5. La princesita que se quería casar

Era por las vísperas de San Juan. Del castillo vino el enano en su mula, que era mucha fantasía venir el hombrecito aquel en una mula cisterciense de gran porte, y de andar tan solaz y balanceado como una preñada primeriza. Vino el enano, digo, y traía una carta con bula colgada de una cinta verde para mi amo Merlín, y siempre que venía el enano de los condes a Miranda, subía a hacerle el paripé a doña Ginebra, a hablarle de las condesitas y del perrillo pitisú que tenía madama la condesa, y a quien el señor Merlín, por hacer una gracia, enseñara a silbar una alborada. También hablaban, que era el enano muy mariquita, de las modas de París, y de las cintas que les vinieran a las señoritas de Venecia, de un perfume nuevo que le llamaban «agua franchipana», y del baile agarrado y de las bodas que se hacían en la grandeza. Doña Ginebra convidaba al enano con merengada, y éste, si no traía mucha prisa, cantaba una habanera que sabía y que mucho le gustaba a la señora. Lo que a mí más me molestaba del enano era aquel aire de señorío que se traía con la gente de escaleras abajo, como si él no fuese paje a soldada, y aun había yo de tenerle la mula cuando montaba, y una vez que traía puesto sombrero de paja, que era por el tiempo del verano: un sombrero de paja muy bonito, eso sí, con una gran lazada de tul rosa, tuve yo que ponérselo, como se pone la mitra a un obispo, y además partirle bien la lazada, cuyas puntas le caían hasta la cintura… Trajo la carta el enano, visitó a doña Ginebra y se volvió al castillo en el gurugú de su mula, fantasiosa como él. Quedó mi amo caviloso con las noticias de la carta, y mandó llamar a Marcelina y le dijo de aparejar en la sala del mirador una cama con la mejor ropa.

—Me parece por tanto atavío —me dijo Marcelina—, que tenemos visita de alguna marquesa, o quizá sea la infanta de Irlanda, que dicen los papeles pierde cada día el bien de la vista. También podría ser una sobrina del deán de Truro[→], a la que se le estaba volviendo una mano de plata, y que siendo muy amorosa me trajese de gratis el regocijo de un beso.

Aconteció que llegó la visita cuando yo estaba vestido con mi chaquetón de ribetes, cubierto con la montera nueva con pluma de faisán en el cuerno, y los zapatones limpios, que venía de la iglesia de Quintas de llevarle al señor cura un agasajo de truchas que pescara José del Cairo en los molinos viejos del Pontigo. Llamaron fuerte en él portalón, salí corriendo del horno, que estaba dándole una merienda de moscas al cornudo, y fui a abrir la puerta; me encontré con un caballero, todo de negro vestido, de levita y chistera y una cadena de oro al cuello, que tenía de las riendas un caballo ruano en el que venía montada una señora que traía la cara cubierta por espeso velo blanco, también de negro vestida, menos los guantes, que eran blancos como el velo, y en cada uno lucía un clavel rojo bordado. Atardecía, y en la sombra del portalón no se le veía la cara a aquel señor, el de más alta guinda que yo vi nunca.

—¡Nos espera tu amo! —me dijo, con voz seca y de mucho mando.

Me quité la montera, hice mi cortesía, y cuando entraban al patio ya estaban en la puerta de la casa el señor Merlín y doña Ginebra, y aunque no podía decir que fuese anochecida, que son muy largos los atardeceres del verano en Miranda, José del Cairo estaba a su lado con el farol de plata encendido, levantado a la altura de su cabeza. El caballero y don Merlín se saludaron, y se abrazaron la señora del velo y doña Ginebra, y mí amo le besó el guante a la desconocida, y el caballero el mitón a mi ama. Y los cuatro, guiados por José del Cairo con el farol, subieron al salón, y yo, mientras metía el caballo en la cuadra, y venía bien sudado y hambriento y trabajado de la boca, no hacía más que inventar un retrato que se pareciese, y todavía ella más hermosa, a la enlutada señora que se nos viniera por puertas. Pero aquel día no me tocó verla, que me llamó don Merlín y me mandó que estuviese en la portalada, que venía un criado con una maleta y una jaula de mimbre, y la maleta tenía que subirla a la sala del mirador, la jaula meterla en la cámara del horno, y al criado despedirlo, que iba a aposentarse en el castillo de Belvís.

Estuve en el portalón hasta más de las diez de la noche, y al fin llegó el criado con la maleta y la jaula, y resultó que me era conocido, desde una vez que fui a Meira, por los bigotes rubios que tenía. Se lo dije, y él, muy secreto, me aconsejó que callara, que aquélla era parte de una vieja historia, y convenía que nadie supiera que él había visitado antes el país. Callé, pero si venía a cuento, ya se lo advertiría a mi amo. Subí la maleta a la sala del mirador, y me paré un instante en el pasillo a escuchar lo que se hablaba en el salón, y sólo oí la voz de mi ama doña Ginebra que contaba una historia de don Parsifal[→], que ya le había escuchado muchas veces. La jaula la puse en la cámara de respeto, como me mandó mi amo, y era una jaula muy bien hecha, de mimbres pintados de azul y blanco, y casi cabría yo en ella, y en una parte tenía un cojín de terciopelo. Cené en la cocina con la señora Marcelina y las criadas, que también estaban curiosas, y apostaban entre ellas si la dama velada era joven o vieja.

—La voz —dijo la señora Marcelina—, la tiene de niña, y los andares, muy pulidos.

Mascando una castaña me fui para mi camareta, y no tenía sueño, con lo que me puse a contar palomas hasta que adormecí. Poco llevaría dormido cuando vino a llamarme mi amo don Merlín, y me dijo que muy calladamente bajara al horno, que me precisaba. Bajé con las zuecas chinelas en la mano, por no ser sentido, y don Merlín se sentaba cabe la jaula, que ya no estaba vacía, que había en ella como una corza o cervatilla acostada, con la cabeza posada en el cojín, y lo que pasmaba eran los grandes ojos azules que tenía y como tristemente te miraba. Me ordenó mi amo que trajese un sorbo de leche en una taza, y si la había cuajada en la fresquera, mejor. Porté la leche, y se la dio don Merlín a cucharaditas al animalito aquél, y yo, mientras, metí la mano por entre los mimbres y lo acaricié y hacía un rencor agradecido, como los perros viejos cuando los amansan. Echó mi amo una manta por encima de la jaula, y se sentó en el sillón de velludo a leer en un libro que nunca le viera, en cada página un animal pintado, y con colores tan vivos que enamoraba mirarlos. Sostuve lapalmatoria más de una hora, y cuando cerró el libro me dijo:

—Felipe, mañana vas a tener que echarme una mano. No tengas miedo, y a nadie digas que viste la cervatilla en la jaula, y si mañana no la encuentras en ella cuando bajes a limpiar, no preguntes.

Creí que debía decirle a mi amo lo del criado de los bigotes rubios, y el señor Merlín me preguntó muy serio si estaba seguro, y le dije que sí, que ítem más el bigotes comiera el pulpo a nuestro lado, y pagara con un peso, y la pulpera, que era la señora Benita de Sarria, riñera con él, que el peso era sevillano.

—Parece, muchacho, que siempre hay en el país un demonio que se parece a otro. Ahora vete a la cama.

San Juan es muy hermoso en Miranda. Hay cerezos en todos los desmontes, y las blancas que había en nuestra huerta tenían un azúcar acanelado que daba gloria. Bajé muy temprano a hacer limpieza, que no sosegaba con tanto misterio, aun estando acostumbrado en aquella casa a tantas visitas profanas, y lo primero que hice fue mirar en la jaula, que estaba vacía. Sacudí el cojín, que tenía la señal, todavía tibia, de la cabeza de la cervatilla, barrí las cámaras, eché pienso al caballo ruanés del caballero de la chistera, pillé en la cuadra unas moscas para el cornudo, le quité el polvo al espejo y al sillón de velludo, le puse una vela nueva a la palmatoria, y llené de rapé la cajita de concha donde mi amo, de cada y cuando, con dos dedos cogía una chispa y la sorbía por la nariz. Era mi tráfico de cada día, antes del desayuno, que en tiempo de cerezas era siempre de cerezas y pan trigo. Escupía yo muy bien los huesos, casi como un tirabalas las habas de estopa, y andaba enseñándole a escupirlos a Manueliña de Carlos. Podía tocarle así la carita colorada y los labios, y ella bien sabía que tanto como enseñarle a escupir huesos, me gustaba acariciarla. Pero aquella mañana no hubo escuela, que me llamó mi amo desde el balcón, y me mandó que atara los perros en la cabaña con cadenas, y que encendiera el horno con tojo y no me moviera de allí ni para mojar las escobas. Estaba yo sentado junto al horno poniendo con mi navajilla una F en cada zueca mía, cuando entró el señor Merlín con el caballero, que pronto supe que se llamaba don Silvestre, y era mosiú alcalde constitucional de una ciudad de Francia que se llama Burdeos, y tutor escriturado de la dama desconocida. Me dijo esto mi señor Merlín, y me presentó a don Silvestre[→] como Felipe que lo soy, su paje de pasamanos muy apreciado. Don Silvestre me saludó levantando las cejas, y era hombre muy serio, afeitado como un clérigo, y con anteojos de alambre de oro, los cristales muy gruesos, tras los que se veían brillar unas luces alargadas, tal que se pensaba que en vez de niñas tuviera cuchillos en el pozo de los ojos. Y de alta talla, ya dije que no viera otro.

—Esta señora, Felipe, que vino con don Silvestre, es de una gran casa de la provincia que llaman de Aquitania[→], que según se entra por las puertas de Francia está extendida a mano derecha. Y se quería casar esta princesita con un mozo del país, también de sangre probada, pero cuando iban a celebrarse las bodas, le vinieron a la niña unas manchas negras por la cara, primero, y muchos trasudores, y le crecían las orejas y le salió pelo por todo el cuerpo, y finalmente se convirtió en la cervatilla que viste en la jaula de mimbre, y en este estado estuvo nueve semanas, y ahora por el día es mujer, excepto el pelo que la cubre, y por las noches se convierte todavía en cierva, como la viste anoche descansando. Y yo voy a poner ahora por obra un desencanto de mucho mérito, y cuento contigo, y ya te dije que no pases miedo. Don Silvestre te ha de regalar con dos tomeses de oro.

Yo dije que sí, muy ufano de tanta confianza, mientras calzaba mis zuecas, y ya me ponía a pensar que con dos tomeses de Aquitania podría comprar en Lugo una pamela con lazada como la del enano de Belvís, y un reloj de plata con cebolla de oro para darle cuerda, como el que tenía José del Cairo. Don Silvestre dijo que iba a vigilar a doña Simona[→], que así se llamaba la damisela encantada, y yo quedé con mi amo, bien cerradas las puertas, haciendo los capiteles del desencanto. Fue el primero que amasó mi amo harina de trigo e hizo una rosca, que en el medio llevaba en dos tieras de la masa una cruz, y la cocimos, y el segundo capitel fue hacer en un cepo lobero el refuerzo de un hilo, que tenía más de diez varas de largo, y en la otra punta le ató don Merlín una campanilla de plata, en la que pintó con tinta roja cuatro cruces.

—Cuando me veas hacer tantas cruces en un arte —me dijo el señor amo—, cata que anda un demonio por el medio.

Creo que no comí aquel día, de tan vagante y temeroso como andaba, y la señora Marcelina me quería sonsacar, y yo callaba, o sacaba otra conversa.

En limpiar el horno, soltar una hora los perros en el soto por culpa de un zorro que nos venía a las gallinas, y echarle un remiendo de latón a una zueca pasó la tarde, y hubo de merienda migas de manteca con huevos, y en anocheciendo, como tenía ordenado, me fui a presentar a don Merlín, que estaba vestido de cazador.

—El encanto que tiene doña Simona —me explicó mi amo—, es de los que se hacen la noche de San Juan, y solamente duran un año; son embrujos pequeños, casi siempre puestos por demonios fornicadores. El demonio que la embrujó ha de volver esta noche, que es tan sonada en el mundo, y ya tengo todo preparado para cazarlo en su intento y azuzarlo por la fraga abajo.

—¿Y no lo podríamos matar? —pregunté yo, echándomelas de valiente.

—Tanto da, que hasta el fin del mundo, el número de demonios ha de ser siempre el mismo.

Eran las once dadas de la noche de San Juan cuando salimos de casa mí amo y yo, llevando servidor de una cuerda a doña Simona convertida en cierva. Tomó el señor Merlín el camino de la fuente del Couso sin decir palabra, y en llegando a la fuente le puso una suelta dé cuero trenzado a doña Simona, y me mandó ponerla en el campillo, y ella se dio muy mansita a besar las hierbas, talmente como si paciese. Había una luna grande, y tan encendida que apenas dejaba ver la granazón de las estrellas, y la fuente del Couso cantaba su agua fresca, que caía de aquel alto caño, tan puesto en la boca del ángel que entre las manos tiene un letrero que dice: «Soi de Velbis». Siempre hay murciélagos en la fuente, pero aquella noche no volaban.

Así estuvimos, casi una hora, nosotros ambos sentados al lado de la fuente y doña Simona paciendo en su campillo, pero, de pronto, algo debió de oír mi amo, que me mandó que fuese a coger la cierva y la pastorease de la cuerda por junto a los manzanos del iglesario, que están allí al lado, y así lo hice, y cuando llegué a los manzanos vi en el suelo, entre la hierba, la rosca de pan trigo con la cruz, pero no le toqué, que tenía prohibido tocar o decir nada de los capiteles del desencanto. Doña Simona no sosegaba, quizá por falta de costumbre de la suelta en las patas, y todo era arrimarse a mí, y latía contra mi pierna su corazón sobresaltado. Y entonces vi llegar por entre los manzanos al alcalde don Silvestre, y sin mirarnos se fue a donde estaba la rosca con la cruz, y todavía parecía más alto a la luz de la luna, y metía miedo aquella contrafigura que hacía, y comenzó como loco a quebrar ramas de los manzanos y a echarlas encima de la rosca de la cruz, hasta que la tapó, y entonces se volvió hacia nosotros, y ya no tenía los anteojos puestos, y lucía en su cara el mirar del lobo en la noche. Doña Simona ya no era una cierva, que era una niña que lloraba con las manos atadas por la suelta de cuero trenzado, y se apretaba contra mí. Pero don Silvestre no pudo dar un paso, que metió el pie izquierdo en el cepo, y cantó en seguida la campanita de plata, mi amo gritó no sé qué latín, yo corrí con doña Simona a su amparo, pero resbalamos al llegar a la fuente, caímos en el lodo, y yo me desmayé… Desperté en mi catre, y don Merlín estaba sentado en la hucha a mi lado y me sonreía.

—Aquél, amigo mío, era el demonio, y estoy contento de ti. Doña Simona va libre del embrujo en Belvís, y mañana seguirá viaje para Francia acompañada de un conde que llaman don Gaiferos de Mormaltán, y en su país casará a su gusto. Siento que no vieras al don Silvestre, que no era tal don Silvestre, sino un demonio que llaman Croizás[→], convertido en un haz de paja ardiendo huir por el camino de Quintas. Todos los perros de Esmelle ladraron más de una hora. Y sabrás que aquel bigotes que conociste en Meira era el espolique del demonio Croizás, fue quien prendió en un desván al don Silvestre verdadero para que el demonio pudiese embrujar de segunda y últimas a doña Simona, de quien Croizás andaba apasionado. Croizás va a cambiar de piel en el infierno, y el bigotes, que le llaman Tadeo[→] y fue sastre en Toledo, a ése también lo lleva a Francia don Gaiferos, y ya lo está aguardando el verdugo del rey en la villa de Pons, que es una villa muy bonita, y donde hay buenos vinos.

Y como yo callara, y como don Merlín leyese la memoria que me andaba por dentro, me dijo con mucha amistad en la voz:

—En lo que toca a doña Simona, te dejó muchos saludos y este pañuelo bordado y media onza de oro, y quería limpiarte el chaquetón de ribetes, pero yo le dije que había que dejar secar el barro. Pasó la mano por tu pelo y dijo riéndose: «¡Le llega el lodo aquí!». Y ahora duerme otro poco, hasta que te llamen para misa, y has de saber que esta noche fuiste bautizado de segundas, que a las doce de San Juan, cada siete años bisiestos como éste, todas las fuentes del mundo echan por un instante agua del río Jordán, con la que San Juan Bautista bautizó a Nuestro Señor.

Me sonrió, y antes de salir de mi camarote contempló mi chaquetón de ribetes todo lleno de barro, colgado junto a la ventana para que más pronto secase, y con aquel aire amigo que ponía, y que yo sé que le venía de su saber del corazón de las gentes y de los sueños y soledades que cada uno lleva en la cartera de su espíritu, recuerdo que me dijo:

—¡Muy galán te pusiste para ir al desencanto! Y la montera nueva te la encontré en el barrizal, pero tendrás que ponerle este otoño otra pluma.