Que acaba explicando todo lo que había parecido ser absolutamente inexplicable hasta aquí
En este momento, y antes de que Godfrey pudiera responder, disparos de fusil estallaron a escasa distancia del Will-Tree. Al mismo tiempo, una de estas lluvias tormentosas que son verdaderas cataratas venía a propósito a verter sus aguas en el momento en que, devorando las primeras ramas, las llamas amenazaban comunicarse a los árboles en que se apoyaba el Will-Tree.
¿Qué debía pensar Godfrey de esta serie de inexplicables incidentes? Carefinotu hablando inglés, como un inglés de Londres, llamándole por su nombre, anunciándole la próxima llegada del tío Will; después, aquellas detonaciones de armas de fuego que acababan de estallar de repente. Se preguntaba si se había vuelto loco, pero no tuvo tiempo de proponerse estas preguntas insolubles.
En este instante, apenas cinco minutos después de los primeros tiros de fusil, una tropa de marineros apareció deslizándose bajo la cubierta de los árboles. Godfrey y Carefinotu se dejaron también deslizar a lo largo del tronco, cuyas paredes interiores ardían aún.
Pero en el momento en que Godfrey tocaba el suelo se sintió interpelar por dos voces que, aun en su turbación, le hubiera sido imposible no reconocer.
—¡Sobrino Godfrey, tengo el honor de saludarte!
—¡Godfrey, querido Godfrey!
—¡Tío Will! ¡Phina! ¡Vosotros! —exclamó Godfrey, confundido.
Tres segundos después se hallaba en los brazos de uno y apretaba a la otra con los suyos.
Al mismo tiempo dos marineros, por orden del capitán Turcotte, que mandaba la pequeña tropa, trepaban a lo largo del secoya para liberar a Tartelett y le «acogían» con todas las consideraciones debidas a su persona.
Y, después de las preguntas, las respuestas, las explicaciones, entrecambiándose una tras otra.
—¡Tío Will, vos!
—¡Sí, nosotros!
—Pero ¿cómo habéis podido descubrir la isla Phina?
—¡La isla Phina! —respondió William W. Kolderup—. ¡Querrás decir la isla Spencer! ¡No era eso muy difícil! ¡Hace ya seis meses que la he comprado!
—¿La isla Spencer…?
—¡A la que, por lo que parece, has dado mi nombre, querido Godfrey! —dijo la joven.
—Este nombre me gusta y lo conservaremos —añadió el tío—; pero hasta aquí y para los geógrafos, es todavía la isla Spencer, que está sólo a tres días de San Francisco y sobre la cual he querido enviarte para que hicieses tu aprendizaje de Robinson.
—¡Oh, tío mío; tío Will!, ¿qué estáis diciendo? —exclamó Godfrey—. Y si es verdad eso que decís, no puedo contestaros sino que yo no había dejado de merecerlo. Pero entonces, tío Will, ¿aquel naufragio del Dream…?
—¡Falso! —replicó William W. Kolderup, que jamás se había sentido de tan buen humor—. El Dream se ha hundido tranquilamente siguiendo las instrucciones que yo había dado a Turcotte, llenando de agua sus water-ballast. Tú has creído que el Dream se hundía verdaderamente; pero cuando el capitán vio que Tartelett y tú os ibais tranquilamente a la costa, dio marcha atrás… Tres días mas tarde regresaba a San Francisco, y él es el que nos ha traído a la isla Spencer en la fecha convenida.
—Entonces ¿nadie de la tripulación ha perecido en el naufragio? —pregunto Godfrey.
—¡Nadie, excepto aquel desgraciado chino que se había escondido a bordo, al que no se ha podido encontrar!
—Pero aquella piragua…
—¡Falsa piragua, que yo había hecho fabricar!
—Pero aquellos salvajes…
—Igualmente falsos, y a los que tus disparos de fusil no han alcanzado por fortuna.
—Pero Carefinotu…
—¡Falso Carefinotu, o, mejor, mi fiel Jup Brass, que ha desempeñado maravillosamente su papel de Viernes, por lo que veo!
—¡Sí —respondió Godfrey—, y que me ha salvado dos veces la vida en un encuentro con un oso y un tigre!
—¡Falso el oso y falso el tigre! —exclamó William W. Kolderup, riendo a placer—; disecados los dos y desembarcados, sin que tú los vieses, con Jup y sus compañeros…
—¡Pero si movían la cabeza y las patas…!
—¡Por medio de un resorte al que Jup Brass iba a dar cuerda por la noche, unas horas antes del encuentro con ellos que él te preparaba!
—Pero, todo eso… —repetía Godfrey, un poco avergonzado de haberse dejado engañar con tales supercherías.
—Sí, sobrino. Te iba todo demasiado bien en la isla y convenía proporcionarte emociones…
—Entonces —dijo Godfrey, que tomó el partido de reírse—, ya que queríais probarme de esa manera, tío Will, ¿por qué me enviasteis un cofre conteniendo todos los objetos de que teníamos tanta necesidad?
—¿Un cofre? —replicó William W. Kolderup—. ¿Qué cofre? Yo no te he enviado jamás cofre alguno. ¿Es que por casualidad…?
—Y diciendo esto el tío se volvió hacia Phina, que, bajando los ojos, desviaba la mirada…
—¡Ah, bueno…! Un cofre… Pero entonces es preciso que Phina haya tenido por cómplice…
Y el tío Will se volvió hacia el capitán Turcotte que lanzó una risotada.
—¡Qué queréis, señor Kolderup! —respondió Turcotte—. Algunas veces puedo resistiros… pero resistir a miss Phina se hace demasiado difícil… y hace cuatro meses, mientras vos me mandabais vigilar la isla… puse mi chalupa en el mar con el mencionado cofre…
—¡Querida Phina, mi querida Phina! —exclamó Godfrey, tendiendo la mano a la joven.
—¡Turcotte, vos, sin embargo, me habíais prometido el secreto…! —se quejó Phina, ruborizándose.
Y el tío William W. Kolderup, sacudiendo su gruesa cabeza, trató en vano de ocultar que estaba muy emocionado.
Pero si bien Godfrey no había podido contener una sonrisa de buen humor al oír la explicaciones que le daba el tío Will, el profesor Tartelett, por su parte, no se reía. Le mortificaba mucho todo aquello. ¡Haber sido objeto de tal mixtificación, él, profesor de baile y urbanidad! Así, avanzando con mucha dignidad, dijo:
—¡Creo que el señor William W. Kolderup no sostendrá que el enorme cocodrilo del que he estado a punto de ser la víctima era de cartón y resorte!
—¿Un cocodrilo? —replicó el tío.
—¡Sí, señor Kolderup! —respondió entonces Carefinotu, al que conviene restituir su verdadero nombre de Jup Brass—. ¡Sí, un verdadero cocodrilo que se ha lanzado sobre el señor Tartelett y que, sin embargo, yo no había en absoluto traído con mi colección…!
Godfrey contó entonces todo lo que había pasado desde hacía algún tiempo; la aparición súbita de fieras en gran número, de verdaderos leones, verdaderos tigres, verdaderas panteras, y después la invasión de verdaderas serpientes, de las que durante cuatro meses no se había encontrado ni una sola muestra en la isla.
William W. Kolderup, desconcertado a su vez, no comprendía nada de todo esto. La isla Spencer —eso era conocido desde hacía mucho— no era frecuentada por fiera alguna, y no debía contener ningún animal dañino según los términos mismos del acta de venta. Tampoco comprendió lo que Godfrey le contaba de todas las tentativas que él había hecho a propósito de una humareda que se había dejado ver varias veces en diversos puntos de la isla. Igualmente se mostró muy intrigado ante revelaciones que le daban motivo a pensar que no todo había sucedido según sus instrucciones y según el programa que él solo había tenido derecho a hacer.
En cuanto a Tartelett, no era hombre con el que se pudiese contar. Aparte de esto, nada quería admitir del falso naufragio ni de los falsos salvajes ni de los falsos animales, y, sobre todo, no quería renunciar a la gloria que había adquirido abatiendo con su primer disparo al jefe de una tribu polinesia (uno de los servidores del hotel Kolderup, que, por otra parte, se encontraba tan bien como él).
Todo estaba dicho, todo estaba explicado, excepto la grave cuestión de las verdaderas fieras y de la humareda desconocida. Esto hacía ponerse pensativo hasta al mismo tío Will. Pero, como hombre práctico que era, aplazó por un esfuerzo de voluntad la solución de estos problemas, diciendo así a su sobrino:
—Godfrey, tú siempre has sido tan entusiasta de las islas, que estoy seguro que te será agradable y colmará tus deseos saber que ésta es tuya, ¡tuya sólo! ¡Te la regalo! Puedes hacer de tu isla cuanto quieras. Yo no te obligo a que la abandones, ni pienso desligarte de ella. Conviértete pues en un Robinson toda la vida si el corazón te dice que…
—¿Yo? —respondió Godfrey—, ¿yo? ¿Toda mi vida?
Phina se adelantó a su vez:
—Godfrey —preguntó—, ¿quieres efectivamente quedarte en tu isla?
—¡Antes morir! —exclamó él, adelantándose con un arranque cuya franqueza no era dudosa; pero, reaccionando en seguida, añadió—: ¡Bueno, sí —apoderándose de la mano de la joven—, sí! Quiero quedarme, pero con tres condiciones: primera, que te quedes conmigo, querida Phina; segunda, que el tío Will se comprometerá a quedarse con nosotros, y tercera, ¡que el capellán del Dream vendrá a casarnos hoy mismo!
—¡No hay capellán en el Dream, Godfrey —respondió el tío Will—; bien lo sabes! Pero creo que todavía lo hay en San Francisco, y que allí encontraremos más de un digno pastor que consienta en rendirnos este servicio. Creo, por consiguiente, responder a tu pensamiento diciéndote que mañana mismo volveremos al mar…
Entonces Phina y el tío Will quisieron que Godfrey les hiciese los honores de su isla, y aquí los tenemos paseando bajo el grupo de los secoyas, a lo largo del río, hasta el puentecillo.
De la habitación del Will-Tree, ¡ay!, ya no quedaba nada. El incendio había devorado toda esta habitación dispuesta en la base del árbol. Sin la llegada de William W. Kolderup, en las cercanías del invierno, con su pequeño material destruido, con verdaderas fieras feroces recorriendo la isla, nuestros Robinsones hubieran sido dignos de compasión.
—¡Tío Will —dijo entonces Godfrey—, si yo había dado a esta isla el nombre de Phina, dejadme añadir que el árbol en que vivíamos se llamaba Will-Tree!
—¡Bien, perfectamente! —respondió el tío—. Nos llevaremos semillas de él para sembrarlas en mi jardín de Frisco.
Durante este paseo se percibieron a lo lejos algunas fieras, pero éstas no osaron atacar a la numerosa y bien armada tropa de los marineros del Dream. De todas maneras, su presencia no era menos un hecho absolutamente incomprensible.
Después se volvió a bordo, no sin que Tartelett hubiese pedido permiso para llevarse «su cocodrilo» como pieza de convicción… permiso que le fue concedido. Por la tarde ya todo el Mundo estaba reunido en el cuadrilátero de a bordo, festejando con un alegre almuerzo el fin de las pruebas de Godfrey y sus bodas con Phina Hollaney.
Al día siguiente, 20 de enero, el Dream aparejaba bajo el mando del capitán Turcotte. A las ocho de la mañana Godfrey, no sin cierta emoción, veía en el horizonte del oeste desvanecerse como una sombra esta isla en la que acababa de hacer cinco meses de una escuela de cuyas lecciones jamás debía olvidarse.
La travesía se hizo rápidamente, con un mar magnífico y con un viento favorable que permitió aprovechar las velas del Dream. ¡Ah, lo que es esta vez, marchaba a su destino! ¡No trataba de burlar a nadie! ¡No hacía giros sin número, como en el primer viaje! ¡No perdía por la noche lo que había ganado durante el día!
De esta manera, el 23 de enero, a mediodía, después de haber entrado por la Puerta de Oro en la vasta bahía de San Francisco, iba a alinearse tranquilamente en el muelle de Marchant-Street.
¿Y qué fue lo que se vio entonces?
Se vio salir del fondo de la cala un hombre que, después de haber alcanzado el Dream a nado durante su escala en la isla Phina, había logrado ocultarse una vez más.
¿Y quién era este hombre?
Era el chino Seng-Vou, que acababa de hacer el viaje de vuelta como lo había hecho de ida. Seng-Vou se adelantó hacia William W. Kolderup.
—¡Que el señor Kolderup me perdone! —dijo muy cortésmente—. Cuando tomé pasaje a bordo del Dream creía que iba directamente a Shanghai, donde yo deseaba repatriarme; pero, desde el momento que vuelve a San Francisco, ¡desembarco!
Todos, estupefactos ante esta aparición, no sabían qué responder al intruso, que los miraba sonriente.
—¡Pero —dijo al fin William W. Kolderup— tú no habrás estado seis meses en el fondo de la bodega, supongo!
—¡No! —respondió Seng-Vou.
—¿Dónde, pues, estabas oculto?
—¡En la isla!
—¿Tú? —exclamó Godfrey.
—¡Yo!
—Entonces, aquellos humos…
—Necesitaba fuego, ¿no?
—¿Y no intentabas acercarte a nosotros y participar de la vida común?
—Un chino gusta de vivir solo —respondió tranquilamente Seng-Vou—. ¡Se basta a sí mismo y no necesita de nadie!
Tras lo cual aquel hombre original, saludando a William W. Kolderup, desembarcó y desapareció.
—¡He aquí de qué madera están hechos los verdaderos Robinsones! —exclamó el tío Will—. ¡Fíjate en ése y mira si tú te asemejas a él! Es igual; la raza anglosajona tendrá trabajo en absorber gentes de esta naturaleza.
—¡Bueno! —dijo entonces Godfrey—; los humos están ahora explicados por la presencia de Seng-Vou; pero ¿y las fieras…?
—¡Y mi cocodrilo! —añadió Tartelett—. ¡Quiero que al fin se me explique mi cocodrilo!
El tío William W. Kolderup, muy desconcertado, se sentía a su vez burlado en este punto, y se pasaba la mano por la frente como para apartar de ella una nube.
—¡Ya sabremos eso más tarde! —dijo—. ¡Todo acaba por descubrirse a quien sabe buscar!
Algunos días después se celebraba con gran pompa el matrimonio del sobrino y la pupila de William W. Kolderup. Si los dos jóvenes fueron felicitados y festejados por todos los amigos del riquísimo negociante, dejamos al lector imaginárselo.
En esta ceremonia Tartelett se condujo con perfecta urbanidad y distinción y comme il faut y el discípulo hizo igualmente honor al célebre profesor de baile y buenas maneras.
Sin embargo, Tartelett tenía una idea. No pudiendo hacer montar su cocodrilo en un alfiler de adorno, lo que bien lamentaba, resolvió simplemente hacerlo disecar. De esta manera el animal, bien preparado, con las mandíbulas entreabiertas, las patas extendidas y suspendido del techo, sería el mejor ornamento de su cuarto. El cocodrilo fue enviado pues a casa de un célebre disecador, que lo devolvió en el hotel pocos días después.
Todo el Mundo fue entonces a ver y admirar el «monstruo» al que Tartelett había faltado poco para servir de pasto.
—¿Sabéis, señor Kolderup, de dónde procedía este animal? —preguntó el célebre disecador al presentar la factura.
—¡No! —respondió el tío Will.
—Sin embargo, había una etiqueta pegada al caparazón.
—¿Una etiqueta? —exclamó Godfrey.
—¡Miradla!
Y mostró un pedazo de cuero sobre el cual estaban escritas estas palabras en tinta indeleble:
«Envío de Hagenbeck, de Hamburgo, a J.-R. Taskinar, de Stockton, EE. UU».
Cuando William W. Kolderup hubo leído estas palabras, una formidable risotada se le escapó. Acababa de comprenderlo todo.
Era su adversario J.-R. Taskinar, su competidor despojado de la isla, el que, por vengarse y después de haber comprado todo un cargamento de fieras, reptiles y otros animales dañinos al abastecedor de los parques zoológicos de ambos mundos, lo había desembarcado de noche, en varios viajes, en la isla Spencer. Esto le había costado caro, sin duda; pero había conseguido infestar la propiedad de su rival como lo hicieron los ingleses en la Martinica, si se debe creer a la leyenda, antes que devolverla a Francia.
Ya no había cosa alguna que explicar de los hechos memorables de la isla Phina.
—¡Bien jugado! —dijo William W. Kolderup—. ¡No lo hubiera hecho yo mejor que ese viejo pícaro de Taskinar!
—¡Pero con esos terribles huéspedes —dijo Phina—, ahora la isla Spencer…!
—¡La isla Phina! —respondió Godfrey.
—¡La isla Phina —volvió a decir sonriendo la reciente dama—, es absolutamente inhabitable!
—¡Bah! —respondió el tío Will—; se esperará para habitarla a que el último león haya devorado al último tigre.
—Y entonces, querida Phina —preguntó Godfrey—, ¿no temerás ir a pasar una temporada allí conmigo?
—¡Contigo, mi querido esposo, yo no temería nada en parte alguna —respondió Phina—, y puesto que tú no has hecho tu viaje alrededor del Mundo…!
—¡Lo haremos juntos! —exclamó Godfrey—; y si la mala suerte quiere alguna vez hacer de mí un verdadero Robinson…
—¡Tendrás, por lo menos, cerca de ti la más abnegada de las Robinsonas!