3. Los quitasoles y el quitatinieblas

Estaba yo a la sombra de la higuera ramona, labrando con mi navajita para puño de bastón un pajarillo en la cabeza de una rama de aliso, y me salían muy bien los pájaros, con las alas plegadas y la cabecita inclinada, cuando oí aquel tropel, y eran cuatro que venían a caballo, y el último traía a la cola una mula con equipaje, y eran del mismo vestido los cuatro, con grandes sombreros colorados y dalmáticas amarillas, como las de los curas en la misa, medía polaina escotada, y al cuello y al viento unas capas cortas, coloradas como los sombreros. Daba gloria ver subir aquel golpe por la cuesta que venía a la portalada. Corrí a buscar la birreta nueva, que la colgaba siempre en la viga del horno, porque tenía ordenado que cuando había visita saliese con ella a la puerta, para poder quitarla haciendo cortesía. En esto estaba muy bien educado, y era la lección que tenía que abrir el portón con la mano izquierda, mientras con la derecha quitaba la gorra y estiraba el brazo un poco hacia atrás, bajando una chispa la cabeza. Me enseñó tal agasajo mi ama, doña Ginebra. Abrí, pues, a aquellos montados y saludé, y el que venía delante, un gordo y colorado que llevaba el sombrero levantado para dejar ver una perrera de flequillo muy rizada, me preguntó por don Merlín, y yo le dije que estaba tomando las once, y él me avisó que venían de París[→] y traían un gran mandado. Los dejé desmontando y corrí a gritarle a mi amo, que estaba, como de costumbre, tomando unas once de huevos revueltos y vino clarete. Ya se asomara la señora Marcelina, ya viera que era mozo guapo el qué ramaleaba la mula del equipaje, y ya me salió al pasillo para soplarme:

—Son gente de Iglesia, que no gastan espada.

Mi amo era muy reposado en el comer y muy limpio, y de continuo lavaba las manos, y al sentarse a la mesa y al levantarse. Hizo sin prisas toda la costumbre que tenía, ahuchó la boca con el último trago de clarete, dobló la servilleta, y le hizo aquel nudo de orejas de conejo que usaba, calzó los mitones y el bonete de borla, y, apoyando en mi hombro la mano derecha, allá fuimos, como en una procesión, a saludar a los forasteros.

Le hicieron los cuatro al señor Merlín una gran reverencia, quitándose los sombreros, y el gordo de la perrera habló muy rápido en su lengua, y don Merlín estaba muy atento, y dos o tres veces, mientras hablaba el forastero, mi señor amo llevó la mano al bonete, como cuando se dice «Dios Nuestro Señor» o «Santa María Virgen». Don Merlín le contestó también en su lengua pocas palabras, y mandó pasar a la cámara del homo a los viajeros, excepto al mozo de la mula, que me ayudó a meter los caballos en la cuadra y a darles un algo de comida. Entrambos bajamos de la mula el equipaje, que era liviano y de más bulto que peso. Le hice señas de que pasase él también a la cámara, que yo quedaría por guarda del equipaje, pero él, sonriendo, y a fe que era muy mozo y tenía un no sé qué de alegre hermosura y era muy pulido de maneras, en nuestra habla me dijo:

—No puedo, mi amigo, dejarte por guarda de este atavío, que es mi oficio señalado no apartarme de él ni un alfiler de monja. Venimos de París en cuatro jornadas, y somos gente del obispo de aquella villa, y lo que yo quería ahora de ti es un vaso de agua fresca.

Se lo fui a buscar al pozo viejo, que es como una nieve, y él bebió sabroso y despacio.

—Yo ya sabía que ustedes eran gente de Iglesia-le dije cuando remató de beber, añadiendo que una criada mayor que teníamos en la casa se lo conoció porque no traían espada.

—Esa vuestra criada mayor, acertando en algo, no acertó en todo.

Y levantando el parisiense la dalmática, me enseñó dos pistolas de revista en el cinto, con las cachas de plata labrada.

—Cuando se va por los caminos —dijo—, y lleva uno un mandado de tanto mérito como el que nosotros traemos, no se puede ir a la caridad y menos en estos tiempos.

En estas políticas estábamos cuando don Merlín salió a la puerta del horno y mandó que le llevaran el equipaje, y allá fuimos el mozo y yo a portarlo, y lo pusimos donde dijo, que fue en la mesa grande. Me sorprendió que tuviese encendidos todos los candelabros, y que se hubiese echado por los hombros la esclavina de raso. Los tres forasteros —el de la perrera en medio— estaban sentados en el banco, junto a la ventana, y parecía aquello una misa cantada. Abiertos los bultos, que venían muy hechos y con siete cuerdas, aparecieron tres grandes paraguas, el uno blanco, el otro amarillo y el otro carmesí, y a cada uno lo fue besando don Merlín en el puño, que era de ébano el del blanco, de plata el del amarillo, y el carmesí de oro.

—Son muy hermosos quitasoles —dijo mi amo—, y quizá no los tiene tan aparentes el Papa de Roma. Lo que vuestro obispo me pide es fácil, y lo voy a hacer en un tris. El quitasol blanco, como sabéis, se llama de «Sal-el-Sol»[→], y en abriéndolo el día de Nuestra Señora de Agosto, aunque llueva, queda una mañana soleada para la procesión. El amarillo, que se llama «Mirabilia»[→], es un quitasol muy secreto, y sólo se usa en Pentecostés, y cuando está a su sombra vuestro obispo, habla y entiende todas las lenguas, y puede confesarse bajo él un mudo, que vuestro obispo lo escucha. Y el carmesí, éste sirve para viajar en la noche, y el que va debajo de él, abriéndolo en la noche cerrada, ve como si fuese de día. Mejor que quitasol se debía de decir quitatinieblas, y tiene por nombre «Lucero»[→]. Ya otra vez a éste, cuando era propiedad de don Lanzarote del Lago, le arreglé dos varillas que se le soltaron, y al primer arreglo no salió con sus virtudes, y en vez de verse como de día, no se veía nada, ni las luces encendidas en la noche. Toda la ciencia de estos quitasoles y del quitatinieblas está en las varillas.

Y mientras yo servía a los visitantes algo de vino y jamón, como si fuera paragüero de Orense trabajó mi amo en los paraguas, y en un amén los dio por arreglados, que según él, sólo tenían una varilla floja y otra salteada. Los abrió y cerró, diciendo no sé qué letanías, y sonrió y le dijo al de la perrera con mucha autoridad:

—Mosiú Castel[→], dile a tu obispo que no le cobro nada por el arreglo, pero que el día de Pentecostés próximo, abriendo el quitasol amarillo, no deje de poner por apunte la lengua maga, especialmente en lo que toca al nombre de los metales y las esencias preciosas, que quiero terminar de leer un libro «de ocultis» que aquí guardo, y en el que está toda la tertulia de los caldeos[→]. Y dile también que no gaste la virtud del «Lucero» en cachear tesoros en las cuevas y ruinas, que el quitatinieblas no fue hecho para eso, sino para seguir en la noche, por el camino de Emaús, las huellas de Jesús, Nuestro Señor.

Se levantó mosiú Castel e hizo gran reverencia, hicieron de nuevo el equipaje, y ayudados por mí guisaron de andar, y con el sombrero en la mano hasta que salieron de la portalada se fueron, y estaba mi amo en la puerta del horno y no les levantó el bonete, y el mozo que ramaleaba la mula, cuando vio que yo salté en la higuera para ver el tropel por la cuesta abajo, me dijo dos veces adiós con la mano.

—Se llamaba Jazmín[→], me notició a la noche la señora Marcelina. Si yo quisiese, de seguro que volvía, que no me quitó ojo mientras le dabas el vaso de agua.