—Ese que ahí está durmiendo, canso de tan largo viaje por la vía de Levante, que es casi toda una polvareda, y cae el sol a pico sobre ella, tiene con el Imperante de Constantinopla el mismo oficio que tú en esta casa. Así, pues, puedes tutearlo cuando despierte, y él puede enseñarte algo de la cortesía que allá se estila. Cuando vayas más maduro, también tú puedes dejarte crecer la barba, que si la tienes tan negra y riza como él, a fe que te ha de sentar bien.
Mi amo me decía esto por burlarme, que entonces yo estaba en los doce años, y aunque era espigadillo, la cara redonda la tenía muy de niño, y el bozo ni me sombreaba. Me puse colorado, que por aquella edad mía me ponía por un nada. El señor Merlín encendió el mechero de cobre y puso a hervir el agua de mandrágoras, y es sabido que para que esta planta tenga todo su poder es cogida en el campo bajo las horcas en que hace su justicia el Rey. Las últimas mandrágoras las trajera José del Cairo de Mondoñedo[→], cuando ahorcaron a Lugilde, el que mató al cura de Santa Cruz, metiéndole por la boca trapos con un palo.
—La peor cosa que le puede pasar a un emperador cuando va viejo es enamorarse de una niña —siguió diciendo mi amo mientras esperaba a que hirviera aquel caldo—. Este emperador que hay ahora vino a reinar porque lo prohijó otro Basileo que hubo, y que no tenía hijos varones. Tenía, eso sí, una hija muy graciosa, y la casó con el ahijado. Este imperante de nuestros días está muy acostumbrado a las guerras, siendo hombre que pasó los más de sus días en la hueste o en la frontera, lo que lo hizo duro de corazón. Aconteció que en una marca de su señorío se levantaron unos príncipes antiguos, que se llaman los de Gazna[→], gente infiel y de gran crueldad, dueños de grandes espadas y caballos corredores, y que tienen una torre donde hacen en inmensas alfombras, con hilos de colores, el árbol de las estrellas, y auguran por ellas, y vieron que pasando Venus a dos manos de los Perros Cazadores era el tiempo de poner a crecer su provincia. Hubo guerra, y el emperador Michaelos[→] llegó al pie de Gazna y quemó el palmeral, cegó los pozos, excepto uno para los peregrinos que van a Jerusalén, y mandó un heraldo a los gazníes dándoles horas para derribar las puertas de su ciudad. Los gazníes escucharon el parlamento del heraldo sin decir oste ni moste, y me contaron que daba miedo verlos en las almenas de la puerta de Asia, los siete príncipes con espadas que les llevaban de alto una cuarta, las barbas negras y mestas, los blancos mantos de sangre manchados, y en el mantel de la mano izquierda, cada uno su águila encapirotada. Se juntaron alrededor de una hoguera los señores de Gazna, aconsejándose, y uno de ellos, que amén de hombre de hierro era hombre de pluma, dijo que podía ponerse por ardid una historia que había leído y que pasara en gente de nación griega, y era mandarle al señor Michaelos la más hermosa de las doncellas para que lo enamorara, lo que parecía fácil, siendo el emperador un anciano que en largos años sólo amor y amistad tuviera con las armas, no sabía lo que era cama de pluma, y que siempre le fuera fiel a la emperatriz Teodora[→], que ya iba vieja y de un paralís estaba en una solana en un sillón oyendo música de iglesia. Escogieron los gazníes una doncella de casta real, talmente una rosa. Yo sé lo hermosa que es porque trato al pintor que la retrató cuando estudiaba música en Alejandría, y no sé qué es lo que de ella más enamora, si los grandes y verdes ojos entornados, la canela de la piel, el decir sosegado de aquella pequeña boca, la gracia de sus manos en la viola…
—Los pechicos como dos claudias reinas, la cintura que se puede ceñir con el tallo de una rosa, los finos brazos que levanta cuando canta, y las piernas con las que cuando danza vuela. Toda ella es un misterioso vaso de perfume, y aún ahora que el gran ejército está perdido en las arenas, y el emperador como embriagado en su tienda de lienzo rojo, no hay soldado que no diga que tan gentil, suave y dulcísima señora vale la muerte.
Esto dijo el paje del emperador, que despertó mientras mi amo hablaba, y se levantaba de la siesta apretándose el cinto, del que colgaba un puñal con vaina de plata labrada. El señor Merlín apartó del fuego el agua de mandrágoras, apagó el mechero de cobre, y, sentándose en su sillón de velludo, díjole al paje:
—Ahora, señor Leonís[→], convendría que vuesa merced siguiese con la historia.
El paje Leonís acaricióse la barba y vino a sentarse a mi lado, en el banco junto a la ventana. Entraba un dorado rayo de sol que espejeaba en las hebillas de plata de los zapatos del señor Merlín.
—Llegó dama Caliela[→], que tal es su nombre y se declara por «la miel que se derrama»; llegó dama Caliela, digo, al real bizantino, anunciándose por una trompeta como correo de los señores príncipes gemelos de Gazna, que son los siete de un vientre, según atestiguan con escribanos y con el parecer de un médico antiguo que le llaman don Avicena. Venía vestida solamente con una seda y el pelo suelto, y no traía más joya que un cascabel de oro en el muslo izquierdo. Pasmó todo el ejército, que siendo de cristianos griegos nunca viera una mujer desnuda al sol de la mañana. Dama Caliela se arrodilló tres veces antes de llegar al Imperante Michaelos, que estaba defendido con la armadura que llaman de la Esfinge, porque tiene una de bulto en la coraza, y descalzado el guante de la mano derecha, sostenía en alto, brilladora como el viril con el Señor Sacramentado, la espada que los basileos de Constantinopla heredaron de San Pablo. Dama Caliela arrodillada a los pies del emperador le besó la espuela y la mano que tenía la espada, y comenzó a hablarle en griego, diciéndole cómo traía partes secretos de Gazna, y que no quería que la grande ciudad fuese quemada, que tenía en ella un palomar y una rosaleda, y por salvar esto y un hermanito que tenía que estaba con fiebres repentinas, podía decirle al emperador cómo Gazna era fácil conquista, sin verter más sangre. Además que ella moría cada noche de miedo acordándose de los siete príncipes gemelos, que todos la querían por mujer, y para que no hubiera discordia entre ellos decidieran repartirla, cada uno su luna, más una cada siete de descanso en una piscina. Esto dijo en un griego dulce y parrafeado, y el emperador no le quitaba ojo, y cuando termino don Michaelos entregó la santa espada al estratega mayor, y puso su poderosa mano ungida sobre aquella pequeña y dolorida cabecita, y dijo que dama Caliela, y gritó para que todos oyesen, estaba defendida por su egregio brazo. Hubo música y salvas, y entró el emperador a su tienda con dama Caliela. ¡Nunca entrara!
El señor Leonís enjugó una lágrima con la gorra, y como hablando para sí, más quedo y reposado, prosiguió:
—¡Y quién no entraría, triste destino que le cupiese en aquel hermoso y dulce vaso! Dos días con dos noches estuvo dama Caliela con el emperador en la tienda, contándole los partes secretos de Gazna y la puerta falsa de la ciudad, que decían era por el barrio de los judíos, y la mejor hora del asalto al toque de cubrefuegos. Éstos eran rumores que corrían. Y pasó el plazo dado a la rebelde Gazna, y aún pasaron otros días, y el emperador salía a caballo con dama Caliela y galopaban alrededor de la ciudad, contemplando las altas torres, y ya se comenzaba a decir que dama Caliela le deshacía la cama a don Michaelos, y que a nuestro real señor, con las caricias y calores de aquella flor, se le olvidaban Gazna, los siete príncipes gemelos, la guerra y la espada. Y una mañana, cuando salía rojo el sol sobre las colinas en que crecen los pejigos y los naranjos, tocaron las trompetas y los tambores y levantamos el campo, y dimos comienzo a una larga marcha, y en dos días dejamos atrás los labradíos y los estanques, y entramos al desierto y bebimos agua de los pozos, y decían que íbamos a conquistar el Farfistán, que es donde tienen los de Gazna sus tesoros escondidos, y que dama Caliela le había enseñado al emperador el Ciprianillo de aquellas montañas de oro, y bien se veían en la noche, cuando acampábamos en las arenas, a lo lejos las luces de los oasis del Farfistán. ¡Cuántas noches no las veríamos! ¡Cuántas mañanas no contemplaríamos, en la cinta de luz del alba, las torres lejanas de las ricas villas! Pero todo era como un engaño que se hiciese con un espejo, y ahora anda el gran ejército perdido, sediento y hambriento por aquel arenal, y sólo el imperante está contento porque tiene al cuello los brazos de dama Caliela, y para la sed aquellos rojos labios tan fáciles… Y fue que dama Caliela quiso mandar a los príncipes gazníes, a quienes tan en secreto servia, un recado para que en llegando el verano saliesen a los prados del río, y allí dieran mano, por la espada y por la flecha, de todo lo que quedase de la flor militar de los bizantinos, y me agasajó con oro y con la promesa de un abrazo a mi sabor cuando volviese, si hacía bien el recado, y me dio las señas del camino en una cajita de plata con una aguja, y en llegando a donde son tres pozos de agua caliente, tomar los vientos de la mar, y en cuatro días me ponía en Gazna muy descansado. Y fue que dije que sí a todo, y me entendí con el polemarcos Cristóforos[→], quien me dijo que en vez de tomar los vientos de la mar tomase los de Levante, y me pusiese en Trípoli de Antioquía y desde allí en una nao real en Marsella, y por el camino francés en Compostela, y de allí a Miranda en un día, y que el señor Merlín, que era muy su amigo, me prestaría aquel camino que él trajo enrollado de Bretaña[→] en un canuto de hierro, y que se llama el camino de Quita-Y-Pon, tal que posando yo el camino en Alepo de Siria, éste fuese, como una bandada de golondrinas que vuela al sur en otoño, hasta donde los valerosos palatinos, la pesada caballería, los lanceros de capa bermeja y los arqueros que llevan en el pecho la roja cruz morían, para que por él retomasen a Constantinopla a rehacer el Imperio y a quitarle del cuerpo a don Michaelos los engaños de aquel oscuro amor. Éste, mi señor don Merlín, que Dios guarde y San Jorge, es mi mandado, y se me quiebra el corazón pensando en aquellas calientes arenas, en aquellas largas sedes, en aquel vagar sin fin, y hasta en aquella dama Caliela, que me tenía prometido un abrazo.
—Yo, mi señor Leonís, os prestaría el camino, pero por estar en el canuto de hierro en el desván, se orinó, y ahora no se suelta más de cuatro o cinco leguas, y quedó tan estrecho, a causa de que se mojó pasando por él de Galicia a Avalon[→], cuando fui a las bodas del nieto de don Amadís, y encogió tanto como paño de buro, que sólo de uno en uno se camina por él. Esta medicina, pues, no sirve, pero voy a daros un hilo que habéis de atarlo al limonero[1] que hay en Alepo junto a la iglesia de la Santísima Trinidad, y tiráis el ovillo al suelo, gritándole: «¡Adelante, adelante!», y lo seguís, y llegáis junto a los vuestros en dos días, y volvéis con ellos sanos y salvos, a través de los puertos del desierto. Y en lo que toca a dama Caliela, buscad en la guarda real un arquero que tenga el ojo colorado, y que apuntando sólo con éste, le ponga una flecha en el corazón.
—Este arquero lo hay, que es el príncipe de Tebas, nieto de un rey muy sonado que le llamaban don Edipo.
El señor Leonís besó la mano de mi amo, cogió el ovillo que iba en una caja de mantecadas de Astorga muy envuelto en un pañuelo de seda verde, y al instante salió a galope en su bayo corredor por el camino de Belvís. Nunca pude saber si llegaría a tiempo, pero de quien conservo más memoria es de dama Caliela, que por veces me viene a los sueños míos, y se pone en ellos tan fácil como anillo en el dedo.