto a la caja, solfeando el suelo con los pies y abanicándose con la media mitra de médico. La caja no pesaba más allá de veintidós libras gallegas, o séanse veintitrés y media por la libra de Medina del Campo, que es la que ponen ahora por medida en el país los maragatos. Pusimos la caja encima de la mesa, y el señor Merlín encendió el quinqué, que a mí mucho me gustaba, que en cada cara tenía sobre el cristal, labradas de latón pintado, escenas de las hazañas de don Quijote: los molinos de viento, los forzados de la galera, los pellejos de vino y el león que iba para el Rey de España. No me cansaba de mirar para ellas cuando el quinqué estaba encendido.

—Ahora —me dijo mi amo muy serio—, cierra con tres vueltas de llave el portalón y pasa el hierro, dile a José que suelte los perros, y lleva a mestre Flute a la cocina y cenad, que ya son las nueve, y que lo acuesten en el catre del desván nuevo, y mañana será otro día.

Mestre Flute me siguió y no decía palabra, y en la cocina saludó a las mujeres inclinando la cabeza cuando éstas le dieron las noches, y la señora Marcelina le puso delante, en la mesa del escaño, una enharinada con torreznos y una jarra de vino de San Fiz, y mestre Flute hablar no hablaría, pero traía la gambrina atrasada, que repitió de la farinada y aun cortó en la carne, y media oreja de cerdo gallego que estaba en la fuente la metió en el papo, y roía de prisa aquel inglés. Le dio el último tiento a la jarra, embuchó igualito que hacía mi amo, soltó el cinto, se echó para atrás en el escaño, y dándome una grande palmetada en la espalda, que me hizo escupir media manzana que estaba comiendo, dijo con una voz de maricuela que nos metió a los presentes en una gran risada:

—¡Gracias sean dadas, que llegó la cena y apareció la posada! ¡Quiquiriquí! —les gritó a los tres capones que estaban engordando en las caponeras, y también él lloraba con la risa.

—No os hablé antes —dijo, y ahora su voz sonaba a natural de tan embigotado como era—, porque tenía la boca seca, o también porque se me olvidara vuestra lengua, o porque no me tratabais de usted, o por daros que hablar, o por burlar un poco. Que vengo de muchos días de triste viaje, dando el pésame por los caminos, que ya no sé si mi flauta se recordará de lo que es un baile, y todo por causa de esta desgracia que pasó en Marduffe, a treinta leguas de la Corte de Inglaterra. Hoy no estoy todavía para contar nada, pero mañana, si Dios quiere, y mi Dios es igualmente el vuestro, os he de poner en autos.

Dijo esto muy natural y sosegado y con respeto, y mientras se levantaba, y yo salía con él para llevarlo al catre del desván nuevo y decirle dónde estaba el retrete.

—¡Siempre fui un apetecido de farinada con torreznos! —dijo mestre Flute desde la puerta, volviéndose a sonreírle a la señora Marcelina.

Por la mañana bajé a hacer mis obligaciones, y todavía roncaba mestre Flute muy acompasado. Adiviné pronto que mi amo no se acostara, que pasara la noche leyendo en el don Raimundo Lulio y en el Comelius, y tenía abierta en el atril la doctrina de don Gabir Arábigo[→], donde habla del peso de las partes del cuerpo en comparación con los cuerpos simples, según la tabla de micer Dioscórides. Nombres y libros todos éstos que a mí mucho me gustaba sacar encima del celemín de las conversaciones, y que me hacían pasar por literato. El señor Merlín, amén de leer, tuviera el horno encendido, que aún quedaba el barrido de un brasero en la boca.

—No barras y siéntate —me dijo el señor amo—, y atiende, que estoy en un caso de muchas albóndigas, y quiero cumplir como debo con aquel noble anciano que me trajo en procesión esta caja. En ella está, en cuarenta pedazos y el mayor como un dedal, una señora princesa de Inglaterra, del título del pazo de Marduffe, llamada doña Tear[→], que quiere decir «lágrima» en nuestro hablar. Y te digo yo que no es fácil la soldadura de estas princesas, y no sé por dónde voy a principiar a añadir las partes, si por la cabeza o por los pies, perdonando. La hicieron de plata, esta hermosa niña, y por huesos iba envasada de cristal, y fue que la encontró el señor de Marduffe en un desmonte, y lo enamoró la gracia de aquella muñeca, y pensaron todos que era de arte de cuerda, y llamaron al relojero mayor de Suiza para revisarle la máquina, y don Omega[→], que así se llama, fue a Marduffe, y dijo que no tenía ni cuerda, ni pelo ni segundero aquella muñeca, y que no era cosa de arte, sino nacida humana criatura. Pasmó lord Sweet[→], que era muy enamoradizo, y ya pasó, en el tiempo de un relámpago, a imaginar que era una princesa encantada, y que le había de enamorar y llevarla a casorio. Por consejo de don Omega llamaron a un médico de San Andrés de Edimburgo[→], por nombre maese Hairy[→], y es aquella escuela de medicina muy famosa, y aprenden allí los médicos a recetar en latín por el Donatus, la anatomía por el señor Vesalius, los purgantes por Paracelso, las dolencias venéreas por don Fracastoro, y en lo que toca a las sangrías y a las sanguijuelas, siguen el parecer de Salerno, que postula «ad majores» y también «secundum libidine». Maese Hairy puso con mucho tiento la muñeca en agua caliente, le vertió en la boquita tres gotas de ruda, y por un serpentín la alimentó con un lectuario de diacitrón, y mandó que la secaran bien y la acostaran en una cama con dos canecos, y aguardaran una noche, y al amanecer que una camarera la vistiese con ropa de seda blanca, y ya verían cómo tenían en el palacio, por lo imaginativo y enamorado que andaba mylord Sweet, nueva princesa. Y que el verse así de plata aquella mocilla era, y no encontraba otro texto maese Hairy para salir de dudas, que estando la madre a parirla, vino un airado con espada o cuchillo de plata y le dio muerte en el instante en que librara, y pasó la ira del metal a la sangre, y se le mudaron las carnes a la recién. Quizá fuese el airado un marido que despertó cornudo, o un amante despechado, que ya sabemos por las historias, en lo que toca a este último caso, que el amor no se para en preñadas. Dígalo si no César Augusto[→], que casó con la señora Livia cuando de cinco meses estaba preñada de otro. ¿Qué cosa es amor, que no sabe ni cuándo nace ni cuándo muere?

Cerró mi amo el libro de don Gabir Arábigo, y era un gran tomo con hierros de llave, que parecían sierpes entrelazadas. Tomó rapé, se sonó por dos veces, e iba a seguir con la historia cuando pidió permiso para entrar mestre Flute, que llegaba con la flauta en la mano muy descansado.

—Le estaba contando a mi paje —dijo don Merlín—, cómo volvió a la vida en el palacio de Marduffe mylady Sweet, que ahora está en esa caja esmigajada.

—Fue todo —dijo mestre Flute— como tenía avisado maese Hairy, y al amanecer estaba la camarera más vieja con la ropa blanca de seda, y vistió la muñeca, y ésta pasó del color de la plata al color de la carne, y abrió los ojos y comenzó a hablar muy graciosa, y como tenía hambre pidió requesón y huevos hilados. Y sabido el suceso vinieron de la Corte, que está a treinta leguas Windsor[→] de Marduffe, los príncipes y más de la mitad de los pares y señorías, y por la tarde, en el salón de los espejos, yendo yo delante con mi flauta floreando una marcha de honra, entró lady Tear del brazo de mylord Sweet, y nadie vio nunca cosa más hermosa que aquella dulce niña. La Corte no sabía qué decir, y el señor duque de Lancaster preguntóle a mylady si sabía su estirpe y ella, con aquel hablar sosegado y tan alegre que tenía, que parecía mismo que te rozaba con plumas las orejas, dijo que excepto de que venía de los reyes godos y era algo sobrina de Galván Sin Tierra, y que naciera en París por San Lucas, otra cosa no sabía, aunque algo hacía de memoria de haber pasado, siendo niña, un verano en Roma, en un jardín que tenía una fuente y dos limoneros. Y esta memoria, mi señor Merlín, fue la causa de esta desgracia, y el velo que descubrió el pecado.

Mestre Flute lloriqueó un poco, y el señor Merlín le mandó que bebiese un chiquito de tostado y se consolase.

—Consolar me consuelo, y aun vengo confesado en Santiago con el canónigo de lengua ánglica. Iba diciendo como pasmó la Corte de aquel encanto, y los pares querían bailar todos con ella, y las mujeres le tocaban el pelo y le preguntaban qué perfumes usaba, que tan suavemente olían frescas rosas. Y lord Sweet de Marduffe se vistió de capa bermeja, y anunció que iba a casar con lady Tear de Gotia, de Sin Tierra, de París, del Jardín de Roma. Hubo enhorabuenas, y el duque de Gales quería que la boda fuese en el palacio de Windsor, y que había que presentarle la novia al Rey, y lord Sweet no quiso, que la Graciosa Majestad está ciega, y había de querer conocer a tiento si lady Tear era tan hecha como decían y tenía tantas dulzuras de presente. ¡Ay si las tenía!

Se consoló por dos veces mestre Flute con el tostado que le serví, y que era un foro que le pagaban a mi amo los sanjuanistas de Ribadavia. Afinó la flauta, y silbó una pieza muy gentil.

—Esta danza hice por papel para el baile de las bodas de mis señores, y se llama «swan’s pavane», que quiere decir «pavana de los cisnes», y ahora la baila toda Inglaterra, y la viuda del señor obispo de Liverpool[→], que cada año pone en coplas el calendario, le hizo una letra muy sentida. Casaron mis señores y estaban muy dichosos en Marduffe, y eran tan visitados de la grandeza que la casa parecía un teatro, cuando una noche llegó un procurador de Calais de Francia, mosiú Vermeil[→] llamado.

—Viejo debe de ir-cortó mi amo, —que va para sesenta años que lo conocí en Rúan de Normandía, y ya por entonces peinaba canas. Estaba allí por mor de un pleito mayor con una sirena, y él estaba de la parte de la anabolena, y vestía un gabán de pardomonte deslustrado por los temporales. Es perito «in utroque iurís», eso sí, pero también en mañas atravesadas.

—Pues el mismo gabán de pardomonte gasta ahora, aunque lo lució con solapas de terciopelo de astracán, y en tocante a los años, tantos como vuesa merced le echa, no los da. Venía a Marduffe por albacea de un testante que se decía padrino de mylady Tear, y que le dejaba en Roma el jardín donde nuestra señora se criara, con aguas corrientes doce días cada mes, un escaño en San Lorenzo fueramuros y un lorito que decía «Je suis le beau perroquet», y que estaba depositado en casa de un familiar del Santo Oficio por sospechoso de herejía, y este familiar ya había adelantado de alimentos cuatro libras inglesas. Lord Sweet leyó el codicilo, pasó por los gastos, y allá se fueron mylord y mylady con el procurador a Roma, que se le antojó a la señora cortar por aquel mayo, que fue este pasado, una rosa en el jardín de los juegos de su niñez. Lord Sweet era de la Protesta Reformada, pero lady Tear estaba bautizada, según ella recordó y el testamento del padrino confirmaba, en la Santa Iglesia Romana. En llegando al jardín vieron que estaba muy abandonado, los caños de las fuentes tupidos, los fresales comidos de los caracoles, la parra sin esparaveles, derribada en el suelo, y sólo un rosal tenía rosas, dos solamente, una blanca y otra colorada, y para eso en el tejado del cenador. Quiso mylady subir a cortarlas, y el procurador Vermeil tenía cuenta de la escalera de mano; las cortó mi señora y ya descendía, y para tenerse bien con ambas manos en la escalera puso las rosas en la boca, cuando salió del cenador un hombre alto, vestido a la florentina, y la cara tapada, que en el cenador debía de llevar dos horas escondido, y con triste voz le dijo a mi ama, que suspensa quedara en lo alto de la escalera:

»—¡Yo bien sabía, amiga mía querida, que habías de volver! ¡Acuérdate de que casados estamos y cuánto nos hemos amado!

»Lord Sweet al oír aquello requirió la espada, pero más súbito fue el desconocido, que por encima de mosiú Vermeil, con su larga espada milanesa, a lord Sweet le rompió el corazón. Lady Tear dio un gran grito, y cayó privada en el suelo, donde fracasó, migas de plata y vidrio que ahora están ahí, en esa caja de mérito. El desconocido homicida huyó, y al correr tocaba la campanilla que llevan al cuello en Florencia los malatos, para que oyéndola los transeúntes se separen. Nada pudo averiguar la policía del Papa, a no ser que de hecho mi señora estaba casada, velada y consumada con don Giovanni de Treviso[→] d’Aragona, duque que fuera de las armadas del Papa, y de quien no se volviera a saber desde un mes de otoño, en que salió de su casa, ofrecido a Nuestra Señora la que está en Loreto. A lord Sweet lo metieron en un barril de almíbar especiado, a lady Tear en esa caja, y mosiú Vermeil embarcó en Genova con ambos cuerpos muertos, y tardó siete días en llegar a Dover, que lo dejó delante de Lisboa un viento flaco. Y ahora, corriendo con los gastos el señor duque de Lancaster, pone la Corte de Inglaterra en las manos del señor don Merlín estos restos del que fue, y no hablo por mí, corazón enamorado al fin de quien tan gentil cantaba y bailaba al son de mi flauta dichosa, sino por todos cuantos vieron amanecer aquella rosa; del que fue, digo, el espejo de toda la hermosura de este mundo.

Sollozaba mestre Flute, y también a mí me hacía sollozar, dolorido tanto que me acerqué al inglés y le puse la mano en el hombro, como amigo querido. Y llevando a los labios la flauta, tocó mestre Flute una triste serenata. Lágrimas como cerezas bajaban por sus gordas mejillas, y se detenían en los rubios bigotes. Si la ocasión se hubiese presentado, no hubiese dejado mestre Flute de hacer cornudo a lord Sweet, su amo. Creo yo.

El señor Merlín se encerraba en el horno, y nada decía de cómo iba la soldadura, y ya iba pasada una semana cuando me mandó que llamase a mestre Flute, y con aquella gravedad y franqueza que mi señor amo tenía, le explicó cómo no era fácil soldar aquella princesa.

—Todo lo que pude soldar fueron los cinco dedos de la mano izquierda y la oreja derecha, pero pasarían cien años y no llegaría a recomponerla de todo, y en aquel jardín de Roma se debió perder por lo menos la punta de la nariz y alguna luz de sus ojos. Vuelve a decirle estas novedades al señor duque de Lancaster y a maese Hairy. Y hay, además, en lo que a mí toca, un caso de conciencia, y es que yo tuve cartas ayer de don Giovanni de Treviso, que es verdad que está leproso y a la muerte, y quiere que mande darle sagrado a la que fue su mujer legítima. Y en esto me pongo. Por quien más lo siento es por ti, amigo mío, que ya no volverás a tocar, para tan infeliz criatura, la pavana de los cisnes.

Mestre Flute pasó dos días llorando a escondidas, y al fin se marchó por el camino de Belvís, y yo fui con él hasta la Colpilleira. Y hubo función de entierro en Quintas, y predicó muy sensato el exclaustrado[→] de las Goás, poniendo muy aparentes las vanidades de este mundo, que «la mujer casada la pierna quebrada y en casa», y que los pastos de Moucín eran de la abadía de Meira, y que ya verían los que andaban a comprarlos desamortizados, que a algunos ya les olía la cabeza a pólvora. ¡Era muy predicador aquel riojano!